Arquidiócesis de Guadalajara, A.R.
VI Domingo Ordinario, Ciclo B
11 de Febrero de 2024
NO. 6
«Si tú quieres, puedes curarme – ¡Sí quiero: Sana!»
E
l texto del Evangelio de este domingo nos presenta la sanación milagrosa de un leproso que se acercó a Jesús para pedirle que lo curara. A primera vista, sería uno de tantos prodigios realizados por el taumaturgo Jesús de Nazareth. Sin embargo, en esta ocasión nos encontramos con algo más profundo, se trata de una epifanía o manifestación de la identidad divina de Jesús. Si atendemos al texto, pero en su idioma original –el griego–, nos encontramos con que, cuando el leproso se dirige al maestro para suplicarle «si tú quieres, puedes curarme», el verbo traducido como “curar” más precisamente significa “purificar”; lo cual hace referencia a la pureza que en el sentido bíblico significa tener plenitud de vida, mientras que caer en impureza significa carecer de vida. El leproso era, por eso, calificado como un ser impuro al cual le falta vida en plenitud, y por su condición tornaba impuro a quien tocaba, de ahí que en la Ley se prohibía toda forma de contacto con él.
Jesús, sin embargo, «extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: queda puro!”»; según la estructura mental de los que atestiguan esta escena, Jesús debería contraer la impureza del leproso, pero al final a éste «se le quitó la lepra y quedó puro». De modo que Jesús toca al leproso, pero no se contagia de su impureza, sino que al contrario lo purifica, es decir, le devuelve la plenitud de vida. Aquí está la revelación teológica, pues ¿quién sino sólo Dios puede dar la vida y purificar –es decir, devolver la plenitud de la vida– a quien ya sólo era “un muerto que aún respira”? La única solución a esto está en reconocer que Jesús de Nazareth no es un simple hombre, sino que verdaderamente es el Emmanuel, el Dios con nosotros. 1
En el Evangelio de este domingo, ya próximos a comenzar la Cuaresma –tiempo de preparación para la Pascua–, se nos recuerda que en Cristo está la fuente de la vida, es Él quien tocándonos puede purificarnos de nuestra lepra espiritual, el pecado. Acerquémonos, pues, a Él con confianza, pidiéndole que tenga compasión de nosotros y nos purifique, nos vivifique. En cada Eucaristía, por medio de la Comunión sacramental, tenemos esa oportunidad de acercarnos al Señor y ser tocados por Él, no dejemos de recibir este «sustento por el cual verdaderamente vivimos» (oración después de la Comunión).