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Resarcir pendientes de la infancia, de manera sana y consciente es posible.
Edgar Daniel Escalante Tamariz
Cuando somos niños, todos tenemos ilusiones que nos llenan de emociones y en general, como a cualquier edad, necesitamos de amor, de acuerdo a los griegos, amor familiar, y aquí entra el amor materno.
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Desde la perspectiva de la ética, este amor debería ser inherente a la madre, una afirmación incondicional de la vida del niño y sus necesidades, misma que presenta dos dimensiones: La primera se relaciona con la responsabilidad y el cuidado necesarios para la supervivencia del niño, su salud y desarrollo. La otra vertiente, va más allá, es la actitud y el cariño que se le brinda al pequeño, por gratitud genuina a la alegría que nos da su existencia y compañía, haciéndole sentir aceptado y recompensado por sus comportamientos positivos y de respeto, a los que podemos encaminarle.
La Unicef nos habla de elementos esenciales para el desarrollo durante la niñez: comer, jugar y amar; hablando del sustento para lo físico, el entrenamiento para el aspecto psicológico y el respeto que debe recibir en su cuerpo y en su persona de manera integral. Nos enfocaremos en el tercer punto: el amor, que es gestor de otros tipos de amor como el fraternal, el erótico, el ideal, el incondicional y, sin duda, el amor propio.
El aprendizaje de las emociones cuando somos niños, nos hace pasar por experiencias que por desconocimiento no podemos analizar, solo las recibimos y registramos, se instalan en el subconsciente y quedan allí para toda la vida. Determinan en muchos casos nuestros gustos, alegrías y miedos más arraigados, las vivencias alegres y las traumáticas modifican estructuras establecidas de nuestra personalidad. Aunque el tener una infancia difícil o algún evento negativo no significa augurio inevitable de una mala adultez, en el fondo nunca dejamos de ser ese niño que vivió, que sufrió, que sintió enojo, celos, que amó, que se ilusionó y que vive con intensidad.
A cualquier edad recordamos nuestra infancia y nos volvemos a sentir niños. Las heridas no sanadas se manifiestan de muchas maneras: agresividad, ansiedad, depresión, pensamientos obsesivos, vulnerabilidad, problemas del sueño, actitud a la defensiva. Estos comportamientos pueden ser evidentes, pero muchas veces se esconden en el inconsciente, y en momentos inesperados salen de forma reveladora, para uno mismo y para quienes nos rodean. El niño interior conlleva lados opuestos de las emociones, allí se encuentran las necesidades no satisfechas, miedos, y hay algo que vemos vulnerado que es nuestra inocencia, que va de la mano con esa alegría infantil que sale a flote, por lo regular en los que resultan ser nuestros mejores días. Por eso es importante ver la manera en que manejas tu ira, hasta qué grado hieres a las personas que amas, y si la manera de divertirte va ligada a una adicción no reconocida, por mencionar algunos síntomas.
Sana al niño interior, indaga en tus recuerdos las causas del daño. Escribe y describe qué le hacía feliz y qué le dolía a aquel niño. La ayuda de un profesional que nos guíe en este proceso es la mejor recomendación para manejar de manera adecuada las emociones que saldrán a flor de piel.
Lograr un “desdoblamiento” donde el adulto que somos, dialogue con ese niño y le pregunte qué necesita. Y así como ayudamos a un anciano o nos conmovemos por una mascota indefensa, con esa ternura, tal como estamos dispuestos a ayudar a quienes queremos, tiéndele la mano a ese pequeño, escúchalo, abrázalo entiéndelo y consiéntelo. Será la mejor decisión porque eres tú… sin narcisismos, la persona más importante.