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Ciudad de apasionadas
Rosario se «autocelebra» como una ciudad pasional por su relación particular con el fútbol, pero este lugar común desvía la atención de otras pasiones, tan intensas y legítimas como las que genera el deporte.
Lorena siempre lleva un par de zapatos de baile en el auto, por las dudas, como vos o yo llevamos una linterna o un gato hidráulico, algo que vamos a usar para una emergencia; a cada uno le urgen cosas distintas. La verdad es que si a alguien le sobra un pedazo de tiempo y lo primero que se le ocurre es bailar el tango, ese arrebato de ganas irrefrenables no es más que la pasión que acompaña su vida, pasión en este caso por algo bien nuestro, una música que está estrechamente vinculada a nuestro ser nacional y a nuestra historia. Se arrellana en la silla pero está inquieta, como si en algún momento, en ese bar anodino de calle Mendoza y en esa tarde fría que se derrumba con las primeras estrellas, alguien fuera a sacarla a bailar. Lorena vive y respira tango, pero pareciera que toda su vida es así, porque todo lo cuenta con ese arrebato, desde los detalles de su trabajo hasta las vueltas que tiene que dar para llevar a sus mellizas a hacer deportes o a la facultad. Entonces surge la duda, sobre ella y sobre toda pasión que abraza la existencia de la gente ¿el tango te hizo así, o sos una persona pasional que eligió el tango porque es algo que rezuma ese sentimiento? (recuerdo mientras tanto verla bailar, la mirada fja en el pecho de su compañero y las piernas arrastrándose con la música, sonriendo, como si estuviera atravesando el mejor momento de ese año). La respuesta ahora es obvia, con el diario del lunes. El tango cambió su vida, dice. La ayudó en los momentos más difíciles, como por ejemplo en su separación o cuando tuvo que pelear contra una enfermedad. La danza es su alegría, su motor, lo que la empuja a seguir.
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No hace falta recurrir a un estudio estadístico, alcanza con poner en Google «pasión + publicidad» para comprobar que esa combinación está vinculada a dos cosas: los hombres y el fútbol. El lenguaje publicitario ha resignifcado el término, lo ha acotado, traicionó su condición humana para circunscribirla a una prerrogativa que parece ser sólo para un género y para un puñado de actividades. Y no sólo la publicidad; en estos años en donde se intenta barrer con los estereotipos que impone el machismo, el lenguaje cumple una función importante para sostener los prejuicios o para barrerlos defnitivamente. Asociar pasión y mujeres para muchos es hablar de novelas rosas y amores apasionados: otro cliché. La pasión, esta «afción vehemente» como dice el diccionario, es propiamente nuestra, humana y primitiva, y trasciende cualquier discurso o fórmula que se pretenda imponer, porque aun siendo bombardeados permanentemente por imágenes de muchachos revoleando banderas o pateando pelotas, la pasión se abre paso en lugares inesperados y recónditos, en los cotidiano y en lo simple, y es absolutamente posible en todos, porque todos tenemos el germen.
Es difícil poder comprobar cuál es el origen de una pasión. Si puede nacer sola en el alma, como un impulso del que no tenemos memoria, como un big bang, si puede adoptarse o importarse a capricho, como cuando comprábamos una paleta de paddle en los 90’ para jugar a algo que jamás habíamos visto ni siquiera por televisión. Para Lorena existe un rastro que se remonta a su niñez. Primero cierra los ojos como si tratara de encontrar la respuesta en esa oscuridad íntima, dice que le gusta el tango desde que tiene uso de razón pero no parece nada defnido ni exacto, y de allí va reconstruyendo el tejido de su pasado, de a poco volviendo hacia atrás. Sus padres le cantaban tangos para dormir cuando era una niñita, en casa de sus abuelos también siempre había uno de fondo, melancolizando el refejo del sol que irrumpía por las persianas. Su abuelo le enseñaba las letras. La pasión se transmite. Ahora bien, no es lo mismo encender una piedra que una madera rociada con ron; el fuego sabe a quién abrazar.
Voy dos o tres veces por semana a la milonga —dice sonriendo— si pudiera iría todos los días. En la casa de Lorena había mucho tango, pero la pasión por la danza es propio de ella. En la su escuela primaria, la profesora de música les inculcó el amor por el baile, les dio a elegir qué querían bailar. Adivinen qué eligió ella. Sigue el brillo en los ojos mientras cuenta y uno se imagina el mismo brillo en todos los que la acompañan en las milongas. Porque es una pasión muy contagiosa, parece. La conversación se va terminando mientras con el celular nos muestra un video bailando en un hogar de ancianos; fue un domingo dice, a los abuelos les encantó. Puede ser que les haya gustado, de lo que no hay dudas es que a ella le gusta, se ve en sus ojos, en la postura del cuerpo que se desliza con gracia feliz por el patio. Dan ganas de sacarla de la silla y ponerla a bailar entre las señoronas de barrio Martin que toman el té, dan ganas de llevarla por el salón al compás de algún vals. Si es que uno supiera bailar.

