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LCM N40

Indice Pag. 04

1.Antes de las señales, por Ignacio Lloret

Pag. 12

2.El hijo de Puskas, por Batania

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a. Los organizados

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b.Una falda granate y una camiseta de color plátano

Pag. 26

3.Rincón Alfa

Pag. 26

a. Duérmete mi niña, por Marta Pérez Román

Pag. 34

b.Retrato en bermellón, por Iziar Marquiegui

Pag. 38

c. Marcando los Dempos, por Juan Carlos Somoza

Pag. 48

4.Los colores del agua, por Belén Galindo

Pag. 50

5.Escritores, antropólogos y fantasmas, por Francisco Rodríguez Criado

Pag. 62

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6.Como cada jueves, por Roberto Goñi


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IGNACIO LLORET

Antes de las señales

Vivo en un pueblo de treinta habitantes cerca de un cruce de carreteras secundarias. Es una zona de colinas y bosques donde en otoño los prados brillan con el agua de lluvia y las hojas de los árboles se vuelven rojas antes de caerse. En invierno nieva a menudo, pero la nieve aguanta muy poco en la Qerra, se derrite enseguida. El cielo es de muchos colores y nunca está quieto del todo, el viento del noroeste sopla con fuerza y trae nubes de todas partes. El cruce está a medio kilómetro de las casas, apenas se oye el ruido de los coches. No es una ruta principal, es una vía que comunica la ciudad con los valles del interior y que sólo Qene tráfico en las horas de luz. Además de las furgonetas de reparto, se ven algunos camiones con remolque que intentan acortar el trayecto hacia la autopista. Y como su desQno queda muy lejos de aquí, toman las curvas deprisa y siempre parecen a punto de estrellarse. Ahora no bajo a la carretera casi nunca, pero durante años terminaba pronto con mis tareas y me acercaba al cruce a verlos pasar. Salía al campo temprano, daba de comer a los animales y aún me sobraba Qempo para ir. Entonces ya estaba solo, nadie me esperaba para comer, así que me hacía algo rápido en la cocina y andaba hasta ese punto donde se encuentran los caminos.

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Me gustaba quedarme de pie al lado de un árbol o sentarme en cualquier piedra de la cuneta. Elegía un lugar seguro donde no


pudieran atropellarme, cerca del asfalto para notar el aire cuando pasaran los coches. Los seguía con la vista mientras se alejaban hacia la curva y respiraba el olor a neumáQco que dejaban al irse. Veía cómo se perdían a cien metros de donde estaba y disfrutaba del silencio que llegaba después. Desde que han puesto los carteles, ya no me asomo casi nunca, paso mucho más Qempo en casa. El cruce sigue en el mismo siQo, lo frecuentan los mismos de antes, pero yo prefiero escuchar todo desde arriba. Es un leve sonido de fondo, un roce de gomas que pasan, algo metálico que se desliza por una superficie llena de grumos y que va perdiéndose al final. Es verdad que ya casi no voy y, sin embargo, conQnúo pendiente de algún modo. Mi jornada empieza a las seis de la mañana, a esa hora aún no se ha disipado la niebla. Recorro las pocas calles del pueblo y salgo a los prados cuando todavía es de noche. Llego a la borda donde tengo el tractor y estoy hasta el mediodía con él. Levanto la Qerra con la pala de atrás, abro surcos para el trigo, esparzo semillas para que crezca. A veces me tumbo debajo de la cabina y oigo el rumor que viene de abajo, pero me vuelvo hacia el monte para pensar en otra cosa. Vivo solo desde hace unos años, ya no recuerdo cómo era mi mujer. Debe de haber fotogra]as viejas por algún siQo, aún no he tenido necesidad de buscarlas. Hay momentos en que me quedo

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parado de repente, de pie en cualquier habitación, y sé que entonces habríamos hecho algo juntos. Habríamos salido a llevar pienso a los animales o a recoger herramientas de la borda, no habríamos conversado entre nosotros. Antes de los carteles solía apresurarme durante el día y esperaba a la tarde para bajar. En invierno oscurecía mientras iba hacia el cruce, se hacía de noche a mitad de la cuesta. No me importaba que pasaran menos coches, me alegraba viéndolos venir y al ver cómo se marchaban con los faros encendidos. Me gustaba que hiciese frío porque de esa forma yo me_a las manos en el pantalón y echaba vaho por la boca hasta que llegaba el siguiente. Sabía que una luz amarilla era una luz acercándose y una línea roja un camión por detrás. Al principio se lo contaba cuando cenábamos, le decía cuánto había disfrutado con el color. Señalaba con el brazo hacia la ventana y describía con detalles lo que había ocurrido. Le hablaba de lo rápido que pasaban los camiones, de los coches averiados en el arcén, de cómo les había ayudado a salir. Yo hacía pausas con el tenedor entre los dedos o le miraba a los ojos esperando una pregunta, pero ella sonreía sin ganas y me pedía que terminase de una vez de comer.

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Ahora apenas me acerco por el cruce, echo de menos el cielo estrellado. En verano la tarde se me hace muy larga y en invierno


me acuesto pronto para no recordar. Hay un momento en que se acaban los ruidos aquí arriba y tengo que taparme los oídos para no oír el rumor. Sé que ya no Qene senQdo asomarme y, sin embargo, a veces querría volver y encontrar las cosas tal como eran. No me importa que llueva, me gusta el campo cuando resplandece. Algunas tormentas ponen fin a una tarde de sol y descargan agua durante toda la noche. Yo escucho los truenos desde la cama y cuento el Qempo que tardan en llegar. Veo el relámpago entre los posQgos, su destello ilumina mi habitación como si fuese de día. Y cuando amanece están los prados mojados, la Qerra se hunde bajo mis pies. Entonces ya ha salido el sol, pero el agua todavía corre por las acequias. Yo subo a por el tractor y cavo surcos para el trigo. Destripo el campo para que se airee y disperso la semilla por dentro. Paso la mañana en esas colinas y a veces se me olvida lo que hacía antes. Desde que existen las señales, he dejado de ir adonde iba, no es lo mismo que sin ellas. En otro Qempo hubiese corrido por la cuesta, habría caminado con prisas. Me habría puesto a andar en cualquier estación y habría acabado la jornada allí abajo. Habría buscado un lugar cómodo entre los árboles y habría esperado a los coches. Primero le contaba cuántos eran y lo rápido que venían, pero después me sentaba a la mesa y ya no decía nada más. A ella no le

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interesaba lo que pasaba, ni cómo era la carretera de noche, ni cómo son las cosas que se extravían. Aún comíamos lo mismo en el siQo de siempre y, sin embargo, yo prefería pensar en el cruce aunque estuviésemos juntos. Ahora las flechas iluminadas les indican perfectamente hacia dónde, pero antes era yo quien les ayudaba a seguir. Me ponía en un punto en que se me viera y les explicaba la forma de conQnuar. Sabía que al cabo de un rato los camiones más grandes empezarían a perderse más allá de las colinas, les extrañaría un bosque tan tupido. Sabía que disQnguirían el desvío desde lejos y que acabarían frenando al llegar a él. Hay días en que me canso pronto con el tractor o en que se termina el montón de semillas. A esa hora los animales ya están en el campo y no necesitan que los recoja. Yo vuelvo despacio hacia la borda y veo el pueblo al fondo del todo. Regreso con los oídos tapados, pero regreso de todas maneras. Entro en casa aunque aún no esté oscuro, me acuesto enseguida para no soportar tanto ruido.

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Y algunas veces la noche llena el cielo de estrellas y congela las cosas donde están. Ellas quieren moverse como cada mañana, pero el frío las deja rígidas y es imposible que despierten. Yo disfruto viendo el paisaje cubierto de escarcha, los árboles con hojas Qesas y los tejados con puñales de hielo.


Cuando mi mujer se fue, aún no habían llegado las señales. Me dijo que ya no era el mismo de antes, que sólo pensaba en el cruce. En esa época solía ir allí todos los días y no teníamos mucho Qempo de hablar. Es verdad que la quería y, sin embargo, ahora apenas la recuerdo. Bajaba por la tarde y me ponía justo al principio del bosque. Me gustaba vesQr ropa que brillara, que se viese a lo lejos como un reflector. Esperaba a que un coche se estropeara o a que un camión se perdiera, no me importaba que tardase en suceder. Entonces salía a la carretera lleno de luz y movía los brazos indicando el camino.

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El hijo de Puskas http://neorrabioso.blogspot.com.es

BATANIA

Los organizados A los organizados no les importa nada que hayas nacido en un caserío de Lauros con cerezos y manzanos y perales de San Juan. En un caserío donde los cantos de las malvices en primavera ahogan los zumbidos de las abejas. A los organizados no les parece decisivo que Lauros careciera de autobús y cajero automáQco y Qendas de ultramarinos. Que en Astobieta no hubiera sofás ni alfombras ni calefacción central ni agua caliente. Les da lo mismo que tu padre fuera alcohólico y brillante y parco y calamitoso. Nada les dice que tu vida transcurriera rodeado de cinco mujeres fuertes y de carácter, cinco mujeres como cinco baobabs andantes que todo te lo llevaban y te lo hacían, todo te lo dejaban en la palma de las manos. A los organizados les resulta indiferente que hayas plantado más de un millón de puerros, que conozcas qué luna es propicia para las acelgas, las disQntas clases de lechugas, cómo se capan las plantas de tomate, los cen_metros de profundidad a los que se han de sembrar las patatas.

