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Antonio Manilla
JULAR/66
MEMORIAS DE MEMORIA DE CLARABOYA
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Una vez me pidieron una semblanza propia en tercera persona. Su primera línea era esta: «Antonio Manilla se formó como poeta en la amistad y magisterio de dos autores de la revista Claraboya: José Antonio Llamas y Ángel Fierro». Ahora que lo pienso, hice la mili como escritor compartiendo cafés y revistas, lecturas y discusiones, porque luego fui a caer en la tertulia Oliver de Oviedo en torno a José Luis García Martín y Víctor Botas, en la misma quinta de poetas y sin embargo amigos como Xuan Bello, Pelayo Fueyo, José Luis Piquero, Lorenzo Oliván o Javier Almuzara. Con Fierro y Llamas, junto a Juan y Fulgencio Fernández y José Manuel Rodríguez, siendo apenas un mozo, colaboraría en Los Argüellos Leoneses y en Picogallo. Ful y yo tardamos en acabar de creernos que aquellos dos históricos poetas a los que admirábamos se pusieran en primera línea de trinchera en unas humildes publicaciones de circunscripción local por mucho que, por serlo, aspirasen a lo universal sin fronteras. Su experiencia quedó acreditada en el primer comité de redacción desde el principio: a mí me quitaron del «lubumba» —un combinado de cacaolat con coñac— y a Ful del café, poniendo gin tonic para todos. Al calor de una cocinona o de una galería inundada con el insoportable aroma de los manzanos florecidos nacería, también bajo su impulso, la semana cultural más antigua de la provincia, en Cármenes, con exigentes programas que conjugaban la cultura con lo popular —en alguna ocasión salieron de su ámbito varios montajes o propuestas, en gira como modernas misiones pedagógicas— y vivero de convivencia con todos los artistas, músicos, actores y escritores que fueron pasando por ella. Por esas vivencias y amistad compartidas, con el tiempo ampliadas en menor medida a otros de los claraboyos, Alfredo García me ha pedido unas líneas para Encuentros en Scalada que encantado me apuro a redactar desde la admiración y el afecto, contando hasta donde es debido y velando lo que ha de quedar para siempre en la memoria personal y seguramente despareja de sus actores. A Agustín Delgado, con el que apenas estuve en un par de ocasiones, era como
si lo conociera de toda la vida. Eran tantas las historias y hazañas que de él me habían contado de la etapa de la revista Claraboya que acaso uno no percibía al hombre ni al poeta, sino al mito, mitad amigo, mitad líder ideológico de la revista. Fue la mente preclara de los editoriales más combativos e ideológicos, el defensor destacado de la línea dialéctica, el que pisó la mayor parte de los charcos de la polémica estética, quien intentó con más ahínco conjugar teoría y práctica en su escritura. Un «sabio prematuro». Uno lo acompañó hasta donde pudo: a partir de Discanto, pero sobre todo desde de los Sansirolés, donde el despojamiento verbal es máximo, el lector que soy confiesa que no fue capaz de seguirlo. Seguramente se adelantó a su época y a las siguientes. La unanimidad de los claraboyos, cuando aún lo recuerdan, tan a menudo, es inquebrantable. Genio y figura sobre todas las demás cosas.
Junto a los cuatro mosqueteros de Claraboya, aquella ventana de papel abierta que llegó para orear a la sociedad literaria aletargada bajo la lámina pantanera de la dictadura, estaban también velando sus primeras armas «los gráficos», los artistas que con tanto brío ilustraron sus páginas, «pintando lo que escribían los poetas».
Antón Díez, un narrador oral inconmensurable ante cuyo verbo su propio hermano, Luis Mateo, maestro de ficciones, cierra el pico y deja que sea él quien cuente, mostraría tempranos afanes de aventajado tipógrafo en la confección de los números inaugurales de la revista. La primera fotografía de Sabino Ordás, el Sabio de Ardón, realizada en 1995 en Cármenes durante el encuentro «Escritores en Concejo» (por el nombre del suplemento de Artes y Libros que durante algunas temporadas apareció en La Crónica de León) pocos saben que le muestra a él disfrazado del maestro apócrifo exiliado varias décadas en Estados Unidos. Creación de Luis Mateo Díez, José María Merino y Juan Pedro Aparicio, durante años supo labrarse un gran prestigio de crítico literario desde las páginas culturales del diario Pueblo.
