Apuntes Ignacianos 50. Contemplación en la Acción

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Darío Restrepo Londoño, S.I.

Pedro Arrupe: un profeta de Dios

*

Pedro: Te aseguro que cuando eras más joven, te vestías para ir a donde querías; pero cuando ya seas viejo, extenderás los brazos y otro te vestirá, y te llevará a donde no quieras ir1 .

Estas proféticas y reveladoras palabras del Señor en el evangelio de Juan, fueron escritas en un cuadro de la muerte del Apóstol Pedro y dedicadas por la Comunidad de la Curia General al Padre Pedro Arrupe.

Él, clavado en la cruz de su penosa enfermedad durante 9 largos años, leyó, releyó y meditó muchas veces este texto fijado al frente de su lecho de enfermo, como única explicación del final de su vida, sumida en la densa oscuridad de la noche de la fe. Noche en su cuerpo y noche en su espíritu.

Purificado en el crisol del dolor moral y físico, también él extendió sus brazos para ser llevado en su enfermedad allí donde nuestra naturaleza humana no quiere ir. Así lo encontró el Padre celestial que vino a

* Licencia en filosofia y teología de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá. Doctor en Teología del Instituto Católico de París. Actualmente Superior de la Comunidad Universidad Javeriana en Bogotá. Miembro del Equipo CIRE.

1 Jn 21, 18.

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buscarlo a sus 84 años para ponerlo definitivamente con su Hijo, como compañero de Jesús, y para ceñirlo con la corona de la Compañía triunfante.

Pedro Arrupe, el hombre de las grandes «actividades» por la Mayor Gloria de Dios como apóstol, misionero y General de su Orden, fue también el hombre de las grandes «pasividades» ofrecidas como muestra evidente de su tercer grado de humildad (de amor), en su prolongada invalidez. Estas actividades y estas pasividades constituyeron el «medio divino» en el cual él siempre se movió.

Pedro Arrupe: un profeta de Dios

El Padre Arrupe fue, no sólo un gran maestro sino ante todo, un eminente testigo de la fe, de la esperanza y de la absoluta confianza en Dios

Hablando como General en su primera instrucción a la Congregación General XXXII (4-XII-1974) y citando a E. Barbotin2 decía: «los hombres de hoy prestan más atención al testigo que al profesor». El Padre Arrupe fue, no sólo un gran maestro sino ante todo, un eminente testigo de la fe, de la esperanza y de la absoluta confianza en Dios por encima de los más grandes sufrimientos y aun de las duras humillaciones en el seguimiento del Señor: «y se mantuvo firme en su propósito como si viera al Dios invisible»3 .

Sería temerario querer trazar, con unos pocos recuerdos personales, una semblanza de este don de Dios a la Compañía que se llamó Pedro Arrupe Gondra. Por eso me limitaré a una que otra imagen de las que permanecen impresas en mi memoria.

Este ex-General de la Compañía de Jesús es ciertamente para mí uno de los jesuitas que más mella me han hecho con solo su porte. Diría que fue la encarnación del tipo de jesuita que San Ignacio deseó «según las personas, tiempos y lugares». Por algo, el Espíritu del Señor lo propuso como el General para un tiempo de profundos cambios conciliares.

2 Le témoignage spirituel, en Congregación General XXXII, Razón y Fe, Madrid 1975, 298.

3 Heb 11, 27.

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Al tratarlo, al escucharlo personalmente, y al oír la opinión que de él se formaron la gran mayoría de mis hermanos, podría decir que fue realmente «un hombre de Dios». En él descubrimos los rasgos que el Fundador trazó al describir la figura del Superior General de la Compañía.

En él, junto con su gran simpatía y don de gentes, se traslucía el espíritu de un hombre sobrenatural que siempre estaba viendo «a lo lejos», más allá de las apariencias. Daba la impresión de estar frente a una persona de una sola pieza, en la cual no había segundas intenciones, sino por el contrario, una gran nitidez, serenidad y paz, fruto sin duda alguna, de su íntima y continua unión con Dios.