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Qué diferencia hay entre una culebra y una víbora, cómo matarlas, por qué las vacas se reúnen en torno a un poste de luz, qué significa, que sepas todo eso no les importa a los organizados.


A los organizados no les compete que nueve décimas partes de tu infancia y adolescencia las pasaras totalmente solo, jugando a pelota solo, caminando con el perro solo, haciendo nada, paseando con el Qempo. A los organizados sólo les importa tu lugar de nacimiento. Ellos miran las coordenadas espaciales de Astobieta, 43° 18′ 57.96″ N y 2° 55′ 27.98″ W, y a parQr de ahí disponen de tu vida. Entonces dicen, los unos: –Astobieta pertenece a Euskadi. Y dicen, los otros: –Astobieta pertenece a España. Aquella monja que insisQó a tus padres para que siguieras estudiando, la hermana Sagrario, la que te salvó de las huertas y las vacas, todo eso les da igual a los organizados. Aquel profesor de la_n del insQtuto Txorierri, José Antonio Beobide, el que te enseñó los primeros versos de la Eneida y te inoculó su pasión por la anQgüedad grecolaQna, todo eso es accesorio para los organizados. Todo lo que te enseñó en la universidad Francisco Letamendia. Todo lo que te enseñó Álvaro Gurrea. Lo importantes que fueron para Q. Qué más les da.

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Que la ermita de Lauros tuviera una parte izquierda para que se sentaran las mujeres y una parte derecha para los hombres; que en tu colegio hubiera un paQo para las chicas y un paQo para los chicos, les parece indiferente. Que estuvieras rodeado de laurotarras fantasiosos que negaban las versiones de los diarios y se inventaban las suyas propias, qué les va a importar eso. Los organizados sólo se encargan de las historias grandes. No aQenden a los casos parQculares. Sólo se preocupan de las estructuras y las esencias y no pueden descender a las personas. Ellos están muy ocupados escribiéndote la historia que debes aprender, los libros que debes leer, los atletas a los que debes animar, el idioma que debe estar por encima y el idioma que debe estar por debajo.

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Lo hacen porque saben y están capacitados. Los organizados no dudan nunca. Tú estás escribiendo una historia subjeQva y no sabes ni sabrás nunca si tu padre fue un genio o un loco o un borracho, y eso que comparQste miles de horas a su lado, pero eso no les pasa nunca a ellos. Los organizados escriben con método sobre cosas que nunca han visto y no se limitan a opinar o proponer, no: ellos demuestran. Son sabios. Informan de forma objeQva. Por eso sorprende tanto que las conclusiones a las que llegan unos organizados sobre los mismos hechos sean tan diferentes a las de


los otros organizados. Les da igual que la única memoria de los laurotarras se remita a la Guerra Civil. Que la única constancia que Qenen de sus antepasados sea la de que culQvaban la Qerra, cortaban la hierba y ordeñaban las vacas. Nada les altera lo que supuso para Q el descubrimiento de Victor Hugo. Lo que supuso la primera vez que viste correr a Hicham el Guerrouj. El combate de Alí contra Cleveland Williams. La curva de Laguna Seca en la que Rossi superó a Stoner. Nada les dice tu historia propia, tus libros propios, tus deporQstas favoritos, tus cantantes, tu manera de hablar con tu perro, la forma en que te asusta la muerte. A los organizados nada les importa eso. Son hombres que están muy ocupados tomando decisiones de tu parte y por tu propio bien. Lo único que les importa es la maldita casualidad del punto exacto donde has nacido. Se limitan a mirar las coordenadas espaciales de Astobieta, 43° 18′ 57.96″ N y 2° 55′ 27.98″ W, y se imponen la tarea, los unos: –Es vasco y hay que adoctrinarlo. Y se aplican al trabajo, los otros: –Es español y hay que adoctrinarlo.

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BATANIA

Una falda granate y una camiseta de color plátano No empecé a odiar de verdad a los organizados hasta el día en que vi por úlQma vez con vida real a mi padre, justo antes de entrar en el coma que desembocaría en su muerte, pues la morfina ya no le hacía efecto por más que se la administraran en canQdades industriales. Fue justo en esas veinQcuatro úlQmas horas que se mantuvo consciente en el hospital de Cruces, en una habitación de la planta reservada a oncología, cuando mi padre comenzó a decir a mi madre: –Me voy a morir esta noche. Coge el bolso y vámonos a Toki-­‐Ona. Toki-­‐Ona. De pronto mi padre citó un lugar al que no había vuelto en los úlQmos 26 años. Se pasó las úlQmas horas de su vida hablando del pasado feliz y remoto, de cuando jugaba al fútbol y decía que le llamaban Puskas, pero cada poco Qempo volvía a lo mismo: –Coge el bolso y vámonos a Toki-­‐Ona. –Cállate. –¡Coge el bolso, que me voy a morir esta noche!

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Aquello estaba lleno de significado. Me pasé los cinco días de vela en Cruces, los que mi padre transcurrió en coma antes de su final definiQvo, pensando en Toki-­‐Ona, en el agujero negro de Toki-­‐Ona, en el recuerdo aún níQdo y fresco que tenía mi padre de Toki-­‐Ona.


En Toki-­‐Ona había ocurrido una historia en 1978. Hasta entonces mi padre había sido modélico, el orgullo de la familia, tu padre es muy grande, etc. Había enseñado euskera a su primera hija, la había colmado de regalos, trabajaba de albañil con éxito y hasta se había planteado comprar un piso en Derio, planteamiento que casi se consuma pero que se vino abajo porque mi padre, al visitarlo, debió decir que “yo no voy a ser capaz de vivir en un lugar tan cerrado”, y eso que el piso tenía noventa metros. Cierto que se había casado con una burgalesa y por aquel detalle algunos familiares y laurotarras le habían dejado de hablar, pero ya hacía muchos años que había ocurrido aquello y mi madre había mostrado tal capacidad de trabajo que poco a poco se había ido haciendo con el pueblo, salvo con ese veinte por ciento imposible que siguió considerándola maqueta de por vida. Cómo estaría de integrado en el pueblo mi padre que hasta se llevaba bien con los del ParQdo. Se llevaba bien con todos, incluso con los de Landachueta, parte del pueblo cubierta de chalets que estaba en el barrio Zabaloeche, muchos de cuyos miembros votaban a Alianza Popular. Pero en aquel Qempo mi padre era tan protovasco que aún Qempos después siempre andaba diciendo: –Está por nacer el que me enseñe a ser vasco. Yo he puesto ikurriñas en lugares donde nadie podía cogerlas, ]jate lo que te digo.

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–Ya, aita. En la luna o más alto. –Eso es cierto. Las que yo ponía, ni la Guardia Civil podía alcanzarlas. Hasta había abandonado por propia decisión la construcción de la central nuclear de Lemoiz, central que el ParQdo apoyaba pero contra la que se alzaban todos los pueblos de alrededor. Lemoiz se hallaba a unos diez kilómetros de Lauros. Según contaba mi padre, al de una semana se enteró de los peligros de las centrales nucleares y fue de inmediato al encargado: –Aquí os dejo la herramienta. No quiero finiquito ni nada, si sale esto adelante no se va a poder beber un litro de leche en todas las Vascongadas. Entonces llegó aquel día fa_dico de 1978. Refiero la historia a parQr de lo que me contaron numerosas veces mi madre y mis dos hermanas mayores, porque yo tenía sólo cuatro años y no me acuerdo.

