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Barco de estrellas

Escrito por Miriam Padilla

Muchas personas le temen a la oscuridad, al vacío del espacio, al tiempo cósmico que se lleva los ojos de los astronautas al cielo, a la inmensidad de lo desconocido, a él…

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Estuvo varado por siglos y su rostro era el mismo; las mismas pupilas que habían reflejado la Vía Láctea desde hace tanto tiempo. El vidrio del casco estaba empañado por su aliento. Sus manos habían temblado al no sentir la gravedad que alguna vez la acompañó mientras caminaba en la Tierra.

Sus ojos se fundían con el azul eterno de las nebulosas, y por eso, ella jamás supo qué color eran. Había estado solo desde que tenía memoria. Una memoria invadida por el humo gris que salía a diario de aquella taza de café, que se derramó cuando nunca volvió.

Era junio treinta del nuevo siglo en una ciudad fría y lluviosa, donde el cerebro de una niña estaba a punto de conocer lo que no es el miedo. Le había temido a tanto, incluso a sí misma; no podía confiar en su mente desde que el doctor la diagnosticó a los trece.

La Olanzapina seguía en su mesa de noche desde aquella consulta médica. La caja blanca con letra carmesí permanecía quieta esperando a que su portadora la abriera. Era de piel blanca, brazos delgados como los de una muñeca y ojos grises grandes. El cabello negro podía confundirla con un vampiro; se distribuía en dos trenzas que caían en sus hombros.

Su habitación estaba llena de recetas colgantes que indican un buen cóctel de medicinas; las horas eran puntuales y la fatiga evidente; los suspiros de la niña eran enormes. El cansancio de su organismo era aún peor. Todo era una rutina bien coartada; después de la cena iba la Olanzapina, el antipsicótico que hacía su realidad más real. Estaba oscuro y los grises de la chica parecían derramarse en tristeza. Agradeció a sus padres por la comida y caminó escalones arriba para aislarse una vez más en su cuarto, que en vez de tener posters rosa decorativos, tenía nombres extraños de medicinas, que no tenía idea de su existencia hasta aquel día. Cerró la puerta con melancolía, dejó salir el aire viendo al suelo, se sentó en la cama con las piernas cruzadas; alcanzando el vaso de agua junto a la caja blanca, vio a la ventana como lo hacía todas las noches y…, derramando una lágrima, se llevó la pastilla a la boca. Tragó toda el agua como si fuese el último día de su vida; lo hizo brusco que incluso… su pijama se manchó de las gotas que caían de sus labios. Estaba demasiado triste. Soltó el aire que se había acumulado en sus pulmones preparándose para dejar salir el llanto a flote. Así fue… se llevó las dos manos a la cara y no hubo nada que pudiera calmarla. Entre sollozos logró hilar unas cuantas palabras: -Eres un fenómeno, Lisie… un asqueroso fenómeno… El autismo era otro de sus tantos problemas que la llevaban a odiarse con todas sus fuerzas, pero no era el único… el hecho de sólo existir la perturbaba día y noche; había querido quitarse la vida en tres ocasiones, dejándole como resultado una marca en la muñeca derecha, una marca que casi formaba la figura de una luna en cuarto creciente, producto del salto que dio tras escuchar el ruido de los golpes de sus padres a la puerta del baño.

El sangrado fue extenso como sus ganas de desaparecer. Pero esa noche… iba a ser testigo del amor que tendría por la vida que nunca la abandonaría hasta el día de su muerte.

Y no sólo por la vida…

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