Siendo un hombre eminente en «virtudes y letras», se presentaba con tal sencillez y humildad, inspiraba tanta confianza y provocaba tan fácilmente a la confidencia y a la «cuenta de conciencia», que uno se sentía como si hubiera convivido con él durante largo tiempo; como si fuera su mejor amigo y consejero; su compañero de trabajo apostólico. Su bondad y su caridad para con todos era manifiesta, realzada por su carácter abierto, alegre y comunicativo, capaz de cantar con la Tuna Javeriana y aun de hacer un solo en la misma. Un torrente de simpatía que invitaba inmediatamente a la respuesta.

Su equilibrio en el gobierno fue admirable. No fue ni mucho menos fácil el tiempo de su generalato, ni poco discutido. Le tocó «presidir en la caridad» durante la crisis posconciliar, con el famoso y temido tiempo «ad experimentum». Un tiempo para el uso de la libertad responsable en el que se cometieron lamentables abusos en el ensayo de apertura a un difícil pluralismo. Sin embargo, todas estas dificultades nunca fueron capaces de matar su inquebrantable optimismo, -su esperanza, diríamos mejor-, preocupado sólo por buscar y hallar en todo, la Mayor Gloria de Dios.

Su admirable visión y previsión del futuro, hicieron que la Compañía redescubriera el «discernimiento comunitario» que dio origen a la Orden y que constituye un punto esencial del carisma ignaciano. Bastaría recordar su muy importante carta sobre el tema para comprobarlo4 .

4 Cfr. PEDRO ARRUPE, S.J., La identidad del jesuita en nuestros tiempos, Sal Terrae 1981, 247 ss.

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Pedro Arrupe: un profeta de Dios

Fue el instrumento apostólico definitivo para saber escrutar los «signos de los tiempos» en la era de la renovación eclesial. Este discernimiento personal y apostólico constituyó un reto permanente para todos los jesuitas que ya vislumbraban el año 2000.

La misión de discernir la voz de Dios estuvo siempre acompañada, en el antiguo General, por una gran confianza en todos sus hermanos. En una de sus visitas a Colombia, durante una reunión de todos los jesuitas de Bogotá, alguien le hizo esta delicada pregunta: «Padre Arrupe: se dice que Usted es demasiado bueno y demasiado confiado en la gente, dando mucha libertad por lo cual algunos jesuitas quizás abusan y lo engañan. ¿No sería mejor ser un poco más exigente?» Responde el P. Arrupe con una sonrisa: «Mire Padre: es posible, que esto haya sucedido. Pero yo prefiero que 20 ó más jesuitas abusen o me engañen como usted dice, a que 26.000 jesuitas (que tenía entonces la Orden) piensen que su Padre General no confía en ellos». Esta admirable respuesta lo retrata de cuerpo entero.

La

misión de discernir la voz de

Dios

estuvo siempre acompañada, en el antiguo General, por una gran confianza en todos sus hermanos

Era Pedro Arrupe un hombre tenaz, a prueba de grandes sufrimientos físicos y morales. No en vano sufrió la explosión de la bomba atómica en Hiroshima. Un hombre firme y decidido, curtido en la prueba, y al mismo tiempo de gran benignidad y mansedumbre, capaz de llevar adelante, por encima de todas las tempestades, lo que veía como voluntad de Dios y misión de la Iglesia, a la que siempre amó entrañablemente como lo demostró con toda evidencia. Su propia obediencia al Vicario de Cristo, en tiempos de la intervención extraordinaria de la Santa Sede en la legislación propia del Instituto, ha sido su mejor carta a toda la Compañia, escrita, no con letras de molde sino con la sangre de su corazón. Todo esto lo llevó a vivir y a dejar a su familia religiosa, como testamento espiritual, su gran amor al Corazón de Cristo: «En El sólo... la esperanza».

Arrupe fue también alguien muy humano, sensible e impresionable. Un día que fui a visitarlo a la enfermería de la Curia General, a

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propósito de las planillas de palabras sencillas a tres columnas que le hacían escribir en la terapia del lenguaje (después de su parálisis parcial), me dijo: «esto es muy duro». ¡Vaya si era duro ver a un General de esa talla, haciendo planillas como un niño de escuela! Otro día me comentó: «yo ya no sirvo para nada, yo no puedo nada; sólo esto» y me señalaba su rosario sobre una pequeña mesa. Pero eso era precisamente lo que más necesitaba la Compañía universal en tiempos de dura prueba: ser sostenida por la oración de su atribulado General por la fidelidad de todos sus hijos a la Iglesia, con el ofertorio de su vida hecha un martirio lento. Y toda la Compañía supo responder al Papa con obediencia dolorosa siguiendo el ejemplo de su General. Así, su lecho de dolor se convirtió pronto en el centro de una romería al santuario donde ardía, noche y día, esta lámpara votiva ante el Rey y Capitán Jesús que nos pide acompañarlo en la pena para así seguirlo en la gloría.

