8 minute read

Noche perra y sin luna

Noche perra y sin luna

Víctor Lowenstein

LA VIDA DE CHARLIE ERA UN DESASTRE. El alcohol estaba acabando con su vida.

Lo peor no era esa pérdida del respeto propio con el que se convertía a los ojos de los demás en un pobre diablo, una lacra. El previsible estropicio en sus relaciones era otro remanente de un arsenal de miserias. El desaliño, los piadosos pedidos de dinero para solventar el vicio, la soledad que lo iba acorralando en esa cárcel privada que era la pieza en que vivía, cueva en la que era su propio juez. Y como tal se sentenciaba y se autocondenaba a diario para perdonar sus faltas luego y proveer de su veneno predilecto al monstruo sediento que creía llevar dentro; un Caribdis que vivía en él y estaba de juerga día y noche.

Lo peor eran esos temblores que empezaban a frecuentarlo. Los disturbios digestivos y las llagas en la boca eran molestias a las que se había acostumbrado a fuerza de trasiegos que no mesuraba ni tampoco le quitaban el sueño. Se consideraba un bebedor fuerte, quizá próximo a pasar la frontera que separa al borracho del alcohólico. Poco le importaba en realidad; prefería enfrentar las resacas más duras a soportar esa agitación nerviosa en los dedos. Fuera de eso se entregaba a su destino de segura declinación, de implacable caída, sin oponer resistencia de ninguna clase. Pero lo que le preocupaba seriamente era que ya todo se le caía de las manos. Cuando se trataba de una botella sin abrir lo llegaba a considerar una tragedia. Fuera un vaso, una caja de fósforos o el cenicero, terminaba en el piso por su torpeza. Y eso lo ponía triste, al borde de las lágrimas.

El viernes por la tarde llegó a casa más castigado que de costumbre. Bebía los fines de semana más que otros días, a la salida del trabajo, siempre solo. Pero esta vez se le había ido la mano escanciando vino puro, y comenzó a sentir los primeros estragos en su organismo. Cerró la puerta y dejó caer la llave con indiferencia. Caminó por su pieza tropezando con ropa tirada, cajas de pizza vacías, zapatos. Se dejó caer en un sillón ruinoso; era su estrado de juez. Se sentía muy indispuesto. Su cabeza era un globo de combustible girando alrededor de un fuego centelleante. Decidió quedarse lo más quieto posible, pues cada movimiento significaba un desafío a las leyes de gravedad. Frente a él, bajo una banqueta que le servía de apoyo para empinar el codo, estaba la botella. Un auténtico Johnny Walker etiqueta negra que guardaba para una ocasión especial. Con mucho cuidado, estiró el brazo para alcanzarla. Con la otra mano buscó un vaso a tientas.

Destaparla fue un cauteloso suplicio. Reclinarse para llenar el vaso, un momentáneo alivio. Bebió el contenido de una vez con ridícula ansiedad, como si lo apurara una sed abrasadora. Tosió y regurgitó parte del líquido, que se le deslizó por el mentón. Con la precaución acostumbrada, apoyó la botella en el piso. Se limpió la boca con el dorso de la mano y, asqueado de sí mismo, cerró los ojos que le ardían mientras inhalaba profundo para serenar el trémolo que agitaba su cabeza. Al levantar los párpados fue peor. Se sentía espantosamente, y veía doble. Todos los objetos de la habitación se balanceaban duplicados unos sobre otros en zarabanda frenética.

Caminó por su pieza tropezando con ropa tirada, cajas de pizza vacías, zapatos. Se dejó caer en un sillón ruinoso; era su estrado de juez. Se sentía muy indispuesto. Su cabeza era un globo de combustible girando alrededor de un fuego centelleante.

Una voz le dijo: perdedor…

Alzó la cabeza pesadamente. Su doble lo observaba sentado en la banqueta, frente a él. Una réplica suya lo estaba mirando. Se restregó los párpados pero eso no le ayudó a despejarse ni a esfumar la perturbadora visión. El que estaba ahí sentado era él. Reconoció su ropa, los raídos pantalones y la camisa arrugada; las zapatillas sucias de barro también. Tembló ligeramente al verlo, con los brazos cruzados sobre el pecho, porque él nunca adoptaba esta postura. Lo miró solo una vez y evitó sus ojos, pues adivinó quién era; esa certeza se volvió hielo en los ojos del otro.

—¿Quién eres? –dijo con la voz hecha un nudo en la garganta.

—Charlie.

—¿Charlie?

—Claro, Charlie…, como vos. ¿No te llamás así?

Charlie asintió dejando caer su cabeza hacia adelante. Le costaba mirar a ese tipo. Un miedo difuso empezaba a brotarle desde adentro flotando por encima de la efervescencia lenta y ruginosa de vino y whisky. Sus nervios se negaban a responder a esa realidad: la de un fulano que estaba dentro de su pieza. Un tipo que era él mismo y que lo observaba con fría insistencia, con algo como una rabia contenida. Una parte de su conciencia seguía no obstante funcionando y comenzando a darse cuenta de las cosas; a asumir lo que debía enfrentar. Todavía le temblaban demasiado las manos.

—¿Charlie qué? –preguntó por preguntar, o para ganar tiempo.

El otro lo desafió con una mirada que le erizó la piel. —¿Cómo qué? Digamos que no lo sé. Adiviná…, o inventá algo inteligente. ¿Cómo puedo apellidarme?

Humedeciéndose los labios, ensayó una de esas bromas tontas con que los cobardes intentan congraciarse ante los hombres temerarios en situaciones comprometidas.

—¿Manson?

