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Papel matamosca

Escrito por Carlos Molina

Ya olvidé la última vez que salí de la casa. Estoy asimilando todo, es muy complicado. La última vez que salí a trabajar fue el 14 de marzo, y no volví. Quité el calendario porque me parece ridículo tenerlo en la sala o en cualquier lugar donde deba estar frente mío. El tiempo parece haberse detenido para buena parte de la sociedad, pero a mi me parece absurdo el conteo de los días. Tuve la dicha de haber ahorrado meses atrás y administrar bien y con mesura mis ahorros y he logrado llegar hasta aquí, viviendo unos días y sobreviviendo otros pero siempre con las esperanza de volver a generar ingresos y amortiguar la deuda que pueda acumularse; vivir con sensatez, algo tan poco común en estos días. No miento: la vida en este vecindario se ha vuelto complicada y es que en medio de los anuncios de muerte y de la misma mortandad la desidia y apatía se puede observar en la mirada demacrada de las personas que, aunque sonrían, sus ojeras y sus vacías miradas los delatan. Todavía fingen que les gusta su trabajo, su familia, su matrimonio, su casa y sus vidas pero solo fingen. Mi vecindario se ha convertido en un grupo de itinerantes.

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Me he dedicado al pueril estudio de las moscas. Aunque parezca ridículo - vaya que es

estúpido, mientras cuento esto trato de no soltar tremenda carcajada —Esto es lo único que puedo hacer en esta casa: encender la televisión, entrar a mis redes sociales, a las cuáles desarrollé una mórbida y enfermiza adicción que solo logré aplacar eliminando mis cuentas. Ver los noticieros, leer periódicos o comentar con mis vecinos sobre la actualidad me parece un ejercicio inhumano y aversivo al espíritu, algo indigno para cualquier persona medianamente coherente. Las moscas me resultan menos asquerosas y, de algún modo, más divertidas. Tender una trampa para las moscas es sencillo: pueden ser migajas o pequeños restos de comida y ambos serán efectivos, a menos que se dedique media hora — por lo menos — a matarlas golpeándolas con un matamoscas o un periódico enrollado. Este último es el método más efectivo, común pero enormemente entretenido para quien lo practica. Pero, por ser un método tan eficaz y mortal para las moscas, los cazadores de estos insectos se privan de estudiar su fascinante comportamiento. Por eso mi método preferido es el papel matamoscas: se deja extendido ahí y, una vez puesto, se deja que haga su trabajo, aunque reconozco que azuzó a las moscas para que caigan. No soporto verles merodeando el centro de la mesa donde siempre coloco el papel extendido; espanto las moscas que se posan en los bordes para que busquen pararse en el papel que tendí. Sin embargo, este método es poco efectivo y para estos casos recomiendo usar mejor un matamoscas, golpear a las moscas que se paren en las orillas y dejar el cebo en el centro de la mesa, de este modo las moscas que no logre aplastar con el matamosca van, tarde o temprano, a caer en el cebo del centro de la mesa. Según mis estudios y lo que he investigado, las moscas viven veintiocho días — aunque popularmente se dice que sólo viven un día - Les atrae con desesperación el olor de la comida y especialmente el de las carnes blancas con una apasionado y desenfrenado apetito por el pescado. Para que las moscas caigan en el papel matamosca, solo debe dejarse extendido, sin colocar azúcar como carnada - así lo experimenté al inicio — blanco, limpio, sin nada. Aunque algunos estudiosos y usuarios prefieren comprar el papel con carnada yo, en cambio prefiero usar el más barato, el que cuesta diez centavos o tres por veinticinco, muy a menudo usado en los puestos de mercado y puestos de comida. Es, a mi juicio, igual o más efectivo que el otro con carnada. El papel matamosca se coloca en la mañana casi a primera hora entre las siete y las ocho, hora a la que comienzan a merodear y volar en círculos sobre la cocina y el comedor. Podría escribir un artículo sobre estos insectos pero no soy biólogo ni un entendido en la fitopatología, así que considero esto como una breve introducción del tema realmente importante. En esta casa, a medida que se ha ido prolongando el encierro, hablo solo; verbalizo mis pensamientos hasta convertirlos en largas conversaciones proverbiales o tautológicas conmigo mismo. Al principio lo hacía en voz baja para no alertar a mi mujer o mis fisgones vecinos de la par, pero más tarde me di cuenta que ella lo hacía en la ducha. Cierta mañana mientras desayunábamos, ella hablaba sola y, en cuanto intervine, pues creí que lo hacía conmigo, me calló bruscamente y prosiguió su monólogo. Después yo hice lo mismo inconscientemente mientras una noche trataba de conciliar el sueño durante una madrugada calurosa, ella no se asustaba ni se inmutaba al escucharme ya que sin querer

mi discurso sobre el rumbo de la economía y de la miseria humana la había despertado, lo supe por que lo sentí y su respiración ya no tenía la calma de una persona que duerme. A veces es más entretenido hablar uno solo que con un interlocutor, cuando no, hablo y hablo con mi mujer. Las últimas semanas que hemos hecho el amor le pido que se calle ni que mucho menos vaya a exagerar el orgasmo, no gimo ni gesticulo nada. Parece ser que mi orgasmo es nuestro silencio. No sé si ella los disfruta como antes o ya no lo disfruta o si esta nueva forma coital es algo novedoso. A ella parece no importarle o quizá después del encierro piensa buscarse un amante.

No pude acabar mi carrera y salía mucho a vender repuestos para pagar mis estudios hace dos años pero al final me absorbió el trabajo y tuve que dejar mi carrera en tercer año. A pesar de que ya se puede ir a trabajar de nuevo y algunas restricciones han caducado, los repuestos ya no se importan como antes del inicio de la cuarentena, se puede salir a vender pero las fronteras siguen cerradas: tengo un cliente que por semanas a esperado sus empaques de culata. Aunque también la demanda ha disminuido, el mercado está reducido y se hace lo que se puede. Ahora que puedo salir a trabajar reconozco, quizá vergüenza, que en más de algún día de confinamiento añoré estar atrapado en el tráfico de Los Chorros yendo a trabajar de lunes a sábado ya sea en bus dónde mi cabeza reposaba en el vidrio de la ventana o en la moto que compré en enero. Observando el paisaje, iba pensando y cavilando sobre mi existencia, sobre lo banal que me había vuelto y cómo todos esos ideales, quizá ingenuidades de adolescente que llamaba ideales, que tenía en la universidad. Recuerdo que esa fue mi última meditación en la carretera, sobre lo inconforme que estaba en mi vida y cómo podría regresar a estudiar. En la noche me habla mi jefe para decirme que debía esperar, había poco que vender y no podía llamarnos sólo para vernos las caras, me dijo. Además con preocupación me confesó que tenía síntomas de fiebre, le dolía el cuerpo y parecía empeorar. Nos pidió estar en casa: sin sueldo, con deudas y sin comida pero en casa y sano. Al hombre lo hacen sus acciones y estas son resultado de sus pensamientos e intenciones ¿Que nos cayó bien el encierro? ¡Quién sabe! ¿Debimos estar más tiempo encerrados? No sé, pero me gustaría seguir atrapando moscas, aunque también tengo envidia de esos países que ya empiezan a reactivar sus economías y se toman otras licencias; el problema es cuando leo o escucho esas noticias de rebrotes, nuevas y focalizadas cuarentenas en otros países. Esa falsa dicotomía entre salud o economía, que debemos elegir entre una y no podemos salvaguardar negocios y empleos a costa de sacrificar la salud, pero parece que todo ha transcurrido, la pandemia, la crisis económica y hasta las mascarillas son prescindibles ahora que se sale a la calle: los que antes pedían cárcel y golpes para quienes no usaban alcohol gel, ahora salen a la calle sin mascarilla y parece no importar las escenas de los hospitales de hace tres meses. Quizá el cebo para el hombre sea ese. Yo hace años que me dejé atraer por ese cebo, en esa trampa que destruye poco a poco nuestra humanidad y corrompe el espíritu del ser. Puede

ser una carrera universitaria, un trabajo que no nos guste, estar desempleado, una relación tormentosa, la familia o cualquier manifestación de la cotidianidad. Sin duda, mis monólogos, las discusiones con mi mujer y la resurrección de mis dudas existenciales indican que ya me estoy despegando de esa letal trampa. No sé, espero que sí. La trampa en la que ha caído la sociedad entera: bandos de fanáticos sectarios que nos tratan de imponer sus posturas, sus aberrantes ideologías y postulados que predican, porque para ellos es su nueva fe. Una cruzada quijotesca sobre quién tiene la razón, sobre quienes son dueños de la moral y son jueces para condenar. La duda es humana y dudar es uno de los ejercicios humanos más nobles que existe: dudamos de Dios, de la fe, de las religiones, de los políticos pero ahora presenciamos como las nuevas causas justas son la sustitución de aquellos dogmas religiosos por nuevas ideologías y, sin darse cuenta, se han convertido en los nuevos cruzados que van a la conquista de lo que llaman justicia social a través de sus causas políticas: más estado, más libre mercado, ateísmo, religión, un partido político, un movimiento o la causa que decidan abrazar. Porque para algunos es más coherente escoger a su siguiente pareja por su horóscopo o su ascendente que por el sentido común. Cada vez que entraba a mis redes sociales sentía que me acercaba más al cebo. Es la trampa, es el sistema. Es la trampa perfecta y nosotros las presas que merodean el papel tratando de descifrar el misterio de la existencia.

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