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Corrección política y la censura

Corrección política y la censura

Raúl Solís

CADA CIERTO TIEMPO uno o varios grupos de personas se manifiestan para protestar contra lo establecido como normal por quienes ignoran, por conveniencia, comodidad o falta de interés, que las sociedades no son monolíticas ni estandarizables sino diversamente plurales. Estas protestas intentan poner un límite a las injusticias, a la opresión, a la invisibilización. Nombrar lo no evidente es fundamental para conocer los matices que las grandes concentraciones humanas conllevan siempre, y a partir de allí fomentar el reconocimiento y respeto por lo peculiar. Los resultados de estos activismos son variopintos, pero cabe señalar uno en especial: la corrección política.

¿Qué es la corrección política y para qué sirve?

El término «políticamente correcto» se usó en los Estados Unidos por primera vez en el 1793, en el juicio que derivó en la undécima enmienda, para señalar como un vicio del lenguaje decir simplemente «los Estados Unidos» en lugar de «el pueblo de los Estados Unidos». Con el tiempo su uso ha variado y ha servido para referirse a distintas corrientes ideológicas ortodoxas: desde la supuesta superioridad aria hasta la acusación despectiva de dogmatismo entre comunistas y socialistas de los años cincuenta. Pero el término que me interesa proviene de la segunda mitad del siglo XX, cuando comienza a tomar el mote de denuncia, pero de forma satírica, para señalar actos y comportamientos sexistas, racistas, machistas, clasistas y opresivos en los círculos intelectuales norteamericanos.

Lo que comenzó como una sátira terminó convirtiéndose en una doctrina. El lenguaje de la corrección política se institucionalizó.

¿Y en qué nos beneficia esto? Tomemos un ejemplo reciente: los discursos xenófobos del expresidente estadounidense Donald Trump sobre las comunidades minoritarias y migrantes del país, y su tono nacionalista, tendencia que está resurgiendo en otras partes del mundo de la mano de los demagogos y populistas. Estos políticos y sus fanáticos perciben una amenaza proveniente de fuera, de los otros, que intentan apropiarse de lo que les corresponde casi por derecho divino, y solo ellos, los patriotas, pueden neutralizarla. En casos así, el lenguaje de la corrección política trata de erradicar estos efectos nocivos: la xenofobia, el racismo, la violencia y la segregación social. ¿Quién podría estar en contra de esto?, se preguntará más de uno. Y tal vez con justa razón se responda que nadie, menos si se considera progresista y en su sano juicio. Entonces, ¿cuál es el problema con la corrección política y su lenguaje? La intención fundamentalista.

El uso de la corrección política se ha desbordado del ámbito político y social —lugar al que pertenece— a la apreciación y crítica del arte. Desde hace años existe la tendencia de catalogar las obras en función de una ideología, que puede ser bienintencionada, como las mencionadas, pero siniestras. Sí, las buenas intenciones también son peligrosas. Albert Camus lo definió del siguiente modo: «El mal que existe en el mundo casi siempre proviene de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad». En este sentido podríamos afirmar que la crítica que mira las obras de arte a través del lente de la corrección política no es mala sino ignorante. Ignora, pues, cuál es la diferencia entre crítica y activismo, y cómo y dónde nos servimos de una y otra.

En su columna de opinión del diario El País, Andrea Aguilar escribe que en una conversación con el escritor Marco Roth, autor de la novela La mancha humana (2000), en la que un profesor es despedido después de ser acusado de racismo, dijo que si solo nos dedicamos a hacer crítica ideológica no podremos comprender el valor estético de una obra, y caeremos en la trampa del neopuritanismo, que nos llevará a despreciar aquellas expresiones que atentan contra los valores morales impuestos por los grupos de poder, sometiendo la creatividad a la idea macabra de un «bien común».

En este sentido podríamos afirmar que la crítica que mira las obras de arte a través del lente de la corrección política no es mala sino ignorante. Ignora, pues, cuál es la diferencia entre crítica y activismo

Pero ¿quiénes son estos nuevos grupos de poder? ¿Quiénes lo conforman? A diferencia de los del siglo pasado, ya no son los socialistas ni los comunistas, ni un Estado dictatorial, ni una Iglesia o Partido. Son parte de la sociedad civil: activistas, intelectuales e incluso también artistas, que tienen como propósito, entre otras, una tarea educativa, y exigen que el artista, al igual que ellos, ponga su intelecto al servicio de una ideología. Octavio Paz los llamaba la intelligentsia. Y añade: «La intelligentsia mexicana, en su conjunto, no ha podido o no ha sabido utilizar las armas propias del intelectual: la crítica, el examen, el juicio» porque han hecho del compromiso «un arte y una forma de vida». Una mente comprometida con una ideología no puede hacer menos que complacer, por obligación o necesidad, a quienes la profesan.