El otro lanzó una carcajada digna de Mefistófeles. Rio tan estruendosamente como podría hacerlo un ángel caído, o un dios borracho. Al reír mostraba su verdadera faz: esa piel pálida, biliosa, y los ojos enrojecidos que miraban sin ver, llorosos y furibundos a la vez, perdidos en algún vacío. La risa acababa en desgarros de voces inarticuladas que eran gemidos lastimeros o gruñidos salvajes. En otras palabras: estaba bien ebrio.

De modo que también el doble había bebido en exceso, aunque poseía un dominio de sí muy superior al del Charlie acabado que temblequeaba en su sillón.

—¿Qué te parece Baudelaire? —dijo, echándole en la cara un aliento indudablemente etílico al tiempo que se ponía de pie—. El viejo poeta resulta más adecuado a nuestro espíritu romántico y nocturno…

Humedeciéndose los labios, ensayó una de esas bromas tontas con que los cobardes intentan congraciarse ante los hombres temerarios en situaciones comprometidas.

Charlie sonrió débilmente.

El doble levantó la botella del suelo para ver la etiqueta.

—¡Johnny Walker! Pero si es mi bebida favorita. ¿Qué te parece? Buen nombre, ¿verdad? Me llamaré así; seré un auténtico John Walker.

Charlie asintió.

—Joder. Esto hay que festejarlo. ¡Por mi buen nombre! Acércame tu vaso; yo tomaré de gollete, nomás.

El vaso tremulento fue llenándose de líquido ambarino.

—¿Tú no tomas? —Vos primero.

Charlie bebió un sorbo de whisky.

Johnny Walker bebió un trago largo de Johnny Walker.

—Y ahora de pie —dijo— que nos vamos de joda.

—¿Qué?

—¿No entendiste? Mi nombre es Johnny Walker. Juancito caminador; «El que camina por la noche».

Charlie no acusaba reacción.

—«Wake up, babe!» Ésta es la última noche, perdedor. Nuestra última noche en el mundo…, y hay que salir a festejarlo como se debe. Un brindis de horrores y muerte por nosotros.

Lo miró, con esos ojos ardorosos y Charlie se estremeció hasta la médula de los huesos.

Johnny lanzó otra risotada.

—Estaba jodiendo, perdedor. Un chiste. Digo que salgamos a caminar un poco. Esta pieza me asfixia.

Charlie manoteó su abrigo tirado en el piso y se levantó del sillón lo más rápido que pudo. Cuando consiguió ponérselo, el otro ya no estaba. Tal vez no había estado nunca. Sintió que la cabeza iba a estallarle. Miró de soslayo su reloj de pared: tres de la madrugada. Decidió salir pese a todo. Salir.

Las calles suburbanas a las tres de la madrugada de un viernes son casi iguales a las de los días lunes. El mismo paisaje deprimente de calles y calles oscuras que nunca terminan. Perros que ladran en la lejanía y sombras inhóspitas que se arrastran en la noche misteriosa.

Charlie andaba despacio por una calle cualquiera, sin pensar en nada, cuando Johnny reapareció a su lado. Ya no le despertaba ese temor monstruoso de antes. Al aire libre y bajo la luna y las estrellas, aquel era un tipo corriente y mal presentado. Como un arlequín pasado de copas, Johnny se había puesto juguetón y bailoteaba en torno a Charlie parloteando incansablemente.

—Aún puedo cambiarme el nombre, perdedor. ¿Qué te parecería perro de noche, o perro de luna?

Charlie se detuvo en seco y se quedó mirándolo.

—Bueno, solo decía. Los perros, la luna, son cosas de la noche, ¿acaso no lo sabemos?

Ya no le despertaba ese temor monstruoso de antes. Al aire libre y bajo la luna y las estrellas, aquel era un tipo corriente y mal presentado.

Le clavó dos ojos de hielo y Charlie tuvo que detenerse para vomitar sostenido al tronco de un árbol. Mientras lo hacía, vaciando con dolor el atosigado estómago, llegó a vislumbrar algo muy antiguo que se deslizaba por los entresijos de su cerebro. Una imagen de su niñez, efímera y nítida. El pequeño Charlie amarrando las patitas de su perro bajo una luna crepuscular de cuarenta años atrás; el pequeño Charlie arrojando su mascota a las aguas de un río para ver con perversa curiosidad infantil cómo se ahogaba el animal.

—Gracias por el regalo —dijo al fin.

—Sabías que no sos mejor que Manson. Ahora sabés que no sos mejor que nadie.

Desapareció.

Charlie caminaba. El brillo de la luna resplandecía sobre las paredes grises pero él no le prestaba atención, ni a eso ni a nada. Arremetió una ventisca fría que le gustó; se dejó acariciar por la brisa. Le dieron más ganas de caminar y atravesó todo un parque hacia el sur, donde nacía la dársena; y ya sin la prisa de antes, se demoró en los areneros andando a paso incierto mientras el oleaje del río cercano le traía la música lejana de un mar que sabía compartir la soledad con él.

Se empezaba a despabilar. La luna desapareció tras las nubes. El primer clarear del alba también traía penas hechas música lejana. Y la luna y los perros y la última noche del mundo y un brindis de lágrimas por nosotros, ¿eh, Charlie?

Llegó hasta la escollera y miró abajo, a las aguas oscurísimas. Un remolino de viento le zumbó en los oídos y se cubrió la cara, malherida de cansancio. Trepó la barandilla y volvió a enfrentar la mirada temeraria del río.

—Adiós, señor Johnny Walker —dijo a su propio reflejo sobre las aguas.

Y se hundió en la oscuridad.

This article is from: