11 minute read

La Espera

Escrito por Eduardo Blanco

El nerviosismo que atenaza los músculos de la espalda cuando vamos a entrar a una sala llena de personas se hizo presente justo en el momento en que abría la puerta del salón fúnebre. Había intentado ubicar a Raúl desde que había accedido a la antesala, esperanzado en identificarlo a una larga distancia debido a que el salón poseía dos grandes ventanales y las compuertas poseían vidrios que reflejaban el interior, pero fracasé en el intento. Una vez dentro, un pequeño porcentaje de personas volvió su rostro para observarme por unos ligeros segundos, pero desviaron la mirada despectivamente cuando se dieron cuenta de que solo se trataba de mí. Yo hubiera hecho lo mismo si me encontrara sentado con otras personas a las que no conozco más que superficialmente, unidos como hermanos en la superación de una velación a ataúd abierto.

Advertisement

Continué mi búsqueda con más ahínco al sentirme uno más entre la legión de espectadores pasivos, pero los resultados fueron igual de paupérrimos. Controlé la tentación primitiva de acercarme a observar el féretro para posteriormente apreciar el rigor mortis del cadáver, por lo que procedí a encontrar un espacio en el que pudiera completar mi transformación en uno más que observa el suelo con desdén mientras espera que algo rompa la monotonía de la ceremonia.

Comenzaba a impacientarme y a experimentar la manifestación de los tics característicos de la desesperanza de esperar, cuando vi que Raúl se acercaba por la entrada. Decidí salir a su encuentro fingiendo que el alivio repentino que sentía no era tan grande, pero al acercarme al hombre me di cuenta de que no se trataba de Raúl. Para disimular mi error y evitar la vergüenza, continué caminando en la misma dirección y salí de nuevo de la sala.

Luego de esperar un par de minutos que parecieron eternos, el nerviosismo atenazador volvió sobre sus huellas primigenias pero con menos fuerza. Otra vez dentro. La lubricación de la que gozaba luego de mi primera entrada había ocasionado que me familiarizara con el resto de asistentes. Al decidir presentarme a la velación, no había diseñado un plan específico de acción al estar ahí, solo pensaba en pasar el tiempo que tuviera que demorarse el ritual y adoptar el comportamiento que Raúl adoptara. Debido a que no considero ser un inadaptado social y sí un poseedor del conocimiento de los contratos sociales básicos (como el fingir tristeza en un escenario como el que me rodeaba), intenté adoptar un estado de ánimo desesperanzado y reflexivo. No resultó muy difícil debido a que mi rostro se ha ido momificando con los años en una expresión facial de endurecida ausencia de emoción por nada. Los minutos iban avanzando con una velocidad incapaz de determinarse más que por la sensación de abandono que cada vez se acrecentaba más. Empecé a sentir que me reducía irremediablemente, y que cada persona que pasaba a mí alrededor e ignoraba mi presencia solo abofeteaba mi rostro con más violencia en cada ocasión. Justo en el momento en el que ya no estaba seguro de si aún poseía una voz para gritar por auxilio antes de desvanecerme y desaparecer, observé que una anciana famélica se acercaba hacia mí con un andar frágil que tentaba a la gravedad para derrumbarla bajo su propio peso, pero justo antes de caer, una de sus piernas evitaba la caída y continuaba la locomoción.

Al identificar mi perplejidad y espanto al verla tan cerca de mí, la anciana me tomó del brazo y me obligó a acercar mi oído a su rostro, ya que deseaba decirme algo. “No tuviste que abandonar a Priscila de esa manera, y menos en una situación como ésta ” , me dijo. Desorientado debido a que jamás había conocido a ninguna Priscila en mi vida, y sobre todo porque lo que más deseaba en ese momento era encontrar a alguien que conociera y no alejarme de esa persona, le respondí que no entendía a qué hacía referencia y que no sabía quién era Priscila. La anciana me observó con ojos inquisidores en un primer momento, pero tal vez ablandada por mi rostro de prisionero condenado sin conocer su crimen, me brindó una sonrisa cómplice.

