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Los aullidos silenciados del lobo

Los aullidos silenciados del Lobo

Raúl Solís

Suele decirse, y con razón, que cuando muere una lengua, mueren con ella una forma única de ver y entender el mundo. Del mismo modo, cuando desaparece una pieza artística, perdemos algo invaluable. Cuántos libros, cuánta música, cuántas películas, puestas en escena y demás expresiones hemos perdido a causa de la moral imperante de quienes ostentan el poder o mueven los hilos del sector cultural, al menos desde el siglo pasado. Y aunque podría suponerse que en esta época en la que la internet —ese espacio aparentemente infinito y sin restricciones en el que podría publicarse casi cualquier contenido en el ciberespacio— nos permite una mayor cantidad de expresiones, esto ya no debería suceder, la experiencia nos desmiente. La desaparición de obras por censura es un fenómeno que, lejos de erradicarse, ha tomado un nuevo impulso, principalmente desde las redes sociales y la censura proveniente de la corrección política de algunos grupos. Los estragos que deja a su paso son más evidentes, tal vez, en las series televisivas y en las películas, por ser de mayor alcance popular, pero en el caso de los libros sigue siendo particularmente puntillosa. Me refiero específicamente de una recopilación de cuentos que ya fue publicada pero que, por asuntos ajenos a la obra y a su autor, desapareció.

«Nexos y otros aullidos hechos letras» es el título del primer libro de cuentos de Andrés Lobo, seudónimo del sociólogo y escritor mexicano Manuel Soria. Este libro formó parte del catálogo inicial de una editorial independiente mexicana que lo publicó, junto a otros libros de cuentos y poesía. Apostar por autores noveles nunca ha sido sencillo, visto desde lo comercial. Y aun así, esta editorial apostó por siete. Por eso sorprende que a poco de haberlo publicado los editores lo dejaran arrumbado, y más tarde lo descatalogaran. ¿Por qué lo hicieron? La explicación fue que hubo un problema técnico. La ilustradora de la portada decidió retirar su obra, lo que dejó al libro en un limbo. Sin una cara con qué promocionarlo, el siguiente movimiento de los editores fue inverosímil: decidieron archivarlo en lugar de buscar, por algún medio, reemplazar la pieza faltante. Seguramente el asunto es mucho más complejo, y los editores tuvieron otras razones para tomar su decisión. El problema es que no las han dicho ni tampoco han hecho algo sustancial para reeditar esta colección de cuentos, que lleva aproximadamente dos años en el olvido. Para ser prácticos: es como si no lo hubieran publicado. Si acaso, es apenas un fantasma en algunos portales de internet, donde todavía pueden encontrarse la sinopsis y el diseño de la portada.

El libro de Lobo no es de fácil digestión. Es posible que esta sea una de las razones por las que lo han mantenido oculto. Y como no hubo ninguna reseña ni crítica literaria, estética o creativa de la obra para discutirlo, más de un lector se atragantó con él. Y es que la sordidez con la que cuenta sus historias pueden clasificarse someramente como impropias, antiestéticas y políticamente incorrectas. En algún momento lo fueron. Pero es preciso hablar de él, discutirlo, rescatarlo y volver a publicarlo. Es lo que el autor y quien esto escribe se proponen hacer.

La obra

Los relatos de Lobo están insertados en el realismo duro creado y popularizado por la generación Beat de William Burroughs y Jack Kerouac, pero también de Charles Bukowski («el beat antes de los Beat»), de Michel Houellebeq y de Boris Vian. Los personajes de Lobo están abrumados con solo existir; no los vemos deseosos ni ocupado con encontrar un sentido o rumbo a sus actos ni a sus vidas. Ni siquiera lo intentan. Están vivos aunque lo lamentan. Muchos de ellos luchan constantemente contra sí mismos porque en su interioridad se saben indeseables, marginales, pero al mismo tiempo se niegan a sucumbir a la tentación de cambiar para ser aceptados. Desprecian las modas y las convenciones sociales, aunque algunos saben que no pueden huir de ellas. Hay pasajes que pueden incomodar o repeler a un lector distraído, como los del cuento «Edén y perversión», en la que Alejandro, el protagonista, sufre una múltiple violación ritual luego de ser secuestrado por miembros de una secta orgiástica. Es un pasaje tipo gore con penes, sangre, torturas y muerte. O en «El gran animal de malos modales», en el que un hombre repulsivo que padece algunas afecciones corporales folla con una mujer a la que considera «bella» pero descubre que ella es un poco más repulsiva que él. Lobo nos muestra cómo los amantes, bajo los influjos del alcohol y la marihuana, joden como «perros en celo».

