Año LXXVIII Guadalajara, Jal., 14 de agosto de 2011
CASTIGO AL EGO M e había ido a refugiar en un pueblo cercano para trabajar en un libro. La aldea es un escondite perfecto; es pintoresca, silenciosa, y las comidas son buenas. Salí para ir a tomar desayuno a un café, cuando noté que la gente me miraba. Cuando me estacioné, dos individuos se dieron vuelta para mirarme. Una mujer volteó dos veces y varias personas se me quedaban mirando al pasar. Cuando me senté, la mesera me dio un menú, pero no sin antes estudiarme detenidamente. ¿A qué se debía la atención? Después de pensarlo un poco, tomé una postura madura y supuse que me reconocían por las fotos en las cubiertas de mis libros. “¡Chispas! Este debe ser un pueblo de lectores”, me dije encogiéndome de hombros; “conocen un buen escritor cuando ven uno”. Mi aprecio por la aldea aumentó. Con una sonrisa dedicada a los ocupantes de la otra mesa, me puse a disfrutar la comida. Cuando caminé hacia la caja, todas las cabezas se volvieron para mirar. Cuando la mujer me recibió el dinero quiso decir algo, pero se quedó callada. Abrumado, traté de adivinar. Fue sólo cuando entré en el baño que vi la verdadera razón: en mi mentón había una franja de sangre reseca. Mi trabajo de
Núm. 33
remiendo cuando me afeité no había resultado y ahora lucía una perfecta barba de pavo. Eso me pasó por sentirme famoso. Quizás hayan pensado que me había fugado de una cárcel de alta seguridad. ¡Ah, las cosas que Dios hace para mantenernos humildes! Lo hace para nuestro bien, desde luego. Ésta es una parte del equipaje que Dios aborrece: No desaprobar la arrogancia. No tener desagrado por la arrogancia. No estar desfavorablemente dispuesto hacia la arrogancia... Dios la aborrece.