Al lado de Antón, Javier Carvajal e Higinio del Valle, el Pasta para los claraboyos, que ya habita al otro lado del tiempo y en cuyo estudio ovetense —del que al joven universitario que yo fui graciosamente le dio una llave «para tus cosas»—, una tarde en que estaba ayudándole a pasar a limpio las calificaciones de sus alumnos del instituto, al extrañarse uno de que todos tenían de aprobado para arriba, me explicó: «Ya los suspenderá la vida». Así era Higinio. Un histórico del socialismo asturiano que nunca aspiró a un cargo y que bajaba al bar para ver los finales de las etapas ciclistas «con calma», con un trasfondo de generosidad y humildad intelectual compartida con el resto de sus compañeros de aventura editorial. Las vistas desde aquella buhardilla de Pumarín en que la radio siempre estaba puesta en un canal de noticias, porque también desde provincias había que estar al tanto de lo que ocurría en el mundo, eran gloriosas. Hay puestas de sol y amaneceres que mi memoria todavía los celebra con la nostalgia de lo que sucedió ayer mismo, aunque ocurrieran hace más de veinte años, con el fondo de Radio Nacional de España.
A Luis Mateo Díez lo conocí mucho después de haber leído y admirado sin fisuras sus primeros libros, y no quiero dejar de señalar que Señales de humo, su único poemario, como ocurre con Cumpleaños lejos de casa de José María Merino, ambos magistrales narradores, es notable y merece relectura y rescate.
Del día que lo conocí no sé si puede contarse todo, pero lo que sí es que fue durante una comida un día que iba a dar una conferencia en el Real Aero Club de León. Venía de Madrid y no quería melindres, sino uno de esos menús cuya contundencia hacen imposible la confusión geográfica o, como diría Juan Ramón, que dejan un «olor a establo y madre». Terminamos en la desaparecida Casa Ángel, engullendo callos, trasegando vino peleón y bailando sobre una de las mesas. La situación parecía sacada de una de las novelas que aún no había escrito, de esas en las que la frustración de la oscura provincia ha dejado paso a un surrealismo estupefacto de hombres que van con su propia cabeza en la mano. Fulgencio y yo nos fuimos luego a la redacción de la antigua Crónica, a reseñar lo que nos había contado que iba a exponer. El padre de uno asistió a aquella disertación del maestro y al día siguiente se mostró bastante extrañado de que nada de lo que habíamos escrito lo había dicho Mateo en la conferencia… Había sido mucho mejor.
Pienso que todos los claraboyos extrajeron este aprendizaje de su veinteañera experiencia de un lustro en la revista: interés por lo incipiente y un agudo espíritu autocrítico, un modo de afrontar el oficio de escritor en que lo importante es el texto y el resto es espectáculo, afueras de la literatura. Solo así se comprenden estos dos extremos: la autoexigencia con la propia obra y la bondad con la de los jóvenes principiantes que un día les acercaron sus temerosos primeros trabajos. Así me ocurrió a mí, que bajo la sombra del magisterio y amistad de Ángel Fierro y José Antonio Llamas encontré el apoyo y ánimo para no desfallecer a la orilla y por eso mismo, ahora, se me hace acaso más difícil escribir sobre ellos.
José Antonio Llamas me invitó a sacarme el carnet de conducir en su auto-escuela de Pola de Lena en un mes. Dormía en su biblioteca y en aquellas cuatro semanas leí mucha más poesía —sobre todo de los sesenta y los setenta, desde la revista Camp del´Arpa al catálogo completo del poeta y editor José Batlló, director de El Bardo, Martín Vilumara era su seudónimo como crítico, cuyas relaciones con Claraboya quizá no hayan sido lo suficientemente resaltadas—; mucha más poesía, decía, que código de la circulación, por eso conduzco de milagro y por los pelos, no sin algún que otro arrebato lírico. Cada día tomábamos alguna carretera retorcida y terminábamos comiendo en los figones de remotas aldeas, en los que siempre aparecía alguien a agradecerle a Llamas que hubiera enseñado a conducir a uno de sus parientes. La humanidad que Claraboya siempre postuló sobre todas las cosas se hacía así carne, herida en la que meter la mano incrédula, cada jornada ante mis ojos.
