Parroquial Hoja
N.º 52 • Domingo IV de Adviento / Ciclo C
• Diciembre 23 de 2012 • Fundada el 4 de junio de 1930. Registro postal: IM14-0019, impresos depositados por sus editores o agentes. INDA-04-2007-103013575500-106
Arquidiócesis de Guadalajara, A.R.
“Dichosa tú, que has Creído”
E
n un pueblo en el que se vive de la Promesa y para la Promesa, los hijos son una bendición y la esterilidad una desgracia. Pero si cualquier hijo es ya para su madre una bendición de Dios, mayormente Jesús para María, y no sólo para ella, porque Jesús es la Promesa cumplida, la Palabra hecha carne. Todas las esperanzas de Israel van a parar y a granar en Jesús, que es el fruto bendito de su vientre, del vientre de María. Por Jesús y en Jesús, el hijo de María, Dios bendice a todos los hijos y a todas las madres, Dios bendice la vida y ésta tiene sentido. Y por eso María es, entre todas las madres, la más bendita. No podemos imitar a María en su función de Madre de Jesús, a quien engendra en sus entrañas y lo da a luz en Belén. Pero esto, que es inimitable, no es de suyo digno de alabanza, ni constituye mérito alguno delante de Dios. Lo que sí es digno de alabanza y lo que constituye la verdadera dicha, es la fe en la Palabra de Dios: «¡Dichosa tú, que has creído!»; «Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen». Por otra parte, María es la madre de Jesús porque ha creído, y su maternidad es de hecho inseparable de su fe: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Dios no ha querido entrometerse en nuestra historia sin contar con nuestra responsabilidad, sin respetar nuestra libertad y pedirnos colaboración, aunque Él, que es Amor, lleve siempre la ini-
ciativa. Dios no ha querido colarse en el mundo o enviarnos a su Hijo sin que María se entere, sin que lo reconozca, sin que María crea en la Palabra. Y es así también como Dios entra en nuestras vidas: por la fe. Y en eso sí que podemos y debemos imitar a María. Si creemos con esa fe, si aceptamos como María el Evangelio, la Palabra habitará en medio de nosotros y Cristo nacerá en nuestros corazones. En cierto modo, en el modo más excelente, seremos “la madre y los hermanos” de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21).
María es el triunfo de la fe, de la entrega incondicional. María es el resultado de un salto en el vacío. Nos hace mucha falta tener cerca a María, porque la vida nueva que se anuncia en Navidad no es precisamente una vida “en rosa”, sino una vida que, con toda su grandeza y su alegría, nos va a exigir cambiar radicalmente hábitos y modos arraigadísimos de vida. El Niño que nace y sonríe desde el precioso pesebre que hemos puesto en casa, con tanto cariño, se va a convertir en un Hombre exigente, que sólo va a admitir dos respuestas a los que quieran seguirle: “Sí” y “No”. Sin términos medios; un Hombre para el que Dios va a estar por encima de cualquier interés, por encima incluso de la propia vida; un Hombre que pedirá a los suyos que amen a los otros hombres por encima del propio dinero y de las propias aspiraciones; un Hombre para el que la Ley se quedará pequeña y superada por el amor, que es la más tremenda y radical de las leyes. «¡Dichosa tú porque has creído!»: Isabel acertó exactamente cuando se lo dijo a María. Ninguna mujer más dichosa que Ella, ninguna más extraordinaria, ninguna tan maravillosa, ninguna tan asequible, ninguna tan heroica... y sólo porque creyó, creyó de verdad y hasta el final, haciendo posible, con su fe, la obra de Dios en su vida, una obra que, salvando las distancias, es la que puede y debe realizarse en cada cristiano.
1