MARGINAL

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ÍNDICE 3 Los autores

48 Noche perra y sin luna

4 Editorial

Víctor Lowenstein

55 Aurelio Barragán

6 La mañana de Ashanti

Roberto Arias

Carmen Macedo Odilón

E L HILO ROTO

11 Algo está pasando

27 Corrección política y

Emilio Calderón

censura

19 Fe de erratas Julio Morales

Raúl Solís

38 Falsas esperanzas

P UNTOS CARDINALES

Francisco Moreno

60 Los aullidos silenciados

42 En Tierra Santa

del Lobo

Andrés Lobo

Raúl Solís

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LOS AUTORES Carmen Macedo Odilón (Ciudad de México)

Andrés Lobo (Manuel Soria) (Ciudad de México)

Estudiante de Lengua y literatura hispánicas y de

Licenciado en Sociología por la Facultad de Cien-

Creación literaria. Ha publicado cuentos en las antologías de Editorial Escalante, y de manera virtual, ensayos, relatos, cuentos y artículos en revistas literarias, académicas y fanzines. Huidiza por convicción, bibliotecaria de los recuerdos, de-

cias Políticas y Sociales de la UNAM. Participó en el taller de Creación Narrativa y en la antología de cuentos Terror en la Ciudad de México, de Humberto Guzmán. Publicó relatos en la revista Digresiones literarias. Autor del libro de cuentos Nexos y otros aullidos hechos letras. Es asistente

vota del Gatolicismo e insomnio. Emilio Calderón (Ciudad de México) UNAM. Periodista en la teoría y redactor en la práctica. Su labor en pequeños portales de noticias influyen en el contenido de su cuerpo literario, que se enfoca en temas como la desigualdad, la discriminación, la depresión y la sensibilidad humana. Julio Morales Fonseca (Cartagena de Indias, Colombia) Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia y estudiante de doctorado en antropología de la Universidad Autónoma de Madrid. Escritor cotidiano de asuntos cotidianos. Francisco Moreno Ramírez (Tlaxcala, México) Licenciado en Lengua y Letras Hispánicas por la UNAM, y colaborador en la revista Flores de nieve, del CEPE-UNAM. Fue autor invitado en la Universidad Autónoma de Tlaxcala; la Universidad de Colorado, Estados Unidos; y por el grupo Braccianti Euripide, de Bolonia. Autor seleccionado de «Coyoacán en tus Letras». Participó en la FIL Alterna, y la Feria de Identidad del Libro de Oaxaca.

de investigación en el Colegio de México. Víctor Lowenstein (Argentina) Integró los grupos literarios «Index» y «Bastión de los marmóreos». Coordinó el taller literario «Abstracciones» en la biblioteca Julio Boca de Munro. Ha publicado seis libros, entre ellos: Malamuerte y sus historias; Artaud, el anarquista metafísico; y Veo cosas muy raras. Tiene una treintena de apariciones en antologías y revistas digitales. Ha recibido reconocimientos y menciones de honor de la Sociedad argentina de escritores; Asociación siciliana de Buenos Aires, la Feria del Libro de San Isidro, Municipalidad de Vicente López, y las editoriales Tahiel, Croupier y Letras del sur. Su primera novela se titula El bibliotecario. Roberto Arias (Ciudad de México, 1994) Politólogo egresado de la UNAM y miembro fundador de Grupo Editorial Lectio, actualmente profesa el anarquismo equilibrista.


Editorial ¿Quiénes son los marginales, los marginados? Esta es una pregunta que quise responder al lanzar la primera convocatoria para colaborar en este número. Supuse que, dados los tiempos actuales que corren, entre movimientos sociales que cobran cada vez más fuerza (pienso en los feminismos), por un lado, y por el otro, el fenómeno de la censura proveniente de la corrección política (lo que ya no se puede decir, publicar y escribir), tendría a disposición un caldo de cultivo nutrido para seleccionar historias diversas y polisémicas. Y sí, lo tuve. Pero en parte. Lo que más me sorprendió fue no encontrarme con historias provenientes del primero. Sin embargo, descubrí, también con asombro, los que no consideré, quizás por mi formación, tan marginales. Lo importante es que estas historias son un muy buen indicador de las inquietudes de sus autores. Cada uno, a su modo, consiguió interpretar con buen tino el tema de la marginalidad. En el relato de la única autora del número, Carmen Macedo, nos presenta a un personaje que se busca en otro cuerpo, uno que desea pero que sabe que no podrá tener. Al menos no del todo. Son la frustración y el enfado los que terminan prevaleciendo cuando descubre esta verdad incómoda. Por su parte, Emilio Calderón nos lleva a las profundidades de su protagonista y, con una prosa reflexiva y mesurada, desvela las contradicciones que lo motivan a realizar algo en el último vagón del metro. En estos dos cuentos encontramos a lo marginados por los otros.


Los relatos de Víctor Lowestein y Julio Morales están emparentados. Vemos en ambos los estragos que la soledad y el alcohol han causado en sus personajes. Los dos se consideran mejor que los demás, lo que aísla de sus pares. En sendos relatos los vemos estrellarse, como unos kamikazes, contra la realidad agobiante. Andrés Lobo y Roberto Arias nos sitúan en el México rural: los márgenes de la gran ciudad. Lobo nos lleva a un poblado con un culto siniestro, ajeno al mundo y sus convenciones. Es un lugar impreciso, casi ilocalizable, en el que el dogmatismo y la muerte son la ley. Arias, en cambio, antagoniza a personajes casi como las mismas definiciones del bien y el mal: un cura y un asesino. La fe del primero se tambalea cuando reflexiona y cuestiona. Pero anhela creer en las supercherías que se cuentan del asesino, que están más allá de su estrechez ideológica. Por último, el cuento de Francisco Moreno es jocoso en sus formas. Es un relato humorístico que protagonizan un narrador y una voz que funge como una buena consciencia, que procura ver el lado bueno de las cosas, y pretende que los otros también lo hagan. No permite que el narrador se exprese con libertad; lo reconviene constantemente. Es una sátira de la corrección política y sus modos de operar. Y de este asunto hice algunos apuntes en la sección de análisis y crítica. Traté de entender el fenómeno de la censura derivada de la corrección política. Es una crítica a la críticos dogmáticos que denuestan las expresiones disonantes con su moral, y una invitación a debatir sobre el acercamiento a las obras. Y en la sección de apuntes literarios, doy parte de la obra descatalogada y en proceso de rescate de Andrés Lobo. Como se puede intuir, este número es ambicioso. Pero más allá de mis intenciones como editor pondero, como lo hice al concebir este proyecto, la calidad literaria de los relatos, y agradezco a los autores que, con su talento y expresiones estéticas, se embarcaron conmigo en esta aventura. Gracias por creer en Cuentística. Sean, pues, bienvenidos. Raúl Solís 5


La mañana de Ashanti Carmen Macedo Odilón

ASHANTI ESTÁ EMOCIONADA: es el día que ha esperado por semanas. Pero antes de enloquecer necesita distraerse. Preferiría quedarse en casa a esperar el momento anhelado pero recurre al autocontrol. Pide a su novia, Karen, que le preste un lipgloss fucsia mate de acabado húmedo. Ella se lo entrega. Ambas se alistan para ir al mercado. Ashanti abre la cajonera y busca una básica blanca de tirantes y un top rosa que se pondrá encima. Toma una bolsa de tela que guarda al fondo del cajón y saca dos pares de calcetines, de los que usaba antes. —Karen, chiquita, ¿me prestas unos tirantes invisibles para el bra que me gusta? —Toma, bebé. ¡Uy, hoy estás perrísima! Ashanti le planta un beso como agradecimiento. Se abrocha el brasier, toma los calcetines, que hace bola, y se los acomoda con cuidado para rellenarse las copas. Se coloca la camiseta blanca con la que espera disimular los pliegues de los calcetines y se pone el top. Se mira en el espejo, está satisfecha. —¡Divina! —le dice Karen, que se acomoda los pechos: con la blusa pegada se le ven más grandes y eso no le gusta. Toma la chamarra de mezclilla que le queda algo grande y se la pone para disimularlos. 6


Ashanti busca un pantalón de mezclilla a la cadera para poder enseñar el ombligo que se perforó el mes pasado. Sale al patio con una cesta en las manos y mira su lencería en una gama de rosa y púrpura tendida en los lazos en las que la colgó el día anterior; tararea «Todos me miran», de Gloria Trevi, mientras va metiendo cada prenda en la cesta. Un año atrás jamás hubiera pensado en usar biquinis rosas; sus cajones tenían bóxers largos de colores neutros y estampados de cuadros que odiaba. Se contiene en llamar a Sofía, la gata que cedió a los vecinos que llevaron a esterilizar, y que le aseguraron que la cuidarían como a uno de los suyos. Odiaba a esos vecinos porque habían operado a la gata, lo que le parecía antinatural, un procedimiento innecesario que la privaría de vivir como un animal libre. Pero los odiaba más porque la habían conocido cuando aún se llamaba Miguel, cuando tenía barba y usaba ropa holgada, cuando no podía ser quien quería ser en verdad. En aquel entonces, si caminaba tomado de la mano con Karen, nadie los miraba con curiosidad ni repulsión. Karen termina de maquillarse y le grita que está lista, y Ashanti va en busca del carrito para hacer el mandado. Karen le recuerda que tienen que conseguir las manzanas verdes y el kale porque necesita hacerse un batido para liberar toxinas y dejar de retener líquidos. Ashanti se ríe de que Karen se preocupe más por su talla que antes, porque su novia tiene la ligera esperanza de que, con la dieta adecuada, podrá pasar de la talla once a la cinco, como Ashanti, y así prestarse la ropa. Salen al bullicio de la calle. El calor sofoca a Ashanti. Es una de las pocas cosas por las que extraña su casquete corto, cuando no tenía que llevar la peluca castaña que le hace sudar la nuca. Se abanica con la cartera mientras Karen se abre paso en el mercado. Van a comprar verduras con el alegre muchacho que le dice «linda» a todas las marchantas. Piden lechugas francesas, un cuarto de espárragos, germen de trigo, kale y habas. Ashanti mira con cariño a Alfredo, el verdulero. Él le alegra el día. Le parece guapo y amable; Karen opina lo mismo, igual que la verdulera que 7


las mira incómoda, la esposa de Alfredo. Escuchan el «adiós, lindas», una vez que pagan, y se van. Buscan frutas; no encuentran manzanas verdes y las sustituyen por pepinos, aunque Karen advierte que no es lo mismo. Ashanti le dice que no se preocupe por esos remedios caseros, que al fin y al

Pero los odiaba

cabo son puro placebo. —Para ti es fácil decirlo. Eres delgada y cada día te pondrás más guapa. —Hay un silencio incómodo. Después vuelven a casa.

cuando aún se

El calor le ha estropeado el maquillaje a Ashanti, que se siente pegajosa. Se lava el rostro y el top se le moja por accidente. Se quita el bra y se cambia por un vestido estampado sin mangas. Mira su torso

barba y usaba

liso, los hombros anchos y la clavícula prominente. Karen se va a universidad sin chamarra, y reniega que, aunque le molesta que la miren a los pechos, no va a aguantarse el calor. Ashanti la despide sin un beso y se guarda para sí cuánto envidia las formas de aquel cuerpo del que se queja Karen, y que pretende desaparecer con menjurjes ridículos. Ashanti se consuela sabiendo que en cualquier momento llegará por mensajería lo que tanto ha esperado: su propio maquillaje para no tener que pedirlo prestado a su novia; también un par de tacones del ocho y medio que mandó a hacer, una peluca de cabello real, y lo otro. 8

más porque la

habían conocido llamaba Miguel, cuando tenía ropa holgada, cuando no podía

ser quien quería ser en verdad. En aquel entonces, si caminaba tomado de la mano con Karen, nadie los miraba

con curiosidad ni repulsión.


