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Miriam Duré

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Silvia Querede

Silvia Querede

La pasión por enseñar, el deseo de aprender

Miriam Duré es la directora de la Escuela Nº 45 Martín J. Thompson, enclavada en la isla La Invernada, frente a las costas de Rosario. A cargo de una docena de chicos en primaria y cuatro de secundaria, la docente asegura tener «una conexión especial con ellos».

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A minutos del ruido de la gran ciudad, frente a la Isla La Invernada, en la orilla de la laguna El Embudo, se levanta la Escuela Nº 45 Martín Jacobo Thompson. Desde su muelle se divisa Rosario, tan lejos y tan cerca para el horizonte de esas caritas marrones como el río Paraná. Ese puñado de chicos, hijos de pescadores, de baqueanos y puesteros, viven en ese universo verde rodeados de naturaleza. A cargo de su educación, cada día del año, los espera la directora Miriam Duré, quien hace de su trabajo una pasión que sus alumnos agradecen con abrazos y sonrisas. Hace más de quince años enseña en la zona del delta del departamento entrerriano de Victoria; la docente no duda en poner el cuerpo cuando la crecida pone en duda y a prueba la actividad escolar. Compromiso y pasión para que sus pibes salgan adelante. Miriam Duré tiene la inconfundible tonada del tiempo. No del tiempo como metáfora o categoría. Eso sería trivial y nada en Miriam lo es. Ella tiene al hablar la cadencia que le da el tiempo que domina el río Paraná: las olitas que chocan con su canoa, el cielo al que está atenta, y también ese aire que parece clavado en la isla como si fuera propio, exclusivo. El tiempo y el clima son las cosas más importantes en el día a día de esta mujer hermosa, de ojos de cielo líquido, a la que la pasión le ganó la pulseada cuando era chica y se propuso ser maestra; una maestra original. Miriam es de esas que prende la cocina cuando llega a la escuela, en la isla frente a Rosario, o a la ciudad de Victoria, como prefera el lector. Porque esté donde esté ese pedazo de tierra, lo importante no es el límite geográfco caprichoso, sino los que hacen un esfuerzo tremendo, como ella, para enseñar y los chicos para aprender.

La mañana que cruzamos para entrevistarla era plateada, cálida. El sol daba ese resplandor extraño que solo se ve en el Paraná y se disfruta con el alma. El motor de la lancha no logró tapar el rumor de los pájaros ni el sonido de la naturaleza; y en cambio hubo generosidad de su parte y regaló brillo. Canoas yendo y viniendo, olor a pescado humeando y las risas de varios chicos completan la postal. Nos dirigíamos a entrevistar a una maestra que hace de madre, padre, cocina y cuida a los chicos, Miriam Duré, una apasionada.

En la isla nos recibe Walter, de cuatro años, un gurí convencido de que es el Hombre Araña. Nos tira telas imaginarias desde los puños y enseña cómo se ponen los dedos para que la red salga mejor. ¿Será que Miriam también le transmitió a este niño de hablar singular la pasión por la vida? Quién sabe. Walter nos acompaña hasta donde la maestra de ojos inolvidables espera a las visitas. Nos da un beso y nos presenta a todos. Miriam cuenta que tiene 43 años, dos hijos y una pareja que la acompaña en todo lo que emprende. Ella con su familia también vive en la isla y, además de dar clases, tiene que viajar a Victoria a buscar el material para los alumnos, de todas las edades y en diferentes cursos. Hasta inglés enseña Miriam y agrega: “el gobierno me da una tarjeta para que saque lo que necesito de alimentos y esas cosas y después me deposita el dinero. La tarjeta solo me sirve para el super, para darle de comer a los chicos”, cuenta, sentada en una de las aulas que tanto atesora. Son cerca de las 11 de la mañana y hace muchas horas que la escuela está en funcionamiento gracias a Miriam, que prendió el generador de electricidad, esperó a los chicos, les dio la leche y los invitó a las aulas. Ella es modesta y no admite que de una forma u otra, es una heroína. Es comprensible: los que aman con pasión, lo que hacen, no creen en la gloria, más bien la repelen, porque podrían creérsela y ya nada sería lo mismo. “Me recibí de maestra jardinera y después, como no conseguía trabajo, seguí estudiando para maestra. Cuando me recibí trabajé en el campo, siempre como suplente. Después salió este trabajo y no lo dudé, y mirá que al principio viajaba como seis horas en lancha o en canoa. (Se ríe cuando recuerda) Como la embarcación no paraba casi que me tenía que subir en movimiento. El problema era cuando la lancha de pasajeros no pasaba y había que ir por Santa Fe, eso sí que era un viaje largo. Por eso, cuando se hizo el puente Rosario–Victoria lloraba de la alegría y los chicos también”. Como todavía era soltera, en vez de ir y venir, se quedó viviendo en la escuela durante la semana, sin luz porque el motor generador funcionaba con nafta y el gobierno no siempre se acordaba de mandar el dinero o el combustible. Noches enteras mirando el cielo impactante y las luces de las ciudades a lo lejos, inalcanzables. “Ahora tenemos paneles solares —cuenta— y eso es muy bueno, aunque el motor es necesario siempre”.