Los personajes son contradictorios, y los vamos conociendo por sus dilemas y la sencillez de sus juicios: uno se sabe un pervertido que no puede dejar de mirar lujuriosamente a las mujeres pero es incapaz de acosar o vejar a alguna. Y se cuestiona: «Soy hombre pero, ¿qué privilegio tenía para devorar a todas con los ojos?» Sin embargo, no duda en censurar el comportamiento de alguien que se atreva a dar el salto del pensamiento libidinoso a la agresión, porque «una cosa era ver a las mujeres y otra muy distinta faltarles al respeto (…) pues al notar a alguien así me alistaba como el primer enardecido defensor de la moral; quizá parecía una estupidez total pero así era». Otro se roba las perras callejeras para ofrecerle a su mascota la pareja que él no tiene y que ni siquiera se molesta en buscar. Tan solo se lamenta de su mala suerte, y como benefactor de otro desposeído colma al perro con las bendiciones que anhela. Y piensa: «Mi perro ya estaba grande, (…) y no había conseguido cruzarlo. Pensaba que no le ocurriría nada pero después bastó con que hiciera una reflexión sobre mi situación propia. ¿Acaso yo soportaría años y años de mi vida sin tener la posibilidad de descargar todo lo que llevo en lo más profundo de mi persona?» La situación se le vuelve insostenible y el desenlace es una tragedia inevitable. Esto lo enfada y se siente con la obligación de recomponer las cosas pero en sentido inverso, lo que evidencia su falta de entendimiento. Uno más: el protagonista de «Lucha libre», que asiste a una fiesta en la que buscaba tener una aventura sexual sin compromisos pero contrariamente a sus deseos de cazador, su presa, una mujer deslumbrante que quiere solo para él («Sentí el asedio de todos los hombres cuando estaba platicando con ella, ni siquiera disimulaban, eran como lobos salvajes que acechaban a su víctima esperando el momento adecuado para atacar…»), termina dándole la vuelta y lo echa a competir con sus propios amigos por esa anhelada cogida.

En general, la prosa es tosca: a Lobo le repele el esteticismo. El lenguaje de los personajes es el de la parte más brava de la ciudad de México, totalmente coloquial, e incluso usan sin empacho el doble sentido, como los capitalinos de estirpe que son. Con estas formas Lobo rechaza el principio ortodoxo que sostiene que en la literatura valen más las formas pulcras. Se decanta por lo crudo cuando narra los pasajes de sexo, los procesos fisiológicos, y los juicios rápidos que los personajes hacen sobre el mundo que les rodea. También tiende a la ironía, el sarcasmo y el humor negro, lo que le da una acidez corrosiva a sus relatos. Lo que no hay aquí, a diferencia de lo que haría un activista, es una ambición moralizadora ni un intento de denuncia, y eso se le agradece al autor. En ningún momento Lobo alaba ni justifica a sus personajes como tampoco los exhibe para indicarle a su lector que comportarse de tal modo es reprobable. No generamos un vínculo entrañable con ellos. Los vemos, más bien, como en una pantalla, y a veces con horror.

Ya que catalogamos estos aullidos en el realismo, tenemos que advertir que aquí no vamos a encontrar la realidad que abanderan los movimientos políticos en pro de una causa social considerada como justa y buena, así como tampoco un desafío ideológico a sus partidarios ni a las instituciones que luchan por ellas, sino la de los personajes que viven, actúan, piensan y sentencian con base en sus circunstancias y entendimiento de sí mismos y lo que los rodea. Porque, como Albert Camus escribió: el realismo en el arte no pretende reproducir pura y simplemente la realidad, aunque se parezcan mucho, sino que estiliza arbitrariamente solo algunas partes de ella. Y recalca que, aunque los personajes tengan nuestro lenguaje, debilidades y fuerzas (cuáles si no), «su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca».

Aunque los personajes se comportan de forma burda e incluso autómata, son verosímiles. De hecho, podríamos identificar a alguno con un vecino insoportable, el compañero modoso de la oficina o un familiar incómodo que nos jode la vida con su pura presencia. Es muy probable que conozcamos a unos cuantos así, y no por eso los privamos de existir, aunque no nos falten las ganas. Podemos despreciarlos, pelear contra ellos, alejarnos o ignorarlos, pero no vamos a hacerlos desaparecer. Del mismo modo, el libro puede no ser del agrado de unos, pero eso no es razón suficiente para mantenerlo en el olvido. La obra tiene un momento histórico: es el testimonio del autor. Por eso se vuelve fundamental replantearnos las razones por las que publicamos algunas cosas y otras no. La crítica de las obras tiene que ayudarnos a entenderlas, a contextualizarlas, no a ponerlas en un altar o tirarlas a la basura. Y entender también que hay espacio para ellas, y un público lector que, seguramente, va a disfrutarlas. Tenemos que quitarle de encima esa pesada losa que el activismo le ha impuesto al arte: la de abrazar una causa y servirla a cualquier costo. Y sobre todo, tenemos que recordar que la lectura es, en primer lugar, un placer, un divertimento. Y a nadie se le puede impedir que a hacerlo de un modo en particular.

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