Tocan el timbre y Ashanti reacciona de golpe. Quiere arreglarse, pintarse los labios y rellenarse el escote. Solo alcanza a tomar un brasier que se mete bajo el vestido, pero al primer paso que da se le cae; el timbre vuelve a sonar con insistencia. Sin levantar la cabeza del piso, abre. —Ashanti Castro… firme aquí por favor —recibe los paquetes y el repartidor hace una seña con su gorra para despedirse—. Que tenga buena tarde. Ashanti se da cuenta que ni los mensajeros, ni el cartero ni los repartidores suelen ser tan atentos con ella como con otras, por ejemplo, la vecina que odia. A esa sí le hacen la plática, le dicen señorita, bonita, le alargan las conversaciones y se despiden de ella con cariño. Con Karen pasa lo mismo: no hay quien no se quede embobado con sus curvas, y cuando compran en línea la llaman varias veces para confirmar el domicilio. Y a ella solo la llama «linda» el verdulero, aunque le molesta que les diga lo mismo a todas. Ya a solas pone a Lady Gaga, se desviste frente al espejo y abre la caja. Toma un biquini rosa recién lavado que aún no termina de ajustarse a su cuerpo, se calza los tacones nuevos y abre un lipstick coral mate con el que se pinta los labios más arriba de la línea natural. Cierra los ojos y baila como siempre ha querido: alta y deslumbrante; por un lado el golpeteo de los tacones, por el otro los labios hambrientos de besos. Sacude la cabeza en círculos hasta que la peluca se atora con el perchero. Tira con tanta fuerza que abre los broches; el pelo sintético se queda atorado en un gancho. Mira su cabeza dentro de la red rota. Los mechones de su propio cabello no son lo suficientemente largos para poder peinarlos ni para hacerse las mechas californianas de todos colores con la tenaza. Sobre su labio descubre una sombra de bigote. Vuelve a ser la misma persona y se decepciona de la fugacidad de su alegría. Se deja caer en el sillón tentada de quitarse también los zapatos y mira el paquete que aún no ha abierto: los tres botes de LDB, female hormone, transgender pills, prove9


nientes de Tailandia. No le dan confianza, pero Karen la animó a probarlos. Le dijo que si funcionaban podría empezar su tratamiento y después usarían sus ahorros para pagar la cirugía. Ashanti piensa en Karen y la promesa fraudulenta de sus batidos mágicos, en la castración de Sofía, en Alfredo y sus galanterías, en los repartidores y visitantes, en los peatones y demás hombres del mundo que, haga lo que haga, seguirán volteando con repulsión cada vez que la vean pasar. Toma un frasco y lo mira largamente. De fondo, empieza a sonar «Born this way», canción que considera un himno al que parece estar traicionando con disfraces, remedios milagrosos y una castración que va más allá del cuerpo. «I'm beautiful in my way…» Ashanti arroja el recipiente lo más lejos que puede. El estallido de los cristales y las píldoras esparciéndose por el suelo no la inquietan, como tampoco lo harán las risas ni las miradas ajenas. «'Cause God makes no mistakes...» Sube el volumen y desnuda vuelve a bailar.

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De fondo, empieza a sonar «Born

this way», canción que considera un himno al que parece estar traicionando con disfraces, remedios milagrosos y una castración que va más allá del cuerpo.


Algo está pasando Emilio Calderón

ALGO ESTÁ PASANDO mientras se cierran las puertas del tren. La cotidianeidad se disipa tan pronto como las gomas de las puertas se encuentran. Una especie de campo energético se crea aquí dentro. Es tensión pura. Venimos de Barranca del Muerto, y se supone que vamos a El Rosario. Eso dicen las indicaciones colocadas en los andenes de cada estación por la que paramos. En realidad, la mayoría de nosotros no vamos a ningún lado. Para cuando lleguemos a la terminal, bajaremos del tren y volveremos a viajar en la dirección inversa: de El Rosario hacia Barranca del Muerto. Eso sí: lo haremos en el último vagón. Algunos se bajarán antes de llegar al final del camino. Si tienen suerte, lo harán acompañados por un desconocido al planean conocer…, al menos a nivel físico. Los demás volveremos a jugar el mismo juego: en la siguiente estación entrarán nuevas personas; nos mirarán de reojo y harán su selección. Si es recíproca, esperarán a que el tren arranque y el festín empezará cuando estemos en el túnel. Muchas cosas pasarán mientras el metro esté en movimiento. Luego, todos seremos extraños otra vez, solo por unos instantes.


Entrarán más personas y saldrán otras. Quienes no hayan conseguido nada buscarán otra oportunidad entre el nuevo cardumen de peces. El metro arrancará otra vez; las paredes del túnel serán, de nuevo, los tapices de un motel improvisado; habrá carne, fluidos y uno que otro ruido delator. Una dinámica sin fin hasta volver a llegar a la estación terminal. Nunca faltan los mirones. Esos que no tocan por mojigatería; pero igual miran porque uno no sube por aquí sin una carga de curiosidad. Ya conozco bien las estaciones donde bajan las parejas que se hacen durante el trayecto: Tacubaya, Tacuba y Camarones. Supongo que hay hoteles baratos cerca. No lo sé. Nunca he tenido la suerte de bajarme con alguien. O tal vez he tenido la fortuna de nunca tener que hacerlo. Eso dice mi amigo Flavio. Que es mejor no pescar nada en el último vagón. Que uno no sabe a qué riesgos se expone. Que quién sabe qué puede pasarnos. A veces siento que lo dice solo porque él es todavía más feo que yo. Lo repite constantemente a modo de autoengaño como para convencerse de que realmente no muere de ganas por terminar en alguno de esos hoteles baratos o en el apartamento de un desconocido. Siento que es así porque yo suelo decirme lo mismo. Que no quiero hacerlo. Que me va más quedarme a ver lo que hacen otros. En el fondo, yo sé bien que si alguno se me insinuara no vacilaría en ceder y bajarnos en la estación que él sugiriera. Mientras, hago como que no quiero. Como que vengo viajando para llegar a algún punto, y que eso no me importa; pero sí. Si no me importara, ¿estaría aquí, haciendo esto, ahora mismo? Aquí estoy, fijando la mirada en personas que ya me dijeron varias veces con desdenes que no tienen el menor interés en mí. Y no me importa. Sigo intentándolo. Al final, vienen en la parte trasera, como yo; buscamos lo mismo, y podemos dárnoslo. 12


Si no puedo ser actor en este viaje, al menos seré espectador. Hoy ha habido acción desde el principio: Un hombre trajeado subió en Polanco. Aunque hay varios lugares desocupados, decidió permanecer de pie, al fondo del vagón. Una estación después, en San Joaquín, subió un muchacho pálido y demasiado delgado; medio escondido bajo su sudadera y refugiado en la música de sus audífonos. Sin embargo, no buscaba ser ajeno a lo que pasa aquí. Quería pasar desapercibido, por si se le acercaba alguien no deseado, o un policía subía por acá. Pero apenas entró, hizo contacto con el hombre del traje. Se miraron de reojo más de una vez, y después

El metro arrancará otra vez; las paredes del túnel serán, de nuevo, los tapices de un motel improvisado; habrá carne,

de un rato se acercaron. Ni un «hola» se dijeron. El hombre del traje solo

fluidos y uno que

se acercó y acercó el bulto de su pantalón a la mano del muchacho de la sudadera, convenientemente colocada con la palma hacia enfrente. Él volteó a ver

delator. Una

a los lados para percatarse otra vez de que no hubiera nada que temer, y al no encontrar más amenazas que yo y otro tipo que se hizo el dormido, comenzó a acariciarlo con sutileza. El hombre del traje intentó hacer contacto visual, pero el joven evadía la mirada mientras seguía acariciándolo. Pasaron dos estaciones más, y tras un

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otro ruido dinámica sin fin hasta volver a llegar a la estación terminal.


ademán del hombre del traje, con el que seguramente le dijo «sígueme», bajaron juntos en Camarones. Fue excitante verlo, pero también me dejó pensando en la mirada perdida del muchacho de la sudadera. La manera en que evadía los pesados ojos del hombre del traje. El placer que no se veía en su rostro, pero sí en el del hombre del traje. ¿Qué venía buscando? No parecía en especial motivado, pero de todos modos se animó a bajar con él. No se veía convencido, pero lo hizo. ¿Por qué? ¿Por qué hacemos todo esto? Sé qué me motiva a mí. No es lo carnal. No es sentir con manos ajenas lo que podría sentir con mis propias manos. No es conseguir en un lugar como este lo que estos lugares no ofrecen: amor, una conexión u otra de esas sandeces románticas que tanto anhelamos. Es la pura necesidad de ser visto y de sentirme deseado. De pensar que algo que puedo tener o hacer complace a alguien más. Pero, ¿será algo distinto lo que los motiva a ellos? Aquí, todo el tiempo se suben muchachos flaquitos que vuelven de la facultad a su hogar, y que también están buscando algo; hombres de negocios, con sus celulares en una mano y el portafolios en la otra para disimular el bulto que ya se forma en sus pantalones, también buscan algo. Gente bonita, como ellos, y gente fea, como yo, por igual. Todos, aparentemente dejándose rendir por el impulso del calor humano. Pero no creo que sea solo hambre y ansia. Puede que no sea solo el más primitivo de los deseos. Suben una vez, con dirección a algún lugar, y por coincidencia encuentran algo. Después vuelven a subir, sin un destino definido; solo buscando lo que este lugar ofrece. Uno deja de saber por qué lo hace. Solo necesitas más y más. Me pregunto si cuando meten sus manos en los pantalones de un desconocido, o cuando esperan a que el tren arranque para una felación, es la carne lo que quieren probar, o quieren probarse algo a ellos mismos. ¿Por qué cuando terminan se vuelven desconocidos

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para siempre? Porque la búsqueda no es sobre los demás. Es un vacío disfrazado de hedonismo. Es curioso que todo esto pase en el último vagón. Si me lo preguntan, es un poco simbólico. En la vida en general también viajamos en el último vagón; ahí, donde muchos no quieren voltear a ver; donde solo los rezagados se encuentran; donde todos saben lo que pasa pero nadie habla de ello. La verdad, no es tan profundo como esta metáfora. Simplemente es el último lugar donde los policías van a revisar; y como queda más lejos de la parte central de los andenes, es también donde sube menos gente; pero a mí me gusta pensar que es una señal simbólica de cómo siempre nos toca estar al final en todo. Tan alejados del centro, que ni siquiera hemos aprendido a gozar como lo hacen los otros. Comemos una y otra vez, sin saciedad; tal vez es porque no recibimos lo que realmente necesitamos. Y a veces es ocioso hacerse tantas preguntas. Uno no debería subirse al último vagón para filosofar sobre lo vacío de un encuentro fortuito, pero en cierto modo planeado. Uno se sube para gozar sin hacerse más preguntas, sin llenarse de más prejuicios. Pero hoy le he dado cinco vueltas a la línea siete del Metro, y voy por la sexta. En este punto tengo más preguntas en la cabeza que ganas de ver o hacer algo. Soy consciente de que el próximo tren será el último que salga hoy: la medianoche está cerca, y no 15

¿Por qué cuando terminan se vuelven desconocidos para siempre? Porque la búsqueda no es sobre los demás. Es un vacío disfrazado de hedonismo.


he conseguido lo que se supone que vine a buscar. Solo me tocó ver cómo otros intercambiaban miradas y evadieron la mía. Se está haciendo tarde y es cuestión de tiempo para que alguno de ellos se resigne a que no podrá conseguir algo mejor que yo esta noche. Y en estos casos, la resignación de unos es la esperanza de otros. Y entonces me pregunto, una vez más, qué era lo que buscaba. Le he dado tantas vueltas hoy a la línea naranja creyendo que sé lo que busco; creyendo que sé que podré encontrarlo aquí, y como otras tantas veces, ya estoy preguntándome qué es lo que deseo. Y qué desean ellos. Ya sé que no me desean a mí. ¿Pero desean algo más? ¿Yo los deseo a ellos o deseo que ellos me deseen? Si yo no los mirara tan insistentemente acariciando mi pantalón, ¿ellos me desearían a mí? ¿Será que no se interesan en mí porque yo ya me interesé en ellos, y todo lo que esperan es conquistar el deseo de alguien que inicialmente no puso sus ojos en ellos? ¿Tienen sentido las preguntas que estoy haciendo? No solo es el cansancio. Empiezo a hacerme estas preguntas vacías porque en el fondo siento que toda esta situación es de por sí absurda. Es algo que no me llena de ningún modo. Es algo que me prometí dejar meses atrás, y aquí estoy otra vez sabiendo que no me siento cómodo haciéndolo pero esperando que alguien me proponga algo más que esto. Hemos llegado a Aquiles Serdán, la penúltima estación. Pensé que me quedaría solo antes de llegar a El Rosario, pero un tipo acaba de subirse. Al principio no le puse mucha atención: no es mi tipo; pero empezó a mirarme con la insistencia con la que yo miro a otros. También empecé a mirarlo. Está parado al fondo del vagón, pero como ve que yo también lo miro, viene a sentarse frente a mí. Sus ojos, fijos en los míos, son tan penetrantes que tengo que admitir que me siento un poco incómodo. 16


Cuando bajo la mirada para evadir la suya, me percato de que empieza a frotar su mano en su pantalón. Es un hombre muy flaco, con cacarizos en el rostro y el semblante pesado. Sé que no es mi tipo, y que me siento, en cierto punto, acosado; pero si mi respiración se está acelerando, no creo que sea

Me gusta pensar que es una señal simbólica de cómo siempre nos

de desagrado. Algo siento. El metro se queda detenido a la mitad del trayecto —lo normal, porque el conductor del tren espera indicaciones para seguir avanzando—; él comienza

toca estar al

a desabrocharse el pantalón. Ya no hago como que no veo. Pongo mis ojos donde él espera que lo haga, y mientras con una mano juguetea con su cuerpo, coloca la otra en mi pierna y me invita a hacerle

centro, que ni

compañía. Tengo veintiocho años pero ahora mismo soy

gozar como lo

un niño pequeño que no sabe cómo reaccionar a lo que está pasando. ¿Lo hago o no lo hago? ¿Cedo o no cedo? Aprieta un par de veces la carne de mi pier-

Comemos una y

na como diciendo «oye, aquí estoy», y empiezo a tocarlo. Pareciera que no sé lo que estoy haciendo pero ya lo estoy haciendo. Las yemas de mis dedos acari-

saciedad; tal vez

cian la rugosidad de sus testículos, y todas las preguntas que me he estado haciendo durante el viaje resuenan y se disuelven al mismo tiempo en mi

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final en todo. Tan alejados del siquiera hemos aprendido a hacen los otros. otra vez, sin es porque no recibimos lo que realmente necesitamos.


cabeza. Ya no importan los porqués ni paraqués. Está pasando, y eso es todo lo que hay que saber. Puede que el metro tarde en arrancar de nuevo; puede que lo haga en un instante. Puede que bajemos y me pregunte mi nombre. Puede que me invite a su casa o a algún otro lado; o puede que retire mi mano, él abroche su pantalón, y volvamos a ser completos desconocidos. No sé qué pasará, pero algo está pasando.

