Hoja parroquial Arquidiócesis de Guadalajara, A.R.
N.º 9 • VIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A • 27 de Febrero de 2011
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Vivir como cristiano
H
oy nos da Jesús una auténtica lección de lo que es la fe cristiana, dándonos a su vez una auténtica lección de vida. Hemos dicho muchas veces que la fe cristiana, si no vale para la vida, no es nada. Jesús vino al mundo para conseguir un hombre nuevo, un hombre que tuviera una jerarquía de valores distinta a la que comúnmente existe entre los hombres de todas las épocas y de todas las latitudes; un hombre cuyas categorías mentales estuvieran perfectamente definidas en relación con la voluntad de Dios. Contrastando lo que es la humanidad, nuestro mundo y cualquier época histórica con el Evangelio, es inevitable llegar a la conclusión de que el cristiano tiene que ser un hombre “distinto”, porque Jesús fue, evidentemente, distinto a sus contemporáneos y a todos los hombres anteriores y posteriores a Él. Esta afirmación adquiere carta de naturaleza. No se trata, como dice Jesús, de cumplir la ley, sino de superarla. Cumplir la ley ya sería un triunfo, porque en muchísimas ocasiones el hombre la transgrede. Basta una mirada a nuestro alrededor para encontrarnos con un panorama de muerte humana, de extorsiones, de torturas, de sufrimientos impresionantes provocados al hombre por el hombre, desafiando todas las leyes de la naturaleza, en la que resulta dificilísimo que los de una misma especie intenten exterminarse entre sí de una manera fría, metódica y preconcebida. Es evidente que el hombre, actuando tal como lo vemos actuar, lo hace buscando fundamentalmente su propia satisfacción, con indiferencia de quien tenga que soportar las consecuencias de su conducta. Porque lo importante, puesto que se vive sólo una vez, es gozar, poseer, mandar, triunfar... cuanto más mejor.
El Hombre del Reino de Dios Este hombre, que es el cristiano, tiene que tener clarísimo que él es hijo de Dios y que aquél que vive a su lado también lo es. Con esta verdad vivida (aprendida más que intelectualmente), el hombre no sólo no puede matar a su hermano, sino que no puede insultarlo, despreciarlo, maltratarlo ni ignorarlo. Para el cristiano, cualquier hombre no puede ser nunca plataforma para su propio encumbramiento, sino ocasión para la atención y la entrega al otro. Una fe para la vida: eso es lo que quiere el Señor para los suyos. Una fe que se refleje en las relaciones sociales, en las actitudes individuales y colectivas de los que se llaman cristianos. Una fe que también se refleje en el trabajo, en el sentido de la justicia, en el compromiso con los débiles, en el respeto al hombre, en la capacidad de diálogo y de comprensión, en el destierro de la intolerancia, del insulto, de la agresividad, del dogmatismo, en la apertura al amor, un amor que, porque está centrado en Dios, es capaz de resistir la erosión del tiempo y la carcoma de la desilusión. Una fe para la vida que sea capaz de iluminar al mundo, dándole sentido y asegurándole que es posible que el hombre deje de ser enemigo del hombre para convertirse en su hermano, en alguien en quien se puede confiar, y al que se le puede llamar en los momentos de apuro y en los de alegría, porque siempre lo encontraremos dispuesto a escuchar, a comprender y a compartir. Es el Evangelio de este día un auténtico reto para los cristianos. Pero, no lo olvidemos, estamos llamados a aceptar ese reto. 1