Si de música se trata, Rosario ha consagrado a muchos artistas. Los nombres son tan obvios que no hace falta referirlos. Pero quizá sean conocidos porque de alguna manera el mercado y la gente los han canonizado, los han consagrado por su talento y los ha convertido en permanente referencia. Pero la pasión es insaciable, sigue devorando gente y más gente y lo hace con tanta efectividad que ya hay algunos nombres distintos que empiezan a repetirse y a insistir en las radios, en los afches, en el «boca a boca». Eugenia es la cantante de Mamita Peyote, banda rosarina en ascenso que ya ha empezado a rebasar fronteras. Sonrisa que contagia, que se expande por la cara como una mariposa, parafraseando a Neruda. Los ojos grandes son dos ventanales al mundo, parece que ella pudiera verlo todo por ahí, pero también se puede ver su fuego desde afuera, como la posee cuando habla de su música, del romance mágico que tiene con ella. Cuando oye la pregunta sobre cuándo la música se le reveló como una pasión nos dice que se le viene una imagen a la cabeza, un recuerdo frme y concreto; tangible, como un fash. Es cierto que de chica iba a coro en su Firmat natal, que fueron sus primeras aproximaciones al canto, pero lo que recuerda exactamente es una Sesión de jazz en un bar de Balcarce y Rioja. Allí ocurrió el milagro, en ese lugar y en ese momento. Por la forma en cómo lo relata se nota que no exagera, hay cierta fascinación que no tiene que ver con su mirada y su locución habitual. En el escenario Eugenia ve cómo empieza el espectáculo. Una banda que arranca con una introducción suave, cadente. Una chica comienza a cantar «Killing me softly». La voz que empieza a entonar y la música que invade a todos. Eugenia se estremece, sigue con los labios cada palabra, desaparece todo lo que la rodea: la oscuridad, la banda delante de ella, su prima que la acompañaba esa noche. Fue ella quien le dijo que parecía que en cualquier momento se iba a parar a cantar. La pasión mezclada con el arte tiene esas cosas, está lindera con el mito, con cierto embrujo. «Me desarmaba por cantarla», dice.
Mujeres que cantan. Uno podría encontrar miles en la historia, pero si a esa ecuación le sumamos el elemento pasión se reduce la lista. Entre negocios, circunstancias y construcciones del marketing, quedan algunos nombres inolvidables. Edith Piaf no fue lo que se dice una persona con suerte. Se crió en el prostíbulo de su abuela y cantaba en las calles para ganarse el pan. Los parisinos que escucharon a esa niña cantar la Marsellesa fueron testigos de un milagro. Adicciones, amores imposibles, un cáncer de hígado, no faltó nada malo en la vida del gorrión de París, pero lo poco e intenso que vivió se lo dedicó a la música. Esa pasión rezuma de sus canciones, se prende a nuestra piel como si ella misma nos estuviera murmurando la letra al oído. Una de sus interpretaciones más famosas, «Padam, padam», es la historia de una cantante que no puede quitarse de la cabeza una melodía, insiste hasta dejarla al borde de la locura; no hay metáfora más clara de la relación que tenía Piaf con la música.

Eugenia abre los ojos como nunca para recordar, como si a si pudiera mirar tan lejos hasta llegar al pasado. Un amigo suyo, su profesor de Filosofía, presentó un libro en Firmat y le pidió que cantara en el evento. Aceptó. Desde ese momento no dejó de hacerlo. Unos años atrás no tenía pensado dedicarse a cantar. Vino a Rosario a estudiar Ciencia Política. Pero después de aquella noche en la “Jazz sesion”, ya nada fue igual. La pasión llegó como una tormenta y se instaló en la vida de Eugenia, como los temporales eternos de Cien años de soledad.