Tengo veintiocho años pero ahora mismo soy un niño pequeño que no sabe cómo reaccionar a lo que está pasando.

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Fe de erratas Julio Morales

YA ERA MEDIA NOCHE y Raúl aún no llegaba, eso me exasperaba. Era siempre el mismo tema; quedábamos de encontrarnos a tal hora y él llegaba tarde. A veces ya llegaba borracho, aun cuando la idea era compartir la borrachera. Y es que borracho Raúl se convertía en una bestia: insultaba a todos por igual, profería gritos a diestra y siniestra, perdía por completo la vergüenza y el pudor. Desconfiaba de todos. Cuando llegaba a una discoteca, rápidamente le arrojaba la mano al coño a alguna mujer, como quien agarra un pan en la panadería. Nunca conocí las razones de su compulsión con el sexo casual. Era evidente que Raúl no disfrutaba de ello. Incluso creo que lo hacía sentir mal. Sin embargo él lo negaba. «No hables mierda», me decía, «¿a quién no le va a gustar follar en un baño?» Raúl no pensaba en nada. O al menos eso pareciera al verlo pasearse en medio de las avenidas esquivando el tráfico, orinándose en cualquier lugar y arrojándose escaleras abajo cuando llegábamos a la boca del metro. Muchas veces tuve que levantarlo del suelo completamente ensangrentado y vapuleado. Sin embargo, me recibía con una carcajada demente «¡Ja, ja, ja! Míranos, mi hermano. ¡Somos unos pendejos!». Su actitud suicida me resultaba brillante. 19


Claro que yo buscaba emular a Raúl. A mí me fastidiaba mi pasado, mi educación burguesa y analítica, mi propensión al aislamiento, mi orgullo injustificado, mi falta de interés por las cosas del mundo. Me creía un tipo bohemio: demasiado culto como para dedicarme por completo a la academia y demasiado aristocrático como para interesarme por el dinero. Carecí toda la vida de una auténtica compañía. Mi displicencia natural para con el resto de personas se acentuaba cuando me dedicaba a mis placeres privados. No había podido encontrar una sola persona que se acomodara a mi estilo de vida. Alguien que no salpicara con frases imbéciles el agradable sonido del silencio o de una buena conversación. Esa noche esperaba a Raúl junto a una pequeña fuente. Al fin lo vi llegar con una botella de whisky. Eso me tranquilizó. Mi cordura acostumbraba a caminar por una interminable cornisa. Mi indeterminación me mantenía siempre en un estado de zozobra. A veces se me iba la mente por segundos que parecían minutos. Por minutos que parecían horas. Y cuando se me iba por horas es cuando realmente conocía la demencia tras la desesperación. Lo fatídico se hacía real y yo casi podía palpar lo que significa la tragedia. No quiero insistir en lo que hablábamos, pero digamos que la vida se desperdicia. Se desperdicia un viernes por la noche. Una noche sin esperanzas. Una forma de ser auténtica pero incómoda. Nuestro destino, como siempre, nos llevó de bar en bar. En el primero no duramos más de quince minutos. Nada de buen rock. Nada de buena salsa. Nada bueno en nada. Solo cocteles de «frutas» y demás alcoholes denigrantes creados para atentar contra la dignidad de las personas. ¿Quién compra esas mierdas? Entramos porque una de las mujeres le hizo ojitos a Raúl. Pedimos una cerveza. Él se movió hacia ella. Yo me quedé observando. Él la saludó. Le dijo algo al oído. Ella rio. Él me señaló. Ella me miró y sonrió. Yo la miré con seriedad. Ella bajó la mirada y volvió a Raúl. Charlaron. Ella movía constantemente 20


la cabeza. Decía que no. Raúl insistía con algo. Ella miró hacia atrás y atrajo la atención de alguien. Yo bebía mi cerveza. Un moro de uno noventa se acercó a Raúl y a la chica. Ella le dijo algo al moro. Él miró a Raúl con agresividad. Raúl soltó una carcajada y señaló el baño. El moro quedó perplejo, miró hacia el baño y lo señaló como preguntando. Raúl asintió. La mujer se veía desconcertada. Yo entendía cada vez menos. Final-mente, el moro fue hacia el baño. En ese momento Raúl besó a la chica. Fue un beso apasionado, evidentemente erótico. Él le agarró la pierna y ella le tocó la entrepierna. Dejaron de besarse. Ella lo miró con los ojos chispeantes de deseo. Él la agarró por la garganta, y con un movimiento brusco, la alejó; pude ver cómo ella se puso seria y asustada. Raúl le dijo algo. De pronto, la chica le escupió a Raúl directo en la boca. Él se relamió el escupitajo y le escupió de nuevo. Ella movió la cabeza asqueada y le arrojó encima lo que le quedaba de su Cuba libre de mierda. Luego se alejó de Raúl con dirección al baño. Él se quedó un momento limpiándose la camisa. Luego se terminó la cerveza y se acercó a mí. —Vámonos antes de que salga ese man. —Ajá, ¿y qué fue lo que pasó? —Nada. Pura mierda.

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Me fastidiaba mi pasado, mi educación burguesa y analítica, mi propensión al aislamiento, mi orgullo injustificado, mi falta de interés por las cosas del mundo. Me creía un tipo bohemio: demasiado culto como para dedicarme por completo a la academia y demasiado aristocrático como para interesarme por el dinero.


Nos sentamos en una plaza cercana. Supongo que lo sublime del momento llevó a Raúl a preguntarme por Cecilia. Era evidente que había estado evitando hacerlo toda la noche. No era que él fuera una persona prudente o formal. Todo lo contrario: ya dije que era un animal, así que estaba conteniendo su verdadera naturaleza a medida que pasaba el tiempo. Y claro, eso lo estaba enloqueciendo. —Y ¿hablaste con ella? —me preguntó con tono serio. Sin embargo se podía notar su completo desinterés. —Sí, pero hace rato —respondí con la intención de que notara mi incomodidad. —¿Y? ¿Qué te dijo? —Me dijo que había entendido la soledad. Raúl se quedó mirándome fijamente. En su mirada había desprecio. Una sonrisa burlona empezaba a florecer en su rostro pero se contuvo al ver que yo estaba pasmado, derrotado por ese recuerdo. Él sabía que Cecilia había sido la última y la más. Cecilia me había roto el corazón, así como yo había roto el corazón de muchas, y así como seguirá pasando siempre. Nunca acabará. Y eso es porque el corazón está para romperse. Porque nadie lo rompe igual. Porque todo el mundo empieza a vivir luego de que le rompen el corazón y no antes. Es comenzar de nuevo. Es una de las tres heridas de las que habló el poeta. Empezamos a caminar. Yo caminaba por el filo de mi cordura. Me gustaba desfallecer cada vez que le rendía culto a mi diosa Venus. Los viernes. Los sábados. Los días que por fin me entregaba a lo húmedo de la carne que hace soportable la existencia y hacía hervir en los demás la envidia de no poder sentir la libertad como yo sí podía sentirla. ¡Ah, las ideas! Las ideas son lo único que me importa. Yo siempre estaba detrás de la verdad. La verdad es la decadencia del espíritu. El resto es igual. Todo es igual. El dinero por sí mismo es lo más fatídico e insulso que se puede desear.

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Las ideas son invaluables y solo están al alcance de los que las persiguen en detrimento de perseguir las miserias (enchapadas en brillantinas) que la sociedad tiene para ofrecer.

Cecilia me había

Raúl me respetaba porque yo también era capaz de todo. Solo yo podía seguirle el ritmo de la borra-

así como yo había

chera, del desenfreno, de la desesperación depresiva y el arrebato sinsentido. Nunca hubo una noche en la que no termináramos en los huesos. A veces perdíamos el celular, la billetera o simplemente todo

roto el corazón, roto el corazón de muchas, y así como seguirá pasando siempre.

el dinero. —Espérame, voy a ir a mear —me alcanzó a decir mientras se alejaba por una calle adyacente. Estábamos bastante ebrios. De pronto escuché la

Nunca acabará. Y

voz de alguien detrás de mí. —Aquí estás, hijo de puta. Miré por sobre mi hombro y vi al moro del bar de hacía un rato. Se acercó súbitamente y me pro-

para romperse.

pinó tremendo cabezazo al rostro. Retrocedí un poco pero no estuve ni cerca de caerme. Volví en mí y le propiné un puñetazo en la barbilla. Me lanzó un derechazo que pude esquivar. Luego otro. Luego un izquierdazo. Cada vez me era más fácil esquivarlo. Su ridícula borrachera hacía que no lo tomara enserio y perdí deseos de contraatacar. Segundos después alguien me tomó por los brazos y me apartó del sitio. 23

eso es porque el corazón está Porque nadie lo rompe igual. Porque todo el mundo empieza a vivir luego de que le rompen el corazón y no antes.


Varias personas declararon que fue el moro quien empezó la gresca. La xenofobia natural de los policías me favoreció en este caso. Me sermonearon por estar bebiendo a esa hora, en ese lugar. Que si no sabía que Lavapiés era un barrio peligroso. Que si no sabía que estar solo era peligroso. Que si no tenía algo que hacer mañana lunes. Que si necesitaba ayuda para mi herida. Que si me llamaban una ambulancia. Que si necesitaba ayuda para mi alcoholismo. Que si no había alguien a quien pudiera llamar. Que cuánto había bebido. Que les mostrara mi pasaporte. Que les mostrara mi DNI. Que por qué no cargaba con ninguno de los dos. Que deberían llevarme a la comisaría y acusarme de pelearme en la vía pública. Que me fuera a mi puta casa a dormir y le dejara el país a los que hacen algo de servicio por él. Cuando por fin me quedé solo, regresó Raúl. —Eres inservible, como todos los demás —le dije. —Yo no soy como los demás. Nunca lo seré. Mi inteligencia me ha procurado mi aislamiento. Ni siquiera estaba seguro de que fuera mi inteligencia, aunque es cierto que muchos me dicen: «Raúl, eres un tipo brillante para ciertas cosas, pero para otras... tu actitud... no lo sé». ¡Mi actitud! ¿Escuchaste bien? Y es que ¿acaso puedo tener otra? ¿Es que acaso vale la pena tener otra cosa? ¿Es que acaso ustedes, pobres diablos miserables, se la merecen? ¡NO! No se la merecen más que de la única manera en la que merecen ser tratados. ¿Y qué me van a decir? ¿Con qué me van a amenazar? ¿Con algún tipo de sanción social? ¿Con un insulto a mi condición emocional, social, de clase, casta...? ¡Por favor! ¡No hay nada que puedan hacer para joderme! Nada que pueda dolerme. No creo en nada. Nadie me conoce. Nadie sabe quién soy. ¡Todos son unos estúpidos! —sus alaridos alertaron a los pocos habitantes de la plaza. Todos nos voltearon a ver. Se escucharon algunas risas. Algunos nos miraban con seriedad. Pero Raúl siguió: 24


—No hay respeto para nadie. La gente debe ganárselo. Yo ya me gané mi propio respeto. ¿Por qué debería venderlo? ¿A quién? ¿Por cuánto? ¡Coman mierda! ¿La gente a la que evito pertenecer me humilla? ¡No!, ¡me buscan! ¡JA, JA, JA! ellos no saben lo que se pierden. Incluso, estar aquí es dispensable para mí. ¿Crees que lo hago por ti? ¡NO! Mi hermano, estoy aquí por mí. ¡Estoy aquí por mí! ¡Siempre es por mí! ¡Todo es por mí! Nadie necesita saber lo que soy. Solo yo sé quién soy y de lo que me pierdo al no estar con nadie más. Quedamos en silencio un largo rato. De pronto rompió a llorar. Ni siquiera me inmuté. Era tan predecible, era tan obvio, tan razonable que yo mismo deseé poder llorar con él. Una vida vista más hacia adentro que hacia afuera nos había hecho únicos, inseparables, miserables, hermanos. —¿Sabes? Deberías ponerte hielo en ese moretón

Las ideas son invaluables y solo están al alcance de los

—me dijo con la voz entrecortada y sangrante.

que las persiguen

Eso fue lo último que recuerdo escucharle. Solo sé que nos vinimos abajo. Volví a mí estando solo, caminando hacia una dirección errada. «Fe de ratas. Fe

en detrimento de

de erratas. El título, el título» me repetía a mí mismo. De pronto terminé en el suelo. Sin darme cuenta cómo, desperté luego de unos segundos de inconsciencia. Mi nariz se aplastaba contra el suelo. Comprobé mi botellita de whisky: estaba intacta. Me acerqué a una parada de autobús y me senté a beberla. Me miré las manos. Las volteé al derecho y al revés. Recordé que de esa manera recuerdo 25

perseguir las miserias (enchapadas en brillantinas) que la sociedad tiene para ofrecer.


quién soy. Estaban negras de suciedad. Una sonrisilla de amargura asomó en mi rostro. Luego observé la noche. Ya no era de noche. Se notaba la luz del alba próxima. Eso me consternó. No había nadie en la calle. No podía creer mi soledad. Me incorporé e intenté ubicarme. Algo me hizo caminar en cierta dirección con seguridad. Luego de unos minutos eché un vistazo hacia atrás. De pronto vi a Raúl, o al menos una figura idéntica, en el mismo sitio donde yo me había caído. Estaba ahí, sentado con las piernas en círculo y mirando fijamente el suelo, en medio de la vía de los coches, pero eso no parecía importarle. Entonces vi cómo se miraba las manos, al derecho y al revés.

