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La encrucijada del empresariado nacional

Ahora que el gobierno anuncia la “Era del cambio” creemos necesario detenernos en la situación que afrontan las empresas colombianas. Empecemos por su tamaño: las microempresas constituyen el mayor conjunto, 81,2%, las pequeñas el 7,5%, las medianas son el 1,5%, al paso que las grandes empresas representan apenas el 1,1%; otras, el 8,7%.

Este resultado se originó en gran medida en la conquista de que fue objeto Colombia para que se le implantara un régimen centrado en el recaudo y el saqueo, y en perjuicio del desarrollo las fuerzas productivas como son el agro, la industria y el comercio. Largo tiempo demoró el país en llegar a un incipiente desarrollo industrial, que tuvo su mayor avance entre los años 1950-1990; dicho logro, sin embargo, sepultó dos de los principales eslabones de la cadena logística de transporte como eran los ríos y las vías férreas.

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A partir de los años 90, y hasta el presente, ha imperado un proceso de desindustrialización apalancado en la “apertura”, y en la década del 2000 con la firma de tratados de libre comercio, política que se sustentó en la falaz premisa de volvernos los grandes exportadores. Sin embargo, lo que sucedió fue la pérdida del mercado interno, situación apenas predecible debido a los altos costos del crédito y la electricidad; una deficiente infraestructura de vías, impuestos altos y contrabando desbordado. Las empresas que podían entrar a competir realizaron actualizaciones en sus sistemas de producción y maquinaria, pese a lo cual hoy tan sólo funcionan al 40% de su capacidad: fueron sacrificadas al verse obligadas a competir con naciones que subsidian de diferentes maneras sus productos, repercutiendo directamente en la destrucción de empresas y la pérdida de empleos.

El resultado de un modelo económico equivocado deja como consecuencia empresas con un alto grado de rezago, una informalidad del 60%, una población empobrecida y con un desempleo del 12,9%, una balanza comercial deficitaria en los todos los sectores productivos; un crecimiento del PIB de 2,1 promedio en los últimos 15 años y un ingreso per cápita de 6000 dólares anuales.

Devastadora es para Colombia la incidencia de la situación internacional. Crisis de contenedores y materias primas; la guerra entre Ucrania y Rusia y sus efectos inflacionarios sobre el precio de los alimentos y en la generación de energía; una deuda externa desbordada y un dólar por las nubes. Contrariando el interés de la prosperidad nacional el Gobierno decide suspender ahora los contratos de exploración y explotación de petróleo y carbón, dos de las principales fuentes de ingresos del país, cuya perniciosa consecuencia será el marchitamiento de las industrias del sector energético y de la producción vinculada a este ramo.

Con patente de corso, las transnacionales quieren perpetuar la máxima ganancia, veamos: las nuevas empresas de tecnología avanzada solicitan que no se aumente el cobro de impuestos y se les mantengan las prerrogativas que tienen a lo largo de toda Latinoamérica. Se evidencia en las Apps del sector transporte y alimentos emprendimientos exitosos sin asumir la responsabilidad laboral con sus empleados; los hoteles y la industria gastronómica pretenden que no se les cobre el IVA y el impoconsumo; al mismo tiempo, otros sectores solicitan poder realizar el descuento del ICA en el impuesto de renta.

El fruto de la “apertura” y del “libre mercado” no puede ser más desolador: las ventas informales de alimentos pululan en las esquinas a lo largo de todo el país sin poder cumplir las normas de salubridad y el pago de impuestos. Las empresas acuden a procesos productivos por medio de satélites para reducir costos; de igual manera persiste la gestión pública del Gobierno nacional y distrital con plantas de trabajadores completamente tercerizadas.

Es el panorama en donde ha tomado cuerpo la economía del “rebusque” al filo del despeñadero, lugar donde se libra el pulso entre la formalidad y la informalidad. Es la encrucijada del empresariado nacional.

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