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FOGONAZOS DE RECUERDOS: SEMANA SANTA AÑOS 60

MARÍA GARCÍA ÁLVAREZ (*)

En la segunda mitad de los años sesenta León era una ciudad aburrida para una niña de diez o doce años. Pasadas las Navidades se abría un gran desierto de días y días como una cuenta atrás lenta e interminable hasta la Semana Santa. Los Carnavales no existían, o más bien, no se celebraban y todo el mundo esperaba con ganas la llegada de la Semana Santa.

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El Domingo de Ramos siempre se estrenaba algo para ir a misa: zapatos, vestidos y, con los ramos, salíamos corriendo hacia la Plaza de Santo Domingo ansiosos de ver a la “burrita”, siempre en un domingo soleado y festivo.

El Lunes y el Martes Santo no inspiran especiales recuerdos, pero el Miércoles Santo… había un preso que, encapuchado y con paso lento, procesionaba escoltado por los hermanos de la Cofradía del Perdón. Cuando se acercaba se oía un murmullo: “Ahí va el preso”. ¿Qué habría hecho? ¿Cuántos años llevaría preso? Lo mirábamos con una mezcla de temor y respeto. En el fondo daba igual, era un preso perdonado.

El Jueves Santo ocurría algo sorprendente: un sacerdote o incluso el Sr Obispo lavaba los pies a otros sacerdotes. Un acto de humildad difícil de interpretar para una niña. Por la tarde el paso de la Sagrada Cena, del cual no se podía apartar la vista, con sus figuras impresionantes y la premonición de la muerte. Alguien entre la multitud me sacudió el brazo violentamente y, señalando a una de las figuras, dijo: “Mira, mira, el que lleva la bolsa es Judas, el traidor que vendió a Jesús por las monedas de esa bolsa.”

La tarde del Jueves Santo, recorrido de iglesias para adorar al Santísimo Sacramento. Las miles de flores junto con el vivo resplandor de las innumerables velas, que iluminaba un trasiego de fieles, dejaban y hoy en día dejarían boquiabierta a cualquier niña.

En la madrugada del Viernes Santo: “Hermanitos de Jesús, levantaos ya, levantaos que ya es hora” pregonaba la ronda de papones que venía a buscar a nuestros vecinos: Lolín y Pines. Años después, ya emigrantes en Suiza, siempre volverían para responder a la llamada de los Hermanos del Dulce nombre de Jesús.

El Viernes Santo era el gran día: Jesús en el Huerto de los Olivos, su mirada clavada en un ángel con una expresión triste, y a la vez anhelante que encogía el alma, los Azotes a la Columna con la corona de espinas incrustada en un rostro pálido y ensangrentado y la bellísima y llorosa dolorosa que cerraba la procesión. A las tres de la tarde el Sermón de las Siete Palabras se escuchaba por los altavoces en San Marcelo y sus calles aledañas y, en casa, por la radio : “Padre, padre en tus manos encomiendo mi Espíritu”. ”En verdad te digo que mañana estarás conmigo en el Paraíso”, era la palabra favorita, quizá por el tono optimista en medio de tanto sufrimiento y dolor que, a modo de membrana envolvente convertía a los presentes en auténticos participantes en la Pasión de Cristo. Por la tarde, ya casi de noche, se celebraba el Santo Entierro y ahí estaba Jesús muerto, en su sudario, dentro de una urna de cristal con una piel descolorida y blanquecina. Así debían ser los muertos.

El Sábado Santo siempre era una especie de túnel muy oscuro. Cristo estaba muerto y no ve veía la luz. Pero ¡ah!, el Domingo de Resurrección era otra cosa: estallaba una alegría infinita que te levantaba el alma y quitaba el miedo del corazón. El Encuentro en la Catedral era lo más bonito de la Semana Santa. Todo era bullicio y algara- bía. Todos se saludan, reían y lejos quedaba aquel silencio angustioso y premonitorio de muerte del Jueves Santo o aquella presión en el corazón del Viernes Santo al ver a Jesús sufriendo en la Cruz. La luz y la vida habían triunfado.

(*) María García Álvarez es funcionaria en excedencia de la Consejería de Educación en Madrid y escritora ocasional, leonesa

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