La brutalidad de su primer acercamiento me hizo sentir como una víctima indefensa cuando me dirigió hacia unas sillas que estaban cerca del féretro e hizo que me sentara junto a ella. “A mí tampoco me agrada Priscila, y menos para que convierta a mi Patrick en un muñeco mandilón, pero es imposible no sentir lástima por ella en esta situación. Anda, sé un buen hombre y ve con ella ” . Todo parecía indicar que las palabras que había espetado a la anciana minutos antes habían pasado desapercibidas o habían sido vulgarmente

“Siempre es difícil con alguien como Priscila ” , contesté,

“ pero creo que la única manera de resolver la situación es que deje de esconderme como una rata cobarde y vaya con ella ” . Me observó con una expresión de victoria orgullosa y me empujó para que me levantara. “Solo que no sé en donde se encuentra en estos momentos, ¿Podría indicarme dónde puedo encontrarla?” , le pregunté. La anciana torció su gesto de forma desaprobatoria en esta ocasión y me reprochó “ no te comportes como un corriente infantil. Está junto al féretro, destrozada. No sé cómo soportas mirarla en ese estado y no hacer nada ” . Dirigí mi mirada hacia el féretro que había intentado esquivar momentos atrás y la observé.

Por la manera en que la anciana había clasificado como un sacrilegio mi abandono hacia Priscila, supuse que se trataba de una mujer joven; mi pareja, quizá. Debido a que suelo enamorarme de cualquier chica que note mi presencia y tenga algún gesto de educada amabilidad, no quería hablar con ninguna mujer en ese momento. Volví la vista hacia la anciana que, como esperaba, me observaba atentamente, casi deseando que me atreviera a continuar dejando que Priscila se hiciera uno con el cadáver y tuvieran que encerrarla en el féretro también a ella. No tenía otra opción, así que me acerqué a Priscila, y con mi escuálida mano, toqué su hombro.

No pareció notar mi contacto en un primer momento, lo que me instó a presionar más fuerte su hombro. Terminó por notar al intruso y se volvió hacía mí con una rapidez inesperada para alguien en su indefenso estado. Aterrado por el escándalo que había detonado mi acercamiento absurdo y torpe, me encontraba esperando que todos los puntos se unieran y la catástrofe ocurriera de una vez, pero Priscila me rodeo con sus brazos y se agazapó a mi cuello. “Patrick, ¡estás aquí!" , exclamó. “Sabía que vendrías y olvidarías lo que había pasado. No hablaba en serio, sabes que no, jamás creería que tú provocaste la muerte de nuestro padre. Estaba desesperada y solo buscaba a quien culpar, pero nunca volveré a hablarte de esa manera, solo quiero quedarme aquí contigo ” . A pesar de que el contacto, la fuerza con la que se pegaba a mi cuerpo y el olor de su perfume me hicieron, por un momento, dejarme llevar por lo bien que me sentía con ella, la separé de manera brusca de mí. No podía articular ninguna palabra, pero en realidad, no podía ni siquiera concebir lo que estaba sucediendo. Instintivamente volví a ver a la anciana, que ya no se encontraba en la silla en la que la había dejado. Su misión estaba cumplida.

Priscila tomó mi mano y se la llevó a su mejilla, soterrada bajo capas de maquillaje desparramadas por las lágrimas, que le daban a su rostro la apariencia de una pintura de arte abstracto. El asco y las náuseas que en un principio me había ocasionado la situación, se vieron debilitadas por lo mucho que me gustaba Priscila. Seguía sin expresar nada ni responder a sus disculpas lacrimógenas, e inseguro de la expresión que se reflejaba en mi rostro, solo acerté a alejarla del féretro y así escapar de la atracción perversa que provocaba que me acercara cada vez más a él, como si se tratara del sol y los planetas. “Patrick, no puedes tratarme de esta manera, sabes que mamá no vendrá y todos piensan que yo soy la

culpable de la muerte de nuestro padre, no tú. No puedes dejarme sola ahora con ellos, debes de defenderme y hacerles creer que no es así” . Mi padre llevaba muerto más de 14 años, y aunque me acaban de notificar su muerte, en ningún caso estaría triste o desdichado. Aborrecía a mi padre. Si en realidad fuese su cadáver el que estuviera en ese ataúd, lo único que haría sería acercarme para grabar en mi memoria una postal que me brindaría felicidad todos los días del resto de mi vida. “Tú no eres culpable de nada, Priscila. Sabes que nuestro padre te amaba sobre cualquier otra persona, incluso sobre mí” , respondí. Priscila se abandonó sobre mí de nuevo, y yo posé ambos brazos sobre su espalda. Yacimos así durante un largo rato.

Por ningún lado había rastros de Raúl; parecía que el bastardo había decidido dejarme solo. Nunca me había sentido tan desnudo e indefenso como cuando no lo tenía a la par mía, pero de repente, me comenzaba a sentir muy cómodo en ese lugar. La atmósfera había cambiado, se había tornado más ligera, y una sensación de algarabía, casi de júbilo intempestivo, comenzaba a bullir en mi interior. No solo yo había mutado, las demás personas se habían modificado también. Parecían por fin notar mi presencia, casi con respeto reverente cuando me observaban cerca de ellos. El nombre “Patrick” comenzó a escucharse en diversas conversaciones que luego se mezclaban porque todas las personas comenzaban a mezclarse. Parecía que era yo el que estaba en el féretro y provocaba que su estado de ánimo cambiara a mi antojo. Patrick parecía ser una persona con un gran poder de influencia.

El salón se había llenado de una forma vulgar; parecía que las personas no dejaban de entrar en manada y nadie deseaba retirarse del lugar. Había perdido de vista a Priscila, pero no me importó, ya no la necesitaba. Recordaba que el funeral de mi padre no me había hecho sentir de esta manera, casi deseaba volver a tener padre solo para volver a experimentar su muerte. Era tan revitalizador sentirse de la forma en la que me sentía que no pude evitar acercarme al féretro, que parecía imantado y con magnetismo sobrenatural. Observé dentro y no vi más que el cadáver de un extraño, un hombre al que jamás había observado en mi vida, pero que ridículamente se parecía a mí. ¿Por eso me confunden con Patrick?, pensé. Dónde se encontraba en estos momentos era un misterio, pero me alegraba de que se hubiera ausentado en esta noche.

La ceremonia continuó con su estridencia in crescendo a cada minuto; el ruido era apenas soportable. Se comenzaban a identificar groserías, palabras soeces, insultos que no tenían cabida en un contexto como el que me rodeaba, pero parecía que nadie lo notaba más que yo. Daría mi brazo derecho porque Raúl estuviera observando esto; tiene el talento para realizar observaciones agudas sobre el festival de la tragedia humana. Quisiera ser como Raúl pero, en cambio, me he convertido en Patrick. Sería cualquier cosa con tal de no volver a ser el adefesio anfibio en que me había convertido antes de que la anciana me extirpara del lago de inmunda intrascendencia en el que me encontraba asfixiándome.

“Patrick, es ahora, es ahora o nunca, debes de decirles a todos que yo no maté a nuestros padres ” . Priscila había aparecido junto a mí de la nada, como un roedor rastrero que acecha de forma sigilosa a su presa. ¿Por qué hablaba en plural? ¿Nuestra madre también estaba muerta? Parecía una masacre. Evalué si debía aceptar la culpabilidad de ambas muertes, pero Priscila parecía apunto de ponerse de rodillas y no era un espectáculo que deseaba presenciar. Me debatía sobre si era justo abandonarla en esa situación y dejar que todos la devoraran viva. No había una razón o motivo genuino que me hiciera permanecer en ese lugar.

Raúl jamás vendría y ni siquiera el propio hijo del fallecido se había dignado en aparecer. No entendía por qué me encontraba en ese lugar. Había llegado a la conclusión de que Raúl no aparecería, y cómo iban resultando las cosas, no me sorprendería que también estuviera en un ataúd, en el salón de velaciones contiguo. Tal vez Patrick había asistido a esa sala y todo se trataba de una inocente pero macabra confusión.

Estaba a punto de vomitar. Quería alejarme de ese lugar lo más que pudiera. No había nadie que odiara más en ese momento que a Priscila, a la anciana y al cadáver de mi padre, que incluso muerto, me obligaba a postrarme ante él en contra de mi voluntad. Mis piernas se habían endurecido terriblemente y parecía que habían echado raíces en el lugar en el que me encontraba parado, pero haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedaban, comencé a arrastrarme como una sabandija hasta la pared que se encontraba más cerca. El coro de voces errantes a mi alrededor me envalentonaba a seguir adelante. Al final, llegué a la ventana y pude abrirla, no sin un esfuerzo inhumano al principio. Me coloqué en el borde de la cornisa y salté de ella.

This article is from: