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El patio de todos

El Monumento Nacional a la Bandera cumple 60 años. Más allá de su simbología y su permanente referencia turística, «el barco» ha sido habitado por los rosarinos y ya forma parte de sus costumbres; un lugar cuyo pasado y presente están atravesados por la pasión.

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Concentración popular en defensa de la democracia, 18/04/1987

Cuando Belgrano tuvo su primer cargo en Buenos Aires a los 23 años, el de Primer Secretario del Consulado, dedicó su trabajo a fomentar la educación creando escuelas, entre ellas las de Dibujo, de Matemáticas y de Náutica. Años después, sin haber recibido instrucción militar alguna —se había recibido de abogado en España—, se enroló en las milicias criollas para defender a Buenos Aires de las invasiones inglesas. Como afrma Felipe Pigna en su biografía sobre Belgrano, desde ese entonces compartiría su pasión por la política y la economía con una carrera militar que no lo entusiasmaba, pero que aceptaba y ejercía como un paso necesario para la libertad de su patria. Luego de sus campañas militares, la asamblea del Año XIII decidió premiar a Belgrano por los triunfos de Tucumán y Salta. Con ese dinero Don Manuel decidió construir cuatro escuelas: en Tarija, en Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Incluso, cuenta Pigna en su libro, había escrito un reglamento para los establecimientos en donde se ordenaba en el primer artículo, que el maestro de escuela debía ser bien remunerado «por ser su tarea de las más importantes de las que se puedan ejercer». El dinero que donó Belgrano para esas escuelas nunca fue utilizado para eso porque fue destinado a otras cosas por el Triunvirato; un triste presagio de tiempos venideros.

Si el Monumento Nacional a la Bandera es un espacio casi mítico que se ha convertido en una intersección de pasiones, la primera que hay que referenciar es la de Belgrano. Porque ese hombre apasionado, el que encabezó la expedición al Paraguay y el ejército del Norte alternando grandes victorias y derrotas y soportando el permanente asedio de los realistas que bajaban del Alto Perú; ese hombre, delicado y enfermizo, que dejó los libros y tomó un sable, que murió en la pobreza extrema a los 50 años (sólo un diario habló de su muerte en Buenos Aires) fue quien desplegó la bandera argentina por primera vez en las orillas del Río Paraná, junto a la batería “Independencia”, emplazada en las costas de nuestra ciudad para defenderla de las incursiones españolas. Allí mismo, donde hoy está el Monumento.

Córdoba y 1° de mayo, junto al mástil mayor, es el lugar de festejos y pasiones para los rosarinos. Para el imaginario popular «ir al monumento» es llegar a esa esquina invisible y desatar la festa, ya sea por algún logro deportivo o político, ya sea para escuchar un recital o para presenciar un espectáculo. Los egresados festejan en el monumento, el resto de los estudiantes, en «el día nacional de la chupina», concentran allí como también lo hacen en el día de la primavera. Nos hemos apropiado de ese lugar, es nuestro por ser público pero más todavía por ser rosarino, por ser el más emblemático de todos los espacios públicos de nuestra ciudad. Ahí estamos a gusto. Almorzamos mirando el río, sentados en su mármol fresco. Los adolescentes se toman de las manos y acercan los primeros besos antes de entrar al Liceo Avellaneda. El enorme barco que viene amagando a soltar amarras desde 1957 se ha convertido, por suerte, en el punto de encuentro de muchas de nuestras pasiones. Quizá por su historia —porque en defnitiva estamos hechos también de nuestra historia— es que a orillas de nuestro río hemos construido entre todos un radiador de fervor, de pasión inmensa. Porque la historia del Monumento Nacional a la Bandera está atravesada por mujeres y hombres cuyas vidas rebosaron de pasiones. Algo habrán dejado allí, tan intenso y permanente como la llama votiva.

Arquitecto Ángel Guido. maqueta proyecto

Construcción Monumento, febrero 1944

Pasaje Juramento, estatuas Lola Mora, setiembre 1997

No todo el mundo hablaba de independencia en 1812. Saavedra estaba más preocupado en respetar a las potencias europeas y a cierta parte del patriciado porteño no le hacía mucha gracia perder la protección comercial del viejo mundo. Por ese entonces los empeñados en independizarnos eran un grupo de patriotas como Belgrano, Monteagudo, San Martín, Moreno y Castelli, primo y amigo de Belgrano que moriría ese año sin poder ver a su patria defnitivamente emancipada. Por eso cuando Don Manuel inauguró la batería «Independencia» frente a una bandera cosida por doña María Catalina Echeverría y ordenó a sus tropas jurarle fdelidad, desde Buenos Aires no llegaron más que retos y enojos, a los que Belgrano respondió con igual indignación. Hubo que esperar hasta la caída del Primer Triunvirato y la llegada del nuevo gobierno patrio para el desagravio del creador. Así lo cuenta Pigna: «El Segundo Triunvirato, bajo la infuencia de la Logia Lautaro creada por San Martín y la Sociedad Patriótica dirigida por Bernardo de Monteagudo, dio un nuevo impulso a la guerra revolucionaria, avaló lo actuado por Belgrano y éste pudo hacer jurar la bandera por sus tropas a orillas del río Pasaje, que desde entonces se llama Juramento».

