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Fe de erratas

Fe de erratas

Julio Morales

YA ERA MEDIA NOCHE y Raúl aún no llegaba, eso me exasperaba. Era siempre el mismo tema; quedábamos de encontrarnos a tal hora y él llegaba tarde. A veces ya llegaba borracho, aun cuando la idea era compartir la borrachera. Y es que borracho Raúl se convertía en una bestia: insultaba a todos por igual, profería gritos a diestra y siniestra, perdía por completo la vergüenza y el pudor. Desconfiaba de todos. Cuando llegaba a una discoteca, rápidamente le arrojaba la mano al coño a alguna mujer, como quien agarra un pan en la panadería. Nunca conocí las razones de su compulsión con el sexo casual. Era evidente que Raúl no disfrutaba de ello. Incluso creo que lo hacía sentir mal. Sin embargo él lo negaba. «No hables mierda», me decía, «¿a quién no le va a gustar follar en un baño?»

***

Raúl no pensaba en nada. O al menos eso pareciera al verlo pasearse en medio de las avenidas esquivando el tráfico, orinándose en cualquier lugar y arrojándose escaleras abajo cuando llegábamos a la boca del metro. Muchas veces tuve que levantarlo del suelo completamente ensangrentado y vapuleado. Sin embargo, me recibía con una carcajada demente «¡Ja, ja, ja! Míranos, mi hermano. ¡Somos unos pendejos!». Su actitud suicida me resultaba brillante.

***

Claro que yo buscaba emular a Raúl. A mí me fastidiaba mi pasado, mi educación burguesa y analítica, mi propensión al aislamiento, mi orgullo injustificado, mi falta de interés por las cosas del mundo. Me creía un tipo bohemio: demasiado culto como para dedicarme por completo a la academia y demasiado aristocrático como para interesarme por el dinero. Carecí toda la vida de una auténtica compañía. Mi displicencia natural para con el resto de personas se acentuaba cuando me dedicaba a mis placeres privados. No había podido encontrar una sola persona que se acomodara a mi estilo de vida. Alguien que no salpicara con frases imbéciles el agradable sonido del silencio o de una buena conversación.

***

Esa noche esperaba a Raúl junto a una pequeña fuente. Al fin lo vi llegar con una botella de whisky. Eso me tranquilizó. Mi cordura acostumbraba a caminar por una interminable cornisa. Mi indeterminación me mantenía siempre en un estado de zozobra. A veces se me iba la mente por segundos que parecían minutos. Por minutos que parecían horas. Y cuando se me iba por horas es cuando realmente conocía la demencia tras la desesperación. Lo fatídico se hacía real y yo casi podía palpar lo que significa la tragedia.

***

No quiero insistir en lo que hablábamos, pero digamos que la vida se desperdicia. Se desperdicia un viernes por la noche. Una noche sin esperanzas. Una forma de ser auténtica pero incómoda. Nuestro destino, como siempre, nos llevó de bar en bar. En el primero no duramos más de quince minutos. Nada de buen rock. Nada de buena salsa. Nada bueno en nada. Solo cocteles de «frutas» y demás alcoholes denigrantes creados para atentar contra la dignidad de las personas. ¿Quién compra esas mierdas? Entramos porque una de las mujeres le hizo ojitos a Raúl.

***

Pedimos una cerveza. Él se movió hacia ella. Yo me quedé observando. Él la saludó. Le dijo algo al oído. Ella rio. Él me señaló. Ella me miró y sonrió. Yo la miré con seriedad. Ella bajó la mirada y volvió a Raúl. Charlaron. Ella movía constantemente la cabeza. Decía que no. Raúl insistía con algo. Ella miró hacia atrás y atrajo la atención de alguien. Yo bebía mi cerveza. Un moro de uno noventa se acercó a Raúl y a la chica. Ella le dijo algo al moro. Él miró a Raúl con agresividad. Raúl soltó una carcajada y señaló el baño. El moro quedó perplejo, miró hacia el baño y lo señaló como preguntando. Raúl asintió. La mujer se veía desconcertada. Yo entendía cada vez menos. Finalmente, el moro fue hacia el baño. En ese momento Raúl besó a la chica.

Me fastidiaba mi pasado, mi educación burguesa y analítica, mi propensión al aislamiento, mi orgullo injustificado, mi falta de interés por las cosas del mundo. Me creía un tipo bohemio: demasiado culto como para dedicarme por completo a la academia y demasiado aristocrático como para interesarme por el dinero.