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Por aquellos Qempos mis padres iban mucho al Batzoki o a Toki-­‐ Ona, bares donde solían ir los cabecillas del ParQdo o aquellos que simpaQzaban con él. En realidad iba todo el mundo, porque ya he referido que la única sociedad que exis_a en Loiu era la que se arQculaba en torno al ParQdo. Mis padres llegaban allí sobre las nueve o diez de la noche y se iban sobre las doce o una. A veces


nos llevaban a nosotros y nos invitaban a un kas o a una parQda en la máquina de petacos. Aquel día fuimos mi hermana y yo. Pero con las prisas, mi madre visQó a mi hermana con lo primero que encontró: una falda roja y una camiseta amarilla. Nada más llegar, mi padre se puso a jugar al mus con sus amigos y mi madre se situó con sus amigas de hasta entonces: –Piedad, por favor, cómo has vesQdo así a la cría. –¿Qué pasa? –¡Rojo y amarillo, por dios! –Huy, ni me he dado cuenta. Pareció al principio que la conversación se había quedado ahí y que la combinación de mi hermana se había olvidado, pero no: –Piedad, ¿vistes de maqueta a la cría? –Por favor, no me he dado cuenta. –¡No estamos en Qempos para esos descuidos! Y comenzaron a insisQrle con tanta fuerza que al final mi madre se echó a llorar y a balbucear entre lágrimas por favor..., ya me lo habéis dicho..., no me he dado cuenta..., la ves_ con lo primero que me encontré..., dejadlo ya... Se creó tal escándalo que mi padre, que hasta entonces había seguido jugando a cartas sin darse

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cuenta del suceso, preguntó al final por lo que pasaba. Y entonces se armó. No era mi padre una persona que mostrara calma en momentos como ese. Cuando supo que las lágrimas de mi madre estaban causadas por los colores de la ropa de mi hermana, montó en cólera. “¿Quiénes sois vosotros para decir nada, basura de gente, si habéis sido todos unos franquistas?”, les dijo. Y era cierto, según se decía por todo el pueblo, que la mayoría de los cabecillas del ParQdo había vivido muy bien durante el régimen y había mantenido excelentes conexiones con los prebostes. Así fue cómo, tras varios puñetazos en la mesa, mi padre le dijo a mi madre que cogiera el bolso y nos volvimos a Astobieta. Aquella fue la úlQma vez que mi padre fue a Toki-­‐Ona. No hubo ni una posibilidad de reconciliación. Poco más tarde, mi padre empezaría a votar a UCD y a ir contra el ParQdo. Empezó a fumar y a beber. Empezó a destruirse. Todo por una falda y una blusa. Una falda que, para más inri, según decía mi madre, no era roja sino granate. Y una camiseta que era de color plátano.

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Llevaba yo veinte días en el hospital de Cruces llevando esa tensión insoportable de ver cómo mi padre se moría, cuando aquel detalle de Toki-­‐Ona agitó mi mente. Que mi padre, horas antes de morir, igual que en Ciudadano Kane con la palabra Rosebud, hubiera


repeQdo tantas veces el nombre del lugar en que había sido feliz, aquello empezó a hacerse insufrible para mí. De pronto todo se me hizo claro. Mi padre vencido no por el cáncer de pulmón, sino por el cáncer policial de las banderas. No por una enfermedad común, sino por la enfermedad moral de los hombres. No destruido por personas que vienen una a una y atacan de frente, sino aplastado por alimañas que se unen entre ellas, se ayudan entre ellas, crean sus propias leyes y te imponen su propio miedo. Y llevado quizá por la misma sensibilidad que no se atreve a decir su nombre, por la misma capacidad afecQva castrada de mi padre, por las mismas facultades de manipulación y fantasía que él tenía, ya no vi a un hombre que moría de formal natural a los sesenta y siete años. No, mi padre no había muerto: a mi padre lo habían matado. ¿Y quién lo había matado? ¿Quiénes eran los culpables? Mi máquina ya no iba a descansar desde entonces. Los culpables eran los organizados.

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Rincón Alfa Relatos de los alumnos del Taller de Escritura Creativa Alfa de Bilbao

MARTA PÉREZ ROMÁN

Duérmete, mi niña

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Los fantasmas no existen, se lo repe_a la niña una y otra vez por las mañanas, cuando agotada de huir de aquella visión despertaba cansada y triste. Tras un sueño breve, se levantaba en silencio; con la mirada perdida buscaba en los rincones la presencia que le impedía dormir, pero lo que encontraba era cariño. Los besos y caricias de su madre, la sonrisa y los abrazos de su padre le hacían senQrse protegida. Los ojos se le diluían en lágrimas mientras le secaban la cara y le aseguraban que todo iba a pasar. Aquellos desayunos de olor a besos y cacao le daban valor; era en ese momento, despierta, cuando se llenaba de esperanza: el fantasma nunca más volvería a visitarla porque, de verdad, ella era buena. Era una niña obediente: escuchaba a sus padres, hacía los deberes, rezaba sus oraciones. Todo lo hacía con el deseo de que aquel espectro no volviera a aparecerse y, por fin, se desvaneciera al comprender que los fantasmas no existen. Deseaba no dormirse nunca para que aquel ser nocturno no llegase a estropearlo todo y empezar a contarle cosas que no quería saber. Por eso se empeñaba en mantener los ojos muy abiertos y se pellizcaba en las palmas de las manos y en los muslos. Al senQr que se adormecía, acariciaba la cruz que su madre le había regalado para protegerla de todo mal esperando que realizara un milagro y esa noche él no llegara. Cuando ya no podía aguantar más y el sueño llegaba, entonces él


se colaba en su habitación. Lo notaba cerca. Repe_a y repe_a las oraciones que le habían enseñado pero la voz del fantasma era más alta y profunda y se me_a en su cabeza. Buenas noches, mi niña, ya estoy aquí para protegerte. No conseguía verlo porque era incapaz de abrir los ojos. Ella hubiera querido salir corriendo de la cama, apartarse de esa presencia maligna; sin embargo, ni tan siquiera era capaz de gritar para llamar a su madre. El espectro la paralizaba y cuantos más esfuerzos hacía la niña por chillar o moverse, mayor presión ejercía él sobre ella. Se sen_a presa de una de aquellas serpientes de las que hablaba su maestra, ésas que se enroscaban por el cuerpo de su vícQma oprimiéndola hasta la asfixia. Imaginaba al fantasma como una boa gigantesca con cabeza humana que la apretaba y apretaba hasta el día en que la ahogaría del todo. Le provocaba un miedo aterrador pero era incapaz de huir. Él sólo pedía atención mientras le hablaba y le hacía preguntas sin parar. ¿Dónde están tus amigos? Pero no tenía, los niños de su clase la llamaban bicho raro y sólo uno de ellos, también rechazado por los demás, se acercaba alguna vez a hacerle compañía. ¿Sabes por qué es eso, mi niña? Porque tus padres les dicen a todos que eres una niña mala y que deben alejarse de G para que no les hagas daño. No te quieren. ¿Qué vas a hacer, mi niña? Su hijita, te dicen, y tú crees que te miman y protegen. ¿Pero no ves que lo que hacen es engañarte? Para ellos eres mala y no quieren que la gente te vea; van diciéndolo por ahí para que te

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odie: «Mala niña, mala hija». Yo sé que no lo eres. Mi niña, mi pobre niña. ¿Qué vas a hacer? No. Ella no era una niña mala; no, era una niña buena y las niñas buenas no ven fantasmas ni los oyen ni les hacen caso. Por las mañanas sus padres, cada vez más serios, le preguntaban por aquello que no la dejaba dormir; le rogaban que se lo contase para poder ayudarle y ella se aferraba a la cruz que le protegía del mal y oraba; las niñas buenas no ven fantasmas. ¿Cómo iba a contarlo? Se mantenía callada pero podía ver cómo sus padres, taciturnos, esperaban de ella un gesto, una señal. Su mirada penetrante y su semblante preocupado presidían los desayunos; ya no eran los mismos. ¿Tendría razón aquella voz? La niña lloraba.

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Otras noches su visitante estaba menos hablador. Guardaba silencio y con un soplido silbante hacía desaparecer las paredes de la casa. Escucha, mi niña, aGende bien porque yo no te miento. Entonces oía a sus padres en el salón, escuchaba palabras que la mencionaban a ella. «No duerme... triste... no Qene amigos... tenemos que hacer algo... un especialista... yo no puedo, es demasiado malo». Mi niña, ¿Vas a seguir sin hacer nada? Tienes que decirles algo. ¿No ves que dicen que no pueden conGgo, que eres mala? «Qué tristeza... y miedo... es horrible... sufrir esto... No puedo más, es insoportable». ¡Pero cómo pueden decir eso!, que les das miedo tú, una niña tan buena ¡Quiénes se piensan ellos que


son para tratarte de este modo! ¿De verdad crees que te quieren? Si te quisieran no dirían esas cosas. «Una clínica... diagnósQco... el médico nos ayudará... es una locura... no podemos esperar más...» ¡Pero cómo se atreven! Te llaman loca. Te van a enviar muy lejos para quedarse ellos en esta casa solos y tranquilos. Haz algo y hazlo antes de que te envíen lejos. La niña lloraba. No quería escuchar a sus padres ni al fantasma. Rezaba e intentaba tocar la cruz pero su cuerpo no se movía. Si sus padres la querían tanto, ¿cómo decían esas cosas? Así, cada mañana sen_a más y más desconfianza en los abrazos de sus padres. Los veía mirarse a hurtadillas y susurrar a escondidas. ¿Qué dirían? Casi podía tocar el recelo con que la trataban. Veía cómo ellos cambiaban de acQtud cada vez que entraba en una habitación y cómo bajaban la voz. Incluso habían empezado a ocultarle sus cosas. Estuvo una semana buscando su muñeca azul y de pronto apareció en su cuarto sin explicarse cómo. Ella sabía muy bien que habían sido sus padres los que la habían escondido; aunque lo negaban, la niña reconocía en su voz un tono acusador. ¿Qué habría hecho ella para que le hicieran ese daño? ¿Y si fuera cierto que no la querían? A medida que pasaban las noches de insomnio y los días de recelo, la niña amanecía cada vez más cansada y triste. Dejó de oponer resistencia al sueño, ya no se esforzaba en abrir los ojos ni se

