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crónica
DESDE ACÁ
Melisa Rabanales
EL MURO ASÍ SE MIRA «Bienvenidos a Tijuana» dice el piloto con una voz entrecortada por las bocinas. El avión aterriza en una pista rodeada por barrotes gigantes de color cobrizo. Es un vuelo lleno que pertenece a una de las aerolíneas de bajo costo que viajan desde Ciudad de México. No hay asientos vacíos ni existe el distanciamiento social. Es febrero y Latinoamérica aún no sabe de pandemias. El piloto reporta 18 grados, un día templado. Él y el muro son los primeros en recibir a los pasajeros a Baja California. La franja que separa el allá del acá bordea toda la ciudad. «Es parte del paisaje» dice un tijuanense entre risas en las afueras del aeropuerto. Quizá porque escuchó a Julia, una de las guatemaltecas que venía en el vuelo, explicarle a sus compañeras que aquellas vallas imponentes de casi 10 metros eran las que las separaban del sueño americano. El muro ha estado ahí por al menos dos décadas y no entiende de montañas, de vecindarios, de ríos, de familias. Los atraviesa a todos por igual. El muro recuerda que en esta parte del mundo las fronteras son altas, con barrotes de hierro enormes que se asemejan a una cárcel gigante que impide pasar más que una mano. Solo una mano. A unos cinco metros más allá, del lado gringo, otro muro más antiguo y oxidado. Doble contención para -4-
quien quiera pasar o traficar mercancías. «Migrantes y droga» dijo Trump en algún momento. En el mismo saco, las personas y la cocaína.
El muro que divide a Tijuana de San Diego es solo una pequeña parte de los más de mil kilómetros de valla que separan partes de México de Estados Unidos. Del lado mexicano, carreteras, casas pequeñas de block y láminas, vecindarios, centros comerciales. El otro lado parece desierto, a excepción de un pick-up de la US Border Patrol que pasa cada cierto tiempo patrullando alrededor. El muro, ambivalente, parece solo estar cerca de los que quieren irse, como tratando de recordarles que está prohibido cruzarlo. En esa zona casi nadie salta el muro (algunos lo han intentado), los migrantes saben que para atravesar la frontera deben ir a otros sitios menos vigilados y más peligrosos. *** Es un sábado por la mañana y en febrero hace frío en el Parque de la Amistad, nombre de la reconocida línea fronteriza que se adentra incluso más de 100 metros en el mar, en las playas entre Tijuana, México y San Diego, Estados Unidos. Se llama así porque durante los últimos años el gobierno estadounidense ha permitido que familias se encuentren el fin de semana. Familiares de los dos países viajan a la frontera para reunirse por lapsos de diez minutos con aquellos a quienes no han visto
en años. Antes, los encuentros servían para que las familias pudiesen intercambiar comida o artículos personales, pero, a medida que se fueron endureciendo las leyes migratorias, todo ha ido cambiando. A las rejas le han puesto otro revestimiento, y ahora lo único que los familiares pueden tocarse son las yemas de los dedos. Ese beso del meñique se ha convertido en tema de los murales que decoran las columnas del lado mexicano. Ese sábado de febrero no hubo encuentros ni besos del meñique. Los agentes de migración estadounidenses decidieron suspenderlos. Dijeron que por la lluvia. El bus donde viajaban las asistentes del Encuentro Migrante, alrededor de unas cien mujeres, se estaciona enfrente del parque, justo donde unas letras gigantes conforman el nombre de Tijuana. «Aquí empieza la patria» pinta abajo. —¿Qué patria? —dice una mujer que se pierde en la multitud. El muro del lado mexicano es colorido. Un toyón, planta nativa de Tijuana, aún se recupera de la valla que le pasó encima en el pequeño jardín que los comunitarios instalaron al costado del muro. Antes, el jardín atravesaba los dos lados, pero cuando la nueva construcción se acercó, ese pedacito de vegetación en medio de la playa quedó dividido en dos. La mayoría de plantas que quedaron del lado de allá murieron. Algunos activistas lograron convencer a los agentes estadounidenses para que los dejaran entrar y salvar a los toyones y otras flores que aún parecían rescatables. Así fue como lograron restablecer el parquecito de plantas. La pintura de un hombre besando a su abuela, las banderas de México, un