04-07-2021

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Nacional

C RÓ N I CA, D O M I N G O 4 J U L I O 2 02 1

H I STO R I A E N V I VO

Los panes prodigiosos de María Poblete: la radiografía de un milagro con mentalidad práctica, el esposo de doña María llamó al escribano Miguel Pérez Lozano para que diera fe del suceso. Con el gesto, no solo hicieron pública la maravilla que obraba en su hogar, que era, por cierto, la casa del deán: también generaron un documento legal para dar más veracidad a sus dichos.

Bertha Hernández

historiaenvivomx@gmail.mx

L A INDUSTRIA DEL MIL AGRO

ues sí: ahí estaba don Antonio Núñez de Miranda, padre jesuita, predicando su sermón. Era el 23 de enero de 1678, y aquel severo sacerdote, que al paso del tiempo se haría famoso por ser nada menos que el confesor de Sor Juana Inés de la Cruz, estaba, en esos momentos, alabando, nada menos, que un milagro que se obraba por mano de una buena mujer, María de Poblete, quien un buen día reveló que tenía un don insólito: el restituir panecillos a su estado original, después de desmenuzarlos en una tinaja. De hecho, aquella señora llevaba treinta años realizando su hazaña, pero una cosa era el chisme y la sorpresa, y otra muy diferente que al acontecimiento se le tildara, con toda formalidad, de “milagro”. Desde luego, la historia llevaba años corriendo por toda la ciudad de México, y sus fervorosos habitantes se habían sentido embargados de emoción: buena tierra era esta, donde una mujer común y corriente podía ser el instrumento por medio del cual Dios les recordaba a los novohispanos su presencia y amorosa vigilancia. Si personajes como el jesuita Núñez de Miranda, todo sapiencia y prudencia, daba por bueno el suceso y lo calificaba de milagro, tenía que ser un milagro. No hacía ni un mes que el chantre de la Catedral, don Isidro Sariñana, había predicado en el convento del Carmen y sus palabras fueron para declarar su gozo y su devota alegría respecto del milagro que salía de las manos de María de Poblete. Por si fuera poco, aquel milagro tenía declaratoria oficial, después de tanto tiempo: a fines del año anterior, 1677, nada menos que el Virrey y Arzobispo de México, don Payo de Rivera, emitió un auto donde daba por milagrosa la curiosa habilidad de la señora de Poblete, y autorizaba que se predicara acerca del asunto, que se escribiera e imprimiera sobre ello, con la seguridad de que, así, crecería la devoción de los novohispanos. Porque los dichosos panecillos origen del prodigio, no eran unos panes cualesquiera: se trataba de los buenos panecitos de Santa Teresa que hacían las monjas del convento de Regina, y que en manos de María de Poblete se habían convertido en una señal de la bondad divina y de los buenos oficios de Santa Teresa de Ávila para con los habitantes del reino.

P

De manera insólita, y hasta un poco extravagante, los habitantes de la ciudad de México de mediados del siglo XVII se acostumbraron a que Santa Teresa de Ávila obrara prodigios a través de una mujer llamada María de Poblete, para darle a los panecillos que llevaban su nombre y que se elaboraban en el convento de Regina, virtudes curativas. EN L AS ENTR AÑAS DEL MIL AGRO

De los siglos virreinales, los mexicanos heredamos historias que involucran el milagro, el prodigio y la maravilla, todos fenómenos de fe en un mundo que era completamente católico. Muchos de aquellos sucesos, donde sencillamente no se pude determinar el punto donde los hechos reales comienzan a volverse narraciones fantásticas, pasaron a la cultura nacional convertidos en leyendas, que se han transmitido, de manera oral y por escrito e impreso, de generación en generación, a pesar de las críticas de escritores, periodistas e intelectuales que veían en aquellas consejas la mejor manera de criar a un pueblo crédulo y supersticioso. El caso de los panes milagrosos de María de Poblete es uno de ellos, y en su momento atrajo la atención de cronistas como Luis González Obregón y Artemio de Valle Arizpe, quien, amante de la buena mesa, tomó como punto de partida la historia para cantar loas a las exquisiteces y sabrosuras que salían de las cocinas de los conventos de la Nueva España, y, entre tantas maravillas como enumera el bueno de don Artemio, cuando la gula del lector ya se ha manifestado, ¡zas! Aparece la historia de los panes y doña María. Pero en este caso, detrás del milagro, había mucho más: si los cronistas del siglo XX pudieron hablar con detalle del asunto, es porque el expediente del milagro existe, consta de casi 400 hojas y se resguarda en el Archivo General de la Nación. Demasiadas molestias, podría pensar un escéptico, para un suceso que difícilmente podía probarse más allá de la palabra, plasmada hace siglos, en un pliego de papel, de quien dijera haber visto o

creído ver el prodigio. Pero ahí está el expediente del milagro de María de Poblete, y tiene detrás una historia de relaciones de poder donde, por más dudas que despertara, a la hora de la hora, gente poderosa decidió que mejor las cosas se quedaban como estaban y aquella mujer seguiría siendo considerada el instrumento de un milagro. Por eso se trata de una leyenda con un final que bien puede calificarse de feliz. ¿De qué se trataba el mentado prodigio? ¿Quién era esta mujer? María de Poblete era una mujer de familia devota y conocida: hermana, nada menos, que de Juan de Poblete, deán de la catedral de la ciudad de México. Tenía doña María seis hijos y un esposo, don Juan Pérez de Ribera, de oficio escribano —equivalente a nuestros notarios de hoy— al que los testimonios definen como “tullido”, y, de hecho, como primer beneficiario del milagro. También tenían los Poblete una prima, monja en el rico convento de Regina, que, aparte de poderoso, tenía fama por las sabrosuras que salían de sus cocinas. Aparte de buenos manjares y delicadas golosinas, producían algunas curiosidades, como los panecitos de Santa Teresa, que tenían la imagen de la santa dibujada en la corteza, que eran bendecidos y se llevaban a la mesa de los enfermos, que los comían entre oraciones, esperando recobrar la salud. Un día de 1648, María de Poblete descubrió —así lo contó— que el panecito que había pulverizado en una pequeña tinaja, para disolverlo en agua y dárselo en esa forma a su enfermo esposo, se había reconstituido y recobrado su forma original. Cinco veces se repitió el prodigio y,

Claro que, al hacerse público el suceso, media ciudad acudió a la casa de los Poblete para ver con sus propios ojos el prodigio, que, ni por un segundo despertó dudas acerca de su naturaleza milagrosa y divina. A nadie se le ocurrió desconfiar, pensar que podría tratarse de una jugarreta de Satanás, o, simplemente, una tomadura de pelo. Y es que los Poblete eran gente honorable, caray. ¡Si doña María era hermana del deán! De manera insólita, los novohispanos se acostumbraron al “milagro” como asunto cotidiano: pasaron más de 25 años y doña María seguía obrando su prodigio de moler el panecito en la tinaja, un trasto sin mayor mérito, hecho en el pueblo de Jocotitlán. En el recipiente, con un poco de agua, se depositaban las migajas, y en el curso de unas pocas horas, ahí estaba el pan reconstituido. La gente dio en llevarle sus panes a doña María para que los moliese y los “reconstruyese”, y luego se los llevaban a casa para curar a sus enfermos. A eso se reducía todo el asunto, y así se repitió durante años. Gran ciudad era la de México, donde un “milagro” se repetía, una y otra vez, a lo largo de los años, sin que la autoridad eclesiástica levantara la ceja con cautela y escepticismo. Pero, para mantener la seriedad, en 1673, el esposo de doña María llamó a otro escribano, Lorenzo de Mendoza, para que volviera a dar fe del prodigio y se refrendara la calidad del milagro. Don Juan de Poblete, el deán, se sintió obligado a ser cauto con el “milagro” de su hermana, y se puso a hacer experimentos: la gente contaba cómo el señor deán se quedaba por horas esperando ver la reconstitución de los panes, cómo probó con panes de otros conventos, o adornados con otras imágenes de santos, y comprobó que eran solamente los panecillos de Santa Teresa los que se reconstituían, dejando en la tinaja, es ese poquito de agua, la imagen de la santa, y en el fondo quedaban algunos restos de harina. Sólo entonces, respaldó el “milagro”. Lo más curioso de todo ese asunto, fue que, sólo después de ¡veintiséis años!, al Arzobispo Virrey Fray Payo de Rivera le pareció que ya estaba bien de alboroto en torno a los panecillos milagrosos, y decidió aplicar la prueba del ácido: convocó, en 1674, a una junta de sabios teólogos, y los puso a trabajar para desentrañar el misterio (Continuará)


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