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DON SANTOS: MI PÁRROCO
Amén de todo lo mucho demás, Don Santos ha sido, cuatro décadas bien colmadas, mi Párroco: primero de hecho, porque mi familia, aun viviendo en Carretería, siempre fue de “El Salvador”; luego, ya en Maestro Pradas, pasamos de derecho a su jurisdicción como “feligreses regulares”, que así nos definió, finísimo, en dos palabras polisémicas.
Tiene esa Iglesia suya y nuestra, la del gran capuz por torre y las recias campanas que dialogan con Mangana, un sí sé qué especial: la Semana Santa quintaesenciada; los Pasos tan queridos, siempre en sus Capillas esperando; esa nave central altísima y abovedada, amparo de silencios y de rezos; el Coro misterioso desde el que izamos a los Cristos a sus andas; el reloj secular y seglar sonando puntual escondido en su recoveco; sobre todo, para mí, los recuerdos.
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De golpe se me aclaran las brumas de la niñez y veo a Don Santos recién llegado, joven y discreto coadjutor, a la vera de su hermano Don Julián y a sus órdenes, asistidos ambos por la sapiencia magistral de Emilio, el último gran Sacristán de Cuenca, quien sabía estar en Misa y repicando, hacer la colecta y tocar en el armonio las piezas eternas (“Pange lingua”, “O sacrum convivium”) y las novedades de Cesáreo Gabaráin (“Pescador de hombres”, “Juntos como hermanos”).
Era el tercer destino pastoral para este huelamero serrano conquense, nacido en 1933, formado entre Uclés y el Conciliar de San Julián, misacantano en el 58, con un breve periplo iniciático por Arcos, Tondos, Navalón y Fuentesclaras (las cuatro humildes Parroquias a la vez) y un septenio en Villamayor de Santiago. A “El Salvador” arribó en octubre del 66, recién cumplida la presunta e insegura “edad de Cristo”: los treinta y tres. Y maduró, del todo y en segundo plano.
Fueron, creo, tiempos felices al principio, de culto exquisito y de cultivar toda la cultura, la sacra, la del arte, la de la vida en fin; mientras, los entonces niños nos colábamos, insolentes y silentes, en la Sacristía, fría estancia donde olía a incienso, al humillo de la estufa de leña y, a ratos, a los cigarros apurados con fruición por algunos oficiantes.
Ocho años después, la marcha del mayor de los Sáiz Gómez convirtió, repentina e inopinadamente, a Don Santos en el nuevo Párroco, por mandato episcopal: un roto, un rito, un reto no buscado pero aceptado por obediencia debida, aquí no eximente penal sino obligación jerárquica. Era mayo de 1974. Sería para casi media vida suya.
Le tocó así y desde el inicio plantar cara al viento que de cara venía, a una época socialmente ilusionante pero que ya tendía al invierno espiritual, con una población envejecida y menguante como los medios materiales y con un futuro incierto para el templo rico en historia y en goteras. Ahí se doctoró “cum laude”, lo que puede explicar, si ello es posible, la doble carga que pronto recibiría en añadidura: el deanazgo catedralicio y la tormentosa Presidencia de la Junta de Cofradías. Desde luego, le cogió bien entrenado.
Y aquí, con algún conocimiento de causa por mi parte, puedo decir y escribo que poco tiene que ver la situación actual con la pretérita de aquel momento. Me ciño a la Parroquia, que es el ámbito de este texto, y claro que la Iglesia es la misma, como lo son las Hermandades en ella radicadas (con alguna recentísima incorporación): las pudientes lo siguen siendo y las demás tienen bien saneadas sus cuentas y ahora la colaboración entre las sotanas supérstites (es una forma de expresarme en cuanto al vestuario del clero; basta para mí que se vea que se es cura y, sobre todo, que se sienta y perciba por los hechos) y las túnicas (mayormente moradas, pero también amarillas, celestes, negras y blancas, y hasta rojas granates las de los banceros del Apóstol) es, razonablemente, potable. Pero hace apenas una generación de todo había en esa viña del Señor a media ladera de la acrópolis conquense, y ahí vendimió Don Santos.
Actuó ejercitando una de sus virtudes seguro que mentada también por mis hermanos coautores: la sagacidad. Define así el Diccionario de la Real Academia Española el adjetivo sagaz: “astuto y prudente, que prevé y previene las cosas”; bien podían haber añadido en su ideal versión para Cuenca (que a pesar de todo existe, la Ciudad), un “o sea, como Don Santos Sáiz”. Era un rasgo claro de su carácter, muy reservado, poco o nada dado a efusiones y bastante desconfiado de entrada; a ello le unía el talento de agudo observador, la perspicacia de un humor sutil y el antídoto de la misericordia para frenar una ironía acerada que le brotaba con facilidad extrema.
Y se aplicó a lo principal y a lo urgente, por este orden. Del mundo nazareno parroquial unos ayudaron más y de buen grado para potenciar las solemnidades cultuales (así, por ejemplo, ejemplares, Nemesio y Modesto -los inolvidables hermanos Pérez del Moral-, con Llandres, por Los Espejos; Miguel Muñoz, con Eduardo Fernández Palomo, por la Soledad; o, dicho sea sin petulancia, pero en honor a la verdad, mi padre por La Agonía, con Félix Blasco, Morón y Patiño) y otros, venciendo mutuos recelos a base de sensatez y buen sentido, se afanaron de verdad en aportar con largueza caudales y empeños por mejorar la casa común edificada, cuidándola y acreciendo su patrimonio artístico, de los pies a la cabeza, del suelo al techo, de los retablos a, muchísimo después, la primorosa puerta de Zapata.
Las cosas, todas, funcionaron. La Parroquia sumó a sus atractivos del ayer un dinamismo notable, hasta en el detalle no menor de la duración de las Misas: Don Santos ajustaba los tiempos con la precisión de un relojero suizo (o conquense, que loados sean Notario, Gimeno y demás colegas paisanos), cual metrónomo de carne y hueso, yendo al grano en las homilías, agilizando las comuniones, aderezando la liturgia con toques de calidad musical clásicos y modernos (aquel formidable coro joven de la misa de una, que de por sí justificaba el lleno) y sin dejarse nada por rezar ni por decir. Aplicó la misma brevedad y precisión a las confesiones, sin abroncar y esprintando si escuchaba avanzar el prefacio y el canon a pocos metros. Y en la gestión suya burocrática y económica, cualquier comparación con las Administraciones Públicas conocidas y sufridas resulta odiosa (para éstas, claro) y penosa para nosotros.
Una explicación coadyuvante, nada secreta, de esa laboriosidad diligente, nos la ha dado, en su obituario escrito para uso doméstico eclesial, atinado y exacto, Don Anastasio Martínez, sacerdote casi coetáneo: “Nunca la salida del sol lo despertó; madrugaba más que él”. Era la pura verdad y de ello podrían dar fe las vecinas monjitas Siervas de Jesús, cuidadoras de enfermos y cuidadas por él con Eucaristías al alba, o familias especialmente atribuladas por el dolor físico y moral, algunas muy cercanas a mí por amistad fraterna, a las que confortó. Es obvio que cuando las horas se estiran y uno se aplica, el tajo cunde.
No estuvo solo, ni en lo personal (bien socorrido primero por su tía y luego por su hermana Teo) ni en la Parroquia. En ésta tuvo tres compañeros principales sucesivos: Don Teodoro, cariñoso y sociable, el citado Don Anastasio, hacedor de iconos y de otras buenas obras, y Don José, discreto y eficaz; todos ellos, por cierto, afables colaboradores de las Hermandades nazarenas. Y junto a ellos pasaron y desfilaron también, entre otros, los dos Rafaeles (en especial el ya mítico “Don Ra, el rápido, el cura de la Seat”, vasco de Lezo, pero también el otro, Cañada, alto, enjuto y seco), Aurelio Patón, de casta hortelana, y hasta Andrés Carrascosa antes y después de ser Monseñor del Vaticano.
Avanzó imparable su tiempo y el nuestro. Unos nos hicimos mayores, rebasando el mediodía vital hacia la tarde; él se hizo viejo. Pero siguió a pie firme, en buen pie; siempre con el pie en el estribo, aguantando en exceso y sin descuidos, cansado pero igual de activo, desafiando los achaques enojosos.
Así hasta agosto de 2015, en que, al fin, le dejaron dejar de ser Párroco, a sus 82 cumplidos y a punto de cumplir los 49 en “El Salvador”, 41 de ellos a su frente. Con la casa en orden y ordenadamente.
Y en ese trance, para unos molesto y para los más ansiado, Don Santos “se hizo un Ratzinger”, total, apabullante, incontestable: directamente desapareció. Por supuesto, y por su puesto finiquitado, nada de homenajes (a veces para vanagloria cuando la gloria es vana; en demasiadas ocasiones, impostados) y, en cambio, plena práctica suya de ese undécimo mandamiento que quizá se le deslizase a Moisés de las Tablas por los vericuetos del Sinaí: “no estorbar”, ni al sucesor ni a nadie.
Desde luego, ahora que nos oye igual de bien y que nos lee en visión cenital y celestial, aprovecho para decirle que no puedo estar más de acuerdo con él. Acaso esto me sirva para compensarle por esas algunas pocas disparidades de criterio, formales, que tuvimos en la manera de entender algún asuntillo de la Semana Santa: era un estímulo conversar, que no discutir, con él, siempre deferente conmigo. Y es que en el fondo las cosas estaban claras, como un bello amanecer de Pascua: había que sumar y multiplicar, nunca restar ni dividir; perseverar en la caridad; fomentar la formación cristiana de los cofrades por las Hermandades al tiempo que valorar el clero la limpieza de corazón de los nazarenos con sus Pasos y sus Procesiones. Ahí queda eso. Y en esas estamos.
El 4 de abril de 2020, sábado de Pasión, víspera de Ramos, D Santos Sáiz Gómez transitó de la luz a la Luz. Hasta en esto, ayudado sin buscarlo por las tremendas circunstancias, no pudo ser más discreto; imposibles resultaron las exequias que se le debían, que se merecía, igual en la humildad máxima. Reposan sus restos mortales en San Isidro, excelente lugar, atalaya rocosa, unión de tierra y cielo. Pervive lo inmortal, sobrevive lo eterno. Por descontado, brilla la esperanza. Y por ella pienso, sintiendo y presintiendo, que nos reencontraremos: sería un honor sobrevolar con él, mejor un Viernes Santo, “El Salvador”, a medio camino entre tulipas y estrellas.