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Nacional

C RÓ N I C A , S Á B A D O 1 1 S E P T I E M B R E 2 0 2 1

Combate en Malpaso: los primeros muertos de la revolución Cuando Francisco Ignacio Madero dejó su refugio en San Antonio, Texas, y cruzó la frontera, el 20 de noviembre de 1910, para encabezar la insurrección a la que convocó en el Plan de San Luis. Ignoraba que Toribio Ortega se había adelantado y había iniciado rebelión el día 14 en Chuchillo Parado. Madero esperaba a su tío, Catarino Benavides, que debía llegar con muchos seguidores, armas y municiones. Pero Benavides llegó con cuatro hombres, y el arsenal, pagado por adelantado, no había llegado. Madero volvió sobre sus pasos, pero a las pocas semanas empezó a tener noticias: la revolución estaba incendiando la tierra de Chihuahua: se empezó hablar de muertos, los primeros de una larga serie de caídos, en una historia que abarcaría una década.

Historias Sangrientas Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com

La fiebre no le permitía hablar con claridad de mente; cuando lo llevaron al Hospital Salas, en la ciudad de Chihuahua, alcanzó a decir que rendiría su parte en cuanto recobrar la salud. Pero la vida se le empezó a desmoronar: a ratos soltaba alguna frase de elogio para sus soldados. Se le escapó un lamento: si los jefes no hubieran sido heridos, aquello no hubiera terminado tan mal. No lo sabía el coronel Martín Luis Guzmán Rendón, pero se estaba muriendo. Él, otros 105 soldados muertos en combate y más de una veintena de adversarios comenzaban una lista que, en los siguientes diez años, no dejó de crecer: los muertos de la revolución. Más de un siglo después, ya se ha empezado a desbaratar aquel lugar común, vigente durante mucho tiempo, según el cual “la Revolución” había matado a un millón de mexicanos. El dato, salido del censo de 1921, elaborado por el gobierno de Álvaro Obregón, impresionó en su momento, y a muchos les pareció que reflejaba con fidelidad aquella década de violencia y dolor. Quizá porque en las familias mexicanas de la primera mitad del siglo XX pesaba más el recuerdo del padre, de los hermanos, del esposo que se fue a “la bola” y nunca más volvió; acaso porque en muchos pueblos y ciudades quedaban las huellas de los fusilamientos, de las batallas, fue muy sencillo atribuirle a los movimientos revolucionarios tan grande mortandad. Pa-

recería que pesaba más la muerte por bala que por epidemia, pues fue en esa misma década cuando la pandemia de “gripe española” también enlutó muchos hogares del país. Pero todo empezó en Chihuahua, donde el llamamiento a la rebelión contra el gobierno porfirista se encendió con vigor y se extendió como llama en pasto seco. Ahí empezaron los combates; ahí se empezaron a agrupar los primeros revolucionarios, que, tal vez, no olvidaban el pasado reciente, de represión y ataques despiadados. No habían sido ni una ni dos veces las que los chihuahuenses vieron llegar a las tropas que mandaba don Porfirio para aplacar a “los sediciosos”, a “los revoltosos”, a los que en aquellas tierras duras e inmensas no alcanzaban a vislumbrar en sus hogares la concreción de las profecías de progreso y bienestar que brillaban en la capital. No era Chihuahua el único estado donde la gente consideraba que había cuentas pendientes que saldar con el gobierno federal. Pero en Chihuahua estaban los primeros en decidirse: ardía el rescoldo del conflicto electoral; aún humeaba la sangre cada vez que se hablaba de la represión a los clubes antirreeleccionistas o de la persecución contra Pancho Madero y su gente. Así, saltaron las primeras chispas; era natural que prendiera la lumbre y se extendiera. Habría caídos, sí. De uno y otro lado. Unos estaban cansados del presente y no veían mal arriesgar el pellejo por buscarse un futuro. Otros, conocedores del oficio de la guerra, abordaban los trenes para ir al encuentro con el azar. A esos, ni siquiera les perturbaba el batir de las alas del ángel de la muerte, que en diciembre de 1910 los acompañó en un viaje a Chihuahua.

¡¡HACIA EL NORTE!!

Los rebeldes de aquí y de allá empezaron a juntarse; de pronto, eran ya mil 500. Luego, fueron más. Surgieron liderazgos, como el de Pascual Orozco, un tipo flaco y alto, de 28 años de edad. Aquellos chihuahuenses, duros y correosos conocían al dedillo su tierra. Ya podía don Porfirio mandar a sus soldados. La magnitud del movimiento inquietó a algunos políticos del estado. Se comunicaron con la capital; le sugirieron a don Porfirio alguna negociación. Desde luego, el presidente rechazó la ocurrencia. Sabía de dónde venía: eran alborotados que todavía le creían a Panchito. Con ellos, mano dura. Ese criterio estaba fortalecido por el reporte del comandante militar en el estado. Se trataba, decía un reporte enviado a la capital, de “chusma, gente malvada e ingrata, que desconocía todo lo que el presidente había hecho por los mexicanos”. Así las cosas, se repetiría la dosis: se enviarían tropas, se arrasaría con los levantiscos y se fusilaría a los cabecillas. Habría que tomar fotos de los ejecutados -para eso también servía el progreso- para que en otros lados se escarmentara por adelantado. El gobierno federal acordó con el gobierno de Chihuahua prepara algunos destacamentos formados por leva, con vagos, reos, indígenas, carne de presidio y de miseria. Mientras, los medio, ponían en orden, partiría al norte un contingente que encabezara la acción contra los sublevados. Era 13 de diciembre de 1910 cuando el Sexto Batallón de Infantería, destacamentado en Querétaro, recibió la orden de abordar el tren hacia Chihuahua. Aquella tropa estaba al mando del coronel Martín Luis Guzmán Rendón, Martín L., para sus hombres. Era el coronel Guzmán un buen hombre, que a sus 54 años llevaba ya 35 en el ejército, y todavía no le daban la condecoración que merecía por su largo servicio. En cambio, la vida militar le había dado una paga más bien exigua, que no daba margen para ahorros y un constante movimiento por el territorio nacional: era yucateco, y su primer hijo había nacido, casualmente, en Chihuahua. Había estado en Sonora y, mientras la familia vivía en la ciudad de México, él se encontraba en Querétaro con sus hombres. Esa era su

vida, la del soldado de oficio, que, en los primeros años del siglo XX, ya había visto más que suficiente de rencores, protestas locales y descontentos en el gran país que, con delicados equilibrios, aún gobernaba Porfirio Díaz. Tres días tardó el Sexto Batallón en llegar a Chihuahua, en vagones cerrados para que a nadie se le ocurriera desertar. Llegaron a la capital del estado sólo para encontrarse que muchos empleados del ferrocarril se habían ausentado. Unos, para unirse a la rebelión, otros para evitar que luego les cobraran con sangre haber ayudado a los soldados a movilizarse. Ni siquiera había maquinistas para llevar los trenes con el arsenal hasta la estación de Pedernales, de donde marcharían las tropas para buscar enfrentarse con la gente de Pascual Orozco. La salida hacia Pedernales se retrasó. El coronel Guzmán estaba inquieto. La tropa que mandaba estaba engrosada por la leva, y eso la hacía una fuerza que en cualquier momento podría caer en el abismo del caos. Sin instrucción, sin disciplina, cualquier cosa podría ocurrir. Además, iban mal pertre-


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11-09-2021 by La Crónica de Hoy - Issuu