El 20 de junio de 1820, en la pobreza total y en un país azotado por la guerra civil, la pasión del creador de la bandera pasó a ser eterna, un mito reescrito por generaciones que no siempre haría justicia a la verdadera estatura del hombre. Más de un siglo después, también en otoño, otro hombre esperaba por entrar en la inmortalidad. Rodeado por sus familiares, horas antes de morir, su única preocupación era si la llama votiva del propileo del Monumento Nacional a la Bandera seguía encendida. Lo cuenta su hija, Beatriz Guido, testigo y consciente del amor que sentía su padre por la ciudad y por ese monumento que él mismo había creado. A fnales del siglo XIX ya estaba la idea de construir un monumento. En el año 1898, tras una investigación histórica, pudo determinarse con exactitud en qué lugar Belgrano había izado por primera vez la bandera. Hubo algunos intentos fallidos, entre ellos uno proyectado por Lola Mora en 1909. Treinta años después el Gobierno Nacional llamaba a concurso de anteproyectos para la erección defnitiva. Se hizo una colecta con la venta de estampillas sin valor postal, se solicitaron subsidios a la provincia y a la Nación para juntar los fondos necesarios. El proyecto elegido fue «Invicta», realizado por los arquitectos Ángel Francisco Guido y Alejandro Bustillo, y los escultores Alfredo Bigatti y José Fioravanti. La construcción comenzó en el año 1943, se atrasaría por inconvenientes económicos hasta que fnalmente, el 20 de junio de 1957, el enorme barco de mármol fue inaugurado.

Es difícil pensar esa zona de la ciudad por aquellos años. Los dibujos de Guido que hoy adornan algunas de las paredes de la Sala de las Banderas del Monumento parecen mostrar otras ciudad, una planicie nacida de la rivera y manchada por los primeros edifcios del casco histórico. Rosario se fue construyendo sola, sin fundadores ni fechas precisas, fue creciendo como una hija natural del río, libre e indómita. Rebelde, como la primera bandera que fameó en sus costas y que tenía el color de la escarapela.

Guido no fue sólo un arquitecto. Fue un artista. Dejó una huella en la ciudad con los edifcios que llevan su frma, pero también dejó una huella de humanidad, un recuerdo imborrable para quienes lo conocieron, el de un hombre sensible, generoso, apasionado por su ciudad y su cultura. Fue poeta, novelista —escribió una novela referida a Rosario, llamada La ciudad del puerto petrifcado— y ensayista. Escribió sobre la fusión hispano-indígena en la arquitectura colonial y una de sus obras más reconocidas fue Redescubrimiento en América del Arte, un libro que versa sobre los procesos culturales de Hispanoamérica. ¿Hay alguien más apasionado que un artista? Quien hubiera podido mirar a través de su imaginación, cómo en su cabeza iban formándose las imágenes de lo que hoy vemos, de lo que hoy es para nosotros sencillamente el Monumento, esa maravillosa mole de mármol que nos recibe y nos ampara frente al Paraná, como si fuera el patio de todos.

Llegando por el Pasaje Juramento se mojan los pies en las fuentes las estatuas de Lola Mora, con la desnudez que espantó a más de uno. La artista fue otra apasionada. Sumado a su condición de mujer, que no la ayudaba en un mundo en el que prevalecían los hombres como en tantas otras actividades, fue una adelantada de su época que desafó los tabúes de una sociedad demasiado pacata para entender la libertad que envolvía como un aura a cada una de sus fguras. En Buenos Aires llegaron a desmantelar, tras la muerte de Roca que era su protector, una de sus obras más famosas: La fuente de las Nereidas. De hecho todo su conjunto escultórico fue desinstalado y desmembrado entre varias provincias, por considerarse sus obras «adefesios horribles» que no demostraban «nuestra cultura ni nuestro buen gusto artístico», como afrmó Luis Agote, uno de los diputados que votó aquella infame decisión. En 1925, Marcelo T. de Alvear dejó sin efecto la encomienda para que Lola diseñara el Monumento. Hoy quedan sus esculturas, hermosas muestra de su talento, bañándose en la fuente posterior. Corren rumores sobre sus amoríos, sus elecciones sexuales, sus desplantes a las formalidades y los estereotipos que la época reservaba para las mujeres. Y cualquiera de ellos podría cierto, porque no hacen más que confrmar la pasión de la artista por la libertad y por el arte.

Los pibes y las pibas enfundados en guardapolvos blancos siguen a sus maestras y se paran frente a la llama votiva. Les explican que no hay ningún soldado allí, que es un símbolo. Igual miran las llamas con respeto, con curiosidad. Alguno se arrima con cautela y pone las manitas para adelante, para calentarse en el frío invierno que lleva el río en el viento. Arriba hay barrotes, dice alguien. Los pusieron cuando un ex combatiente de Malvinas se suicidó tirándose desde ahí. Lo hizo frente a su bandera, frente a la casa de su bandera, por la que peleó en las islas del sur. Allí hicieron sus actos políticos los dos partidos mayoritarios en 1983, antes de volver a la democracia, allí se festejó cuando el Domingo 30 de octubre se conocieron los resultados. Historias alegres, tristes, insólitas. Vidas de hombres y mujeres que atraviesan esos 50 años del Monumento, el cumpleaños de un símbolo tan nuestro como tragarnos la «s» o como el negro Olmedo. g

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