Intenté pensar en Cecilia. La imaginé pero no la encontré entre mis recuerdos. No pude recordar cómo lucía o cómo era el tono

En ese momento tropecé un poco y casi vuelvo a caer. Cuando me recompuse volví a mirar atrás y ya no vi más a Raúl. Además, me encontraba casi donde empecé, es decir junto a la parada de auto-

de su voz. Una

bús. Intenté pensar en Cecilia. La imaginé pero no la encontré entre mis recuerdos. No pude recordar cómo lucía o cómo era el tono de su voz. Una imagen difusa, algo que ver con su cabello y su perfil, fue lo único que se me atravesó. La cabeza me daba

su cabello y su

vueltas y sentía todos los deseos del mundo de estar con ella. Pero entonces yo también comprendí la soledad.

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imagen difusa, algo que ver con perfil, fue lo único que se me atravesó.


EL HILO ROTO

Corrección política y la censura Raúl Solís

CADA CIERTO TIEMPO uno o varios grupos de personas se manifiestan para protestar contra lo establecido como normal por quienes ignoran, por conveniencia, comodidad o falta de interés, que las sociedades no son monolíticas ni estandarizables sino diversamente plurales. Estas protestas intentan poner un límite a las injusticias, a la opresión, a la invisibilización. Nombrar lo no evidente es fundamental para conocer los matices que las grandes concentraciones humanas conllevan siempre, y a partir de allí fomentar el reconocimiento y respeto por lo peculiar. Los resultados de estos activismos son variopintos, pero cabe señalar uno en especial: la corrección política.

¿Qué es la corrección política y para qué sirve? El término «políticamente correcto» se usó en los Estados Unidos por primera vez en el 1793, en el juicio que derivó en la undécima enmienda, para señalar como un vicio del lenguaje decir simplemente «los Estados 27


Unidos» en lugar de «el pueblo de los Estados Unidos». Con el tiempo su uso ha variado y ha servido para referirse a distintas corrientes ideológicas ortodoxas: desde la supuesta superioridad aria hasta la acusación despectiva de dogmatismo entre comunistas y socialistas de los años cincuenta. Pero el término que me interesa proviene de la segunda mitad del siglo XX, cuando comienza a tomar el mote de denuncia, pero de forma satírica, para señalar actos y comportamientos sexistas, racistas, machistas, clasistas y opresivos en los círculos intelectuales norteamericanos. Lo que comenzó como una sátira terminó convirtiéndose en una doctrina. El lenguaje de la corrección política se institucionalizó. ¿Y en qué nos beneficia esto? Tomemos un ejemplo reciente: los discursos xenófobos del expresidente estadounidense Donald Trump sobre las comunidades minoritarias y migrantes del país, y su tono nacionalista, tendencia que está resurgiendo en otras partes del mundo de la mano de los demagogos y populistas. Estos políticos y sus fanáticos perciben una amenaza proveniente de fuera, de los otros, que intentan apropiarse de lo que les corresponde casi por derecho divino, y solo ellos, los patriotas, pueden neutralizarla. En casos así, el lenguaje de la corrección política trata de erradicar estos efectos nocivos: la xenofobia, el racismo, la violencia y la segregación social. ¿Quién podría estar en contra de esto?, se preguntará más de uno. Y tal vez con justa razón se responda que nadie, menos si se considera progresista y en su sano juicio. Entonces, ¿cuál es el problema con la corrección política y su lenguaje? La intención fundamentalista. El uso de la corrección política se ha desbordado del ámbito político y social —lugar al que pertenece— a la apreciación y crítica del arte. Desde hace años existe la tendencia de catalogar las obras en función de una ideología, que puede ser bienintencionada, como las mencionadas, pero siniestras. Sí, las buenas intenciones también son peligrosas. Albert Camus lo definió del siguiente modo: «El mal que existe en el mundo casi siempre proviene de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarivi28


dencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad». En este sentido podríamos afirmar que la crítica que mira las obras de arte a través del lente de la corrección política no es mala sino ignorante. Ignora, pues, cuál es la diferencia entre crítica y activismo, y cómo y dónde nos servimos de una

En este sentido podríamos

y otra. En su columna de opinión del diario El País, Andrea Aguilar escribe que en una conversación con el escritor Marco Roth, autor de la novela La

afirmar que la

mancha humana (2000), en la que un profesor es despedido después de ser acusado de racismo, dijo que si solo nos dedicamos a hacer crítica ideológica no podremos comprender el valor estético de una obra, y caeremos en la trampa del neopuritanismo,

a través del

que nos llevará a despreciar aquellas expresiones que atentan contra los valores morales impuestos por los grupos de poder, sometiendo la creatividad a la idea macabra de un «bien común».

mala sino

Pero ¿quiénes son estos nuevos grupos de poder? ¿Quiénes lo conforman? A diferencia de los del siglo pasado, ya no son los socialistas ni los comunistas, ni un Estado dictatorial, ni una Iglesia o Partido. Son parte de la sociedad civil: activistas, intelectuales e incluso también artistas, que tienen como propósito, entre otras, una tarea educativa, y exigen que el artista, al igual que ellos, ponga su 29

crítica que mira las obras de arte lente de la corrección política no es ignorante. Ignora, pues, cuál es la diferencia entre crítica y activismo


intelecto al servicio de una ideología. Octavio Paz los llamaba la intelligentsia. Y añade: «La intelligentsia mexicana, en su conjunto, no ha podido o no ha sabido utilizar las armas propias del intelectual: la crítica, el examen, el juicio» porque han hecho del compromiso «un arte y una forma de vida». Una mente comprometida con una ideología no puede hacer menos que complacer, por obligación o necesidad, a quienes la profesan.

Las ob r as y su d isc u sión id e ológic a La crítica del arte ha dejado de ver la creatividad u originalidad de las obras y se ha dedicado, principalmente, a ideologizarlas. Basta con que alguien denuncie que alguna expresión artística atenta contra un grupo vulnerado o históricamente violentado para que se rechace, se vete o boicotee de uno o varios modos hasta desaparecerla del plano público. La presión mediática que los activistas ejercen es tal que las empresas que se dedican a distribuir estas obras ya no se la piensan dos veces para censurarlas y descatalogarlas sin espacio para el debate o el diálogo. Así simulan su corrección política. Penosamente para todos, el ciclo se cierra con las partes creadoras que se autocensuran por temor al rechazo. La creatividad es sometida así a la falaz idea de priorizar el bien común. La dialéctica nunca ha sido tan despreciada como ahora, la era de los fundamentalismos. Sin embargo, promover el discurso de corrección política en las obras no va a hacernos una mejor sociedad. Volvamos nuevamente al caso de los Estados Unidos. Cuando Barak Obama llegó a la presidencia apoyado por un movimiento muy poderoso de integración social, en el que los discursos de odio fueron combatidos desde el aparato del Estado, y al que se sumaron actores sociales prominentes, artistas e intelectuales, algunos pensaron, prematuramente y de forma optimista, que la cohe30


sión social iba a ser firme y duradera. Pero lo que sucedió fue que al primer manotazo del trumpismo casi todo el tinglado del periodo de Obama se vino abajo mostrándonos su fragilidad. La realidad no cambió sustancialmente solo porque el discurso público fuera dirigido hacia ese promisorio paraíso construido con el artificio de la corrección política. El problema es más profundo y complejo que eso. Ocultar los vicios de la condición humana con un halo moralista no va a hacer que desaparezcan, así como censurar las obras que traten de perversiones o pasiones humanas no va a corregir a una sociedad acomplejada. En su afán de moldear el mundo a su visión, la intelligentsia ha acometido con rabia contra los artistas y sus obras con razonamientos anacrónicos. Recientemente, el diario El País publicó una nota sobre el caso de Bright Sheng, músico y profesor en una universidad estadounidense. Sí, también en Norteamérica. Sheng creó un seminario para estudiar al personaje de Otelo, de Shakespeare a Verdi, que solo duró una clase porque, según él, se equivocó al proyectar un fragmento de la cinta que protagonizó Laurence Olivier caracterizado como un hombre negro, y dijo, tras ser reportado por sus alumnos, que no fue sensible con este grupo étnico por elegir una obra que los discrimina. No importó 31

Ocultar los vicios de la condición humana con un halo moralista no va a hacer que desaparezcan, así como censurar las obras que traten de perversiones o pasiones humanas no va a corregir a una sociedad acomplejada.


que la considerara una de las versiones más apegadas a la obra de Shakespeare. Fue por otro tema. Fue por otra cosa. Los alumnos alegaron que no fueron advertidos que esta cinta se proyectaría en clase ni que tampoco hubo un debate o advertencia previa. El director de la universidad respondió que si Sheng la propuso fue porque seguramente tuvo motivos para hacerlo. Pero no bastó. Los alumnos no aceptaron la disculpa de Sheng, que tratando de justificar su postura de respeto y antidiscriminación les recordó que ha trabajado con músicos de distintas etnias y continentes a lo largo de su prolija carrera. Los alumnos interpretaron esto como algo aún más ofensivo y alegaron que eso sonaba a que «gracias a él» esos músicos, ya de por sí marginados, fueron empleados. El juicio estaba hecho: Sheng prefirió cancelar su seminario y renunciar a su cátedra que había impartido por más de veinte años. La intelligentsia venció. Podemos mencionar tantos casos, como el de las obras del polémico LouisFerdinand Céline, que no pueden reeditarse porque la comunidad judía organizada lo ha impedido más de una vez. Céline, autor de la obra maestra Viaje al fin de la noche (1932), fue enjuiciado y encarcelado tras la caída del imperio nazi por haber publicado sus panfletos antisemitas La escuela de los cadáveres y Bagatelas por una masacre. Resulta contradictorio e inexplicable que uno de los autores más brillantes del siglo XX permanezca censurado —en lugar de ser leído, revisado y criticado con inteligencia— mientras que el manual del líder e ideólogo de ese régimen sea reeditado y comentado, como Mi lucha, de Adolfo Hitler. Si uno es justamente estudiado, ¿por qué al artista francés lo mantienen en la más abyecta censura? O qué decir de la persecución mediática, política y cultural de la que fue víctima Elena Garro después de publicar El complot de los cobardes, texto periodístico en el que criticó algunos pasajes del mítico movimiento estudiantil de 1968 y a algunos líderes del movimiento. Su obra permaneció abandonada por décadas por haber sido políticamente incorrecta. O el Ulises, novela de James Joyce, que fue tildada de pornográfica y 32


obscena por los críticos más puritanos, que con base en la moral de su tiempo, lo quemaron y hasta lograron prohibir su distribución en algunos países. Sin embargo, ¿a quién le importan estas interpretaciones estrechas de las obras? Los tiempos cambian y los valores de las sociedades también. Por eso, la crítica que se enquista en los juicios morales de las obras es momentánea. Y por eso, también, las obras que no se embuten en la moral son las que perduran: porque están más allá de las intenciones educativas de la corrección política.

Cr ít ic a c on tr a ac t ivismo Para reconocer cuándo un intelectual se convierte en activista basta con leer sus críticas: cuando exige que el artista y sus obras se ajusten a los tiempos políticos actuales, o dice que dicha obra atenta contra una lucha o movimiento social, que perpetúa problemáticas sociales y estereotipos…, etcétera. Esta crítica es más propia de un ideólogo que de un intelectual porque se olvida del valor estético, la originalidad y la contundencia expresiva de la obra en cuestión. Su propósito no es discutirla ni entenderla sino juzgarla moralmente: lo que considera justo y bueno. De este modo, supone, expurgará los discursos de odio, opresión y violencia del círculo cultural, y por ende, de la sociedad. Según su lógica: está primando el bien común. La primera pregunta que tenemos que hacerle: ¿es a través de los artistas y sus obras que puede construirse una sociedad mejor? O en términos llanos: una sociedad que deje de ser clasista, racista, etcétera. Schopenhauer pensaba que esperar «que nuestros sistemas de moral y nuestras éticas lleguen a hacer nacer personas virtuosas» es una insensatez, igual que esperar «que nuestros tratados de estética» puedan convertir a alguien en artista. Sigamos la fórmula: pensar que nuestra moral aplicada a las obras de arte va a mejorar a nuestra sociedad es igualmente una insen33


satez. El arte no puede supeditarse a una doctrina que pretenda regular el comportamiento colectivo con respecto al bien y al mal. El arte no sirve para catequizar. Sin embargo vemos, para sorpresa de todos, que en lugar de alzar la voz y seguir creando según sus propias convicciones, los artistas de la intelligentsia se dejan arrastrar por esta ola de corrección política con tal de ser reconocidos. Y no solo eso: algunos abrazan con fervor estas ideologías, ilusionados con contribuir al tan necesario bien común. Y así pasamos de la censura intelectual a la autocensura, en la que los demás creadores aceptan estas reglas para no ser excluidos. Las obras pierden impacto y originalidad para convertirse en manuales de civilidad. La corrección política también es tiránica. Y el mercado es su perro de pelea. En su texto «¿El arte y el entretenimiento deben ser políticamente correctos?», publicado en el New

Pensar que nuestra moral aplicada a las obras de arte va a mejorar a nuestra sociedad es igualmente una insensatez. El arte no puede supeditarse a una doctrina que pretenda regular el comportamiento

York Times, el columnista y crítico Wesley Morris señala que esta confusión entre activismo y crítica, que es evidente, ha empañado la discusión pública de las obras, especialmente las de corte popular,

colectivo con

como las series de televisión y películas. Con ejemplos claros y cotidianos, Wesley nos muestra cómo la discusión ideológica de las obras nos lleva a un callejón sin salida. Para muestra, el siguiente:

no sirve para

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respecto al bien y al mal. El arte catequizar.


unas personas que estaban de visita en un museo de arte se sintieron profundamente ofendidas al ver una pintura, «Open Casket», inspirada en el caso de Emett Till, un adolescente negro que fue linchado en 1955 en Mississippi. Estas personas le exigieron al museo que destruyera el cuadro alegando que la pintora, Dana Schutz, «no tenía por qué pintar a un joven mártir negro». Wesley asegura que la ofensa no fue por la pintura en sí misma, un cuadro abstracto de tonos amarillos y cafés, sino por quien la hizo. Alegaron que a esa artista, una mujer blanca, «no le tocaba contar esa historia». Pero, ¿es esta una razón suficiente para impedirle a la artista pintar un cuadro? Además de esta confusión, entre crítica y activismo, me atrevo a plantear otra: la del el papel que juegan los artistas y el resto de los actores públicos en la sociedad. Se suele imputarle a los artistas una función que no les corresponde: la de educar a través de sus obras. Otros, los más eufemísticos, le dicen sensibilizar. Pero como vemos, los artistas no tienen ni deben asumir una función social ni pedagógica. Porque uno no lee a Cervantes para documentar casos clínicos en psiquiatría, ni a Rulfo para entender los usos y costumbres de una comunidad, ni a Borges para iniciarse en el estudio de la física cuántica. Entonces, ¿por qué hacer una crítica moralista de las obras? ¿Por qué esperamos que las obras de los artistas edifiquen al ciudadano civilizado y progresista? (Aquí cabría una crítica a la idea del progreso y su fin político pero no hay espacio para ello. Solo puedo recomendar la conversación televisada de Octavio Paz titulada «Crisis del futuro», o como él le decía: el ocaso.) A los artistas y a sus obras se les exige y censura como si fueran políticos, académicos o periodistas cuando su labor es otra. ¿Acaso le exigimos a estos que sus discursos sean introspectivos, que reflexionen sobre la condición particular del individuo, que sus investigaciones tengan pretensiones estéticas o que en sus textos consigan ficciones plausibles? (Tal vez en el periodismo de investigación consigamos algo de esto, pero tiene la desventajosa obligación de ceñirse a los hechos). 35


El artista no tiene que pedirle permiso ni rendirle cuentas a nadie para crear su obra. Esta nace de sus intereses particulares, de sus inquietudes y aspiraciones, y nadie puede impedirle que exprese lo que es capaz de hacer. Tampoco tiene por qué limitarse, a decir de estos activistas, a crear algo que le corresponde, ni supeditarse a lo que su seudocrítica tenga por bueno. Su creatividad solo depende de sus capacidades, y de su talento dependerá que la obra valga por sí misma, no de los tiempos que corren para crearla o exhibirla.

A r t ist as, c r ít ic os, y su s ob r as Tanto en cuestiones sociales como artísticas no podemos hablar de una verdad irreductible. No existe tal cosa como el lado correcto del mundo, como se cansan de repetirnos los políticos demagogos: «Decretar la verdad —nos recuerda el filósofo y sociólogo español Fernando Muñoz— es elevar la voz para pronunciar: “Yo, el Estado, soy la verdad” o “Yo, el Mercado, soy la verdad” o “Yo, la Sociedad, soy la verdad”». Por eso debemos resistir la tentación de dejarnos arrastrar por la crítica ideologizada: porque el tan ansiado bien común no va a alcanzarse a través de los artistas ni de sus obras. Tal vez el muralismo mexicano sea el ejemplo más claro del límite entre la intención educativa del creador y su capacidad para conseguir un propósito edificante. El arte no reproduce al mundo. Ni va a mejorarlo. Es, en todo caso, una interpretación de él. El escritor, y los artistas en general, sintetizan (por decir lo menos) las partes de una realidad que los conmueve por alguna razón. Se llenan con eso y tienen que expresarlo, lógicamente, en términos estéticos, no escolásticos ni académicos o panfletarios. La inquietud es personal. Y la concepción de la obra no es comunitaria: sucede en la soledad. Este complejo proceso está alejado completamente de cualquier intención pedagógica. Porque no se puede enseñar a ver, a percibir, a imaginar. A crear. 36


Entonces, ¿no es suficiente con que el artista tenga que cumplir con su titánica labor de rehacer al mundo y presentárnoslo de forma sostenible como para encima exigirle que abrace con vehemencia una causa social? ¿Quién dijo que la principal motivación de hacer arte es moldear a una sociedad? O como Jorge Luis Borges dijo: «Yo creo que el deber de un escritor es ser un escritor, y si puede ser un buen escritor está, entonces, cumpliendo con su deber». En el mismo tenor: el deber de

La concepción de la obra no es comunitaria: sucede en la soledad. Este complejo proceso está

un artista es hacer arte, no un tratado sociológico ni un prontuario cívico o ético ni una obra moralizante. Para eso existen otras disciplinas y otros actores. Y los intelectuales que ejercen la crítica tienen que estar a la altura de las obras y cumplir

alejado

con su labor. También deben evitar en lo posible la cómoda actitud de alabar o vilipendiar en función de lo que juzgan como bueno y justo. Eso es muy fácil. Cualquiera puede hacerlo. Y lo vemos

pedagógica.

todos los días en las redes sociales. Hacen falta clarividencia y talento en la labor de los críticos. Porque, como dijo Octavio Paz: «La crítica es imitación creadora, reproducción de la obra.»

ver, a percibir, a

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completamente de cualquier intención Porque no se puede enseñar a imaginar. A crear.


Falsas esperanzas Francisco Moreno Ramírez

HABÍA UN HOMBRE QUE VIVÍA, si vivir puede decírsele, barriendo la calle, el puente peatonal que llevaba a la parada de los camiones y el mercado que se encontraba al lado. Dormía en una de las jardineras, rodeado de bolsas negras donde guardaba lo que recolectaba y le faltaba una pierna… —Pero, ¡Euge! ¿Cómo que le faltaba una pierna? ¿Acaso era un pirata? ¡Por favor! —Es un indigente. —Sí, pero ¿qué necesidad hay de que le falta una pierna? —Está bien. Había un hombre pobre que vivía barriendo la calle, el puente peatonal y el mercado a las afueras de la parada del camión. Dormía en una de las jardineras y tenía las dos piernas. Él pasaba horas bajo el sol y apenas recibía unas pocas monedas con las cuales compraba el alcohol barato con el que envenenaba su mente tratando de escapar de sus problemas. Había llegado a la ciudad con la esperanza de cambiar su suerte, pero esta solo había empeorado. Descubrió rápidamente que el sueño que le habían prometido no era más que un espejismo, el cual se desvaneció con apenas rozarlo, encontrándose con ojos que ni se dignaban 38


a mirarlo y, si acaso le daban una moneda, era con una frialdad indiferente que ni a desdén llegaba. Descubrió que, aun cuando su sufrimiento era palpable, era una sombra más en una bestia magnífica de hierro, humo y espejos… —¡Euge! ¡Pero qué dices! ¿Tiene lepra? ¿La peste? Alguien debía de darle algo por caridad. —¿Me dejas escribir? —Pero… no seas tan cruel. Alguna persona de seguro le tenía piedad. —Es una historia trágica, ¿contento? —¡Euge! —¡Vale! La gente en general lo evitaba, aunque de vez en cuando le daba una moneda, quizás dos. Tenía algunos conocidos en el mercado que por caridad le ofrecían un taco o algo de comer, así como algo de beber, movidos por la compasión. Mas el poco dinero que ganaba lo gastaba en alcohol barato y otras sustancias que lo hacían olvidar sus problemas a un costo terrible. Solo cuando envenenaba su mente encontraba un consuelo pasajero que lo tornaba liviano, liberándolo de su sufrimiento. Pero cada escape tenía un precio, el cual pagaba con jaquecas, temblores y un atroz ardor interno… —¡Oh, Euge! —¿Ahora qué? —El indigente que se droga… ¡Ya está muy visto! —¿Qué quieres que haga? ¿Que invierta en la bolsa? —No, pero… no sé, podría comprarse una cosa bonita… una gorra… algo. No seas tan sombrío. —Ah…

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La gente de vez en cuando le daba una moneda y tenía algunos conocidos en el mercado que le ofrecían un taco, o algo de comer y beber, etcétera. Pero el poco dinero que ganaba no lo gastaba en alcohol ni drogas sino que lo ahorraba celosamente en una pequeña bolsa de cuero raído que metía en su viejo y sucio pantalón. Puesto que lo que más deseaba en el mundo era un par de tenis que había visto una vez al pasar por un aparador, el hombre trabajaba arduamente día tras día y cuidaba con ardor sus escasos ahorros soñando con aquellos fabulosos tenis. Finalmente, tras meses de pasar hambre y guardar cuanto fuese posible, logró juntar la cantidad exacta que había visto anunciada en el aparador. Emocionado, dejó su escoba y salió corriendo a la zapatería. Su corazón latía emocionado y al llegar, se pegó al vidrio de la vitrina para ver con ilusión los tenis por los que tanto había ahorrado. Cuando un empleado quiso echarlo, al pensar que era un vago más, él trató de explicarle que quería comprar esos tenis y, para darle peso a sus palabras, metió la mano a la bolsa buscando el saquito de cuero, pero se dio cuenta con tristeza que su pantalón estaba roto y que había perdido la bolsa en alguna parte… —¡Euge! —¡Ahora qué! 40

Había llegado a la ciudad con la esperanza de cambiar su suerte, pero esta solo había empeorado. Descubrió rápidamente que el sueño que le habían prometido no era más que un espejismo, el cual se desvaneció con apenas rozarlo.


—¡Por caridad! ¿Acaso el hombre solo va a vivir desgracias? Nadie tiene tan mala fortuna. Al menos podría conservar el dinero. —Su pantalón estaba roto, ¿qué más podía pasar? —Déjalo tener sus tenis, ¡cuánta maldad! —¡Basta! ¿Quieres darle los tenis? ¡Vamos, escribe tú, simpaticón! —¡Oh! ¿Qué necesidad hay de gritar? Escribo, escribo. Cuando un empleado quiso echarlo pensando que era un vago más, él trató de explicarle que quería comprar esos tenis, y para darle peso a sus palabras le mostró el saquito de cuero lleno de monedas, por lo que el empleado perdió parte de su reticencia a dejarlo entrar. Si bien no le dieron el mismo trato que al resto de los clientes, tampoco fueron groseros con él. Pero nada de esto le importó al hombre, pues había logrado conseguir lo que tanto deseaba y no cabía de alegría mientras caminaba con sus tenis nuevos. Aunque era poco, el cambio no se hizo esperar. La gente veía con curiosidad a aquel hombre de ropa raída que barría el mercado con unos tenis en perfecto estado. Sus conocidos elogiaron su calzado y siguieron ofreciéndole con gusto algo de comer o beber por su esfuerzo. Y así, el hombre comenzó a soñar con hacerse —El indigente que poco a poco de pequeñas cosas que le dieran un mese droga… ¡Ya jor aspecto. No pensaba en lujos sino en lo mínimo para tener una vida digna. Su siguiente sueño habría de ser una camisa. —¡Listo! ¿Qué te parece, Euge? ¿A que es un buen final, Euge? ¿Euge…? ¡Euge! ¡Dime algo! ¡No seas así! —¡Haz lo que quieras! 41

está muy visto! —¿Qué quieres que haga? ¿Que invierta en la bolsa?


