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Nacional
C RÓ N I C A , S Á B A D O 2 1 M AYO 2 0 2 2
Desde el porfiriato, el infanticidio era visto como uno de los peores crímenes. El orden legal emanado de la Revolución mantuvo esa tónica y del mismo modo se mantuvo la fuerte condena social, sin indagar por las causas de crímenes de niños a manos de sus madres
“Nadie ha sentido lo que yo”: la miseria vuelve asesina a una madre El violento verano de 1942 recorrió todos los registros de la desesperación y la oscuridad de la condición humana. México no salía del azoro y el horror provocados por los crímenes de Goyo Cárdenas, convertido en el monstruo mayor de aquellos días, cuando ya afloraba otra historia; un drama donde la miseria como una cadena pesada y eterna, había terminado por ahogar a una mujer que, en una situación que ella percibió como límite, decidió matar a sus dos hijas, “para quitarlas de sufrir” Historias Sangrientas Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com
Ricarda López Rosales no tenía esperanzas de nada ni confiaba ya en nadie. Sus amores habían terminado en abandono, en hijos sin padre. Con trabajos se ganaba la vida como costurera y sirvienta. Los dos empleos que lentamente le arrancaban las ganas de vivir apenas le
permitían reunir los veinte pesos mensuales que necesitaba para que sus dos hijas pudieran permanecer en un colegio del pueblo de Tlalpan, en el que la beneficencia no era suficiente para que aquellas pequeñas tuvieran un futuro mejor que el de su madre. La rueda de la miseria que no se termina marcaba la vida de esa familia, y las cosas fueron peor cuando Ricarda se supo embarazada de Ángel Téllez, quien, no bien se enteró de que pronto sería padre, no atinó a hacer otra cosa que desaparecer. Así entró la desesperación a la diminuta, miserable vivienda que Ricarda y sus hijas ocupaban en la vecindad marcada con el número 144 de la calle Mendelssohn. Todo ocurrió muy rápido, pero sin camino de retorno. Después, fue la gritería, la indignación impresa en los periódicos. A Ricarda López Rosales, con esa vena literaria que todavía tenía el periodismo de nota roja en los tempranos años 40 del siglo pasado, la llamaron “hiena”. Porque a nadie se le podía ocurrir que la brutal miseria y la certeza de que no había un futuro, hubieran orillado a aquella mujer bajita, menuda,
de manos delgadas, a dar muerte a sus dos niñas. Nadie pensaba que una madre pudiera agredir a sus hijos, e, incluso, quitarles la vida. No podía ser: algo muy torcido, dijo la prensa, tenía que anidar en el alma de Ricarda para convertirse en la asesina de sus hijas. UN IMPULSO TARDÍO
Ricarda salió del cuartucho donde las pequeñas Elvira y Concepción se retorcían de dolor y pedían, a gritos, que su madre las ayudara. Un arrepentimiento desesperado llenaba a aquella mujer de 32 años, que había empleado sus últimos pesos en comprar tres frascos de barbitúricos para envenenar a las niñas. Parecía sencillo. Era cosa de respirar profundo, de no pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Muchas vueltas le había dado a la idea. Y no hallaba otra salida. Para que las niñas no pasaran hambre, para que no acabaran viviendo en la calle con su madre, lo mejor es que ya no estuvieran en este mundo, donde la pobreza, donde la marginación era su presente, y sería su futuro. Ya no tenía modo de mantenerlas en la escuela. Sin trabajo, sin amistades, sin la posibilidad de que alguien le tendiera la mano, ¿qué le quedaba, sino ahorrarles ese sufrimiento sin fin a sus hijas? Pero al ver a Elvira y a Concepción gritando de dolor, se le olvidaron todas sus cavilaciones. No lo pensó más: salió corriendo a tocar las puertas de los vecinos, corrió a la calle, pidiendo a gritos que alguien, por caridad, llamara a una ambulancia. Sus hijas se le morían, alguien tenía que ayudarla. Buena gente reaccionó de inmediato. Pero inevitablemente surgieron las preguntas, las averiguaciones. Desquiciada, Ricarda acabó por confesar que ella había envenenado a las niñas con barbitúricos. Entonces, la buena fe se tiñó de agre-