Fue un beso apasionado, evidentemente erótico. Él le agarró la pierna y ella le tocó la entrepierna. Dejaron de besarse. Ella lo miró con los ojos chispeantes de deseo. Él la agarró por la garganta, y con un movimiento brusco, la alejó; pude ver cómo ella se puso seria y asustada. Raúl le dijo algo. De pronto, la chica le escupió a Raúl directo en la boca. Él se relamió el escupitajo y le escupió de nuevo. Ella movió la cabeza asqueada y le arrojó encima lo que le quedaba de su Cuba libre de mierda. Luego se alejó de Raúl con dirección al baño. Él se quedó un momento limpiándose la camisa. Luego se terminó la cerveza y se acercó a mí.

—Vámonos antes de que salga ese man.

—Ajá, ¿y qué fue lo que pasó?

—Nada. Pura mierda.

***

Nos sentamos en una plaza cercana. Supongo que lo sublime del momento llevó a Raúl a preguntarme por Cecilia. Era evidente que había estado evitando hacerlo toda la noche. No era que él fuera una persona prudente o formal. Todo lo contrario: ya dije que era un animal, así que estaba conteniendo su verdadera naturaleza a medida que pasaba el tiempo. Y claro, eso lo estaba enloqueciendo.

—Y ¿hablaste con ella? —me preguntó con tono serio. Sin embargo se podía notar su completo desinterés.

—Sí, pero hace rato —respondí con la intención de que notara mi incomodidad.

—¿Y? ¿Qué te dijo?

—Me dijo que había entendido la soledad.

Raúl se quedó mirándome fijamente. En su mirada había desprecio. Una sonrisa burlona empezaba a florecer en su rostro pero se contuvo al ver que yo estaba pasmado, derrotado por ese recuerdo. Él sabía que Cecilia había sido la última y la más. Cecilia me había roto el corazón, así como yo había roto el corazón de muchas, y así como seguirá pasando siempre. Nunca acabará. Y eso es porque el corazón está para romperse. Porque nadie lo rompe igual. Porque todo el mundo empieza a vivir luego de que le rompen el corazón y no antes. Es comenzar de nuevo. Es una de las tres heridas de las que habló el poeta.

***

Empezamos a caminar. Yo caminaba por el filo de mi cordura. Me gustaba desfallecer cada vez que le rendía culto a mi diosa Venus. Los viernes. Los sábados. Los días que por fin me entregaba a lo húmedo de la carne que hace soportable la existencia y hacía hervir en los demás la envidia de no poder sentir la libertad como yo sí podía sentirla. ¡Ah, las ideas! Las ideas son lo único que me importa. Yo siempre estaba detrás de la verdad. La verdad es la decadencia del espíritu. El resto es igual. Todo es igual. El dinero por sí mismo es lo más fatídico e insulso que se puede desear.

Las ideas son invaluables y solo están al alcance de los que las persiguen en detrimento de perseguir las miserias (enchapadas en brillantinas) que la sociedad tiene para ofrecer.

Cecilia me había roto el corazón, así como yo había roto el corazón de muchas, y así como seguirá pasando siempre. Nunca acabará. Y eso es porque el corazón está para romperse. Porque nadie lo rompe igual. Porque todo el mundo empieza a vivir luego de que le rompen el corazón y no antes.

***

Raúl me respetaba porque yo también era capaz de todo. Solo yo podía seguirle el ritmo de la borrachera, del desenfreno, de la desesperación depresiva y el arrebato sinsentido. Nunca hubo una noche en la que no termináramos en los huesos. A veces perdíamos el celular, la billetera o simplemente todo el dinero.

—Espérame, voy a ir a mear —me alcanzó a decir mientras se alejaba por una calle adyacente.

Estábamos bastante ebrios. De pronto escuché la voz de alguien detrás de mí.

—Aquí estás, hijo de puta.

Miré por sobre mi hombro y vi al moro del bar de hacía un rato. Se acercó súbitamente y me propinó tremendo cabezazo al rostro. Retrocedí un poco pero no estuve ni cerca de caerme. Volví en mí y le propiné un puñetazo en la barbilla. Me lanzó un derechazo que pude esquivar. Luego otro. Luego un izquierdazo. Cada vez me era más fácil esquivarlo. Su ridícula borrachera hacía que no lo tomara enserio y perdí deseos de contraatacar. Segundos después alguien me tomó por los brazos y me apartó del sitio.

***

Varias personas declararon que fue el moro quien empezó la gresca. La xenofobia natural de los policías me favoreció en este caso. Me sermonearon por estar bebiendo a esa hora, en ese lugar. Que si no sabía que Lavapiés era un barrio peligroso. Que si no sabía que estar solo era peligroso. Que si no tenía algo que hacer mañana lunes. Que si necesitaba ayuda para mi herida. Que si me llamaban una ambulancia. Que si necesitaba ayuda para mi alcoholismo. Que si no había alguien a quien pudiera llamar. Que cuánto había bebido. Que les mostrara mi pasaporte. Que les mostrara mi DNI. Que por qué no cargaba con ninguno de los dos. Que deberían llevarme a la comisaría y acusarme de pelearme en la vía pública. Que me fuera a mi puta casa a dormir y le dejara el país a los que hacen algo de servicio por él.