Este hombre amó profundamente a todos sus hermanos y de modo especial, a sus más íntimos colaboradores, como al Padre Cándido Gaviña, su Secretario privado quien había sido Maestro de Novicios de un buen número de Jesuitas de nuestra Provincia colombiana. El Padre Gaviña resistió en pie prácticamente hasta que el cáncer lo doblegó poco antes de la grave enfermedad del P. General. Durante los funerales de su Secretario y casi sin poder hablar, en la oración de los fieles, el P. Arrupe hizo a media lengua, una petición por su Secretario que nos conmovió a todos en lo muy poco que logramos entenderle, mientras las lágrimas de sus ojos hacían parte de su oración.

En la sesión extraordinaria de la Congregación General XXXIII, la Compañía toda, en la persona de los Padres Congregados y de 5 representantes de cada una de las Casas de Roma, quiso hacerle un homenaje de gratitud al viejo General que ese día entregaba su bastón de mando. El interminable aplauso que resonó en la sala de la Congregación desde que el Padre Arrupe, llevado del brazo del Hermano Enfermero, hizo su aparición en la puerta hasta que llegó lentamente hasta su puesto en la mesa de la presidencia del aula, resuena aún hoy con un eco perdurable. Era lo menos que podíamos manifestar a este hombre, General de la Compañía que así acababa de entregar tan fructuosos aunque dolorosos años de ingente trabajo por el bien de la Iglesia y de la Compañía, sellándolos con su cruz y su muerte ofrecidas por la misma causa.

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Pedro Arrupe: un profeta de Dios

En la introducción al libro «Ante un mundo en cambio» (recopilación de varias de sus intervenciones), escribía el General del posconcilio:

Ese mundo en cambio, intuido por San Ignacio en la redondez de la tierra, debe ser afrontado con lealtad humana y fe cristiana... Sólo puedo asegurar, que en toda mi vida religiosa -y de modo especial en la de estos últimos años- he tratado de acercarme a ese mundo en cambio acelerado, para transmitirle, según me ayude la gracia de Dios, el mensaje de Cristo5 .

Si el P. General, según San Ignacio, tiene que sostener la Compañía con su oración y su sacrificio, el P. Arrupe lo hizo de un modo admirable con su prodigioso dinamismo apostólico, tanto en la Curia General y en sus visitas apostólicas a los jesuitas de todo el mundo, como en su reducción a la pasividad total en sus años de postración y sacrificio ofrecidos por su querida Compañía de Jesús. Así se convirtió en el ejemplo diáfano del jesuita enfermo que «como en la vida toda, así en la muerte y mucho más, debe… esforzarse y procurar que Dios nuestro Señor sea en él glorificado y servido, y los prójimos edificados, a lo menos del ejemplo de su paciencia y fortaleza, con fe viva, esperanza y amor de los bienes eternos que nos mereció y adquirió Cristo nuestro Señor con los trabajos tan sin comparación alguna de su temporal vida y muerte»6 . Nuestra «Casa Pedro Arrupe» para los jesuitas ancianos y enfermos lleva su nombre como un símbolo y como un inmenso estímulo para saber cumplir en la Compañía la última misión apostólica por el Reino de Dios.

Y esto fue en verdad este gran jesuita: un hombre que nos habló, de parte de Dios, con su vida y con su testimonio; con su palabra y con su esperanza; con su fe y con su fidelidad a Dios y al hombre concreto; con su salud y con su enfermedad. Nos llevó a discernir los signos de nuestro tiempo y nos preparó para entrar en el siglo XXI.

Al tratar de dibujar con una sola pincelada cuanto he esbozado en estas líneas, podría decir: «Pedro Arrupe: un profeta de Dios para nuestro tiempo».

5 PEDRO ARRUPE, S.J., Ante un mundo en cambio, Madrid 1972, 8.

6 Constituciones S.I., [595].

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