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Una Semana Santa desde la vocación personal

U n a S e m a n a S a n t a d e s d e l a v o c a c i ó n p e r s o n a l

S e m a n a S a n t a e n t r e a c o r d e s

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A veces, nuestro camino hacia la fe se ilumina de las formas más inesperadas. Puede ser una imagen que nos conmueva, o quizá unas palabras que sepan despertar en ti esa necesidad de encontrar a Dios. O una melodía que resuene en lo más profundo de tu corazón. No sé en qué momento pasó, ni que lo desencadenó. Lo que sí sé es que, desde que mis dedos se posaron en el clarinete, supe que quería hacerlo para siempre. Puedo decir que mi educación musical empezó mucho antes de mi paso por la Escuela de Música. Mis padres se encargaron de ello, casi sin darse cuenta. Mi padre, siempre con la música puesta, fuese del tipo que fuese, me hizo amarla desde muy pequeñita. Y es que, no hace falta que sea música clásica o cofrade. Cualquier tipo de música puede despertar esa chispa en ti. De hecho, he de reconocer que me aburría muchísimo cuando ponía los conciertos de la 2. Pero, poco a poco, la música fue impregnando mi alma hasta amarla la con todo mi ser. Mi madre, por otro lado, fue la que me inculcó el amor por la banda, la Semana Santa y la música cofrade. Llegaba Cuaresma, y en mi casa ya no sonaba la radio o las cintas de mi padre. Las notas de marchas como El Niño Perdido, Flagelación o Expiración llenaban las paredes de mi casa desde un viejo radio casete. La Semana Santa era la fiesta más deseada por todos. Túnicas colgadas por las puertas. Capillos estirados en los bordes de las camas. Cordones, guantes y medallas rigurosamente colocados. Olor a rosquillas y a bacalao con tomate. Todo ello acompañado de los bellos acordes que emitía ese viejo radio casete.

No nos perdíamos ni una procesión. Ya, desde muy pequeñita, reconocía las marchas y conocía todos los pasos de todas las hermandades. Me encantaba ir a ver salir las procesiones y reconocer las marchas que estaban sonando: “¡Escucha mamá, es El Niño Perdido!” Empecé a tocar siendo una adolescente, quizá demasiado mayor para dedicarme a ello, pero lo suficientemente joven como para disfrutarlo con la intensidad con la que se vive todo a esa edad.

En la banda, la Semana Santa se vive de una manera muy diferente. Es muy intensa pero a la vez muy especial. Son muchos sentimientos contradictorios. Se mezcla el amor por tu pasión y el placer de hacerlo rodeado de amigos, con el cansancio y la fatiga. Llegar la noche del Viernes Santo puede ser agotador, pero cuando estás tocando “Tosca” o “Corbatos” al meterse la procesión sigues sintiendo la misma emoción que habías sentido cuando tocabas la primera marcha en el pregón. Quizá estoy pecando de hablar demasiado sobre la Semana Santa y poco sobre la cofradía, pero, cuando la vives de esta manera, es muy difícil no querer a todas y cada una de nuestras hermandades.

Tocar en los moraos es algo increíble, único. Cómo músicos, tenemos una vista privilegiada de la salida de Jesús. Y como llevo tantos años tocando, ya no tengo que mirar la partitura y puedo vivir con intensidad uno de los momentos más bellos de nuestra Semana Santa.

Recuerdo una anécdota de ese momento con mucho cariño. Faltaban pocos minutos para que saliera Jesús y, muchas veces, la gente te empuja buscando una mejor perspectiva. No es algo muy agradable, pero sí comprensible. Ellos llevan horas esperando. En cambio, nosotros llegamos los últimos y nos ponemos en el mejor sitio. Así que, una señora mayor, me tocó el hombro y me dijo: “Niña, por favor, ¿podría ponerme delante de ti? Es que tú lo ves muy bien todos los años y yo no sé los que me quedarán” ¿Cómo le iba a decir que no? No sé quién era esa mujer y qué sería de ella, pero fue uno de los momentos más tiernos que he vivido en Semana Santa.

La salida de Jesús y los encuentros son los momentos preferidos de la mayoría de la gente. Sin embargo, mi momento favorito de la procesión es la subida por la calle Jesús en su regreso a la ermita. Es algo grandioso. La luz del día iluminando a nuestro padre Jesús, reflejando la gran belleza su rostro, ya cansado . La calle llena de gente. Los nazarenos que ya han terminado su recorrido postrados en las aceras, con su cara de cansancio, apoyados en sus cruces y, aún así, disfrutando al ver a nuestro padre Jesús en la calle. Todo eso te hace olvidar el cansancio y la melodía que vas tocando en ese momento, te sale desde muy adentro, intentando dar a esas personas lo mejor de ti. Y es que, como decía Karl María Con Weber: “La música es el verdadero lenguaje universal”. No importa si eres creyente o a qué cofradía pertenezcas. La música nos mueve, nos hace vibrar, nos permite soñar, es capaz de sacar lo mejor de nosotros mismos. Quizá encontremos momentos en los que la vida no nos sonría, momentos oscuros en los que sentiremos que no podemos continuar. Pero la música siempre estará ahí, para guiarnos, para encender nuestra luz, para hacernos llegar a Dios, porque, gracias a ella todos podemos encontrar nuestro niño perdido.

Rosa María Sánchez Bermejo Negrete

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