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Será Semana Santa en Cuenca para siempre
Cuando el mundo se nos vino encima, no pensamos en venirnos abajo. Un nazareno de Cuenca lo es toda la vida, salga o no salga, llueva o nieve. La pasión perdura todo el año y no entiende de edades, sexos, generaciones o contratiempos especiales. Aunque la llama nazarena tuviera que prenderse en casa, los efluvios de su esencia brotaban por las chimeneas. No había rumor de una procesión en las entrañas urbanas, pero a flor de piel en clave conquense, todo sonaba a Semana Santa.
Salimos a aplaudir a las calles vacías. Entonamos la garganta muda y afinamos la voz que salía de Mangana con un Miserere tan colmado de nostalgia que convertía en procesiones las agujas del reloj.
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Pusimos las marchas en los balcones rememorando a los nazarenos de gorra de plato y las notas reverberaron en el corazón del hogar. Altavoces al viento y madera, y metales a hierro y fuego en el alma, la percusión en latidos que mantenían el espíritu nazareno con vida.
Amaneció un Domingo de Ramos resplandeciente sin Borriquilla ni hosanna. Costalero, el himno al pasado de un recuerdo que duele, pero que traslada directamente a San Andrés sin moverse del salón de casa. Palmas de manos que se juntaban. Aplausos de los que no se piden en Cuenca cuando hay imágenes, pero que se convirtieron en horquillas a ambos lados de la calzada sin ramas de olivo, ni bailes, ni bendiciones. Jesús entró en Cuenca y de tan llena de pena, la encontró vacía.
Lunes Santo que nos dejó sin palabras. Silencio negro por una mirada al cielo y un hábito nazareno que clamaba: “Dios mío, ¿por qué nos has abandonado? El duelo confinado en una vuelta a la propia casa y un rastro de cera que fue dejando siete quebrantos y una cruz en la garganta.
Perdón por un Martes Santo sin Salvador ni Esperanza. Las aceras se bautizaron de un pentagrama escrito con sirenas de policía, bomberos y ambulancias. Sin más esclavitud que la de uno mismo y sin más aspiraciones que señalar a las nubes y esperar buenas nuevas. Aguardando la luz de otro año y vistiendo de oro viejo la desnudez de una ciudad sin su pasión más profunda.
Miércoles sin capuces blancos y con crespones negros. Cenas sin imágenes, deslucidas por el amargor de un momento sin cuerpo ni sangre. Durmiendo en un lecho sin poder velar ni la hora en que la traición pasaba bajo la ventana para besar los cristales. La espada que cortaba el aire y las dudas, la oreja pegada al celaje para negar el recodo en que se escondía la luna. Cautivos y desarmados, nos presentamos ante una desolada travesía para cantar las alabanzas interiores y escribir el evangelio de la amargura.
Paz y caridad en una campana que tañía por nuestro propio apresamiento. Huertas que esperaban sin éxito su abono. De un fervor amarrado a la columna vertebral de la túnica presa en el armario con percha de caña y ribete encarnado. Lágrimas salpicadas con el dolor de la herida abierta y la cruz de un Jueves Santo atrapado en la hiriente soledad de su secuestro.
Lanzamos los versos al aire para que sonara un clarín como un quejido en la madrugada. Sístoles y diástoles en tambores bajo la lluvia que no suspendió la salida, pero dio la entrada. Turba hogareña encaramada a lo más alto del cielo. Escarnio pandémico de un virus que se llevaba todo menos las ganas de más. La nueva tradición, la vieja normalidad.
Lloraron los clarines por no escuchar el calor de una fragua donde se forjan los sueños de un sano futuro. Y fuerza en el yunque, y a la enfermedad, martillo. Para que la tristeza más solitaria nunca volviera a estar bajo un palio del pladur más frío.
Sin Semana Santa. En el Calvario. Alzamos la vista hacia la Majestad para que nuestra propia cruz se izara por un confinamiento agonizante y se reflejara en un espejo que devolvía la más oscura de las luminiscencias. Descendimiento de un ánimo que se agotaba como una vela en una tulipa sin estrenar. Bruno, sombrío y lóbrego Viernes Santo con los hospitales sufriendo su particular Gólgota. Madres e hijos compartiendo la vida y la muerte y llorando lágrimas de madera con sudarios en brazos.
Entierro del hijo de Dios con restricciones de número. Ni siquiera los guiones pudieron velarle. Una marcha fúnebre en una Cuenca desnuda y un canto lúgubre por un sueño eterno yacente. Nos enfrentamos a nuestros propios miedos y rezamos por la vuelta de lo que ya se había marchado.
Reuniones de tres. Marías, que de juntarse, cometían pecado, pero que no se conciben separadas. Con pena y por gloria, se extendió el duelo por un desfile de ánimas nazarenas sin rumbo. Aflicción por los que se fueron y dejaron el mundo un poco más sumido en la desazón. Y al tercer día… También resucitó, pero de otra manera. Sin encuentros ni vuelos de palomas. Sin quitarse en ningún momento el luto ni celebrar más allá de la vida y la Pascua. Resucitó y pervive, como nuestra Semana Santa. Que no ha muerto y nunca lo ha hecho. Será como ha sido y sobrevivirá al desasosiego, suspensiones y todo tipo de circunstancias. Reviviremos. Con todas las personas, momentos y lugares que resucitan en el recuerdo. Y será Semana Santa en Cuenca para siempre.
Cuando comenzaba la Cuaresma de 2020, si bien las noticias nos hablaban de la aparición de un virus cuyos efectos eran devastadores, nada nos hacía presagiar que la Semana Santa que se aproximaba iba a ser muy distinta a lo que estábamos acostumbrados.
Ya, por aquellos días, las bandas de música ultimaban los ensayos de las nuevas marchas incorporadas al repertorio; los diferentes artesanos ponían a punto las maltrechas horquillas lastimadas en la anterior procesión; los directivos de las hermandades reclamaban con ahínco los encargos que esperaban estrenar en los ya muy próximos desfiles. Triduos, novenas, besamanos, cultos propios de Cuaresma –algunos sólo fueron proyecto- iban haciendo aflorar el fervor nazareno conquense, que, aunque vivo todo el año, florece cada primavera.
Pero lo que no hubiéramos sido capaces ni de imaginar, sucedió. Y lo que se nos presentó fue una Semana Santa diferente a lo que estábamos acostumbrados. No solamente por el hecho de la suspensión de nuestros desfiles procesionales, sobre todo por el ensordecedor vacío de nuestros templos y calles en esos días de tanto ajetreo, y la particular “Vía Dolorosa” por la que muchos se vieron obligados a caminar.
Decir que no hubo Semana Santa en 2020 es falso, y no hace falta gastar tinta para demostrarlo. Como también es falso decir que las celebraciones litúrgicas del Sacro Triduo Pascual –fuente de todo el Año Litúrgicofueron sin pueblo. Es falso porque toda celebración litúrgica es celebración de toda la Iglesia, y aunque el pueblo no pueda estar físicamente presente, lo está.
Pareciera más obvio poder afirmar que lo que no hubo en 2020 fueron procesiones. Pues también me atrevo a decir que es falso. Intentaré justificar esta osadía.
Una procesión, para un creyente, es una manifestación pública de fe, no solo en el misterio de la vida del Señor, de la Virgen o de cualquier santo que pueda procesionar, sino sobre todo en el misterio de la propia vida.
Procesionar conlleva caminar, y lo hacemos como penitentes, manifestando que nuestra vida aquí en la tierra es un estar de paso, un ir caminando, sostenidos por la fe y conscientes de que necesitamos la ayuda de aquellos a quienes “veneramos”. Somos caminantes, peregrinos, que procesionamos en este mundo camino del cielo, nuestra meta y verdadera patria.
Pues dicho esto, en 2020, aunque nuestros vistosos desfiles no salieron a la calle, sí que hubo procesiones: la de tantos hermanos nuestros que realizaron el paso definitivo. Muchos de ellos lo habían representado en años anteriores desfilando por nuestras empinadas calles con tulipa, capa y cetro o debajo del banzo. Sí que hubo procesiones, sí. Y muchas extraordinarias. En 2020 la Semana Santa duró meses.
Hemos oído testimonios realmente duros. Vivencias personales difíciles de digerir. Creo que lo vivido nos debe hacer pensar y aprender.
Desde el primer Viernes Santo nadie muere solo. En cada cruz y lugar de sufrimiento y muerte está Jesús. En aquel Calvario, la Madre y Discípulo amado pusieron un poco de humanidad ante tamaña atrocidad, como hemos podido ver recientemente en nuestro personal sanitario y diversos profesionales que con esfuerzos sobrehumanos han logrado –cual verónicas- enjugar rostros macilentos.
Después de aquel primer Viernes Santo, la vida para mucha gente siguió igual. Pero quien se dejó tocar por la fuerza del Nazareno comprendió que solo la Pascua ponía las cosas en su sitio. El encuentro personal con el Resucitado fue el motor que hizo posible que muchas personas se animaran a luchar por hacer posible un mudo más humano. Solo la Pascua…
Pues ahí estamos nosotros. Después de todo esto podemos seguir igual. O podemos dejarnos interpelar por lo vivido en el 2020, sin duda una Semana Santa… diferente.
Desde hace algún tiempo, sobre todo después de escuchar dos magníficas homilías a D. Gonzalo Marín y a D. Ramón Page, párroco de El Salvador y consiliario de la Hermandad de “El Jesús de las Seis” respectivamente, he querido escribir un texto basado exclusivamente en el amor fraternal que debería existir entre los hermanos de las distintas hermandades.
Lo he intentado varias veces, y durante mucho tiempo… Pero no doy con la tecla. Y Dios no me dio el talento que a mi admirado José Miguel Carretero, que es capaz de envolver al lector en un sinfín de emociones y adentrarle en ese submundo imaginativo para sentir unas sensaciones que unas veces nos emocionan y otras nos entristecen. José Miguel tiene ese don como un halo de misterio que es capaz de hacernos volar aun estando con los pies en el suelo.
Conocí a José Miguel en los “años duros”. Yo actuaba de forma interina como representante de El Jesús en la Junta de Cofradías y él lo hacía de pleno derecho por el Cristo de la Agonía. Éramos mucho más jóvenes, y sus intervenciones casi siempre acababan en un acalorado debate sobre el horario del Viernes Santo, y si “El Jesús” era el culpable del retraso que se producía en la procesión Camino del Calvario, lastrando a las demás procesiones del Viernes Santo a un caos de organización. Lo recuerdo perfectamente con sus gafas de pasta y su manera tan personal de gesticular. Allí, y a pesar de defender posturas tan opuestas, empecé a admirarle…, Y a pesar de que alguno de sus escritos en prensa llegaron a molestarme mucho… Siempre lo admiré y hasta incluso, en cierta manera, lo envidié. Hoy, ya han pasado muchos años, nos une un cariño especial y creo que él lo sabe. Siempre será para mí uno de mis referentes de los que tanto he aprendido.
A pesar de todo, quiero que sepáis que hay un tipo de amor que te lleva a creer que todo es posible y que siempre se puede aspirar a más. Todos lo podemos sentir. Personalmente a mí me bendijo con una maravillosa familia: una mujer que aparte de quererme cada minuto, comparte conmigo todo lo bueno y lo menos bueno de la vida; una hija que me llena con su sola presencia y que ha heredado de su padre ese amor enfermizo por nuestra hermandad; y un hijo que es todo bondad y que tiene unos cristales especiales en los ojos con los que ve el mundo, su mundo… Solo él los tiene.
Las palabras no pueden ni empezar a explicar la gratitud hacia Antonio Abarca y toda la Junta de Diputación de la Junta de Cofradías por la posibilidad que me brindan de poder expresarme en la publicación que nos representa a todas y cada una de las personas que amamos nuestra Semana Santa. He de reconocer que cuando me llegó la oferta estábamos enfrascados en la típica discusión de si la Semana Santa la sustenta y alimenta la fe, o es la tradición y la devoción, o ninguna de ellas. Sí, señores, seguimos con la misma bizantina discusión de hace al menos los casi cincuenta años que puedo recordar.
La Cuaresma de hoy, repleta de actos, besamanos, exposiciones pictóricas y fotográficas, charlas coloquio, conciertos, nada tiene que ver con la de mi infancia y juventud, pero sin embargo veo que las discusiones y polémicas siguen siendo las mismas.
Mi padre regentaba un castizo comercio en Carretería y todos los años, a partir del Miércoles de Ceniza, colocaba en los escaparates unos cuadros del cartel sobre Semana Santa de Alfonso Cabañas, que su nieta Rosa gentilmente nos cedía, y en los altavoces exteriores del local sonaban las marchas procesionales que el bueno de Julián Aguirre nos grababa para tal efecto: Cristo de la Sangre, el Héroe Muerto, Mektub, Marcha fúnebre de Chopin. Marchas fúnebres que a fuerza de escucharlas me aprendí de memoria y que a día de hoy apenas se interpretan… Será cuestión de modas. Con ese ambientillo y la excusa de ojear el desaparecido Diario de Cuenca acudían a la tienda, siempre a la misma hora, Virgilio el hojalatero, Miguel Arcas, el Sr. Benita, Félix Torrecilla, Lorenzo Carretero,… y siempre en tono jocoso y amigable surgía el debate sobre si la Verónica copiaba o no la forma de desfilar del Evangelista, o que para cuándo conseguirían terminar la túnica del Jesús del Puente, o si el Jesús de las Seis se quitaría o no el albornoz para desfilar ese año,... Con el paso de los años, nuestra Semana Santa sigue viva con sus sanos piques y con una solidaridad digna de admiración. Pero lo que sí que ha cambiado y mucho es la sociedad. Una sociedad en la que poco a poco se va instalando un espíritu de intolerancia cuyo objeto es desterrar a Dios de la vida pública. Los nazarenos debemos dar, más que nunca, testimonio de nuestra fe, incluso alzando nuestra voz exigiendo el respeto a la libertad religiosa.
La vida es un compromiso. No se trata de caminar y poner un pie delante del otro, sino que la huella que vallas dejando merezca la pena. Quizás es por eso por lo que me afano en intentar transmitir a los jóvenes que tenemos una gran Semana Santa, una estupenda celebración que se reconstruyó a base de esfuerzo después de la contienda civil. Por eso nuestras tallas no tienen aún el reconocimiento exterior, pero estoy seguro que con el paso del tiempo las tallas de Collaut Valera o Marco Pérez serán objeto de estudio en las universidades.
Tenemos que aprender a conservar nuestra propia idiosincrasia y estar orgullosos de ella. Para ello hay que creérnoslo sin vacilaciones, no intentando incorporar a capón las influencias sureñas, sino defendiendo a ultranza lo nuestro. Creo conocer bien las “Semanas Santas” de Interés Turístico Internacional y en ajuar y valor económico puesto en la calle no podemos competir.
Pero nosotros somos únicos en otras muchísimas elementos que los demás ni sueñan con poder tener: el escenario por donde discurren nuestros desfiles procesionales que tantas veces han evocado a nuestros pregoneros; la manera de portar los pasos; la figura del bancero y el batear de las horquillas en el pavimento; y como no, viniendo de mí, la procesión Camino del Calvario. Es en esto, en protegerlo y mejorarlo en lo posible, en lo que hay que volcar todos nuestros futuros esfuerzos. Empezando por cuidar el casco antiguo, no llenándolo de reposteros de plástico que sinceramente deterioran la enorme plasticidad del colorido de nuestras fachadas.
Conforme estoy escribiendo me llega la confirmación oficial de la suspensión de los desfiles procesionales para la Semana Santa de 2021. Todos lo podíamos intuir. El mundo está en estado de alerta máxima frente a un virus que nos está echando un pulso tremendo con casi 80.000 muertos. Por eso, casi me avergüenza sentirme como me siento de frustrado y dolorido a la vez, pero no dejo de pensar que finalmente, con la ayudad de todos, seremos capaces de vencerlo.
Y volverán los niños y sus cruces… Y volverá la luz en la Merced… Y volverá la primavera y el sol del Jueves Santo… Y todo volverá a ser normal como antes. Y volverán las ganas. Y volverá el ayer.
Pero hoy estoy roto. Desperté así. Sé que no es justo y que soy egoísta con lo que está pasando en el mundo… Pero hoy estoy roto. Me querría ir. Supongo que se me pasará… Pero hoy no se vivir.
Y volverán las turbas y los abrazos al amanecer… Y será diferente, al menos así lo creo yo… Y volverán las noches de capuces blancos… y la vejez… Y luego, los recuerdos y algún final después… Pero hoy estoy roto.
Media tarde de intenso Viernes Santo. La Procesión de los Cristos dibuja un bosque de cruces en Carretería. Llegamos al Jardinillo triangular, oasis presidido por la albura del imponente Monumento que dialoga con los Pasos. Quietud y movimiento. Y entonces una Banda nos sorprende.
Hace sonar y resonar una marcha antigua, rara y diferente, que nos transporta a las felices brumas de la infancia. Desde la acera, algún nazareno de la orilla aguza la vista hacia las partituras hasta hallar el título igual de extraño: “¡El héroe muerto!”. Así, con los signos de admiración; persignando.
Y en ese trance crucial, de cruz y encrucijada, de Cuenca en carne viva, se unen y abrazan lo casual y lo causal. Porque estamos escuchando, sintiendo, la pieza exacta en el lugar preciso. Aplicada aquí al Dios que agoniza y muere, y con Él, a su lado, de su lado, a otros héroes anónimos y a sus vidas perdidas acaso para nada, siempre por lo peor de que es capaz el hombre: una guerra.
Vamos a intentar contarlo. Y a procurar hacerlo guardando el canon de la diacronía y la cronología, con tres actores principales: uno músico (Mariano San Miguel Urcelay) y dos escultores (Julio Antonio Rodríguez Hernández y Luis Marco Pérez). Sobrevolándolos, las musas; guiando a los dos del cincel y la gubia, el más grande de los suyos: Miguel Ángel Buonarroti.
Julio Antonio Y Su Monumento A Los H Roes De 1811
Abrimos con Julio Antonio, que su solo nombre basta y con él fue y es conocido quien también llamasen, por derecho, “el amado de la crítica”. Como en el título de aquella genialidad de Falla que a mí mucho me emociona (“La vida breve”, oh esa danza española n.º
1), así fue también la existencia terrena de nuestro hombre (18891919); nunca suficiente; jamás en vano, pues feraz fue su cosecha para el Arte.
Hijo de un leonés militar, por ello itinerante, había nacido siete años antes que Luis Marco, en Mora de Ebro, donde su río ensanchado busca el delta. Pasaría pronto, juvenil, a Madrid, cuajando su talante y su talento, siempre deprisa, en un derroche vital y vitalista de poderío y asombro.
Siendo imposible resumir, cito dos claves luminosas. La primera es su serie de “bustos de la raza”, fiel reflejo de una España profunda, a veces enlutada y triste, otras vigorosa por resiliente. Así hasta en los títulos de sus retratos: “María la gitana”, “Minera de Puertollano”, “El ventero de Peñalsordo”. Marcando caracteres y modelos.
Y la segunda nos guía hacia nuestro objetivo de hoy. Es, con seguridad, el mayor y más espléndido de sus grupos monumentales. El mejor. Tiene azarosa historia, a tono con la intrahistoria que, al fin, permanece. Se lo encargó el Ayuntamiento de Tarragona en decisión memorable para memorar a los héroes muertos en el asedio y asalto a la ciudad por los franceses en 1811. Porque se iba a cumplir un siglo. Era 1910. Y el artista, recién viajado por Italia, se puso manos a la obra.
Ajustado a boceto, fiel a sí mismo, compuso tres bellas figuras: un mujer erguida que simboliza a la ciudad, sujeta en sus brazos a un héroe muerto con su cabeza inclinada y yerta; a los pies de ambos, recostado y doliente, otro héroe, herido.
Con la tarea casi acabada, incordiaron, como suelen, las miserias mezquinas. El contrato no se firmó hasta 1916 y además hubo presiones para que aquellas desnudeces nada sicalípticas y todo es- culturales, no fuesen expuestas. Ganaron los disgustos y las penas. Mientras tanto, al autor le arreció la enfermedad imparable. Lo delata la mirada mustia de sus últimas fotografías, que no es fácil admitir el marcharse a los 30. Y a esa edad muere Julio Antonio. Es 1919. Es el año en que Marco Pérez ha llegado a Madrid. No es por ello seguro que ambos se conociesen en persona. Y sí lo es, patente, que el Luis conquense, con los cinco sentidos bien despiertos, tomaría la antorcha aún humeante, prendiéndola de nuevo. Será su momento.
Pero antes de pasar a nuestro Marco incomparable, añadiremos algunas cosas más de su precursor. No llegó a ver puesto y estrenado su Monumento tarraconense. Lo remató y supervisó la fundición su estrecho colaborador el zamorano Enrique Lorenzo Salazar. Y se acabó inaugurando, entre clamores y con la madre de Julio Antonio presente, en 1931, en mitad de la Rambla Nova que lleva hacia la playa del Miracle.
Constato que allí sigue, supérstite, con su matrona Tarraco y los dos caídos. Y que a los pies puede leerse lo escrito en catalán: “Tarragona als Herois de 1811”. Milagro será que aguante así con la que está cayendo. Porque, claro, tales héroes, hispanos, lo fueron y son por defenderse del invasor … francés.
Hago fervientes votos por que no se les aplique, a ellos y al Monumento, una “damnatio memoriae” (condena de la memoria) a la usanza romana, aunque la locución sea más moderna. Mejor no dar ideas. Pero, puestos en el brete y con lo que pirra el reescribir la historia, con histeria y bula, por lo menos que lo dejen en paz y, si acaso, se apañen con cambiar, falsamente, el 1811 por el 1714. Total, sólo son dos números. Y lo demás, por demás, ya se lo inventarán. Prefiero quedarme con las justas palabras de Pérez de Ayala para una placa en la casa natal de Julio Antonio: “Último de los escultores clásicos y primero de los modernos… Sus amigos escriben en estos muros una fecha que las futuras generaciones hispanas querrán saber”.