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Mientras tanto, una mitad de mi cuerpo crecía y la otra mitad estaba estancada en el tiempo. La falta de musculatura en mis piernas me avergonzaba, era muy notoria la desproporción con respecto al resto del cuerpo. Recuerdo que intentaba ocultarlas debajo de pantalones largos incluso en pleno verano, pensando que era mejor pasar calor que exponerme a la mirada de otros.
Y, en algún punto, también puedo suponer, la vergüenza que sentían mis hermanos, que compartieron mi etapa de crecimiento y sufrieron a mi lado. Por eso no puedo determinar con exactitud cuántas limitaciones me las impuse yo mismo en esa etapa de mi vida y cuánto era producto de la discriminación por parte de la sociedad, que aun hoy sigue dejando en una situación de inferioridad y desamparo a los que no pertenecemos al conjunto de personas llamadas “normales”.
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Día a día, mes a mes, año tras año estuve mirándome en el espejo de la desgracia. Hasta que toqué fondo, un día del mes de marzo a mis 37 años, cuando mi corazón cansado, abatido, descuidado, angustiado, enojado y enfermo decidió detenerse, hacer una parada en el camino, para que yo pudiera ponerme de pie.