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La soledad
Coloso, caminé por tus arenas, bajo la magia del silencio. Convoqué a las estrellas y agradecí a la tierra y a los mares, mientras me fue atrapando el ritmo acompasado de tu marea. Coloso, me permití extraviarme en ti, exploré tus pendientes abruptas, tus cóncavos y tus planicies, mientras el terracota de tus pigmentos se impregnó en mi piel y en mis pensamientos, mientras la soledad curtió mi alma, el sol dibujó la historia en mi rostro y el mar estampó la libertad en mi mirada.
Pamela Ramírez Figueroa, 2016.
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La soledad
Qué secreto entraña Coloso que atrae, que como imán captura el alma y arraiga, pese al sacrifico que impera en lo desértico y la distancia.
Su historia no es reciente, se remonta a más de un siglo, en plena epopeya del salitre, para luego extinguirse en el silencio del abandono, décadas de soledad en las que apenas algún ermitaño peregrino deambuló por estos tierrales.
Qué secreto esconden estos cerros, este mar, estas arenas, que la historia vuelve a erguirse orgullosa desde la nada, hasta domar la salinidad y la aridez, para emerger victoriosa.
No ha sido fácil poblar el descampado; el sustento, el trabajo y la familia han sido los pilares que han levantado el poblado.
Cuentan las leyendas, historias de siglo en siglo: que aquí los antepasados indígenas ofrendaban a la madre tierra, convocados por la majestuosidad de su cerro. Que en las proximidades deambulaban los soñadores en busca del derrotero de Naranjo, un enclave de oro perdido en los anaqueles de la historia y en cuya búsqueda más de algún aventurero perdió la vida. Que la naturaleza fue prodigiosa y la fecundidad de su mar atraía a oleadas de changos errantes, quienes extraían la riqueza viva en toda su costa.
Como sea, la verdad más absoluta es su magnífica geografía, su estratégica bahía fue uno de los puertos más importantes durante la época del salitre y hoy lo es en la exportación del cobre.
Es esta característica geográfica la que ha impulsado la vida, una y otra vez, la belleza de su entorno, lo magnífico de sus cerros, su bahía absorta en el oleaje, el aroma de su brisa y la impagable sensación de libertad.

Los primeros hombres
El poblamiento del actual Coloso se remonta a fines de la década de los 60’ cuando comienzan a instalarse en el sector los mariscadores y buzos; Marcial Campos Maureira ‘el Tranca’, ‘el Chilila’ y ‘el Taita’, son personajes latentes en el imaginario de los colosinos, y es que fueron muchos los hombres que quisieron radicarse en la bahía, pero pocos tuvieron el tesón para lograrlo. de nombre José Codoceo; y los Herrera: Omar ‘el Cangurito’ y Rubén ‘el Colorado’; de muchos otros se perdió su rastro entre la costa y el oleaje.
Hoy, de estos iniciales habitantes del sector, aún viven en Coloso Omar Herrera, José Codoceo y Manuel Villalobos. Dos de ellos compartieron el porqué de su destino anclado al mar y su arribo a la bahía, por allá por fines de los años 60’.
Es ‘el Negro Luis’ quien finalmente se asienta en estos lares, reconocido como el primer buzo avezado en el sector de Coloso por la comunidad actual, fue él, Ramón Luis Tapia, quien acogió a los primeros hombres que llegaron hasta la incipiente caleta en busca de sustento para sus familias.
Podemos nombrar a siete de los buzos nómades originales, quienes, tras haber recorrido las costas del norte chileno desde Punta Arenas hasta Arica, fueron seducidos por Coloso y tras un tiempo de ir y volver, deambulando en pos de trabajo, se asentaron en estas tierras comenzando a dar vida a la Caleta. Son los hermanos Tapia: Erwin, Rubén y Fernando; Manuel Villalobos, alias ‘el Mañungo’; ‘el Pelusa’, Omar Herrera, nativo de Quilamarí, tras múltiples oficios en el área de la construcción se decide por la independencia que le brinda el buceo. A los 33 años se instala en Coloso; como él mismo recuerda: “Trabajé en construcción hasta 1959, en Caldera aprendí de pesca y buceo, y como ganaba más, me dediqué a esto. Llegué a Coloso el 20 de septiembre de 1968, me vine a trabajar en los erizos”.
Omar es el más antiguo de los sobrevivientes que aún habita en Coloso, conocido como ‘el Cangurito’, su historia de vida es un libro pendiente. Él deambuló entre La Chimba, Michilla y Coloso, hasta que se instaló definitivamente aquí, a mediados de los años 70’.