Hoja Parroquial - 2 de Marzo de 2014 - Num. 9

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N.º 9 • VIII D o m i n g o O r di n a r i o . C ic l o A

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• 2 de Marzo de 2014 •

Confiar en DIOS

ste domingo, escuchamos en el Evangelio uno de los fragmentos más duros y, al mismo tiempo, más poéticos de todo el sermón de la montaña. Por un lado, se nos ha dicho que en la actitud cristiana no caben las medias tintas: o servimos a Dios o nos hacemos esclavos del dinero. Por el otro lado, se nos ha exhortado, con frases impregnadas de amor a la naturaleza, a poner toda nuestra confianza en Dios, que, como madre amorosa y solícita, siempre cuida de sus hijos. Cuando el dinero se vuelve un ídolo Cada vez que oímos o leemos esta frase: «No podéis servir a Dios y al dinero», nos produce la impresión de que Jesús exagera un poco, como si el dinero fuera una realidad tan poderosa, que pudiera equipararse con el mismo Dios, hasta el punto de constituir un obstáculo insalvable para el establecimiento del Reino en el corazón del hombre y en el seno de la sociedad. Evidentemente, el dinero –y todo lo que el dinero representa– no es una realidad mala en sí misma. Es un instrumento necesario para la satisfacción de las necesidades de la vida humana. Lo que es malo es que, en la apreciación que los hombres

hacemos del dinero, deje de ser eso, un instrumento, un medio, y se convierta en un fin en sí mismo, una finalidad casi absoluta de toda la existencia humana. Es entonces cuando se transforma en un ídolo, y el amor que los hombres le profesan se presenta como una idolatría, tal como afirma san Pablo en una de sus cartas. Hacer del dinero y de las riquezas un ídolo significa para el hombre poner toda su confianza en la posesión material de los bienes de la tierra, lo cual importa necesariamente dejar de confiar en el único valor absoluto, que es Dios. Si Jesús condena el amor a las riquezas, no lo hace para que nos quedemos en una situación negativa de indiferencia o de aversión hacia los bienes materiales: lo hace porque desea que alimentemos la actitud positiva de confianza en ese Dios que es, a la vez, Padre providente y Madre acogedora de todos, de acuerdo con la bellísima expresión de Isaías que hemos escuchado en la Primera Lectura: «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré».

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