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pellizcaba; seguía sin poder moverse cuando el ser nocturno llegaba, pero éste ya no le oprimía hasta la asfixia. La serpiente gigante ahora sólo se deslizaba por su cuerpo y le producía una sensación de cosquilleo. Y así, una noche, comprendió que el fantasma malísimo que la perseguía ya no le daba miedo y era en realidad su amigo porque era el único que no le men_a. No puedes confiar en tu padre, tu madre no te quiere. Ya sabes lo que van a hacer conGgo. Eres un estorbo, lo más seguro es que tengan otros hijos, tú no les gustas, no les sirves como hija. Ellos se inventan cosas para acusarte de que eres mala. Sólo quieren deshacerte de G y echarte la culpa. Dirán: «Es una niña mala, llévensela»; contarán mil menGras. Van a buscar a un médico que les dé la razón y te van a encerrar en un lugar oscuro y lejano donde te dejarán olvidada y sola hasta que te mueras. Ellos vivirán felices con otros hijos y no te nombrarán. Les molestas, ¿no lo ves? ¿No piensas hacer nada?

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Con el transcurso de los meses las mañanas fueron transformándose. Hasta que llegó aquel día. La niña se levantó muda, como solía hacerlo; observaba a sus padres, les veía moverse alrededor de la mesa con intranquilidad. Aún le preparaban el cacao que seguía regalando su aroma a los desayunos que ahora eran batallas. Ya no quería tener cerca a sus padres, se lo decía, les gritaba que se apartasen. Le daban un asco atroz sus palabras, y la Qbieza de su aliento al pronunciarlas cerca de su rostro era una sensación que le producía arcadas; sólo


pretendían volverle loca para salirse con la suya y poder deshacerse de ella. Ansiaban tocarla para hacerle daño pero era lista y se defendería de aquellos ataques. El odio de sus palabras le parecía insuficiente para hacerles pagar toda la crueldad que le infligían; la úlQma vez que su madre la había besado, ella le había respondido con una bofetada. Su madre, hipócrita, le acarició el pelo mientras susurraba: «Hija mía... Mi vida...». La niña ya sabía lo que iba a suceder, su amigo nocturno se lo venía advirQendo. Su padre no dejaba de hablar y hablar sobre sus ojeras, de lo preocupados que estaban, de sus problemas de insomnio, de sus silencios, de lo mucho que la amaban y de la necesidad de visitar a un especialista que le hiciera dormir de nuevo para volver a sonreír. La niña cerró los ojos, estaba a punto de estallar. Quería golpearlos, apartarlos, escupirles. Pero el fantasma le habló; desde hacía un Qempo ya no necesitaba estar dormida para oírle, ya no se resis_a, le había abierto la puerta para mostrarse cuando quisiera. Ya no estaba sola. Dales las gracias por cuidarte, diles que harás lo que te digan. Bésales aunque te dé asco y déjales contentos, mi niña. Hazme caso, trátales como te han tratado ellos, engáñales como te han engañado siempre ellos. Nosotros nos ocuparemos de que paguen por lo que te han hecho. Te dejarán en paz. La niña hizo todo lo que su amigo le dijo mientras pensaba que eran sus padres los que la habían apartado de las cosas buenas; eran el diablo y disfrutaban haciéndola sufrir. Los odiaba como

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nunca había odiado a nadie.

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ConQnuó el día, llegó la noche y no se acostó. El fantasma estaba siempre con ella. Ya no se parecía en nada a la figura de serpiente que había imaginado, su sombra era oscura pero a la vez cálida, sus ojos eran infinitos y brillaban como deben de hacerlo los diamantes en la noche o en los sueños, o quizá también al despertar. Brillaban ayer, brillaban esta mañana, brillan ahora que es de noche, la noche, esta noche, la noche en que juntos esperan a que sus padres se acuesten. Esta noche en la que el fantasma guarda silencio hasta que se cerciora de que ellos duermen profundamente y rompe a hablar para dar las indicaciones. Sus ojos relucen más que nunca mientras la niña le escucha con atención y recoge el palo que él le Qende y con el que atranca la puerta del dormitorio. Fuerte, mi niña, que no puedan Grarlo al intentar huir. No deben escapar. Después caminan juntos hasta el lugar donde se almacena el gasoil de la caldera y entre ambos rocían la casa de lado a lado. Le da las cerillas, ella las prende y las deja caer con determinación y placer. El fuego les dará su escarmiento, nadie puede hacer sufrir a mi niña sin pagar por ello. Tú eres buena, no lo olvides. Ellos son el diablo. El fantasma le pasa el brazo por el hombro para guiarla hacia la salida. La niña cierra con llave y caminan juntos para apartarse de la casa. Qué orgulloso estoy de G, eres buena y valiente. Las llamas comienzan a crepitar con rapidez y a iluminar el cielo con sus colores. Ahora que ellos ya


no están podrás demostrar a todos que eres buena, que tus padres eran quienes men[an. Podrás descubrir los engaños que han ido contando sobre G. Desde lejos la niña se deleita con las llamas y los gritos provenientes de la casa. No está cansada, no Qene sueño. Ríe. El fantasma la abraza fuerte. Ya no le corta la respiración, no siente sensación de asfixia. Puede moverse, Qene un amigo y es libre.

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IZIAR MARQUIEGUI CANDINA

Retrato en bermellón

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Después de la ducha, Marcelino solía rasurarse los confines de la barba frente al espejo, al Qempo que observaba cómo iba desvaneciéndose el rastro del sueño en sus ojos; luego se aplicaba colonia por todo el cuerpo; más tarde, mientras sacaba brillo a los zapatos, abría el armario y repasaba en su mente las acQvidades de la jornada. Le gustaba acertar con la ropa; no sólo era exigente para coordinar el color adecuado del traje, la camisa, la corbata y los zapatos, sino que también era precavido e intentaba estar preparado para soportar tanto la calefacción como el aire acondicionado de las oficinas y restaurantes a los que debiera acudir en su trabajo. No le gustaba pasar frío, pero lo que más odiaba era llevar en la camisa manchas oscuras de sudor bajo las axilas; perdía parte de su aplomo cuando eso ocurría. Para evitarlo, ves_a trajes ligeros en verano y también en invierno bajo el abrigo; en su male_n, junto a los documentos, llevaba siempre una camisa de recambio con su corbata correspondiente y unos calceQnes de lana, por si acaso. Aquel día tenía reunión de departamento a primera hora; más tarde, presentaba su oferta a unos clientes y después, comida de trabajo; por la tarde, papeleo en el despacho y squash a la salida. Abrió el male_n sobre la cama; serviría la misma camisa rosa palo que no había usado el día anterior, la corbata a juego y los calceQnes de lana color guinda. Eligió ponerse un traje gris claro, camisa azul con corbata de cachemir y calceQnes a juego. Luego


desayunó rápidamente con el resto de la familia, montaron todos en el coche de su mujer, dejaron a los niños en el colegio y ella, como de costumbre, le acercó a la parada del metro. Pudo sentarse junto a la ventanilla y, cuando se disponía a abrir el periódico, la mujer del asiento conQguo profirió un grito y su cabeza se desplomó sobre su hombro. Alcanzó a ver a un hombre que huía blandiendo una navaja Qntada de sangre. Su primer impulso fue el de perseguirlo y atraparlo, pero no pudo. Debía sostener el cuerpo de la mujer que se deslizaba lentamente hasta su regazo mientras la sangre manaba a borbotones, caliente y pegajosa, e iba ensombreciendo las solapas, el pantalón, los puños de su traje gris claro y la camisa azul, así como sus manos; los suaves tonos azul, rosa, verde claro y amarillo de los paramecios de su corbata iban ahogándose en oscuro bermellón. La policía confirmó la muerte de la mujer antes de proceder al desalojo del resto de pasajeros. Cuando llegó el equipo paramédico, Marcelino aún sujetaba fuertemente a la mujer, evitando que cayera al suelo. Estaba helado, con los ojos fijos en la ventanilla, donde se reflejaba su imagen con la mujer muerta. Pareció no entenderles cuando le dijeron: «Gracias, pero ya ha hecho usted todo lo que podía hacer. Por favor, suéltela. Ahora nosotros nos encargamos de todo». Por fin, consiguieron que entrara en calor y subiera a la ambulancia por su propio pie.