Las obras y su discusión ideológica

La crítica del arte ha dejado de ver la creatividad u originalidad de las obras y se ha dedicado, principalmente, a ideologizarlas. Basta con que alguien denuncie que alguna expresión artística atenta contra un grupo vulnerado o históricamente violentado para que se rechace, se vete o boicotee de uno o varios modos hasta desaparecerla del plano público. La presión mediática que los activistas ejercen es tal que las empresas que se dedican a distribuir estas obras ya no se la piensan dos veces para censurarlas y descatalogarlas sin espacio para el debate o el diálogo. Así simulan su corrección política. Penosamente para todos, el ciclo se cierra con las partes creadoras que se autocensuran por temor al rechazo. La creatividad es sometida así a la falaz idea de priorizar el bien común. La dialéctica nunca ha sido tan despreciada como ahora, la era de los fundamentalismos.

Sin embargo, promover el discurso de corrección política en las obras no va a hacernos una mejor sociedad. Volvamos nuevamente al caso de los Estados Unidos. Cuando Barak Obama llegó a la presidencia apoyado por un movimiento muy poderoso de integración social, en el que los discursos de odio fueron combatidos desde el aparato del Estado, y al que se sumaron actores sociales prominentes, artistas e intelectuales, algunos pensaron, prematuramente y de forma optimista, que la cohesión social iba a ser firme y duradera. Pero lo que sucedió fue que al primer manotazo del trumpismo casi todo el tinglado del periodo de Obama se vino abajo mostrándonos su fragilidad. La realidad no cambió sustancialmente solo porque el discurso público fuera dirigido hacia ese promisorio paraíso construido con el artificio de la corrección política. El problema es más profundo y complejo que eso. Ocultar los vicios de la condición humana con un halo moralista no va a hacer que desaparezcan, así como censurar las obras que traten de perversiones o pasiones humanas no va a corregir a una sociedad acomplejada.

En su afán de moldear el mundo a su visión, la intelligentsia ha acometido con rabia contra los artistas y sus obras con razonamientos anacrónicos. Recientemente, el diario El País publicó una nota sobre el caso de Bright Sheng, músico y profesor en una universidad estadounidense. Sí, también en Norteamérica. Sheng creó un seminario para estudiar al personaje de Otelo, de Shakespeare a Verdi, que solo duró una clase porque, según él, se equivocó al proyectar un fragmento de la cinta que protagonizó Laurence Olivier caracterizado como un hombre negro, y dijo, tras ser reportado por sus alumnos, que no fue sensible con este grupo étnico por elegir una obra que los discrimina. No importó Ocultar los vicios de la condición humana con un halo moralista no va a hacer que desaparezcan, así como censurar las obras que traten de perversiones o pasiones humanas no va a corregir a una sociedad acomplejada que la considerara una de las versiones más apegadas a la obra de Shakespeare. Fue por otro tema. Fue por otra cosa. Los alumnos alegaron que no fueron advertidos que esta cinta se proyectaría en clase ni que tampoco hubo un debate o advertencia previa. El director de la universidad respondió que si Sheng la propuso fue porque seguramente tuvo motivos para hacerlo. Pero no bastó. Los alumnos no aceptaron la disculpa de Sheng, que tratando de justificar su postura de respeto y antidiscriminación les recordó que ha trabajado con músicos de distintas etnias y continentes a lo largo de su prolija carrera. Los alumnos interpretaron esto como algo aún más ofensivo y alegaron que eso sonaba a que «gracias a él» esos músicos, ya de por sí marginados, fueron empleados. El juicio estaba hecho: Sheng prefirió cancelar su seminario y renunciar a su cátedra que había impartido por más de veinte años. La intelligentsia venció.

Podemos mencionar tantos casos, como el de las obras del polémico Louis-Ferdinand Céline, que no pueden reeditarse porque la comunidad judía organizada lo ha impedido más de una vez. Céline, autor de la obra maestra «Viaje al fin de la noche» (1932), fue enjuiciado y encarcelado tras la caída del imperio nazi por haber publicado sus panfletos antisemitas «La escuela de los cadáveres» y «Bagatelas por una masacre». Resulta contradictorio e inexplicable que uno de los autores más brillantes del siglo XX permanezca censurado —en lugar de ser leído, revisado y criticado con inteligencia— mientras que el manual del líder e ideólogo de ese régimen sea reeditado y comentado, como «Mi lucha», de Adolfo Hitler. Si uno es justamente estudiado, ¿por qué al artista francés lo mantienen en la más abyecta censura? O qué decir de la persecución mediática, política y cultural de la que fue víctima Elena Garro después de publicar «El complot de los cobardes», texto periodístico en el que criticó algunos pasajes del mítico movimiento estudiantil de 1968 y a algunos líderes del movimiento. Su obra permaneció abandonada por décadas por haber sido políticamente incorrecta. O el «Ulises», novela de James Joyce, que fue tildada de pornográfica y obscena por los críticos más puritanos, que con base en la moral de su tiempo, lo quemaron y hasta lograron prohibir su distribución en algunos países. Sin embargo, ¿a quién le importan estas interpretaciones estrechas de las obras? Los tiempos cambian y los valores de las sociedades también. Por eso, la crítica que se enquista en los juicios morales de las obras es momentánea. Y por eso, también, las obras que no se embuten en la moral son las que perduran: porque están más allá de las intenciones educativas de la corrección política.

Ocultar los vicios de la condición humana con un halo moralista no va a hacer que desaparezcan, así como censurar las obras que traten de perversiones o pasiones humanas no va a corregir a una sociedad acomplejada.

Crítica contra activismo

Para reconocer cuándo un intelectual se convierte en activista basta con leer sus críticas: cuando exige que el artista y sus obras se ajusten a los tiempos políticos actuales, o dice que dicha obra atenta contra una lucha o movimiento social, que perpetúa problemáticas sociales y estereotipos…, etcétera. Esta crítica es más propia de un ideólogo que de un intelectual porque se olvida del valor estético, la originalidad y la contundencia expresiva de la obra en cuestión. Su propósito no es discutirla ni entenderla sino juzgarla moralmente: lo que considera justo y bueno. De este modo, supone, expurgará los discursos de odio, opresión y violencia del círculo cultural, y por ende, de la sociedad. Según su lógica: está primando el bien común. La primera pregunta que tenemos que hacerle: ¿es a través de los artistas y sus obras que puede construirse una sociedad mejor? O en términos llanos: una sociedad que deje de ser clasista, racista, etcétera. Schopenhauer pensaba que esperar «que nuestros sistemas de moral y nuestras éticas lleguen a hacer nacer personas virtuosas» es una insensatez, igual que esperar «que nuestros tratados de estética» puedan convertir a alguien en artista. Sigamos la fórmula: pensar que nuestra moral aplicada a las obras de arte va a mejorar a nuestra sociedad es igualmente una insensatez. El arte no puede supeditarse a una doctrina que pretenda regular el comportamiento colectivo con respecto al bien y al mal. El arte no sirve para catequizar.

Sin embargo vemos, para sorpresa de todos, que en lugar de alzar la voz y seguir creando según sus propias convicciones, los artistas de la intelligentsia se dejan arrastrar por esta ola de corrección política con tal de ser reconocidos. Y no solo eso: algunos abrazan con fervor estas ideologías, ilusionados con contribuir al tan necesario bien común. Y así pasamos de la censura intelectual a la autocensura, en la que los demás creadores aceptan estas reglas para no ser excluidos. Las obras pierden impacto y originalidad para convertirse en manuales de civilidad. La corrección política también es tiránica. Y el mercado es su perro de pelea.

En su texto «¿El arte y el entretenimiento deben ser políticamente correctos?», publicado en el New York Times, el columnista y crítico Wesley Morris señala que esta confusión entre activismo y crítica, que es evidente, ha empañado la discusión pública de las obras, especialmente las de corte popular, como las series de televisión y películas. Con ejemplos claros y cotidianos, Wesley nos muestra cómo la discusión ideológica de las obras nos lleva a un callejón sin salida. Para muestra, el siguiente: unas personas que estaban de visita en un museo de arte se sintieron profundamente ofendidas al ver una pintura, «Open Casket», inspirada en el caso de Emett Till, un adolescente negro que fue linchado en 1955 en Mississippi. Estas personas le exigieron al museo que destruyera el cuadro alegando que la pintora, Dana Schutz, «no tenía por qué pintar a un joven mártir negro». Wesley asegura que la ofensa no fue por la pintura en sí misma, un cuadro abstracto de tonos amarillos y cafés, sino por quien la hizo. Alegaron que a esa artista, una mujer blanca, «no le tocaba contar esa historia». Pero, ¿es esta una razón suficiente para impedirle a la artista pintar un cuadro?

Pensar que nuestra moral aplicada a las obras de arte va a mejorara nuestra sociedad es igualmente una insensatez. El arte no puede supeditarse a una doctrina que pretenda regular el comportamiento colectivo con respecto al bien y al mal. El arte no sirve para catequizar.

Además de esta confusión, entre crítica y activismo, me atrevo a plantear otra: la del el papel que juegan los artistas y el resto de los actores públicos en la sociedad.

Se suele imputarle a los artistas una función que no les corresponde: la de educar a través de sus obras. Otros, los más eufemísticos, le dicen sensibilizar. Pero como vemos, los artistas no tienen ni deben asumir una función social ni pedagógica. Porque uno no lee a Cervantes para documentar casos clínicos en psiquiatría, ni a Rulfo para entender los usos y costumbres de una comunidad, ni a Borges para iniciarse en el estudio de la física cuántica. Entonces, ¿por qué hacer una crítica moralista de las obras? ¿Por qué esperamos que las obras de los artistas edifiquen al ciudadano civilizado y progresista? (Aquí cabría una crítica a la idea del progreso y su fin político pero no hay espacio para ello. Solo puedo recomendar la conversación televisada de Octavio Paz titulada «Crisis del futuro», o como él le decía: el ocaso.) A los artistas y a sus obras se les exige y censura como si fueran políticos, académicos o periodistas cuando su labor es otra. ¿Acaso le exigimos a estos que sus discursos sean introspectivos, que reflexionen sobre la condición particular del individuo, que sus investigaciones tengan pretensiones estéticas o que en sus textos consigan ficciones plausibles? (Tal vez en el periodismo de investigación consigamos algo de esto, pero tiene la desventajosa obligación de ceñirse a los hechos).

El artista no tiene que pedirle permiso ni rendirle cuentas a nadie para crear su obra. Esta nace de sus intereses particulares, de sus inquietudes y aspiraciones, y nadie puede impedirle que exprese lo que es capaz de hacer. Tampoco tiene por qué limitarse, a decir de estos activistas, a crear algo que le corresponde, ni supeditarse a lo que su seudocrítica tenga por bueno. Su creatividad solo depende de sus capacidades, y de su talento dependerá que la obra valga por sí misma, no de los tiempos que corren para crearla o exhibirla.

Artistas, críticos, y sus obras

Tanto en cuestiones sociales como artísticas no podemos hablar de una verdad irreductible. No existe tal cosa como el lado correcto del mundo, como se cansan de repetirnos los políticos demagogos: «Decretar la verdad —nos recuerda el filósofo y sociólogo español Fernando Muñoz— es elevar la voz para pronunciar: “Yo, el Estado, soy la verdad” o “Yo, el Mercado, soy la verdad” o “Yo, la Sociedad, soy la verdad”». Por eso debemos resistir la tentación de dejarnos arrastrar por la crítica ideologizada: porque el tan ansiado bien común no va a alcanzarse a través de los artistas ni de sus obras. Tal vez el muralismo mexicano sea el ejemplo más claro del límite entre la intención educativa del creador y su capacidad para conseguir un propósito edificante.

El arte no reproduce al mundo. Ni va a mejorarlo. Es, en todo caso, una interpretación de él. El escritor, y los artistas en general, sintetizan (por decir lo menos) las partes de una realidad que los conmueve por alguna razón. Se llenan con eso y tienen que expresarlo, lógicamente, en términos estéticos, no escolásticos ni académicos o panfletarios. La inquietud es personal. Y la concepción de la obra no es comunitaria: sucede en la soledad. Este complejo proceso está alejado completamente de cualquier intención pedagógica. Porque no se puede enseñar a ver, a percibir, a imaginar. A crear.

La concepción de la obra no es comunitaria: sucede en la soledad. Este complejo proceso está alejado completamente de cualquier intención pedagógica. Porque no se puede enseñar a ver, a percibir, a imaginar. A crear.

Entonces, ¿no es suficiente con que el artista tenga que cumplir con su titánica labor de rehacer al mundo y presentárnoslo de forma sostenible como para encima exigirle que abrace con vehemencia una causa social? ¿Quién dijo que la principal motivación de hacer arte es moldear a una sociedad? O como Jorge Luis Borges dijo: «Yo creo que el deber de un escritor es ser un escritor, y si puede ser un buen escritor está, entonces, cumpliendo con su deber». En el mismo tenor: el deber de un artista es hacer arte, no un tratado sociológico ni un prontuario cívico o ético ni una obra moralizante. Para eso existen otras disciplinas y otros actores. Y los intelectuales que ejercen la crítica tienen que estar a la altura de las obras y cumplir con su labor. También deben evitar en lo posible la cómoda actitud de alabar o vilipendiar en función de lo que juzgan como bueno y justo. Eso es muy fácil. Cualquiera puede hacerlo. Y lo vemos todos los días en las redes sociales. Hacen falta clarividencia y talento en la labor de los críticos. Porque, como dijo Octavio Paz: «La crítica es imitación creadora, reproducción de la obra.»

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