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por Horacio Lonatti / Página
política - ficción
La verdadera historia del “No matarás”
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pensar un pais con justicia social
Aclaración innecesaria
En diciembre de 2004, el filósofo y poeta Oscar del Barco envió una carta a la revista cordobesa La Intemperie, conocida como “No matarás”, y que dio pie a una catarata de notas y comentarios locales y nacionales de intelectuales y políticos de todo tipo, adhiriendo unos y rechazando otros sus conclusiones. La carta estigmatizaba dogmáticamente las muertes ocurridas en la década del 70, haciendo asumir colectivamente la responsabilidad a cuantos hubieran adherido, simpatizado o tolerado a la resistencia popular. La polémica dio origen a un libro editado por Universidad Nacional de Córdoba.
La intención de dicha carta, deseada o no por su autor, devino en proclama sostenida eufóricamente por una parte de la derecha nacional, particularmente por el antecedente del autor, quien de co fundador de la revista “Pasado y Presente” (1), baluarte del marxismo nacional, pasando por Zaratustra, llegaba a sostener inadvertidamente, desde un lugar impensado, la existencia del demonio guerrillero.
Internet nos descubre al poeta correntino Portela, entusiasmado en esa línea política, proclamando al autor de la carta como filósofo eminente de América Latina.
Este cuento, pese a dar nombres propios, reclama se le otorgue a la ficción el carácter sagrado que el autor de la carta reconoce a su aforismo y, habiendo sido abogado y por tanto, cómplice de muchos de esos demonios, invoco la amistad que nos une y el cariño que le tengo, para reclamar mi impunidad.
por Horacio Lonatti
La figura ecuestre de San Martín se dibujó torpemente en la semioscuridad de la plaza. Oscar del Barco presintió el monumento como un espectáculo siniestro de batalla terminada, sin oler la sangre ni ver la mutilación, pero la soledad y el silencio de la noche lo golpearon con desasosiego insoportable. La luz de una lámpara, caída a la derecha, proyectó su sombra en el empedrado, moviéndose a la izquierda, viboreando, agigantando sus contornos sin explicación. Seguramente su inquietud fuera caudalosa, si se hubiera anoticiado de la existencia de un personaje desconocido que, agazapado, con una linterna incrementaba su imagen, y había concurrido, por simple intuición, para auxiliarlo y ofrecerse de cómplice.
Una mano apretó el texto de No Matarás, la otra sostuvo el martillo, con el cual clavaría la carta en la puerta del Cabildo. Se convenció que era un testimonio trascendente, iluminado mensaje escrito en una noche deslumbrante, señal de un nuevo tiempo histórico, necesario e impostergable. Caminar le apaciguó el espíritu, sintiendo una sensación extraña, diríase con sus mismas palabras, “la dulzura de su ser hacia la serenidad de la tierra” (Elegía a Burnichón, Puebla, 1983, pág. 22). Esa noche tuvo un estremecimiento sublime que retempló su ánimo, incluso enardeció su sexo. Marchó en línea recta, decidido a culminar el oficio, sin vacilación.
Cuando quiso fijar el manuscrito en el portón, el martillo cayó de su mano. El poeta Portela, que de él se trata el visitante ignoto, provisto de mejor iluminación, levantó la maza regresándola a su dueño, quien acomodó el mango de la herramienta como un molde entre sus dedos. Súbitamente, un nuevo sobresalto inquietó su alma: olvidó los clavos de la pasión. Quiso enmendar la ausencia con algún substituto, pero mirando en derredor, buscándolo, la soledad lo aterró, haciéndole recordar el verso de su autoría: “soy el elegido por la sombra que nos transporta a juegos donde solo reina la muerte” (Variaciones Sobre un Viejo Tema, 1975, Buenos Aires, pág. 1). Nuevamente su poesía lo auxilió, apartando el cáliz amargo de la duda: “vuelvo a la palabra, porque en ella se esconde el enigma” (Infierno, México, Puebla, 1977, pág. 34).
Visitante asiduo del cabildo, ahora descubría las gruesas columnas que desfilaban a su lado, las ventanas abiertas a la plaza y el túnel de la galería que parecía no terminar nunca. Por cierto, no era la Iglesia de Wittenber elegida por el monje agustino, pero el gesto imponente cumpliría igualmente la pretensión escandalizadora.
Ignoró la presencia del poeta correntino, empujado por una ceguera apostólica que le quitó precaución y sagacidad filosófica; no obstante, fue quien puso en sus manos los cuatro clavos, con los cuales sujetó la proclama redentora en la madera oscura del portal. En medio de la faena, se preguntó si debió traducir la tesis al alemán, otorgarle sutileza, acentuar su estilo epistolar, introducirle un proemio histórico o un epílogo poético. Después de todo, siempre pensó que la obra intelectual es provisoria, sujeta a hallazgos nuevos y correcciones, pero en ese momento se alegró que el
(1) Pasado y Presente, publicada entre 1963 y 1965. Además de Del Barco participaron, entre otros, Aníbal Arcondo, José María Aricó, Samuel Kieczkovsky, Juan Carlos Torre, Héctor Schmucler, César Guiñazú, Carlos Assadourian, Francisco Delich.
“Ninguna justificación nos vuelve inocentes”, Oscar del Barco (Carta a la revista La Intemperie, diciembre 2004)
“El hombre que busca el conocimiento no solo debe amar a sus enemigos, sino que debe también odiar a sus amigos”, Federico Niezsche (Ecce Homo, Buraeu Editor SA, Buenos Aires, 1999, pág. 13)
texto fuera definitivo, dada su trascendencia ética.
Rápidamente el horror incendió su cerebro, haciéndole abandonar toda cavilación. Gruesas gotas de sangre le mancharon la piel y la ropa; un dolor hostil le dijo que erróneamente había golpeado su carne, incluso los clavos habían penetrado su piel, produciéndole un desorden terrible. Despavorido pretendió alejarse del Cabildo, embistiendo en la carrera a nuestro poeta correntino que, habiendo auspiciado secretamente su tarea, ahora se interponía en la fuga y, cuya aparición inoportuna le pareció inexplicable. Súbitamente, con el martillo, quebró su cráneo, arrojándolo convulsionado al suelo. Portela sacudió sus piernas dos veces y quedó quieto.
Ver el cadáver entre las sombras de la noche le vació el cerebro, que poco antes estuvo eufórico y memorioso. La sangre en sus manos y ropa le confirmó que había matado a un hombre; no sintió culpa, tan solo sorpresa por haber protagonizado una aventura azarosa. Cuando la sirena policial mortificó sus oídos, arrancó la carta y huyó, no dejando prueba que pudiera delatarlo. Refugiado en el dormitorio, se bañó, cambió las sábanas de la cama y, sin mirarse al espejo, satisfecho por la impunidad lograda, pretendió dormirse. Entre sueños musitó su próximo poema: “… los hombres crecen bajo tilos quemados y zarzas que hablan del dolor” (Partituras, 2010, Buenos Aires, pág. 26).
Posteriormente, quieto el ánimo y despreocupado de lo ocurrido, hizo publicar la carta en una revista cordobesa, que produjo discordias y regocijo de unos y de otros.
Portela, sonrió desde la tumba.