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En el hospital, Marcelino dejó de afeitarse. Se afanaba en el cuidado del jardín en zapaQllas, pijama y bata, y pareció recuperar sus fuerzas; incluso, le comentaba a su mujer, en broma, lo bien que se vivía sin preocupaciones, sin tener que preparar el male_n de negocios todas las mañanas. Pero, cuando algún miembro del personal con bata blanca se cruzaba en su camino, le abordaba con una súplica lasQmera: «Ayúdeme, por compasión, ayúdeme, límpieme los ojos». Le dieron el alta médica y empezó su adaptación a la vida coQdiana paso a paso: primero, acoplándose a la ruQna familiar y luego estableciendo su vuelta gradual al trabajo. La mañana de su reincorporación, su mujer oyó un ruido seco desde el baño. Acudió alarmada. Marcelino, de pie, desnudo ante las puertas cerradas del armario, gemía muy quedo. Con su barba bien delineada y oliendo exageradamente a colonia, frotaba de forma mecánica un zapato; a sus pies el male_n roto, con la tapa desplazada de sus goznes y completamente vacío.

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Una enorme piedad le inundó y se acercó a abrazarlo. Él se giró, y entonces, ella vio la escena del metro esculpida en sus ojos inertes: Marcelino sosteniendo con fuerza a la mujer; una oscura mancha bermellón inundando su corbata de cachemir, su camisa y chaqueta claras, sus pantalones...; y, en una esquina de la escena,


la espalda de un hombre huyendo con una navaja en la mano que chorreaba sangre.

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JUAN CARLOS SOMOZA

Marcando los tiempos Nuestro sino fue nacer en Venecia. En mi memoria quedó grabado aquel día terrible en el que surcábamos los canales. Domenico nos obligó a abandonar nuestro letargo para que esculpiéramos en nuestra mente la imagen del teatro de la ópera, que en ese instante se presentaba al frente. Recuerdo que llegamos al lugar más mísero de los bajos fondos. Desconocíamos lo que nos iban a hacer y llevábamos el miedo reflejado en el rostro. Nos dieron a beber una pócima, pero solo empecé a notar los efectos del opio cuando se llevaron a Pietro. Poco Qempo después lo dejaron a mi lado, tendido sobre la fría piedra, mientras entraban y salían una y otra vez del coberQzo y discu_an con voz sigilosa. Pietro, entreabriendo los ojos, me susurró unas palabras que con dificultad percibí en mi estado. —Nicola, dile a la mamma que seguiré esperándola siempre... Se lo prome_, aun sabiendo que nunca lo cumpliría. Era una cortesana que se acostaba con cualquiera por unos ducados y que nunca se preocupó de nosotros. Al nacer nos dejó con Domenico. Supimos de nuestra madre cuando nos cruzamos por una de las callejuelas y Marco, el hijo de Domenico, nos dijo quién era, que lo sabía porque él tenía nuestra edad cuando ella nos llevó a su casa.

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Pietro murió en mis brazos. Mis manos aletearon hasta posarse en su vientre, pero no pudieron contener el río del viscoso líquido que se escapaba de su cuerpo. No tuve Qempo ni de cerrarle los ojos,


Domenico me lo arrebató de las manos y lo sacó de allí como si fuera un fardo. Nunca supe dónde pudieron llevar su cuerpo, no me permiQeron preguntar ni llorar, ni tampoco tuve Qempo para pensarlo. El siguiente fui yo. Me meQeron en el baño, mi piel se abrasaba pero el sopor impedía que mis labios, entrechocándose, pudieran salpicar el silencio. Hasta mucho Qempo después no supe lo que me habían hecho. Aquel cirujano, aquel miserable barbero de barrio llamado Carlo, se dedicaba a cortar con decisión y sin remordimiento alguno los tes_culos de aquellas criaturas que se confiaban a sus manos. Lo hacía con todos los niños que le llevaban y que estábamos en la barrera de los diez años, todos los niños que arrastrábamos nuestra condición humilde entre gentes sin escrúpulos, individuos ávidos de máquinas de cantar, de voces brillantes, ligeras, esplendorosas, fuertes y extensas, de voces que pudieran enriquecerles. Apunté su nombre: Carlo... Solo tenía que esperar... Pasaron años en los que los mercaderes venecianos, atravesando las estrechas calles, paQos y escaleras del ghe\o judío, llegaban a nuestras puertas llevando tras de sí a sus hijos. Otros los traían embocando los canales con sus góndolas que, como falúas solitarias y espectrales, se deslizaban bajo la tenue luz de los puentes; en su bogar lento y silencioso podían adivinarse amargos presagios. Todos estaban desQnados a la misma suerte. Mientras, yo me ocupaba de mantener inmaculada la casa en los ratos en

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que las ceremonias religiosas y el coro me lo permi_an. Poco Qempo después mi amigo Marco se suicidó. No pudo soportar el hedor que desprendía la conciencia de Domenico, su padre, quien trataba de coaccionarle para que le ayudara en lo que llamaba su «escuela de música». El día anterior se despidió de mí diciéndome que se iba de la ciudad. Nunca olvidaré sus palabras: «Nicola, lo único que lamento es no esperar a tu debut, sé que llegarás a lo más alto, tu voz es portentosa, bella, potente y ágil... Tienes la voz sobre el aliento, en lugar de mezclada con él... Expresión en lugar de virtuosismo... Tratas de trasmiQr la emoción con sencillez y expresividad, sin adornos que sorprendan los senQdos...».

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Cuando le supliqué que no me dejara solo, me dijo que a las profundidades que él se dirigía no podía llevarme, que mi desQno estaba en las alturas, compiQendo con los ángeles. Marco había nacido para componer y dirigir, vivía la música. Fortes, sostenutos, legatos... penetraban en sus oídos a medida que leía el pentagrama. Furia, temor, clemencia, desesperación..., trasmi_a todos los senQmientos sobre las hojas, que quedaban emborronadas con las gotas de sudor que se desprendían de su frente. Decía que en el foso de los músicos eran muchos los instrumentos que sonaban a la vez, pero arriba, en el escenario, solo había una y única garganta humana. Creo que trataba de contagiarme su amor por la música, pero su padre no lo entendió


jamás. Tampoco él entendió a Domenico, por eso antes que matar a su propio padre eligió suicidarse. Sé que me quería, y por tercera vez me sen_ huérfano, aferrado a mi soledad. Otro nombre: Domenico... Solo tenía que esperar... Cuando Filippo, un músico mediocre y jactancioso pero emparentado con el obispo Giacomo, vino a oírme, pensé que era una oportunidad; traté de cantar pensando con el corazón y sinQendo con el cerebro. No sé a qué acuerdo habría llegado con Domenico, pero aquel mismo día me trasladé a vivir a casa de Filippo y de su esposa, Teresa. Al principio creí que había entrado en el paraíso; Teresa me colmaba de atenciones y me trataba como a un hijo. Aprendí a educar la voz, a alargar el sonido de forma increíble, aunque no tanto por las enseñanzas de Filippo como por la formación natural de mis pulmones y el control de la respiración. Llegué a conseguir que mi voz fuera ascendiendo de manera impercepQble hasta alcanzar una fuerza asombrosa, y que disminuyera a conQnuación, incorporando un grado de ternura realmente exquisita. Teresa me protegía de los excesos de Filippo, ella me hizo amar el canto en la misma medida que su esposo me incitaba con sus actuaciones a que lo odiase. El día en que Teresa ingresó en el hospital aquejada de una enfermedad que recordaba a la peste, y que originó mi angusQa por el temor a perderla, Filippo regresó a casa al anochecer. Pensé que se quedaría con ella, incluso había intentado que me dejaran a mí cuidarla, pero

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ninguno de los dos lo permiQó. De madrugada, mientras Filippo saltaba por sorpresa sobre mí en la cama, arrojándome sobre el rostro mis rasgos femeninos, mi cuerpo sin vello, mis pechos incipientes... forzándome sin que mis gritos y lágrimas llegaran a romper el silencio exigido a sus oídos... parQendo en mil pedazos mi sueño recurrente de una pretendida virilidad, mientras Filippo abusaba de mí... Teresa expiraba. Canté en su funeral. Nadie me lo había pedido, sino mi alma. Allí acudió Giacomo, el obispo, primo carnal de Teresa. Alguien me dijo que escuchó las palabras susurradas por él: «¡Viva el cuchillo, el bendito cuchillo!». Al finalizar, me llamó a su presencia y me hizo par_cipe de su decisión: desde aquel momento quedaba incorporado en el coro de la capilla de la catedral de San Marcos para cantar alabanzas al Creador por sus claustros de aletargada paz. Filippo no tuvo más remedio que aceptarlo, aunque noté que el odio y la venganza se agazapaban tras su mirada ensombrecida. Filippo... Solo tenía que esperar...

