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Falsas esperanzas

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Falsas esperanzas

Francisco Moreno Ramírez

HABÍA UN HOMBRE QUE VIVÍA, si vivir puede decírsele, barriendo la calle, el puente peatonal que llevaba a la parada de los camiones y el mercado que se encontraba al lado. Dormía en una de las jardineras, rodeado de bolsas negras donde guardaba lo que recolectaba y le faltaba una pierna…

—Pero, ¡Euge! ¿Cómo que le faltaba una pierna? ¿Acaso era un pirata? ¡Por favor!

—Es un indigente.

—Sí, pero ¿qué necesidad hay de que le falta una pierna?

—Está bien.

Había un hombre pobre que vivía barriendo la calle, el puente peatonal y el mercado a las afueras de la parada del camión. Dormía en una de las jardineras y tenía las dos piernas. Él pasaba horas bajo el sol y apenas recibía unas pocas monedas con las cuales compraba el alcohol barato con el que envenenaba su mente tratando de escapar de sus problemas.

Había llegado a la ciudad con la esperanza de cambiar su suerte, pero esta solo había empeorado. Descubrió rápidamente que el sueño que le habían prometido no era más que un espejismo, el cual se desvaneció con apenas rozarlo, encontrándose con ojos que ni se dignaban a mirarlo y, si acaso le daban una moneda, era con una frialdad indiferente que ni a desdén llegaba. Descubrió que, aun cuando su sufrimiento era palpable, era una sombra más en una bestia magnífica de hierro, humo y espejos…

—¡Euge! ¡Pero qué dices! ¿Tiene lepra? ¿La peste? Alguien debía de darle algo por caridad.

—¿Me dejas escribir?

—Pero… no seas tan cruel. Alguna persona de seguro le tenía piedad.

—Es una historia trágica, ¿contento?

—¡Euge!

—¡Vale!

Había llegado a la ciudad con la esperanza de cambiar su suerte, pero esta solo había empeorado. Descubrió rápidamente que el sueño que le habían prometido no era más que un espejismo, el cual se desvaneció con apenas rozarlo.

La gente en general lo evitaba, aunque de vez en cuando le daba una moneda, quizás dos. Tenía algunos conocidos en el mercado que por caridad le ofrecían un taco o algo de comer, así como algo de beber, movidos por la compasión.

Mas el poco dinero que ganaba lo gastaba en alcohol barato y otras sustancias que lo hacían olvidar sus problemas a un costo terrible. Solo cuando envenenaba su mente encontraba un consuelo pasajero que lo tornaba liviano, liberándolo de su sufrimiento. Pero cada escape tenía un precio, el cual pagaba con jaquecas, temblores y un atroz ardor interno…

—¡Oh, Euge!

—¿Ahora qué?

—El indigente que se droga… ¡Ya está muy visto!

—¿Qué quieres que haga? ¿Que invierta en la bolsa?

—No, pero… no sé, podría comprarse una cosa bonita… una gorra… algo. No seas tan sombrío.

—Ah…

—El indigente que se droga… ¡Ya está muy visto! —¿Qué quieres que haga? ¿Que invierta en la bolsa?

La gente de vez en cuando le daba una moneda y tenía algunos conocidos en el mercado que le ofrecían un taco, o algo de comer y beber, etcétera. Pero el poco dinero que ganaba no lo gastaba en alcohol ni drogas sino que lo ahorraba celosamente en una pequeña bolsa de cuero raído que metía en su viejo y sucio pantalón. Puesto que lo que más deseaba en el mundo era un par de tenis que había visto una vez al pasar por un aparador, el hombre trabajaba arduamente día tras día y cuidaba con ardor sus escasos ahorros soñando con aquellos fabulosos tenis.

Finalmente, tras meses de pasar hambre y guardar cuanto fuese posible, logró juntar la cantidad exacta que había visto anunciada en el aparador. Emocionado, dejó su escoba y salió corriendo a la zapatería. Su corazón latía emocionado y al llegar, se pegó al vidrio de la vitrina para ver con ilusión los tenis por los que tanto había ahorrado.

Cuando un empleado quiso echarlo, al pensar que era un vago más, él trató de explicarle que quería comprar esos tenis y, para darle peso a sus palabras, metió la mano a la bolsa buscando el saquito de cuero, pero se dio cuenta con tristeza que su pantalón estaba roto y que había perdido la bolsa en alguna parte…

—¡Euge!

—¡Ahora qué!

—¡Por caridad! ¿Acaso el hombre solo va a vivir desgracias? Nadie tiene tan mala fortuna. Al menos podría conservar el dinero.

—Su pantalón estaba roto, ¿qué más podía pasar?

—Déjalo tener sus tenis, ¡cuánta maldad!

—¡Basta! ¿Quieres darle los tenis? ¡Vamos, escribe tú, simpaticón!

—¡Oh! ¿Qué necesidad hay de gritar? Escribo, escribo.

Cuando un empleado quiso echarlo pensando que era un vago más, él trató de explicarle que quería comprar esos tenis, y para darle peso a sus palabras le mostró el saquito de cuero lleno de monedas, por lo que el empleado perdió parte de su reticencia a dejarlo entrar.

Si bien no le dieron el mismo trato que al resto de los clientes, tampoco fueron groseros con él. Pero nada de esto le importó al hombre, pues había logrado conseguir lo que tanto deseaba y no cabía de alegría mientras caminaba con sus tenis nuevos.

Aunque era poco, el cambio no se hizo esperar. La gente veía con curiosidad a aquel hombre de ropa raída que barría el mercado con unos tenis en perfecto estado. Sus conocidos elogiaron su calzado y siguieron ofreciéndole con gusto algo de comer o beber por su esfuerzo.

Y así, el hombre comenzó a soñar con hacerse poco a poco de pequeñas cosas que le dieran un mejor aspecto. No pensaba en lujos sino en lo mínimo para tener una vida digna. Su siguiente sueño habría de ser una camisa.

—¡Listo! ¿Qué te parece, Euge? ¿A que es un buen final, Euge? ¿Euge…? ¡Euge! ¡Dime algo! ¡No seas así!

—¡Haz lo que quieras!

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