***

Cuando por fin me quedé solo, regresó Raúl.

—Eres inservible, como todos los demás —le dije.

—Yo no soy como los demás. Nunca lo seré. Mi inteligencia me ha procurado mi aislamiento. Ni siquiera estaba seguro de que fuera mi inteligencia, aunque es cierto que muchos me dicen: «Raúl, eres un tipo brillante para ciertas cosas, pero para otras... tu actitud... no lo sé». ¡Mi actitud! ¿Escuchaste bien? Y es que ¿acaso puedo tener otra? ¿Es que acaso vale la pena tener otra cosa? ¿Es que acaso ustedes, pobres diablos miserables, se la merecen? ¡NO! No se la merecen más que de la única manera en la que merecen ser tratados. ¿Y qué me van a decir? ¿Con qué me van a amenazar? ¿Con algún tipo de sanción social? ¿Con un insulto a mi condición emocional, social, de clase, casta...? ¡Por favor! ¡No hay nada que puedan hacer para joderme! Nada que pueda dolerme. No creo en nada. Nadie me conoce. Nadie sabe quién soy. ¡Todos son unos estúpidos! —sus alaridos alertaron a los pocos habitantes de la plaza.

Todos nos voltearon a ver. Se escucharon algunas risas. Algunos nos miraban con seriedad.

Pero Raúl siguió:

—No hay respeto para nadie. La gente debe ganárselo. Yo ya me gané mi propio respeto. ¿Por qué debería venderlo? ¿A quién? ¿Por cuánto? ¡Coman mierda! ¿La gente a la que evito pertenecer me humilla? ¡No!, ¡me buscan! ¡JA, JA, JA! ellos no saben lo que se pierden. Incluso, estar aquí es dispensable para mí. ¿Crees que lo hago por ti? ¡NO! Mi hermano, estoy aquí por mí. ¡Estoy aquí por mí! ¡Siempre es por mí! ¡Todo es por mí! Nadie necesita saber lo que soy. Solo yo sé quién soy y de lo que me pierdo al no estar con nadie más.

***

Quedamos en silencio un largo rato. De pronto rompió a llorar. Ni siquiera me inmuté. Era tan predecible, era tan obvio, tan razonable que yo mismo deseé poder llorar con él. Una vida vista más hacia adentro que hacia afuera nos había hecho únicos, inseparables, miserables, hermanos.

—¿Sabes? Deberías ponerte hielo en ese moretón —me dijo con la voz entrecortada y sangrante.

Las ideas son invaluables y solo están al alcance de los que las persiguen en detrimento de perseguir las miserias (enchapadas en brillantinas) que la sociedad tiene para ofrecer.

Eso fue lo último que recuerdo escucharle. Solo sé que nos vinimos abajo. Volví a mí estando solo, caminando hacia una dirección errada. «Fe de ratas. Fe de erratas. El título, el título» me repetía a mí mismo. De pronto terminé en el suelo. Sin darme cuenta cómo, desperté luego de unos segundos de inconsciencia. Mi nariz se aplastaba contra el suelo. Comprobé mi botellita de whisky: estaba intacta.

***

Me acerqué a una parada de autobús y me senté a beberla. Me miré las manos. Las volteé al derecho y al revés. Recordé que de esa manera recuerdo quién soy. Estaban negras de suciedad. Una sonrisilla de amargura asomó en mi rostro. Luego observé la noche. Ya no era de noche. Se notaba la luz del alba próxima. Eso me consternó. No había nadie en la calle. No podía creer mi soledad. Me incorporé e intenté ubicarme. Algo me hizo caminar en cierta dirección con seguridad. Luego de unos minutos eché un vistazo hacia atrás. De pronto vi a Raúl, o al menos una figura idéntica, en el mismo sitio donde yo me había caído. Estaba ahí, sentado con las piernas en círculo y mirando fijamente el suelo, en medio de la vía de los coches, pero eso no parecía importarle. Entonces vi cómo se miraba las manos, al derecho y al revés.

***

En ese momento tropecé un poco y casi vuelvo a caer. Cuando me recompuse volví a mirar atrás y ya no vi más a Raúl. Además, me encontraba casi donde empecé, es decir junto a la parada de autobús. Intenté pensar en Cecilia. La imaginé pero no la encontré entre mis recuerdos. No pude recordar cómo lucía o cómo era el tono de su voz. Una imagen difusa, algo que ver con su cabello y su perfil, fue lo único que se me atravesó. La cabeza me daba vueltas y sentía todos los deseos del mundo de estar con ella. Pero entonces yo también comprendí la soledad.

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