Como esa bonhomía, el estro literario de Toño Llamas también carece de límites. Sus amigos bromeamos con que padece «horror vacui» ante un folio en blanco y ahí está, esperando su editor, la narración desmedida de una abuela incorrupta que él fue tejiendo pacientemente, sin desmayos, en su hórreo en la montaña. Ese pecado venial de incontinencia los lectores de su poesía no sólo se lo perdonamos sino que se lo agradecemos, porque entre sus versos siempre termina apareciendo la gran poesía. En un desmemoriado como yo, quizá quiera decir algo que el único poema que me sepa completo sea uno de José Antonio Llamas que se titula «Soy» y comienza: «No ave / sino cauce». Su obra es un río profundo en cuyo lecho habitan criaturas fabulosas. Sobre Ángel Fierro, uno ha oído en varias ocasiones a los miembros de Claraboya
manifestar que era el poeta-poeta de los cuatro fundadores. Eso del «poeta-poeta» es algo que se estila mucho y se aprecia nada más entre los literatos, siendo un concepto completamente ajeno a la crítica y probablemente imposible de homologar en los estudios universitarios. Carece de traducción a un discurso metodológicamente aceptable, pero en el fútbol puede encontrarse un parangón bastante aceptable: el del nueve-nueve. Para quienes no estén versados en este deporte, digamos que aproximadamente sería el poeta puro, el de una sensibilidad que no es distraída por los ruidos del mundo, que encuentra en sí misma sus propios descarríos líricos. La efectividad, de cara al gol del poema, en bruto. Al menos medio Responde amor —su primer libro de versos— querría haberlo escrito uno. Y eso por no entrar en sus Romances del Moro Qil, que legendearon la historia de un pueblo que es el suyo y el mío.
Con Ángel Fierro hemos tenido la ocasión de «torear» en algunas plazas de los pueblos de la montaña leonesa, llevando poesía o música allí donde quisieran recibirlas. Él las conoce todas, y la labor etnográfica y de recuperación del patrimonio que viene realizando en los pagos de los antiguos Argüellos, con especial atención a los valles definidos por los cursos de los ríos Torío y Curueño, sin descuidar su creación poética, tiene un valor incalculable desde mi punto de vista: más pronto que tarde, desgraciadamente, serán el único testimonio y memoria de este trozo nuestro de la España abandonada y obligada a asistir a su propio entierro. Con su alma de poeta-poeta, fatigando los archivos y echándose a los caminos, investiga, entrevista y fotografía. Rescata los restos del naufragio de unos modos de vida en los que no existía ruptura entre el hombre y su entorno. Hace el paciente inventario que al menos ha de salvar el recuerdo de un mundo rural que se desvanece. Erige un museo contra el olvido con el último aliento exhalado por una época que no se merecía tantísima injusticia.
Para terminar estas personales memorias de memoria sobre los miembros de Claraboya, no querría dejar de incidir en un asunto que ya apunté en mi colaboración en el libro Claraboya y sus amigos. Es corriente atribuir el cierre de la revista, decretado en 1968 por el ministro de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne en una visita a León, al poema de José Antonio Llamas «No amanece», pero uno piensa que la causa —aunque aquel fuera el detonante, la excusa— no fue estrictamente esa alusión al himno de la Falange, puesto que, años antes incluso del primer número de la revista leonesa, la Diputación de Murcia había premiado y publicado un poemario de Salvador Pérez Valiente con el mismo título y no se produjeron represalias. Allí avanzaba algo en lo que cada vez tengo más convicción: la razón más bien serían las envidias provincianas y los rencores concretos de algún leonés bien colocado en la lista de los afectos al régimen… Una mano anónima, tenaz y vengativa, que bien está sumida en el olvido y además no importa.