¿Cuánto gana? 23.000 pesos, pero por trabajo en zona inhóspita.

Me contaron que usted pone dinero de su bolsillo. Y claro (otra vez esa cadencia al hablar que tan bien hace a los oídos), porque hay que sacar fotocopias, comprar cosas. Por suerte nos donan los libros que si no… La verdad es que el gobierno de Entre Ríos nos da poco.

¿Y por qué lo hace? Porque me encanta. Porque ellos lo necesitan. Porque quiero que el día de mañana sean gente de bien. Acá estudian 12 chicos en primaria e inicial y cuatro en secundaria. Y tres personas más la cocinera, trabajamos todos los días. Miriam nos confía que en la zona de islas hay mucha violencia de género y que uno de sus objetivos es enseñarles a sus alumnos a que somos intocables. Siempre. Siempre.

Parece usted una persona muy apasionada con todo lo que realiza. ¿Es así? Sí, defnitivamente. Yo podría estar en la parrilla que tiene mi marido acá, en la zona, pero si no vengo a la escuela me muero. Mis hijos también vienen acá, porque el ejemplo hay que empezarlo por casa ¿no? Mirá, los chicos de las islas son cariñosos, amorosos, ellos me ven mal y me consuelan. Tenemos una conexión muy especial. ¿Y cuando llueve o el río crece, dan clases igual? No faltamos nunca nosotros. Y los chicos tampoco. Si no tenemos la lancha o los que viven en la isla no pueden caminar porque hay agua, vienen en canoa, en piragua, en bote, en lo que sea. Y hay que destacar a los padres: hacen hasta lo que no pueden para que los chicos aprendan. Ahora Miriam tiene los ojos con lágrimas y el Hombre Araña la mira fjo. La escena es de una ternura infnita y casi se ruega por el milagro, porque Walter pueda sacar las telas de alguna chistera mágica y volar por el salón. “Es que me pongo así porque acá todo cuesta un montón, aunque el peor de los momentos es cuando vemos la escuela inundada. Es tremendo. Yo misma muchas veces les tengo que decir a los chicos y a los padres que no vengan esos días, que es peligroso por las alimañas, pero esta escuela…”, alcanza a decir antes de sonarse la nariz.

Mientras hablamos, el aroma a albóndigas nos llega hasta ese lugar preciso donde el hambre se despierta. Y los chicos se asoman: ¿estará la comida? Falta un ratito y aprovechamos para seguir la charla con la maestra, el hombre araña, las chicas que estudian materias de la escuela secundaria…

Imagino Miriam que con las cosas que pasan, especialmente por las crecidas e inundaciones, la solidaridad es muy fuerte. No, no se crea. Los padres no son tan solidarios, aunque nadie los puede culpar. Los chicos si entre ellos, o al menos tienen actitudes de solidaridad. Por ejemplo, cuando llegan las donaciones, se reparte todo y una nena le regaló a su compañerito un pullover porque lo había perdido.

¿Y con usted lo son? Sí, ellos me traen cartas, dibujos… Muchas veces nosotros hacemos de psicólogas porque los chicos traen muchos problemas de su casa. ¿De qué tipo? Económico. Sobre todo económico. Por eso yo pongo la mira en el comedor escolar, que tengan postre todos los días, que se alimenten bien.

Miriam se levanta y nos saluda con un afecto enorme. Nos despedimos. Tenemos que volver a la lancha y para eso hay que atravesar alambrados, pisar excrementos, desandar lo hecho. Y sirve. Sirve para pensar la propia realidad. Para valorar cada cosa que tocamos y analizar hasta dónde nos lleva la pasión. g

Lo importante no es el límite geográfco caprichoso, sino los que hacen un esfuerzo tremendo, como ella para enseñar y los chicos para aprender.

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