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Años más tarde, el propio Giacomo me animó y autorizó a cantar en uno de los teatros más emblemáQcos de Venecia. Allí lo habían hecho ya Senesino y Farinelli. Preparé concienzudamente mi debut, indagué en la psicología del personaje que iba a interpretar, llegué a crear su biogra]a imaginaria, una historia, entorno, momento histórico... Confiaba en mi memoria afecQva y emocional. Luego,


pensé en cómo iba a emiQr el sonido, sabía que en cuanto iniciara mi repertorio ya solo sería posible atender a la respiración y mantener la calma para que la voz saliera lo menos dura posible. Y sucedió. Conseguí sacar de lo más profundo los afectos y pasiones, tanto en los momentos de vivacidad y ligereza como en los que se precisaba mayor lenQtud, lo hice resaltando la expresividad, perfecta pronunciación y adecuado movimiento de labios y lengua. En los palcos, los aristócratas, burgueses y críQcos dejaban caer sus sonrisas y alegría sobre el resto de los asistentes, y fue la única vez en mi vida en que me permi_ soñar, soñar con Roma, Bolonia, Milán... Nápoles, Florencia... ¡Viena!... ¡Londres!... El eco de los aplausos aún se perdía por el aire cuando escuché de nuevo: «¡Viva el cuchillo, el bendito cuchillo...!». Pero en esta ocasión un escalofrío recorrió mi cuerpo. Aquel día, al salir del teatro, un desconocido se abalanzó sobre mí y... su cuchillo, ¡su cuchillo! me cortó el cuello. Sobreviví, pero no pude volver a cantar. No le guardo rencor: el canto es belleza, y mi aspecto lo degradaba. Nunca he sabido el nombre de quien lo hizo... Ni espero... Giacomo decidió protegerme, me convirQó en su secretario parQcular. Fue algo que suscitó mi inquietud ya que el obispo no se disQnguía por sus acciones benefactoras; le movía exclusivamente el mecenazgo que pudiera reportarle beneficio económico y de poder. Esas habían sido las razones de su apoyo en mi debut pero, con mi voz exiliada para siempre, no alcanzaba a comprender sus

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intenciones. Se disiparon mis dudas la primera noche que requirió mi presencia en sus aposentos. Solo esa relación le mantenía unido a mí ínQmamente y no quise renunciar a ella; mantendría mi capacidad de seducción con el único fin de conservar las cotas de poder que tal circunstancia propiciaba, porque mis planes permanecían firmes en mi mente, que ya vislumbraba en el horizonte la venganza. Durante un Qempo, en el que fui adquiriendo el respeto y dominio que mi condición de secretario personal de Giacomo me otorgaba, pasé mis días entre la iglesia de Santa María Magdalena con sus seis capillas y la de Santa Fosca con su Sagrada Familia, de Tintorezo. Era el encargado de seleccionar a uno de cada veinte aspirantes para entrar a formar parte del coro de ambas iglesias. Aunque reconozco que mi intención era elegir a aquel que pudiera llegar a ser «una auténQca diosa», con sus rabietas, obsesiones emocionales, insufrible vanidad... No me preocupaba el futuro del resto, tendrían sus oportunidades sujetando sus pechos en seductores corpiños, ofreciéndose para actuar tanto como hombre o como mujer... En cualquier caso, ambos desQnos confluían en la misma miseria.

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Pero esa acQvidad me permiQó escoger a cuatro jóvenes, fornidos y dispuestos, para que pasaran a forma parte de mi guardia personal. Habrían cumplido mis órdenes aun a costa de pagar con su vida. Y así fue que Carlo, el miserable barbero de barrio que ya había


rebasado su setenta cumpleaños, apareció una mañana entre la bruma, colgado del puente de los Tres Arcos, con los tes_culos sobresaliendo de sus labios bañados en sangre, y los ojos engrandecidos buscando su perdida conciencia entre las ondas del infecto líquido. Carlo tenía tantos enemigos que nadie se preocupó por aclarar su muerte. Tiempo después, un hecho sobrecogió a los habitantes del ghezo judío: corrió el rumor de que un anciano se había suicidado arrojándose al Gran Canal, en el mismo lugar donde años atrás lo había hecho su único hijo. A pesar de ser un tramo concurrido, nadie presenció la acción ni escuchó grito alguno que hubiera podido alertar para prestarle ayuda. La vícQma se llamaba Domenico. Su hijo fallecido, Marco. Tampoco nadie supo nunca que hubo ocho brazos ayudando a las aguas a ahogar al hombre. Días más tarde se produjo un cruel asesinato en uno de los burdeles de la ciudad. Un músico de renombre, entrado en años, había acudido al reclamo de una voluptuosa mujer. El contrato carnal establecido debió de romperse en el mismo instante en que accedieron a la alcoba. Después, apoyado sobre la pared desconchada, solo quedó el cadáver de un hombre atravesado por un palo en punta desde su bajo vientre hasta la boca, enhiesto y sujeto con cuerdas, al esQlo de los empalados. Decían, los que le vieron, que en su desencajado rostro había quedado el reflejo del odio de su asesino. Todo el mundo supo que aquel hombre se

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llamaba Filippo, pero nunca descubrieron quién era la misteriosa mujer que accedió a la habitación con él. Solo yo sé que esa supuesta mujer se llamaba, se llama... Nicola... el que podía haber sido la voz más grande de la historia, la mejor garganta de castrado... ¡Yo! Hoy los días se caen de un calendario vacío de futuro. Siento un frío incongruente, fuera de ley alguna, y el gondolero parece ensimismado en su ritmo cadencioso; ajeno a mi estado y senQmiento, me abandona a la soledad de los canales y puentes que se ciernen sobre ellos. Y a los pensamientos que me abordan. Mis planes para Qempos venideros son seguir viviendo, desempeñar las funciones de maestro de capilla dirigiendo a los cantantes delante del escenario, dejar que me embriague el frescor de esa música que vuela por los aires, y senQr con el alma lo que muchos mortales escuchan con sus oídos... ¿El obispo Giacomo?... No, no me olvido de él. Sí... También Giacomo... ¡Solo tengo que esperar!

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Los colores del agua http://loscoloresdelagua.blogspot.com

KYOROKU ma wo asagao no sakari kana

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Leo en silencio. ¡Los dondiegos de día ya han florecido!

BELEN GALINDO

Kankin no



FRANCISCO RODRÍGUEZ CRIADO

Escritores, antropólogos y fantasmas

Por muy golosa que pueda resultar la idea, no puedo ni debo aspirar a la posteridad. Algo me dice que no estoy predesQnado para objeQvos tan elevados. La mayoría de las obras maestras de la literatura universal llevan la firma de personajes marcados de una manera u otra por la desgracia. Vivir una infancia llena de adversidades, perder una mano en una batalla remota o padecer el exilio son buenas credenciales para afrontar el folio en blanco. Ante lo que pueda reservarme el futuro (la batalla y el exilio aún son posibles), llevo una existencia sin grandes sobresaltos, más propia de un adocenado conserje de hostal que de un escritor decadente. Me temo que, pese a todas mis desventuras –presentes y pasadas–, mi expediente biográfico no ha sido mancillado. No lo suficiente, quiero decir. Es cierto que he descrito con prosa cáusQca senQmientos que no me eran totalmente desconocidos, como la soledad, la frustración o el horror vacui. Todo esto podríamos apuntarlo en el “haber” de mi currículum. (En su contra juega un “debe” plagado de inexcusables comodidades domésQcas). Mi amigo Héctor Garrido, como siempre en su papel de sufrido agente literario, ha ideado un plan para darle un impulso a mi carrera.

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–Tú lo que necesitas es una muerte trágica por todo lo alto. Total, ya no vas a poder escribir Los hermanos Karamazov, Don Quijote de la Mancha o La Montaña mágica. Se te han adelantado, perezoso amigo, y mira que te avisé... Desengáñate: o te mueres


joven y desquiciado o tus papeluchos no van a servir ni para alimentar el fuego de una chimenea. Me convenció con su uQlitarismo de urgencia. O casi. Recuerdo que pasamos una tarde lluviosa sentados a una mesa del bar La Metralleta tratando de planificar mi úlQmo viaje “de manera digna”. Busconcete –así llamamos al dueño de la librería El Buscón– aportó su granito de arena al prestarnos El manual del suicida, un libro de segunda mano al que sospechosamente le faltaban un par de páginas. Pero sólo de observar a mi buen amigo esbozando en una servilleta algunas técnicas para acabar con mi vida, sen_ arcadas. Y es que no soporto la visión de la sangre; me impresiona, y más si es mía. Sí, soy muy aprensivo. Una vez, cuando aún era un mocoso de pantalones cortos, me llevó mi madre al ambulatorio para que me sacaran unas goQtas de sangre. Un asunto sin importancia. Pero en cuanto vi aquel líquido viscoso recorrer la jeringuilla perdí el conocimiento. “Este muchacho es un cobarde. Como no cambie de carácter va a llegar a la vejez sin grandes problemas”, escuché quejarse a mi madre cuando desperté, cuatro días después, en la habitación 307 del hospital “San Pedro de Alcántara”. Enfermo crónico de inseguridad, la lucha contra las jeringuillas me ha llevado de habitación en habitación, de cama en cama, siempre a la búsqueda de unas generosas manos femeninas que alivien mi soledad y mi ciáQca con fogosos masajes quiroprácQcos. Soy un Qpo frágil que espera de la mujer no una

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amante sino una enfermera. Con Cecilia, la argenQna que trabajaba en la taquilla del cine Apolo, no pasé de la tercera cita. El día del finiquito me confesó con dolor que al besarme siempre había tenido la sensación de estar haciéndome el boca a boca. A estas alturas tengo que reconocer que si bien no soy un anciano poco me falta para lograrlo. La sociedad del bienestar me ha mimado demasiado y ahora me da pereza hacerme el harakiri o bajar los cinco pisos que me separan de la calle sin hacer uso del ascensor o las escaleras. Todo esto, digo, me niega la oportunidad de garabatear una obra maestra. Por eso no enQendo a los que se lanzan desde los puentes sin dejar escrito un novelón de 500 páginas. Esa gente porque no aprovecha su tragedia y yo porque padezco vérQgo no hacemos nada por combaQr la arteriosclerosis literaria de este país.

