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Entrevista con Claudia D. Hernández

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Autores emergentes

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Vania Vargas en entrevista con Claudia D.Hernández

En 2018, la tercera edición del premio “Louise Meriwether” al primer libro publicado fue otorgada a una migrante guatemalteca, Claudia D. Hernández, originaria de Mayuelas, Zacapa, y autora de Knitting the fog, una crónica narrativa que hace estaciones breves en la poesía a lo largo de su camino de ida y vuelta por los primeros años de su infancia. Una infancia atravesada por la vida de varias generaciones de mujeres que tuvieron que ser fuertes y luchar para sobrevivir, no solo a la violencia del país, sino a la violencia machista, a los peligros de lo incierto y del desierto para salir en búsqueda de un mejor destino para ellas mismas y para las que venían después. Este relato autobiográfico, que próximamente será traducido y publicado por SOPHOS, retrata la experiencia de disociación que viven los migrantes. En el caso de la pequeña Claudia, la de dividirse entre la vulnerabilidad y la fuerza, entre Mayuelas y Tactic, entre el frío y el calor, entre Guatemala y Los Ángeles, entre hablar español, pero también poqomchi’, y tener que aprender inglés, la disociación de vivir el presente entre el recuerdo del pasado y el deseo de un futuro mejor, la de ser niña, pero asumir de manera intermitente el papel de mujer protectora cuando la fuerza de las otras parece desfallecer.

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Recordar es volver por el camino ya andado, un camino no siempre amable con quienes lo transitan. Knitting the fog se me hace un viaje similar al que hizo tu madre, quien atraviesa dos veces el desierto para volver por sus hijas. ¿Cómo fue emprender ese viaje de vuelta por los rumbos escabrosos de la memoria, por sus estaciones dolorosas y felices para reencontrarse con la niña que fuiste?

Me tomó ocho años escribir Knitting the Fog. Realmente no sabía que estaba escribiendo un libro. Yo escribía poemas que me publicaban en revistas y antologías, nunca me imaginé que iban a ser parte de un libro de memorias. Durante ese tiempo también escribía ensayos narrativos, pero estos los guardaba para mí. No fue sino hasta que empecé mi MFA (Maestría en Bellas Artes) con enfoque en escritura, cuando reuní todos mis ensayos para conformar el manuscrito. Y sí, cada texto era como revivir mi pasado. Un ejercicio que se convirtió en mi terapia. No haber podido despedirme de mi madre el día que se fue para el Norte por primera vez fue un trauma terrible para mí. Un trauma doloroso con el que aún estoy lidiando.

De ida hacia el pasado y de regreso, quien lee Knitting the fog llega contigo a medio camino de una historia que hoy sigue su rumbo, lejos de sus raíces en Mayuelas y Tactic, lejos de una Claudia que todavía no había llegado a la mayoría de edad. ¿Cómo encuentras el camino hacia la literatura y el arte?

El arte siempre ha vivido en mí. Fui una niña muy creativa. Me mantenía en el río juntando barro para hacer mis propias muñequitas de lodo, y piedras de colores para pintar con ellas sobre piedras más grandes. Fui una artista de escasos recursos. En mi casa no había libros ni material para pintar, pero siempre me las ingeniaba para crear algo de la nada, y eso es lo que hace un verdadero artista, ¿no? Cuando llegué a Los Ángeles todo cambió. Aquí hay de todo, en abundancia. Cuando entré a quinto grado, la maestra rápido me clasificó como estudiante dotada en arte. Me gradué con honores de la secundaria, donde, además, fui la mejor fotógrafa del Yearbook. Así empezó mi amor hacia la fotografía. El amor a la literatura viene desde pequeña, gracias a las historias que la abuela, Mamatoya, nos contaba. Pero mi impulso de narrar empieza exactamente después de que tuve a mi hija, a los veintiún años. Fue entonces cuando sentí la necesidad de escribir, ilustrar y encuadernar libros infantiles. Poco tiempo después, empezaron a florecer poemas, prosas y ensayos narrativos. Regresé a la universidad, me gradué con dos maestrías, y así aparecieron las instalaciones de arte, las exhibiciones de fotografía, las lecturas de poesía y los libros.

La gente del oriente del país es reconocida por su rudeza. Las mujeres de su libro no son la excepción. Viven entre la violencia y sobreviven a ella, tienen que adaptarse a un entorno en donde quien no aprende a ser fuerte, pierde. ¿Qué queda en ti de la niña que fuiste, del dolor, de la fuerza aprendida? ¿Y cómo lograron sobrevivir, en medio de todo esto, tu sensibilidad y tu ternura?

Mamatoya, Tía Soila y Victoria, las matriarcas de mi libro, crecieron en Mayuelas. Tía Soila, que ha pasado toda su vida allí, es la de personalidad más dulce, de espíritu más libre. En cambio, Mamatoya, que ha vivido la mayor parte de su vida en Tactic, es más ruda, igual que mi mamá, quien se crió viviendo entre los dos pueblos. La violencia doméstica que presenciamos, mis hermanas y yo, nos marcó, pero nos hizo fuertes. Tristemente, no me dejo de nadie. Digo tristemente porque a veces me he metido en problemas. Es un ciclo vicioso de violencia que lo persigue a uno como un perro con rabia. Una vez en la secundaria le di una paliza a una compañera de clases por alguna razón que no recuerdo bien. Yo tenía 18 años, y ella 17. Pude haber ido a la cárcel, porque ya tenía la mayoría de edad, de no haber sido por su mamá, que me dio una segunda oportunidad. Ese día me di cuenta que llevaba el mismo rumbo de mi madre. Había revivido su pelea con Eufemia, esa que nos hizo pasar una noche en la cárcel, a las tres, cuando yo tenía 5 años. Esa reproducción de la violencia me hizo aprender a ser diferente. También, el haber empezado a trabajar como maestra asistente a los 20 años me hizo más tierna y me enseñó a ser paciente.

Los migrantes son seres disociados, viven entre dos lugares, hablan dos idiomas, viven soñando con el pasado, pero también con el futuro. ¿Cómo es su presente? y ¿cómo es ahora su relación con Guatemala?

Actualmente trabajo como maestra de arte en quinto grado de primaria dentro de una comunidad de bajos recursos en donde hay un 99% de Latinos. La mayoría son hijos de inmigrantes a los que me enorgullece contarles mi historia. Soy ciclista, he corrido ocho maratones, y tengo un terrier adorable llamado Vincent. He tenido exhibiciones de fotografía y lecturas de poesía en Los Ángeles, San Diego, San Isidro, y San Francisco. En 2011 fundé un proyecto sobre mujeres revolucionarias: Today’s Revolutionary Women of Color, para el que he entrevistado a más de 50 mujeres. El proyecto se ha convertido en un libro llamado Women, Mujeres, Ixoq: Revolutionary Visions, y ganó el premio International Latino Book Award en el 2019. Ahora bien, la niñez que tuve en Guatemala no la cambio por nada. Fui libre. Corrí potreros, me sumergí en ríos, jugué fútbol, tomé Incaparina, tuve maestros que me pegaron en la escuela, quemé cohetes, hice mis propios barriletes, fui al mercado con mi abuelita, fui a traer leña al monte con mi tía... Mi relación con Guatemala es nostálgica. Amo a mi tierra, la extraño siempre. Cada vez que salgo de vacaciones, en junio, lo primero que quiero hacer es irme para allá. Pero, la verdad, es que solo puedo llegar de visita, siento que ya no soy de allí. Mi español ya no tiene el mismo acento, está como quebrantado, y me duele aceptarlo. Pero mi corazón pertenece a Guatemala.

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