En Tierra Santa Andrés Lobo (…) rezar es siempre una declaración de culpa. Comenzamos, sumisos, por declararnos hijos suyos. Pero en realidad lo que queremos es convertirnos en Dios. Por eso es que el rezo siempre es una petición de disculpas. Mia Couto

ME LA PASABA BUSCANDO notas que permitieran asentar mi carrera, no me gustaba que me encasillaran en un género o línea periodística, quería que me consideraran un periodista versátil que le entraba a todo tipo de noticia siempre que fuera de alto impacto. Carlos era mi compañero con el que salía a las calles para documentar las noticias relevantes del acontecer diario para un pequeño medio independiente. Cierto día nos avisaron de un disturbio a las afueras de la ciudad. «Quizá les pueda interesar», le dijeron a Carlos, que me lo contó a mí. Inmediatamente subimos al carro y nos dirigimos hacia la ubicación. Estacionamos el auto cerca de la carretera; en trabajos anteriores, a medida que nos acercábamos al «lugar de la noticia» preferíamos hacerlo a pie. Nos adentramos al pueblo. Traíamos un par de cámaras viejas pero funcionales, y nuestros celulares. Caminamos varias calles sin pavimento. A medida que seguimos avanzando empezamos a divisar a algunas personas que caminaban a lo lejos. 42


Por momentos se veían montones de tierra y escombros afuera de algunas casas, pero lo que llamó mi atención fueron los ajos que colgaban de todas las fachadas: había un puñado de ajos amarrados, con estambre rojo, a cada una de las esquinas superiores del marco de las puertas y zaguanes. Todavía no sabíamos bien lo que había ocurrido, así que en el trayecto intenté recopilar algunos testimonios e impresiones. Intercepté a las personas que caminaban a prisa con rumbo a la explanada. Sus narraciones eran diversas, pero entre la diversidad se alcanzaba a vislumbrar una constante: «habían raptado a una niña; acusaban que sus captores practicaban la santería, y que la querían sacrificar». Me puse a preguntar varias cosas, pero lo importante era saber: ¿quién era la niña y dónde estaba? Algunos decían que era la hija de un ejidatario y que se la habían llevado a la ciudad. ¿Quiénes eran los presuntos culpables? Unos migrantes haitianos que habían llegado al pueblo hacía tiempo atrás. ¿Cómo llegaron a la conclusión de que aquellos hombres la querían sacrificar? De eso nadie parecía saber nada y parecía que a nadie le importaba, lo que sí tenían era un consenso sobre el lugar del «juicio» pues todo mundo caminaba con prisa hacia allá. Así que mejor opté por seguirlos y dirigirme al corazón mismo de la noticia, jalé a Carlos y nos dirigimos hacia lo que parecía ser la explanada principal del pueblo. Algunas personas me contaron, también, que los haitianos se quedaban a dormir en el mercado cuando los comerciantes cerraban; se colaban a hurtadillas entre los pasillos con el afán de encontrar algunas verduras que estuvieran en el piso. Incluso los pepenadores locales peleaban con los migrantes que acaparaban los mejores productos de entre los escombros de la zona del tiradero; en general: se la pasaban haciendo maldades, según los locatarios. La verdad es que los migrantes no eran queridos en el país, curiosa situación dada la tradición migratoria de México. En fin: «lo que no has de querer, en tu casa has de tener».

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Recuerdo que la gente estaba enardecida, «sedientos de sangre», pensé. Intenté hablar con alguna persona para determinar claramente lo que ocurría, pero nadie quería decir nada; todos me daban la vuelta. Había mucha gente, parecía fiesta patronal; la muchedumbre se encontraba congregada para presenciar el supuesto juicio. Como pude me acerqué colándome entre la multitud. Tenían atadas a tres personas frente a una gran construcción que identifiqué como una iglesia, aunque poco con-

La verdad es que los migrantes no eran queridos en el país, curiosa situación dada la tradición

vencional, pues a pesar de que me acerqué a echar un vistazo nunca pude divisar ni una sola cruz pero sí noté una suerte de tótems o figuras talladas en madera; quizá de la cultura nórdica. Me enteré de que la gente del poblado no permitía ninguna otra

migratoria de

manifestación religiosa diferente al culto que profesaban. Entre todo el barullo, un hombre gordo con sombrero picudo que agitaba una antorcha de un lado

casa has de

a otro empezó a preguntar, con gritos furiosos, a la turba si querían que se les prendiera fuego a los culpables. La respuesta fue unánime: todos querían verlos arder. Los haitianos apenas y se movían; es-

gente estaba

taban visiblemente heridos y amarrados a unos postes clavados directamente en la tierra. Cuando dos individuos los empezaron a bañar con gasolina, los «santeros» ni se inmutaron, pensé que ya estaban 44

México. En fin: «lo que no has de querer, en tu tener». Recuerdo que la enardecida, «sedientos de sangre», pensé…


muertos. Lo que pasó después me heló la sangre: los pobladores se hincaron y empezaron a rezar una oración que no pude reconocer: fue como si se hubiesen coordinado previamente. Para mi mayor sorpresa, vi que Carlos no sólo se hincó sino que se puso a rezar con ellos, como si se supiera cada una de las palabras; consternado por lo que estaba pasando, decidí grabar cuanto fuera posible. Una vez concluido el rezo les prendieron fuego a los hombres, que inmediatamente empezaron a gritar y agitarse intentando soltar sus ataduras. El tipo gordo que inició el fuego empezó a cantar algo que no entendí, pero que se parecía a un canto gregoriano; las personas pasaron de una en una a tocar las llamas, que devoraban con furia los cuerpos de aquellos migrantes, con la intención de quemarse la mano; aquello era una vorágine de extrañeza y crueldad. Volví a ver a Carlos y pude apreciar algo distinto en sus ojos, volteé a mirar a los demás y lo mismo: tenían las pupilas tan dilatadas que abarcaban todo el diámetro de los ojos. Intenté preguntar a varias personas el porqué del ritual que acababa de acontecer. Carlos seguía hincado en el suelo. La mayoría de las personas se hacían a un lado sin ponerme atención pues sus ojos estaban centrados en el fuego; parecía que a nadie le importaba nuestra presencia. Todo aquello fue demasiado para mí y me dieron unas fuertes ganas de vomitar, el olor era insoportable y no pude aguantar el asco, así que me alejé un poco para aliviar las náuseas. Cuando me recuperé de mis malestares, el juicio había concluido y acto seguido la gente empezó a disiparse. Algunos de los presentes se encontraban brincando y aplaudiendo, parecían locos. —¡Vámonos de aquí, cabrón! ¡En chinga! —dije jalando a mi compañero. Carlos todavía estaba un poco ido, pero le di una bofetada que pareció haber ayudado a que reaccionara. Corrimos de regreso al auto. No había nadie en los alrededores: ningún auto, ninguna persona. Me urgía alejarme de aquel sitio. Pisé el acelerador para llegar a la ciudad cuanto antes; Carlos se echó a dormir en el asiento trasero. 45


Ya en la oficina, entrada la noche, me dispuse a revisar con atención el material que habíamos recopilado entre fotografías y videos, pues no podía creer lo que acabábamos de presenciar, y menos que hubiéramos salido ilesos de aquel sitio; fue imposible dejar de pensar que en cualquier momento

Un hombre gordo con sombrero picudo que

nosotros pudimos ser los enjuiciados. Esta era una historia que debía darse a conocer. Un atropello y una injusticia tan flagrantes debían salir a la luz. Independientemente de la investigación policial

agitaba una

para establecer claramente lo ocurrido, si había existido alguna niña secuestrada o si todo se había debido a una afrenta personal o regional en contra de la población migrante, los hechos debían ser del conocimiento de toda la sociedad, en particular de

empezó a

las autoridades que habían destacado por su ausencia en los momentos cruciales. Mi sorpresa fue que cuando busqué la cámara no encontré nada, la había perdido seguramente en el momento de la huida;

querían que se

todo lo que habíamos hecho se había perdido. —¡No mames, no tengo nada! ¿Tienes algo de lo que grabaste? ¡Dime que tienes algo! Me encontraba desesperado, necesitaba ver de nueva cuenta los videos de lo ocurrido. Carlos aún no se recuperaba. Le volví a preguntar por la cámara, parecía no entender nada, así que tomé su cámara y fue entonces que descubrí que 46

antorcha de un lado a otro preguntar, con gritos furiosos, a la turba si les prendiera fuego a los culpables. La respuesta fue unánime: todos querían verlos arder.


no tenía ningún registro, ni siquiera una fotografía. Encendí de inmediato la televisión para saber

No podía creer

si algún otro medio había transmitido los hechos: no encontré nada. Llamé a unos colegas de otras cadenas para preguntarles; no tenían idea de lo acontecido. Entonces mi asombró se convirtió en enojo,

lo que

«¡Chingada madre! No puedo creer que perdimos todo», grité con furia. De pronto, y como si respondiera a una pregunta expresa, Carlos se dirigió a mí con un gesto grave y dijo: «Sólo fue un juicio».

menos que

Se levantó y se fue. Nunca más volví a saber de Carlos, me dijeron que renunció. Asimismo, en los días siguientes tampoco vi noticia alguna sobre el linchamiento y mucho menos pude encontrar información relacionada con el poblado o municipio aquel, que hasta donde recuerdo, lo llamaban Tierra Santa. Así fue, o al menos es lo que logré recordar y plasmar en estas páginas, mientras miraba la cicatriz de mi mano, antes de dejarlo en el olvido.

47

acabábamos de presenciar, y hubiéramos salido ilesos de aquel sitio. Fue imposible dejar de pensar que en cualquier momento nosotros pudimos ser los enjuiciados.


Noche perra y sin luna Víctor Lowenstein LA VIDA DE CHARLIE ERA UN DESASTRE.

El alcohol estaba acabando con su

vida. Lo peor no era esa pérdida del respeto propio con el que se convertía a los ojos de los demás en un pobre diablo, una lacra. El previsible estropicio en sus relaciones era otro remanente de un arsenal de miserias. El desaliño, los piadosos pedidos de dinero para solventar el vicio, la soledad que lo iba acorralando en esa cárcel privada que era la pieza en que vivía, cueva en la que era su propio juez. Y como tal se sentenciaba y se autocondenaba a diario para perdonar sus faltas luego y proveer de su veneno predilecto al monstruo sediento que creía llevar dentro; un Caribdis que vivía en él y estaba de juerga día y noche. Lo peor eran esos temblores que empezaban a frecuentarlo. Los disturbios digestivos y las llagas en la boca eran molestias a las que se había acostumbrado a fuerza de trasiegos que no mesuraba ni tampoco le quitaban el sueño. Se consideraba un bebedor fuerte, quizá próximo a pasar la frontera que separa al borracho del alcohólico. Poco le im48


portaba en realidad; prefería enfrentar las resacas más duras a soportar esa agitación nerviosa en los dedos. Fuera de eso se entregaba a su destino de segura declinación, de implacable caída, sin oponer resistencia de ninguna clase. Pero lo que le preocupaba seriamente era que ya todo se le caía de las manos. Cuando se trataba de una botella sin abrir lo llegaba a considerar una tragedia. Fuera un vaso, una caja de fósforos o el cenicero, terminaba en el piso por su torpeza. Y eso lo ponía triste, al borde de las lágrimas. El viernes por la tarde llegó a casa más castigado que de costumbre. Bebía los fines de semana más que otros días, a la salida del trabajo, siempre solo. Pero esta vez se le había ido la mano escanciando vino puro, y comenzó a sentir los primeros estragos en su organismo. Cerró la puerta y dejó caer la llave con indiferencia. Caminó por su pieza tropezando con ropa tirada, cajas de pizza vacías, zapatos. Se dejó caer en un sillón ruinoso; era su estrado de juez. Se sentía muy indispuesto. Su cabeza era un globo de combustible girando alrededor de un fuego centelleante. Decidió quedarse lo más quieto posible, pues cada movimiento significaba un desafío a las leyes de gravedad. Frente a él, bajo una banqueta que le servía de apoyo para empinar el codo, estaba la botella. Un auténtico Johnny Walker etiqueta negra que guardaba para una ocasión especial. Con mucho cuidado, estiró el brazo para alcanzarla. Con la otra mano buscó un vaso a tientas. Destaparla fue un cauteloso suplicio. Reclinarse para llenar el vaso, un momentáneo alivio. Bebió el contenido de una vez con ridícula ansiedad, como si lo apurara una sed abrasadora. Tosió y regurgitó parte del líquido, que se le deslizó por el mentón. Con la precaución acostumbrada, apoyó la botella en el piso. Se limpió la boca con el dorso de la mano y, asqueado de sí mismo, cerró los ojos que le ardían mientras inhalaba profundo para serenar el trémolo que agitaba su cabeza. Al levantar los párpados fue peor. Se sentía espantosamente, y veía doble. Todos los objetos de la habitación se balanceaban duplicados unos sobre otros en zarabanda frenética. 49


