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Nacional
C RÓ N I C A , S Á B A D O 2 1 AG O S TO 2 0 2 1
¡Cayó el Tigre de Santa Julia! Movido fue el fin de mayo de 1906: no terminaban los habitantes de la ciudad de México de asimilar la oscura tragedia del sacristán deprimido que había elegido el Altar de los Reyes de la Catedral para quitarse la vida, cuando ya tenían que asimilar la otra novedad que competía en las primeras planas: Jesús Negrete, el famoso bandido y asesino, había sido capturado por las autoridades policiacas y ya no saldría de prisión sino para enfrentarse al pelotón de fusilamiento
Historias Sangrientas Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com
“Espléndido triunfo de la policía”, dijeron los periódicos de mayo de 1906, con tal entusiasmo, que las notas atraían la atención y competían seriamente con la información sobre el suicida de la Catedral. Y es que el protagonista de aquella nota era, nada menos que el muy famoso bandido Jesús Negrete, el Tigre de Santa Julia, que había caído en manos de la policía, que se ufanaba de la captura sin haber disparado un solo tiro. Pues ¿Cómo habían ocurrido las cosas? Era bien sabido que Negrete, que se había escapado de la prisión en diciembre de 1905, debía su apodo a la forma brutal en que había asesinado a dos rurales que intentaron aprehenderlo. Desde su celda, Negrete había jurado que, el día que volviera a estar libre, vendería muy cara su vida, y se llevaría por delante a cuantos se le atravesaran. ¿JUSTICIERO?
Aunque la leyenda popular se empeñaba en verlo como un justiciero, la prensa se encargó de recordar que Negrete había cometido varios crímenes sensacionales, como el perpetrado en el arsenal de la ciudad, a donde se introdujo a robar armas: ahí había obtenido la pistola que la prensa calificó como magnífica, con la cual había ultimado a los dos rurales; también era culpable de brutales asesinatos, como el de unos humildes lecheros a los que había atacado en el camino que llevaba a la Villa de Guadalupe.
En compañía de otros cuatro hombres, el Tigre de Santa Julia había conseguido romper las rejas de la bartolina donde se encontraba, y cuando se vieron en la calle, el bandido se rehusó a moverse en compañía de sus cómplices de escape. “A ustedes los van a agarrar en diez días”, les dijo, antes de desaparecer. Extraña premonición: en efecto, los otros fugados fueron recapturados al poco tiempo. Recapturado después de seis meses de moverse en las sombras, la prensa insistió en mostrar la peor cada de Jesús Negrete, intentando menoscabar la fama heroica que el hombre tenía entre el pueblo: se le llamó cobarde, porque ninguno de los sonados crímenes que había cometido eran obra exclusivamente suya; siempre se apoyó en cómplices y ayudantes, que, en la imaginación popular siempre se desvanecían y le daban al delincuente una extraña y oscura fama de poderoso burlador de las autoridades. L AS TR AMPAS DEL AMOR
En la calle del Nopalito, en el barrio de Puerto Pinto, en el pueblo de Tacubaya, vivía Guadalupe Guerrero, mujer a la que los informantes de la policía calificaban de objeto de las pasiones del Tigre de Santa Julia. Embozado, un policía logró hablar con el bandido, y le contó la invención de que algún pelado, muy vivo, estaba cortejando a Guadalupe, aprovechando que el Tigre tenía que mantenerse oculto. Los celos ofuscaron a Jesús Negrete, quien olvidó sus precauciones y empezó a visitar con frecuencia el humilde jacal, en una calleja estrecha, donde vivía su amante. La treta funcionó, y la gendarmería envió a un nutrido grupo de policías a cercar el lugar, esperando
el momento en que el Tigre se apareciese por ahí. A una sola voz, los gendarmes avanzaron y entraron en los cuatro jacales que formaban la vivienda. Se sorprendieron: ¡Negrete no estaba ahí! Ya temían haberse equivocado. El pájaro había volado y no sería tan sencillo volver a encontrarlo. ATR ÁS DE UN NOPAL
Cautelosamente, avanzaron por el patio. Al fondo, se escucharon gritos: los gendarmes que entraron por el patio llamaban a sus compañeros: el Tigre estaba afuera. ¿Dónde? Ahí, atrás de un nopal. La prensa hizo mil piruetas para dar a entender, con eufemismos, que la policía había atrapado al delincuente cuando estaba defecando, con los pantalones abajo. Al levantar la mirada, Jesús Negrete se encontró con cuatro carabinas que le apuntaban. No tenía margen de escape ni de defensa. Por mínima decencia, sus captores permitieron que se vistiera para ser trasladado a prisión. Recogieron los gendarmes la canana con 100 cartuchos y la hermosa pistola con cachas de nácar, calibre 41, con la que había cometido todos sus delitos. Así se inició el camino de regreso a México. “¡No me amarren, estoy dado!”, se quejó Jesús Negrete. Pero nadie le hizo caso: bien amarrado y con los gendarmes apuntándole en todo momento, fue trasladado a la capital. Pasarían meses e incluso años; y a pesar de las maniobras de su defensor, la suerte estaba echada desde el 13 de junio de 1908: Jesús Negrete, bandido y homicida, conocido como el Tigre de Santa Julia, habría de morir fusilado. L A MUERTE EN BELEM
Cuatro años y siete meses duró el cautiverio de Jesús Negrete en la bartolina 67 de la cárcel de Belem. Una vez que el maleante fue recapturado, sabía muy bien que no volvería a poner un pie en la calle, y que, más tarde o más temprano, acabaría en el patio donde se fusilaba a los criminales. La hora le llegó cuando en el país se empezaba a escuchar el sordo rumor de la rebelión armada a la que había convocado Francisco I. Madero. Cuando Jesús Negrete, que ya era reconocido como uno de los más célebres bandidos de aquellos tiempos acudió a su cita con la
muerte, faltaban dos días para la Navidad de 1910, año bullicioso e inolvidable, después de las complicadas elecciones, en las cuales había vuelto a triunfar don Porfirio, quien cumplió nada menos que ochenta años, y había encabezado las brillantes Fiestas del Centenario, llenas de desfiles, peculiares visitantes extranjeros, develaciones de estatuas, actos y ceremonias masivas y que, faltaba más, habían dejado muy en claro que México era una nación moderna, que bien podía estar, sin desdoro, en el catálogo de las naciones modernas. A esas alturas, el Tigre de Santa Julia ya se había convertido en una figura muy popular, y no faltaba quien lo viera como una especie de bandido justiciero, que a veces daba algo de lo que arrebataba a los mexicanos más pobres; esos que no habían estado en las fiestas del Centenario. Eso explicaba, en parte la leyenda que sustentaba su populridad; el impresor Vanegas Arroyo le había dedicado no menos de tres hojas volantes