Las pasiones no sólo se vinculan al arte, claro. Cualquier cosa puede despertarla. Marie Curie, la merecedora de dos premios Nobel en Física y Química respectivamente, entregó su vida a la ciencia, y cuando decimos que la entregó estamos siendo literales: murió de una enfermedad provocada por la exposición a sustancias radioactivas. La tumba de Egon Schiele, emblemático pintor expresionista, está en el cementerio de Ober Sankt Veit, en Viena. Allí descansa junto a Edith, su esposa, rodeado de trenes de juguete y velas que dejan sus admiradores. Si la muerte intentara refejar algo de la luz que tuvieron sus habitantes en vida, entonces ese sitio es justo para él, distinto en medio de la solemnidad que caracteriza esa necrópolis y a toda la capital austríaca. Los trenes son porque desde niño estaba obsesionado con ellos. Jugaba con máquinas de juguete e imitaba con exactitud cada sonido. Ya adulto solía tomar un tren a Breguenz y sin bajarse volvía a Viena, sólo para sentir su andar. Fue su pasión, quizá tan intensa como la pintura y el dibujo, hasta su temprana muerte de gripe española a los 28 años. Es difícil encontrar un tren en sus obras, como si ambas pasiones no pudieran contaminarse entre sí.
Norma no puede hablar sin un mate cerca. Antes de sentarse pone el agua, acomoda la yerba en el mate y empieza con una dicción clara y pausada a contar su historia. Lo que dice tiene el color del barrio, las zanjas rodeadas de yuyos, las ranas y los grillos del verano, y el olor a hojas quemadas del invierno. Se nota que es periodista, pero por sobre todas las cosas se nota que es una apasionada por lo que hace. Militante social y feminista, es hija de una pareja de trabajadores que no pudieron terminar el secundario; su padre porque tenía que laburar y su madre por su condición de mujer ¿cómo su hija no iba a ser feminista? Ese esfuerzo valió la pena para que Norma y su hermano Mario pudieran ir a la universidad pública y hoy ser profesionales. Soy hija de la Universidad Pública, dice orgullosa. También recuerda para encontrar el origen de su pasión, pero no hace demasiado esfuerzo, ya sabe lo que va a decir porque pertenece a una profesión en la que es importante la palabra, y ella parece darle más valor aún.
La política es una profesión honorable que algunos se han encargado de degradar. Ese cambio de paradigma es una consecuencia de concebirla lejos de su noble objeto, que es, ni más ni menos, el de mejorar la vida de las personas. Cuando así se concibe, cuando se piensa desde la mañana a la noche como un recurso para la felicidad del otro, es una actividad que se confunde con la pasión. La política no es sólo presentarse a elecciones, es en defnitiva sumar voluntades para cambiar algo. El 1° de diciembre de 1955 Rosa Parker se negó a cederle el asiento a un blanco en un transporte público de Alabama. Ese acto aparentemente inocente fue en realidad el inicio apasionado y potente que encendió la mecha de los movimientos por los derechos civiles. Alicia Moreau de Justo fundó a los 17 años la Unión Gremial Femenina; no paró de mover el oleaje de los derechos de la mujer hasta su muerte. Uno de los puntos más importantes de su lucha fue el sufragio femenino, un derecho que en 1947 logró concretar otra apasionada, Eva Perón. Si bien en su casa no se hablaba de política partidaria, sus padres eran inquietos, necesitaban enterarse de las cosas que pasaban alrededor de sus vidas y que sabían que indirectamente los afectaba. A sus hijos los educaron también con esa inquietud. Norma se crió en Barrio Godoy, en donde no había secundario. Tuvo que hacer un viaje de descubrimiento al centro de la ciudad, a la Escuela “Justo José de Urquiza”, como las heroínas del “Bildungsroman” alemán, aquellos personajes novelescos que debían viajar de sus lugares de nacimiento para terminar encontrándose a sí mismos. Y se encontró, y dentro de ella estaba también esa pasión. Camina por la calle y abraza a los que la abrazan, es imposible avanzar al lado de ella porque se toma el tiempo de conversar con todos, toma nota de lo que le dicen, levanta un chico en brazos y se le dibuja una sonrisa sincera, una sonrisa que nos recuerda que también es madre, como seguro ella recuerda en ese momento que alguna vez tuvo en brazos a Juan y a María, sus dos hijos. Responde que su pasión nació en la facultad, que allí abrazó la causa de pelear por los demás, pero no hace falta que aclare que el fuego estaba, dormido pero latente, esperando que la injusticia lo avivara.
La ciudad se duerme y nosotros con ella. Quizá ella sepa que por sus calles, dentro de las casas que arman como un rompecabezas la foto aérea de su laberinto, hay un océano inmenso de pasiones que la llenan de luz. Música cargada de sueños ensayando en los garajes de barrio, letras escritas sobre alguna esperanza en las aulas del centro, mujeres hermosas, decididas, inmensas, eternas, sosteniendo el cielo con tanta pasión. g