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Pero, claro, no es imprescindible para sentarse en el Olimpo de las Letras alimentar la desdicha personal. Algunos escritores, premios Nobel incluidos, cuidaron tanto su salud que sus biógrafos han tenido que resignarse a señalar sus problemas de colesterol y alguna que otra secuela del acné juvenil. Pero sé también que el suicidio y la autodestrucción ayudan. El lector siempre ha senQdo fascinación por esos autores que fallecen prematuramente, a ser posible por causas poco naturales. Un escritor que llega a viejo es una deshonra para el gremio, y él lo sabe. Pero algunos, muy tercos, hacen oídos sordos a su conciencia. Hablo de Moravia, de


Cela, Borges... ilustres veteranos de guerra cuyo lema era boquear hasta que el cuerpo aguante. No lo hicieron por querencia a su profesión sino, ay, por amor a mujeres treinta, cuarenta o cincuenta años más jóvenes que ellos: mujeres abnegadas que recibieron grandes dosis de artrosis y talento sazonados con una proteica cuenta bancaria a cambio de hacer creer a sus esposos ilustres que aún estaban vivos. Ojo, no les estoy criQcando. Ni a ellos ni a ellas. Por una mujer hermosa yo sería capaz de desplazar la Gran Pirámide de Keops (actualmente en Egipto) hasta reubicarla en el coto de Doñana. Mi problema es que nunca he tenido una musa a quien ofrecer mi obra. Todas las musas que he conocido estaban ya ocupadas. Pero de qué obra estoy hablando, ahora que lo pienso. Hasta la fecha toda mi producción literaria consiste en un par de libros que pasaron directamente de la imprenta a la máquina de reciclaje de papel. Por suerte, antes de que se convirQeran definiQvamente en celulosa pude rescatar algunos ejemplares para el baúl de los recuerdos. El que más le gustó a mi madre fue el primero, que Qtulé Ensayo sobre la felicidad, primer tomo de lo que iba a ser una suerte de voluminosa Biblia de los Buenos Deseos y que al final se quedó en un único librito de 47 páginas. (Ahora que no nos escucha nadie tengo que reconocer que en la página 12 me quedé sin argumentos y tuve que contratar a un negro para que rematara la faena. Un negro de los de verdad, uno de esos bebedores de

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bourbon que teclean en máquinas Underwood y Qenen siempre a mano una papelera a la que lanzar con desesperación los folios que nacen torcidos). A mi madre, digo, le gustó el libro porque al ser tan delgado le vino muy bien para calzar la mesa del comedor. (Del segundo libro prefiero no hablar. No al menos hasta que el caso siga pendiente en los tribunales.) En fin, necesito una musa, talento, una muerte prematura, un editor compromeGdo, un lugar tranquilo donde sentarme a escribir sin que nadie me interrumpa...

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Por ahora sólo cumplo el úlQmo requisito. Ese “espacio donde realizarme como persona” lo he encontrado en el tanatorio. Allá voy cada tarde con mis pensamientos, mi lumbalgia y el bloc de notas, dispuesto a sellar mi nombre en los anales de la literatura. Bubi, el camarero de la cafetería, me Qene siempre reservada una mesa al fondo, junto al ventanal. Desde ese mirador analizo fríamente la acQtud de los familiares. Ante la próxima apertura del testamento se muestran inquietos y no saben qué hacer, si alabar


las virtudes del finado y rezar por su alma, si pedir un vermú o bien comentar la úlQma corrida de toros. Allí fue donde conocí al doctor Mendieta, un Qpo singular. Asegura que en cuanto me vio supo que yo era escritor. –Escritor o antropólogo. No acababa de decidirme... No hay mucha diferencia entre ambos, ¿no cree usted? –me preguntó meses después, al rememorar nuestro primer encuentro. Yo por mi parte le confesé que el primer día lo encontré tan descompuesto que no supe a) si era el difunto o b) un miembro de la familia. –No es que haya usted mejorado mucho –añadí en un gesto de buen talante –, pero como ha seguido viniendo cada día y sin ayuda de nadie hay que descartar la opción a. Aunque somos amigos siempre nos tratamos de usted, como los actores de la película de Truffaut Jules y Jim. La diferencia es que Jules y Jim estaban enamorados de la seductora e intrigante Catherine (Jeanne Moreau), mientras que mi amigo el doctor y yo estamos enamorados de la muerte, no menos seductora y, creo, aún más intrigante. Antes de converQrse en un abrigo mohoso, el doctor había sido un hombre atracQvo y exitoso, uno de esos seres privilegiados que podría tener un papel estelar en cualquier película de Frank Capra.

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Pero todo cambió hace un par de años, cuando falleció su mujer en un accidente de tráfico. Dice el doctor que hasta ese instante no había sido consciente de su suerte. –Y creo que hasta ese día tampoco fui consciente de estar casado – concluye. Ahora es sólo una sombra de lo que fue. Un muerto en vida que acude al tanatorio con la esperanza de suplantar en el nicho a algún cadáver que decida resucitar en el úlQmo momento. Nuestras conversaciones se arQculan con un vocabulario mínimo, como si fuéramos personajes de una novela del nouveau roman. Preferimos el gesto a la palabra, la nada al todo, el baile de salón al boxeo. Somos tan taciturnos que Bubi, nuestro Bubi, ha dejado de cobrarnos el café porque, según dice, Qene la sensación de estar sirviendo no a dos clientes sino a dos fantasmas. Y Qene razón. Mitad muertos, mitad fantasmas, parecemos primos del Pedro Páramo de Juan Rulfo.

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Es precisamente Bubi nuestro mayor contacto con la realidad. Nos ha cogido afecto, creo que porque tenemos el aspecto de dos viejecitos que han entregado sus gastados sueños a cambio de una máquina de respiración asisQda. Nosotros también senQmos esQma por su persona. Nos referimos a él como “el gaceQllero”, porque después de servirnos el café pasa sin demora a contarnos los úlQmos fallecimientos.


Bubi es un caso aparte. De condición humilde, procede de un pueblecito de interior que no viene en los mapas. Su ilusión desde muy niño ha sido desempeñar el trabajo de enterrador. Pero en su pueblo la gente está tan atareada trabajando las viñas que nunca encuentran un hueco para morirse. –Cuanto más viejos, mejor aspecto Qenen. A los ancianos de mi pueblo en vez de crecerle las arrugas les crecen las uvas. ¿Qué te parece? No sé si son tan longevos porque llevan una dieta rica en minerales o para hacerme la puñeta –se queja. Al parecer decidió hacer las maletas el mismo día que leyó en el periódico local que iban a cerrar el cementerio para abrir una cooperaQva de aceite–. Y esta es mi historia, señores. Por lo que he visto durante mi vida laboral, trabajar en la cafetería de un tanatorio es lo más parecido a enterrar cadáveres. El doctor y yo asenQmos. –La muerte es un negocio –dice Bubi mientras hace caja. –Es el fin a una existencia inúQl –dice el doctor, que se ha aficionado úlQmamente a leer a Schopenhauer. –Pero también puede ser el inicio de una sólida amistad. Nosotros tres somos un vivo ejemplo –digo yo contagiado por un inusitado opQmismo, traicionando con ligereza el significado que el diccionario de la RAE da a la palabra “vivo”.

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Así es como paso las tardes en el tanatorio. Tardes que no han dado para mucho. En el aspecto creaQvo, quiero decir. Estudiar día a día la condición humana sólo me ha servido para darme cuenta de que nuestra mente, un auténQco laberinto donde colisionan ideas y senQmientos, fue ideada por el Hacedor sin atender a ningún plan urbanísQco. Al principio, por respeto a la profesión, tomaba notas, me sujetaba la barbilla mirando al horizonte y dejaba vagar la imaginación a la espera de que surgiera una trama interesante para una novela. Pero úlQmamente sólo uso el bolígrafo para rellenar los boletos de la quiniela de fútbol. En fin. Mi cabeza no deja de dar vueltas. El otro día encontré entre las páginas de un suplemento dominical la fotogra]a de un vistoso pez (gigantesco y de color rosa gusanito) transportado por cuatro aguerridos jóvenes de raza negra. Todo ello frente a una atenta hilera de coches que observan cómo el cortejo cruza un imaginario paso de cebra. El texto que acompaña a la fotogra]a1 explicaba que se trataba de “un pez especialmente diseñado para cobijar un cadáver, y es que tanto en la vida como en la muerte, en Ghana prima la originalidad”. Más adelante, el siguiente epígrafe: “Los hay de todos los gustos y colores”, bajo el cual puede leerse: “Modelos de ataúd en forma de avión, con la inscripción de Ghana Airlines;

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Este artículo fue publicado en el Dominical de El Periódico el 31 de octubre de 2004, titulado “Como pez bajo tierra”, con texto de U. Guixeras y fotografía de Wolfgang Rattay. 1


botella de Coca Cola gigante, posiblemente para algún fan caído de la tonificante bebida; pepinos, caracoles, mazorcas de maíz, taxis de madera para quien fue taxista en vida... Y este curioso pez, que encerrará en su interior a un pescador para toda la eternidad. El pescador en la tripa del pescado”. Qué envidia sen_ al leer ese reportaje. Aquí, cuando se nos muere un familiar o un amigo, lejos de montar carnavales, nos dejamos llevar por el drama. Y es que la muerte, se mire como se mire, no deja de ser un estropicio. Uno de los clientes de El Buscón, un italiano llamado Vizorio, se suicidó arrojándose a las vías del tren. Nadie se lo esperaba. Cierto que en los tres úlQmos meses había comprado cinco manuales de suicidio, pero nos dijo que estaba haciendo un estudio antropológico sobre creencias religiosas y todos le creímos. Su mujer se quejaba desconsoladamente al conocer la noQcia: “¿Y ahora quién va a llevar a los niños al cole y se va a hacer cargo de abonar en el banco los recibos de la contribución?”. El asunto tenía miga. Se ve que en Ghana los niños no van al cole y los padres no pagan la contribución, porque si no es di]cil entender estos fastos tan coloridos. Es de suponer, no obstante, que para ellos la muerte es como el café para nosotros, una pócima amarga di]cil de tragar cuando no lleva azúcar. Queda demostrado, pues, que el mejor susQtuto de la caña de azúcar, cuando escasea ésta, es la imaginación.

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Va siendo hora de hacer testamento. No quiero dejar al azar las condiciones de mi sepultura. Mis achispados amigos serían capaces de embalarme en uno de estos envases mortuorios donde el protagonista no es el finado sino precisamente el envase. Para cuando llegue el momento tengo planeada una ceremonia tradicional: un ataúd de madera de pino, cuatro paletadas de Qerra sobre él –no fuera que aún estuviera boqueando– y una cohorte de doloridos familiares y amigos que recuerden lo bueno que fui en vida. Para una vez que se va a hablar bien de mi persona, hay que evitar las distracciones. (Sería patéQco escucharles enfrascados en un debate sobre si el imponente pez es un del]n o un cachalote o si es de color rojo o vino burdeos). Y es que agasajar con las úlQmas palabras bondadosas a quien ya no podrá escucharlas es una tradición que no debería perderse nunca.

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ROBERTO GOÑI RUIZ

Como cada jueves

Como cada jueves a las ocho y media de la tarde, Frank y Alicia ya han terminado de cenar y ambos se levantan de la mesa sin haber hablado. Alicia recoge los platos, los cubiertos. Apenas hay restos de comida porque sabe de antemano la canQdad que ella y él comerán cada noche. Frank recoge el mantel y coloca el florero sobre la mesa. Todo vuelve a estar en su lugar. Tras veinte minutos de noQcias en la televisión, Frank se levanta de la butaca y acude al dormitorio de nuevo. Abre el segundo cajón de la cómoda y escoge un jersey color azul oscuro. Se lo pone y vuelve junto a su mujer. —Me voy, Alicia. —Muy bien. —Volveré tarde. No me esperes levantada. —Mañana trabajas, no te olvides. —No me olvido.

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Como cada jueves a las nueve de la noche, Frank coge las llaves de la mesita del recibidor, sale al descansillo de la entreplanta y cierra la puerta. La temperatura es muy agradable. No debería haberse puesto el jersey. Ahora Qene calor. Sin embargo, no vuelve a entrar en el piso para dejarlo. En la calle, apenas hay gente. Un par de viejos y una mujer que


acarrea unas bolsas de papel. Frank cruza la calle y se introduce en el portal 38 de la calle Roxbury, a unos diez metros de su casa. Sube al primer piso y abre la puerta del apartamento 12. Piensa que debe pagar el alquiler de los próximos tres meses, no le gusta que el casero tenga que recordárselo. Mañana ingresará el dinero desde la agencia. El apartamento consta de un salón de unos veinte metros cuadrados. La única ventana de la que dispone la habitación está oculta tras las corQnas. A su lado una pequeña banqueta y una cama. Se sienta y con cuidado descorre apenas unos cen_metros la tela que oculta el cristal. Ahí están las tres ventanas del dormitorio, y ahí está Alicia apartando una tras otra las corQnas. Como cada jueves a las nueve de la noche, Frank se sienta en el taburete y comienza a desnudarse. Lo hace colocando cada prenda minuciosamente doblada sobre un extremo de la cama. Su cuerpo no es lo que era. Los brazos, antes musculosos, empiezan a mostrar pliegues bajo las axilas y puede notar cómo la curva del estómago empieza a ocultar su sexo. Desnudo, se acerca hasta el único armario de la habitación y de un cajón extrae un pañuelo y una cámara de fotos. Es una Polaroid anQgua. La coloca también junto a la ropa perfectamente plegada. Todo está en orden, en el lugar que le corresponde. Se sienta en el taburete y acerca la cara a las corQnas, apartándolas con la mano izquierda, sólo lo justo para poder observar sin ser visto desde el exterior.

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Alicia se mueve por la casa, preparándose para hacer algo. Aparece y desaparece tras la puerta del baño adyacente al dormitorio. Él sabe que se va a dar una ducha. Sin preocuparse por las ventanas abiertas, ella se desnuda sin prisa. Todo, menos la ropa interior. El sujetador es de color beige; las bragas, negras. Como cada jueves, Frank siente cómo toda la felicidad del mundo se concentra en este preciso instante. Ya no reacciona a la velocidad en que lo hacía hace unos años, pero su sexo no puede evitar inundarse de excitación y sangre. Frank lo observa, no quiere dejar de gozar con el inicio del proceso. El colgajo aparentemente sin vida inicia un movimiento inesperado. Lo que segundos antes se presentaba como un residuo de virilidad, un esclavo de la ley de la gravedad escondido bajo una maraña de pelo anQguo, ha empezado a crecer, a afirmarse de una forma sorprendente. Poco a poco, el órgano sin función ha pasado a transmutarse en un músculo, un músculo poderoso y palpitante surcado por gruesas venas, un cuerno combado cubierto de una piel tensa y brillante. Inflamado cabecea, asciende y desciende, hasta ser atrapado por la mano derecha de Frank.

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Alicia se mueve por la habitación en ropa interior. No hace nada concreto, simplemente remueve el contenido de cajones o entra y sale del cuarto de baño. Ajena al bombeo de felicidad que genera su cuerpo menudo, se decide por fin a quitarse toda la ropa. Lo


hace sin previo aviso, con una finalidad concreta, la de enfundarse en la toalla color rojo con la que siempre se seca tras la ducha. Esa toalla color rojo inflama la imaginación de Frank; sabe que bajo ese pigmento no hay otra cosa que la piel blanca de su mujer, sus nalgas, el ombligo, los pechos... Es esa toalla la que hace que la resistencia deje de ser tal y todo el mundo de Frank se funde en punto, en un instante... El silencio le ayuda a recuperar la concentración. Se limpia minucioso con el pañuelo y sin pausa, casi precipitado, se viste. Luego, vienen las fotos. Tiene cuidado de no acQvar el flash, lo delataría sin remedio. Alicia saliendo del cuarto de baño con el pelo mojado, Alicia dándose crema en las piernas, Alicia tocándose un pecho ante el espejo, el culo de Alicia, Alicia en pijama... Instantes sin apenas glamour que rebosan, a pesar de todo, excitación. Como cada jueves a eso de las once y media, Frank ha amontonado todas las instantáneas y las ha introducido en un sobre marrón. Cierra la puerta del apartamento 12 con llave y se dirige sin ninguna urgencia hacia su casa, en el portal 37 de la avenida Roxbury con la calle Fuzon. La casa está en silencio total, sabe que Alicia duerme porque la ha visto apagar las luces. Se pone el pijama que como siempre Qene preparado junto a la almohada en el lado derecho, su lado, y se mete en la cama.

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“Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”. Emily Dickinson

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