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JOSÉ HOLGUERA Y SU DIÁLOGO CON LA CRUZ

H. ANTONIO BARREÑADA GARCÍA

“Mirar un cuadro” fue el nombre de aquella serie de los años ochenta de nuestra Televisión pública cuya finalidad, se decía, era “ayudar a percibir y conocer mejor, a través de los comentarios de diferentes personajes del mundo de la cultura, el valor plástico de obras de arte”. Se decía también de este programa que “robaba la autoridad a la Academia”, cambiaba el foco de atención y lo llevaba a la calle. Cómo mirar un cuadro, una creación artística, es título de notables artículos, libros, cursos… empeño inagotable en educar para mirar, para entender, e incluso para sentir, el mensaje, lo que se presume fue intención, bajo lo que, tantas veces, no es evidente.

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Inconscientemente, el espectador, el que mira, entabla un diálogo mudo con los objetos que contempla, ensamblando las caras varias del signo (significado, sentido…) a la luz de las emociones. Para el autor, el que crea, su canal de comunicación, su lenguaje y código, lo son ese método de conocimiento y de modificación de la vivencia y del mundo que se dice Arte. En ocasiones llega a intervenir en esa escena (sin darle pábilo a la enorme dificultad que encierra) quien tiene la pretensión de ser guía y glosar lo que el artista no ha querido, tal vez, ni nombrar ni decir… O sí.

Aguatinta al azufre, el lenguaje, la técnica empleada en este grabado, a través del que dialoga su autor. Sobran argumentos para darle a este modo de crear el valor que tiene, en nada menor a otros “géneros artísticos”.

Falta, eso sí, resaltar las cualidades que le corresponden y en este caso destacan sobremanera: el punteado que en la estampa muestra suave graneado, tonos de gran delicadeza, alcanzados tras el justo tiempo de exposición del cobre a la mezcla de azufre y aceite. En cada trabajo, búsqueda de lo escondido y descubrimiento, junto al logro sobre el papel con cuerpo y alma, de las propias cualidades, las que giran bajo ese otro tórculo de la vida, del individuo que se siente satisfecho, incluso bendecido, con la dignidad del artesano, siempre reivindicada por Holguera.

Un signo, el más elemental posible, con dos simples trazos, al que se le buscan diversos antiguos referentes de vida, el que refiere al concreto cruel castigo hasta la muerte… El signo de la Cruz, al que aquel viejo catecismo, que memorizamos (y sin embargo aprendimos) en tardes frías de escuela y parroquia pequeñas, definía en su tercera entrada: “- ¿Cuál es la señal del cristiano? – La señal del cristiano es…”

Mirar la Cruz, y, si nos fuera posible, entender su significado, comprenderla. Lutero contrapuso al “teólogo de la gloria”, el que dijo en sus disputas que llama a lo malo bueno y a lo bueno malo, al “teólogo de la cruz”, del que dice “denomina a las cosas como en realidad son.” “Mirar a Cristo. Ejercicios de Fe, Esperanza y Caridad” se tituló publicación de 1989 en la que se recogían unas lecciones impartidas por el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, para las que se apoyó en el trabajo de reflexión llevado a cabo por Joseph Pieper (el filósofo que, entre tanta búsqueda amorosa de la Verdad, trató del arte y la contemplación) las virtudes teologales, las que, en lengua de la calle, se dicen Creer, Esperar, Amar; la realidad para la que hemos sido llamados, y hacia la cual queremos caminar. En las primeras líneas de aquellas lecciones suyas señalaba el teólogo de la espiritualidad profunda, pastor y predicador, que “sólo se puede ejercitar aquello que de alguna forma ya se posee”, a lo que seguía: “puesto que la existencia cristiana no es un arte más junto a otros, sino simplemente la existencia humana vivida tal y como se debe, se podría afirmar que queremos ejercitar el arte de la vida justa. Queremos aprender el arte de las artes: la existencia humana”.

El rostro no es el rostro de las láminas./ Es áspero y judío. No lo veo/ y seguiré buscándolo hasta el día/ último de mis pasos por la tierra./ El hombre quebrantado sufre y calla…

Rezó el “agnóstico” Borges en su “Cristo en la Cruz”. En Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, celebrada en la Divina Liturgia Bizantina, el sucesor de Benedicto XVI recordaba el significado del Signo: “un cristianismo sin cruz se vuelve estéril”. La palabra del Papa Francisco vencía nuestros acomodados silencios:

“Nosotros proclamamos a un Mesías crucificado […], fuerza y sabiduría de Dios.

[…] El Apóstol no esconde que la cruz, a los ojos de la sabiduría humana, representa todo lo contrario, que ella es «escándalo» y «locura» (1 Co 1,23-24). La cruz era instrumento de muerte, y sin embargo de allí ha venido la vida”.

Miro el grabado en el que se comparte con nosotros el diálogo con el Crucificado. Sé que Jose Holguera tampoco calla, que grita con dulce suavidad, desde su taller tan a pie de Santa María nuestra, que frente a la ley vieja, después de la Cruz sabemos que no hay que temer la mirada de Dios, porque “el mirar de Dios es amar.” Quien mejor nos lo enseñó tiene en nuestra tierra imagen bajo la que desde niños conocimos la Lamentación de la cual aún no entendimos cómo releer: los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay amor como el Amor mío.

Un sentido añadido, o más de uno, puede provocar en nosotros (lo hace en mí) esa cruz que cobija entre sus brazos espacios no vacíos, pero quede ello como humilde sugerencia para que cada uno dialogue, mirando a la Cruz y raseando hacia la Resurrección.

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