Una voz le dijo: perdedor… Alzó la cabeza pesadamente. Su doble lo observaba sentado en la banqueta, frente a él. Una réplica suya lo estaba mirando. Se restregó los párpados pero eso no le ayudó a despejarse ni a esfumar la perturbadora visión. El que estaba ahí sentado era

Caminó por su pieza tropezando con ropa tirada,

él. Reconoció su ropa, los raídos pantalones y la camisa arrugada; las zapatillas sucias de barro también. Tembló ligeramente al verlo, con los brazos cruzados sobre el pecho, porque él nunca adoptaba

cajas de pizza

esta postura. Lo miró solo una vez y evitó sus ojos, pues adivinó quién era; esa certeza se volvió hielo en los ojos del otro. —¿Quién eres? –dijo con la voz hecha un nudo en la garganta.

un sillón

—Charlie. —¿Charlie? —Claro, Charlie…, como vos. ¿No te llamás así? Charlie asintió dejando caer su cabeza hacia adelante. Le costaba mirar a ese tipo. Un miedo difuso empezaba a brotarle desde adentro flotando por encima de la efervescencia lenta y ruginosa de vino y whisky. Sus nervios se negaban a responder a esa realidad: la de un fulano que estaba dentro de su pieza. Un tipo que era él mismo y que lo observaba con fría insistencia, con algo como una rabia contenida. Una parte de su conciencia seguía no obs50

vacías, zapatos. Se dejó caer en ruinoso; era su estrado de juez. Se sentía muy indispuesto. Su cabeza era un globo de combustible girando alrededor de un fuego centelleante.


tante funcionando y comenzando a darse cuenta de las cosas; a asumir lo que debía enfrentar. Todavía le temblaban demasiado las manos. —¿Charlie qué? –preguntó por preguntar, o para ganar tiempo. El otro lo desafió con una mirada que le erizó la piel. —¿Cómo qué? Digamos que no lo sé. Adiviná…, o inventá algo inteligente. ¿Cómo puedo apellidarme? Humedeciéndose los labios, ensayó una de esas bromas tontas con que los cobardes intentan congraciarse ante los hombres temerarios en situaciones comprometidas. —¿Manson? El otro lanzó una carcajada digna de Mefistófeles. Rio tan estruendosamente como podría hacerlo un ángel caído, o un dios borracho. Al reír mostraba su verdadera faz: esa piel pálida, biliosa, y los ojos enrojecidos que miraban sin ver, llorosos y furibundos a la vez, perdidos en algún vacío. La risa acababa en desgarros de voces inarticuladas que eran gemidos lastimeros o gruñidos salvajes. En otras palabras: estaba bien ebrio. De modo que también el doble había bebido en exceso, aunque poseía un dominio de sí muy superior al del Charlie acabado que temblequeaba en su sillón. —¿Qué te parece Baudelaire? —dijo, echándole en la cara un aliento indudablemente etílico al tiempo que se ponía de pie—. El viejo poeta resulta más adecuado a nuestro espíritu romántico y nocturno… Charlie sonrió débilmente. El doble levantó la botella del suelo para ver la etiqueta. —¡Johnny Walker! Pero si es mi bebida favorita. ¿Qué te parece? Buen nombre, ¿verdad? Me llamaré así; seré un auténtico John Walker. Charlie asintió. —Joder. Esto hay que festejarlo. ¡Por mi buen nombre! Acércame tu vaso; yo tomaré de gollete, nomás. 51


El vaso tremulento fue llenándose de líquido ambarino. —¿Tú no tomas? —Vos primero. Charlie bebió un sorbo de whisky. Johnny Walker bebió un trago largo de Johnny Walker. —Y ahora de pie —dijo— que nos vamos de joda. —¿Qué? —¿No entendiste? Mi nombre es Johnny Walker.

Humedeciéndose

Juancito caminador; «El que camina por la noche». Charlie no acusaba reacción. —Wake up, babe! Ésta es la última noche, perdedor. Nuestra última noche en el mundo…, y hay que salir a festejarlo como se debe. Un brindis de

esas bromas

horrores y muerte por nosotros. Lo miró, con esos ojos ardorosos y Charlie se estremeció hasta la médula de los huesos. Johnny lanzó otra risotada.

congraciarse

—Estaba jodiendo, perdedor. Un chiste. Digo que salgamos a caminar un poco. Esta pieza me asfixia. Charlie manoteó su abrigo tirado en el piso y se levantó del sillón lo más rápido que pudo. Cuando consiguió ponérselo, el otro ya no estaba. Tal vez no había estado nunca. Sintió que la cabeza iba a estallarle. Miró de soslayo su reloj de pared: tres de la madrugada. Decidió salir pese a todo. Salir. 52

los labios, ensayó una de tontas con que los cobardes intentan ante los hombres temerarios en situaciones comprometidas.


Las calles suburbanas a las tres de la madrugada de un viernes son casi iguales a las de los días lunes. El mismo paisaje deprimente de calles y calles oscuras que nunca terminan. Perros que ladran en la lejanía y sombras inhóspitas que se arrastran en la noche misteriosa. Charlie andaba despacio por una calle cualquiera, sin pensar en nada, cuando Johnny reapareció a su lado. Ya no le despertaba ese temor monstruoso de antes. Al aire libre y bajo la luna y las estrellas, aquel era un tipo corriente y mal presentado. Como un arlequín pasado de copas, Johnny se había puesto juguetón y bailoteaba en torno a Charlie parloteando incansablemente. —Aún puedo cambiarme el nombre, perdedor. ¿Qué te parecería perro de noche, o perro de luna? Charlie se detuvo en seco y se quedó mirándolo. —Bueno, solo decía. Los perros, la luna, son cosas de la noche, ¿acaso no lo sabemos? Le clavó dos ojos de hielo y Charlie tuvo que detenerse para vomitar sostenido al tronco de un árbol. Mientras lo hacía, vaciando con dolor el atosigado estómago, llegó a vislumbrar algo muy antiguo que se deslizaba por los entresijos de su cerebro. Una imagen de su niñez, efímera y nítida. El pequeño Charlie amarrando las patitas de su perro bajo una luna crepuscular de cuarenta años atrás; el pequeño Charlie arrojando su mascota a las aguas de un río para ver con perversa curiosidad infantil cómo se ahogaba el animal. —Gracias por el regalo —dijo al fin. —Sabías que no sos mejor que Manson. Ahora sabés que no sos mejor que nadie. Desapareció. Charlie caminaba. El brillo de la luna resplandecía sobre las paredes grises pero él no le prestaba atención, ni a eso ni a nada. Arremetió una ventisca fría que le gustó; se dejó acariciar por la brisa. Le dieron más ganas de caminar y atravesó todo un parque hacia el sur, donde nacía la dársena; y ya sin la prisa de antes, se demoró 53


en los areneros andando a paso incierto mientras el oleaje del río cercano le traía la música lejana de un mar que sabía compartir la soledad con él. Se empezaba a despabilar. La luna desapareció tras las nubes. El primer clarear del alba también traía penas hechas música lejana. Y la luna y los pe-

Ya no le despertaba ese temor monstruoso de

rros y la última noche del mundo y un brindis de lágrimas por nosotros, ¿eh, Charlie? Llegó hasta la escollera y miró abajo, a las aguas oscurísimas. Un remolino de viento le zumbó en

antes. Al aire

los oídos y se cubrió la cara, malherida de cansancio. Trepó la barandilla y volvió a enfrentar la mirada temeraria del río. —Adiós, señor Johnny Walker —dijo a su propio reflejo sobre las aguas.

estrellas, aquel

Y se hundió en la oscuridad.

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libre y bajo la luna y las era un tipo corriente y mal presentado.


Aurelio Barragán Roberto Arias

Para Miguel Afuera están los perros, los hechiceros, los inmorales, los asesinos, los idólatras y todo el que ama y practica la mentira. APOCALIPSIS: 22:15

«… el Señor lo tenga en su gloria», se dijo el padre Laureano Arriaga, con esa convicción que solo puede asirse bajo el estado seminconsciente de la costumbre, la noche que visualizó a lo lejos el cadáver tendido sobre la maleza. Una profana excitación hirvió sus nervios cuando sus ojos relamieron a quemarropa los pliegues acartonados de aquella figura inerte. Ataviado con un pantalón charro y con una chaqueta de gamuza color caqui, sin adornos, camisa blanca y con un par de botas visiblemente desgastadas, el martillo del revolver se asomaba afuera de la funda de cuero piteada que estaba ajustada al cinturón. Pero si la expresión del padre oscilaba entre la incredulidad y el asombro no se debía a las moscas que brotaban de su boca, como tampoco al agujero que alguien le había dibujado sobre la frente. El motivo era, precisamente, la vertebrada presencia del infeliz, que respondía al nombre de Aurelio Barragán. Según se contaba, Aurelio Barragán vivía en algún punto ilocalizable 55


del cerro, pocas veces se dejaba ver entre las calles, y cuando lo hacía, su visita iba acompa-ñada por una cruenta desventura. Sólo Dios sabía en qué momento esta historia y el resto de sus variantes habían empezado a recorrer las milpas y los árboles gene-racionales del pueblo, con una violencia análoga al brusco vendaval que de a poco se soltaba y jugueteaba con la sotana del padre Arriaga. Algunos decían que Aurelio Barragán era un huérfano de la revolución y un viejo militar resentido que solía ase-sinar por un placer casado a la necesidad. Otros afirmaban que al ser oriundo del pueblo, descendía de una familia de arrieros que había sido masacrada en los años de la Guerra Cristera. Otros más relataban que su desventura se deslizaba más de cien años atrás, hasta la batalla de Tenango, y que el resentimiento que lo había aislado del calor humano, y con el tiempo le había envilecido el alma, había nacido entre los brazos de una pérfida mujer. Alto, cenceño u orondo, su descripción física corría la misma suerte. Sólo que en estos casos existía una coincidencia que anudaba todas las versiones. Se decía que el diablo —o alguna representación del Mal— le había exigido el corazón a cambio de la inmortalidad, lo que le había dejado una fruncida cicatriz en forma de solitaria que iniciaba a la altura del mentón y terminaba sobre la boca del estómago. Y fue por esta seña, que se entreveía bajo el delgado lino de la camisa, como el padre Arriaga supo que se encontraba ante el infame asesino. «Qué lejana se ve la muerte», pensó de sopetón, como un triste reflejo involuntario, al recordar al primer muerto que vio en su vida, a la edad de siete años. Durante un instante, el clérigo intentó aferrarse al gesto que se había sobrepuesto, como una máscara, sobre el arisco rostro de su padre, aquella remota tarde de su velatorio, pero la densa neblina de los años sólo le permitió evocar una imagen más bien imprecisa de su infancia, junto al vago perfume de los girasoles que adornaban el hospicio en donde vivió al quedarse desamparado.

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Abatido y melancólico por la incapacidad de retener la fluidez de sus recuerdos, el padre Arriaga sintió de imprevisto la necesidad de palpar el infértil latido de la muerte que ahora se le presentaba sobre el cadáver de Aurelio Barragán. Sin embargo, cuando sus rodillas besaron la tierra y las yemas de sus dedos ya se acostumbraban a la abultada estría que se dibujaba sobre el endurecido pecho, el hedor a putrefacción arruinó el encanto que había acaparado toda la incredulidad y el asombro del padre, desbrozando así el camino a la razón. Durante sus setenta y cuatro años de servicio eclesiástico el padre Arriaga siempre había negado la veracidad de esas historias. Frenar en seco el fervor que se producía ante la propagación de cual-

Según se contaba, Aurelio Barragán vivía en algún punto ilocalizable del cerro, pocas veces se dejaba ver entre las

quier pensamiento inmoral, y predicar sobre el único que «abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio»; ese había sido su deber. Pero ahora, era la fetidez de ese

calles, y cuando

cadáver que había negado con obcecada insistencia la que desgarraba las fibras nerviosas de su fe, como si su mente hubiera logrado burlar todo ese tiempo la rigidez de su educación cristiana, o como

por una cruenta

si, bruscamente, el padre intuyera que la palabra de Dios y el mito de Aurelio Barragán no eran más que dos bifurcaciones, análogas entre sí, como lo son dos ramas en un inmenso árbol. 57

lo hacía, su visita iba acompañada desventura.


