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Vivirysobrevivir
No hay nada más placentero y a la vez más desafiante para unos jóvenes padres, que poder ver a su bebé dando sus primeros pasos. El bebé va creciendo, ya consigue sentarse, se levanta, da vueltas, se pone de pie, se agarra a los barrotes de la cuna, y no para de arrastrarse y de gatear por todos los rincones de la casa.
Es un momento especial que marca una etapa en la familia. El bebé va adquiriendo autonomía y libertad de movimiento, y los padres lo acompañan en este nuevo y emocionante período en el que descubre el mundo, desarrollando sus destrezas y sobre todo la confianza en sí mismo. Y el día tan ansiado llega. Los padres se sitúan a una distancia de él, lo llaman con las manos tendidas y el bebé irá sonriendo, con los brazos abiertos como el equilibrista sobre la cuerda, y dará un paso tras otro, hasta terminar en un abrazo lleno de satisfacciones, de orgullo y felicidad de parte de esos padres por ser testigos de una etapa más de su crecimiento.
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A su vez, el niño empieza a experimentar uno de los sentimientos más plenos, que es el de superación de las dificultades, con el que cosechará grandes éxitos. Esa sonrisa que se asoma en su ........
rostro, esa enorme satisfacción de haberlo conseguido, esa recompensa de sentir también la felicidad de quien lo recibe con los brazos abiertos y ese tan ansiado aplauso por una tarea bien cumplida.
Y después, poco a poco va descubriendo una nueva herramienta de diversión, las piernas lo harán saltar, correr, pedalear un triciclo, patear una pelota, saltar el elástico, jugar a las escondidas o a la mancha.
Todo esto sería lo que cualquier familia espera poder vivir.
Cuando yo era un bebé y tendría que haber comenzado ese proceso, en la década de los 60, existía un virus que aterraba al mundo, le llamaban "la polio".
La poliomielitis es una enfermedad altamente infecciosa causada por el poliovirus. En Argentina, los brotes en la década del 50 afectaron a miles de personas. En 1956 se produjo la mayor epidemia de la historia en el país.
Los síntomas iniciales eran fiebre, dolor de cabeza, rigidez de cuello y dolor en las extremidades. Las terribles consecuencias eran piernas deformadas o paralizadas y torsos atrofiados; entre los paralizados paralizados, algunos morían al quedar inmovilizados sus músculos respiratorios. Se utilizaba una máquina conocida como "pulmón de acero" para ayudar a los pacientes cuyos músculos de respiración se habían debilitado. La máquina funcionaba bombeando aire por la boca y la nariz, y aunque aliviaba la respiración, no era ninguna cura. La carrera para encontrar una vacuna estaba en marcha y llegaría algunos años después. Para los niños que quedaban lisiados con parálisis, les tocaba por delante una vida de discapacidad y dolor. Ese fue el destino de miles de personas que sobrevivieron al virus.
Pocos años después, la vacunación cambió radicalmente el panorama. Mis padres, como millones de otros padres, entendían que la vacuna era la mejor opción para proteger a sus hijos de tan aterrador virus.
Aquellos a los que el Covid les golpeó de cerca, sabrán lo que se añora una vacuna en épocas de pandemia.
En 1963 yo tenía apenas 11 meses y estaba en este proceso de aprender a caminar. La ciencia ya había dado el gran salto en cuestión de la prevención de la polio. A la eficaz inyección de Jonas Salk, la vacuna antipoliomielítica inactivada, la que utilizaba un virus muerto, se le sumaba la vacuna oral del investigador Albert Sabín, que utilizaba un virus vivo atenuado ya que, al igual que muchos científicos de la época, creía que así se garantizaría la inmunidad por un período extendido. Además, era muy fácil de administrar, lo que facilitó enormemente su distribución. Unas pocas gotas en un terrón de azúcar (por su sabor amargo) eran suficientes para proteger a niños y niñas de semejante espanto. Cualquier persona voluntaria podía vacunar, lo que permitió que la vacunación sea masiva. Hoy en día sigue usándose y es una de las vacunas más seguras desarrolladas hasta la fecha. Solo había que correr un riesgo, tal vez por aquellas épocas ignorado: una de cada dos millones de vacunas fallaba. En el ciclo de fabricación de la vacuna Sabín, el virus resistía al proceso de atenuación.
Y esa fue la vacuna que me tocó a mí, la que cambiaría por completo mi vida y la de mi familia. Yo soy uno de los sobrevivientes de la polio.
Crecí sin ese bien tan preciado en la niñez: las función de las piernas. Mis padres no pudieron ver cómo empezaba a descubrir el mundo gateando por toda la casa, ni tenderme los brazos