—«En el principio Dios creó los cielos y la tierra» —se dijo—, pero ¿quién creó a Dios…? Estas palabras provinieron de un abismo inaccesible para la razón; de un páramo sin nombre que precede y a su vez soporta el peso de cualquier acto o modificación en el mundo. Con manifiesta turbación, el padre se alejó del cadáver de Aurelio Barragán y al tiempo que se incorporaba, escudriñaba las yemas de sus dedos como si ahora fuesen una extensión más de otro cuerpo. De súbito, como sucede inmediatamente después de cometer un delito, cuando la culpa gangrena el músculo de la inconsciencia, el padre Arriaga volteó a su alrededor para confirmar que nadie le había escuchado. No obstante, en breve descubrió que frente al rumor de la hierba y ante la negrura invertebrada de la noche, la resistencia de su cuerpo resultaba igual de insignificante que la de ese cuerpo corrupto, que al igual que Herodes, ahora era carcomido por los gusanos. Esta revelación recorrió el sistema nervioso del padre en forma de escalofrío. Al saberse solo a la mitad de esa nada, muy pronto comprendió que nunca en su vida se volvería a sentir así de angustiado, vulnerable… solo. —Si no es más que un hombre cualquiera —escupió con brusquedad, después de unos segundos, en un intento por sobreponerse a la impotencia que le provocaba la mentirosa inmortalidad de Aurelio Barragán. Pero el intento resultó en vano, pues el padre sospechaba que era justo entre la viscosa sangre de aquel cuerpo de donde provenía la fuerza que magullaba el tejido de su fe. Intentando ordenar sus pensamientos, el padre Arriaga exhaló un largo y triste suspiro. Solo después encaró la vista sobre la marea adormecida del cielo. A pesar de la ventisca, ni una nube se asomaba en lontananza. En su lugar, la gélida presencia de un lucero solitario sobresalía con tan sublime intensidad que su aparición 58


poco a poco logró consolar el desabrido corazón del viejo padre, convenciéndole de que la revelación que se le había dado aquella noche sólo era una prueba, parecida a la que Dios puso sobre Abraham, para reafirmar su confianza y su amor por Él. Con la ingenuidad de un párvulo, y con una sonrisa resignada que aún delataba los síntomas de su reciente aflicción, el padre dio media vuelta y reemprendió el paso con renovado talante. Le habían informado que el hijo de un arriero, a las afueras

Al saberse solo a

del pueblo, se había golpeado el cráneo al caerse de un redomón y muy probablemente moriría esa noche. Sin embargo, conforme avanzaba, el padre sufría el circular, obsesivo e incesante aguijón de la

comprendió que

necesidad que se le clavaba sobre el pensamiento, obligándolo a voltear una vez más hacia el lugar en donde yacía tendido el cadáver de Aurelio Barragán. De haberlo hecho, sus ojos habrían descubierto el

angustiado,

ardor en la mirada, y el gesto despreciable que segundos después empuñaría el cañón y le atravesaría el cráneo, arrojándolo con furia a la tierra. Pero al abandonarse al reconfortante arbitrio de su fe, el padre no cedió la vista, y continuó persiguiendo a tientas el hilar de su destino.

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la mitad de esa nada, muy pronto nunca en su vida se volvería a sentir así de vulnerable… solo.


PUNTOS CARDINALES

Los aullidos silenciados del Lobo Raúl Solís Suele decirse, y con razón, que cuando muere una lengua, mueren con ella una forma única de ver y entender el mundo. Del mismo modo, cuando desaparece una pieza artística, perdemos algo invaluable. Cuántos libros, cuánta música, cuántas películas, puestas en escena y demás expresiones hemos perdido a causa de la moral imperante de quienes ostentan el poder o mueven los hilos del sector cultural, al menos desde el siglo pasado. Y aunque podría suponerse que en esta época en la que la internet —ese espacio aparentemente infinito y sin restricciones en el que podría publicarse casi cualquier contenido en el ciberespacio— nos permite una mayor cantidad de expresiones, esto ya no debería suceder, la experiencia nos desmiente. La desaparición de obras por censura es un fenómeno que, lejos de erradicarse, ha tomado un nuevo impulso, principalmente desde las redes sociales y la censura proveniente de la corrección política de algunos grupos. Los estragos que deja a su paso son más evidentes, tal vez, en las series televisivas y en las películas, por ser de mayor alcance popular, pero en el caso de los libros sigue siendo particularmente puntillosa. Me refiero específicamente de una recopilación de cuentos que ya fue publicada pero que, por asuntos ajenos a la obra y a su autor, desapareció. 60


Nexos y otros aullidos hechos letras es el título del primer libro de cuentos de Andrés Lobo, seudónimo del sociólogo y escritor mexicano Manuel Soria. Este libro formó parte del catálogo inicial de una editorial independiente mexicana que lo publicó, junto a otros libros de cuentos y poesía. Apostar por autores noveles nunca ha sido sencillo, visto desde lo comercial. Y aun así, esta editorial apostó por siete. Por eso sorprende que a poco de haberlo publicado los editores lo dejaran arrumbado, y más tarde lo descatalogaran. ¿Por qué lo hicieron? La explicación fue que hubo un problema técnico. La ilustradora de la portada decidió retirar su obra, lo que dejó al libro en un limbo. Sin una cara con qué promocionarlo, el siguiente movimiento de los editores fue inverosímil: decidieron archivarlo en lugar de buscar, por algún medio, reemplazar la pieza faltante. Seguramente el asunto es mucho más complejo, y los editores tuvieron otras razones para tomar su decisión. El problema es que no las han dicho ni tampoco han hecho algo sustancial para reeditar esta colección de cuentos, que lleva aproximadamente dos años en el olvido. Para ser prácticos: es como si no lo hubieran publicado. Si acaso, es apenas un fantasma en algunos portales de internet, donde todavía pueden encontrarse la sinopsis y el diseño de la portada. El libro de Lobo no es de fácil digestión. Es posible que esta sea una de las razones por las que lo han mantenido oculto. Y como no hubo ninguna reseña ni crítica literaria, estética o creativa de la obra para discutirlo, más de un lector se atragantó con él. Y es que la sordidez con la que cuenta sus historias pueden clasificarse someramente como impropias, antiestéticas y políticamente incorrectas. En algún momento lo fueron. Pero es preciso hablar de él, discutirlo, rescatarlo y volver a publicarlo. Es lo que el autor y quien esto escribe se proponen hacer.

La ob r a Los relatos de Lobo están insertados en el realismo duro creado y popularizado por la generación Beat de William Burroughs y Jack Kerouac, pero también de Charles 61


Bukowski («el beat antes de los Beat»), de Michel Houellebeq y de Boris Vian. Los personajes de Lobo están abrumados con solo existir; no los vemos deseosos ni ocupado con encontrar un sentido o rumbo a sus actos ni a sus vidas. Ni siquiera lo intentan. Están vivos aunque lo lamentan. Muchos de ellos luchan constantemente contra sí mismos porque en su interioridad se saben indeseables, marginales, pero al mismo tiempo se niegan a sucumbir a la tentación de cambiar para ser aceptados. Desprecian las modas y las convenciones sociales, aunque algunos saben que no pueden huir de ellas. Hay pasajes que pueden incomodar o repeler a un lector distraído, como los del cuento «Edén y perversión», en la que Alejandro, el protagonista, sufre una múltiple violación ritual luego de ser secuestrado por miembros de una secta orgiástica. Es un pasaje tipo gore con penes, sangre, torturas y muerte. O en «El gran animal de malos modales», en el que un hombre repulsivo que padece algunas afecciones corporales folla con una mujer a la que considera «bella» pero descubre que ella es un poco más repulsiva que él. Lobo nos muestra cómo los amantes, bajo los influjos del alcohol y la marihuana, joden como «perros en celo». Los personajes son contradictorios, y los vamos conociendo por sus dilemas y la sencillez de sus juicios: uno se sabe un pervertido que no puede dejar de mirar lujuriosamente a las mujeres pero es incapaz de acosar o vejar a alguna. Y se cuestiona: «Soy hombre pero, ¿qué privilegio tenía para devorar a todas con los ojos?» Sin embargo, no duda en censurar el comportamiento de alguien que se atreva a dar el salto del pensamiento libidinoso a la agresión, porque «una cosa era ver a las mujeres y otra muy distinta faltarles al respeto (…) pues al notar a alguien así me alistaba como el primer enardecido defensor de la moral; quizá parecía una estupidez total pero así era». Otro se roba las perras callejeras para ofrecerle a su mascota la pareja que él no tiene y que ni siquiera se molesta en buscar. Tan solo se lamenta de su mala suerte, y como benefactor de otro desposeído colma al perro con las bendiciones que anhela. Y piensa: «Mi perro ya estaba grande, (…) y no había conseguido 62


cruzarlo. Pensaba que no le ocurriría nada pero después bastó con que hiciera una reflexión sobre mi situación propia. ¿Acaso yo soportaría años y años de mi vida sin tener la posibilidad de descargar todo lo que llevo en lo más profundo de mi persona?» La situación se le vuelve insostenible y el desenlace es una tragedia inevitable. Esto lo enfada y se siente con la obligación de recomponer las cosas pero en sentido inverso, lo que evidencia su falta de entendimiento. Uno más: el protagonista de «Lucha libre», que asiste a una fiesta en la que buscaba tener una aventura sexual sin compromisos pero contrariamente a sus deseos de cazador, su presa, una mujer deslumbrante que quiere solo para él («Sentí el asedio de todos los hombres cuando estaba platicando con ella, ni siquiera disimulaban, eran como lobos salvajes que acechaban a su víctima esperando el momento adecuado para atacar…»), termina dándole la vuelta y lo echa a competir con sus propios amigos por esa anhelada cogida. En general, la prosa es tosca: a Lobo le repele el esteticismo. El lenguaje de los personajes es el de la parte más brava de la ciudad de México, totalmente coloquial, e incluso usan sin empacho el doble sentido, como los capitalinos de estirpe que son. Con estas formas Lobo rechaza el principio ortodoxo que sostiene que en la literatura valen más las formas pulcras. Se decanta por lo crudo cuando narra los pasajes de sexo, los procesos fisiológicos, y los juicios rápidos que los personajes hacen sobre el mundo que les rodea. También tiende a la ironía, el sarcasmo y el humor negro, lo que le da una acidez corrosiva a sus relatos. Lo que no hay aquí, a diferencia de lo que haría un activista, es una ambición moralizadora ni un intento de denuncia, y eso se le agradece al autor. En ningún momento Lobo alaba ni justifica a sus personajes como tampoco los exhibe para indicarle a su lector que comportarse de tal modo es reprobable. No generamos un vínculo entrañable con ellos. Los vemos, más bien, como en una pantalla, y a veces con horror. Ya que catalogamos estos aullidos en el realismo, tenemos que advertir que aquí no vamos a encontrar la realidad que abanderan los movimientos políticos en pro 63


de una causa social considerada como justa y buena, así como tampoco un desafío ideológico a sus partidarios ni a las instituciones que luchan por ellas, sino la de los personajes que viven, actúan, piensan y sentencian con base en sus circunstancias y entendimiento de sí mismos y lo que los rodea. Porque, como Albert Camus escribió: el realismo en el arte no pretende reproducir pura y simplemente la realidad, aunque se parezcan mucho, sino que estiliza arbitrariamente solo algunas partes de ella. Y recalca que, aunque los personajes tengan nuestro lenguaje, debilidades y fuerzas (cuáles si no), «su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca». Aunque los personajes se comportan de forma burda e incluso autómata, son verosímiles. De hecho, podríamos identificar a alguno con un vecino insoportable, el compañero modoso de la oficina o un familiar incómodo que nos jode la vida con su pura presencia. Es muy probable que conozcamos a unos cuantos así, y no por eso los privamos de existir, aunque no nos falten las ganas. Podemos despreciarlos, pelear contra ellos, alejarnos o ignorarlos, pero no vamos a hacerlos desaparecer. Del mismo modo, el libro puede no ser del agrado de unos, pero eso no es razón suficiente para mantenerlo en el olvido. La obra tiene un momento histórico: es el testimonio del autor. Por eso se vuelve fundamental replantearnos las razones por las que publicamos algunas cosas y otras no. La crítica de las obras tiene que ayudarnos a entenderlas, a contextualizarlas, no a ponerlas en un altar o tirarlas a la basura. Y entender también que hay espacio para ellas, y un público lector que, seguramente, va a disfrutarlas. Tenemos que quitarle de encima esa pesada losa que el activismo le ha impuesto al arte: la de abrazar una causa y servirla a cualquier costo. Y sobre todo, tenemos que recordar que la lectura es, en primer lugar, un placer, un divertimento. Y a nadie se le puede impedir que a hacerlo de un modo en particular. 64


1. Marginal Cuentística, revista literaria. Raúl Solís, editor ©Los derechos de cada texto que aparece en este número le pertenecen a sus autores. Se prohíbe la reproducción total o parcial por cualquier medio, mecánico, electrónico o digital, de las partes y el contenido de este ejemplar sin la autorización previa y por escrito del editor. La revisión y corrección de textos, así como la edición, diseño de portada, de interiores y composición tipográfica, estuvo a cargo del editor. Ilustración de portada: detalle de Judit y Holofernes, (Caravaggio, 1599). Dominio público, Wikiart. Ilustraciones en interiores: stock de dominio público de Pixabay y Pexels. Esta revista se terminó de imprimir en el taller de Impresiones Siglo XXI. República de Perú 62, Centro, alcaldía Cuauhtémoc, de la Ciudad de México, en noviembre del 2021.

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