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Etiquetas limitadoras

.Mis padres no pudieron ver cómo empezaba a descubrir el mundo gateando por toda la casa, ni tenderme los brazos esperándome varios metros más adelante para que yo camine hacia ellos. Mi papá no pudo enseñarme a pedalear, mi mamá no me llevó de la mano caminando a su lado, como tantas madres sueñan hacerlo con sus niños pequeños. Ellos fueron los primeros que sufrieron los efectos de esta enfermedad, yo era demasiado pequeño aún como para tener conciencia de lo que estaba sucediendo. Aunque este era sólo el comienzo. De niño, tampoco pude jugar a la pelota con mi hermano, ni a las escondidas con mis primos; era inconcebible, en el colegio, pensar en compartir algún tipo de juego con mis compañeros, ni siquiera podía imaginarme algo tan sencillo como qué se sentía al remontar un barrilete…

A cada acción, surgía una y otra vez, la misma reacción:

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“pobre, no puede correr…”

“pobre, no puede jugar…”

“pobre…”

“pobrecito el nene…”

Estas palabras siempre estaban presentes, rondaban mis pasos, me perseguían donde fuera que vaya. Algunas veces aparecía en forma de mirada de compasión o lástima de algún adulto, en otras ocasiones surgía de voces que oía mientras caminaba dirigiéndome a mi aula, a menudo me las encontraba en la calle, y en otras oportunidades, eran niños casi de mi misma edad, susurrando entre sí mientras me veían pasar. El “pobrecito” siempre estuvo presente, era una palabra con la que muchos me identificaban.

A medida que pasaba el tiempo, lejos de mejorar, la sociedad parecía ponerse más cruel con la discapacidad. Por citar algunos ejemplos, puedo decir que había que correr para alcanzar un bus, sin mencionar lo difícil que era y sigue siendo subir esos pocos escalones tratando de hacer equilibrio mientras el conductor no espera a que el pasajero pueda sentarse para comenzar la marcha y acelerar; ir de excursión con algún grupo de amigos o incluso con el colegio era dificultoso y hasta penoso para mí, tuve que desistir en reiteradas ocasiones, no era una actividad pensada para yo lo pudiera hacer y mucho menos disfrutar; así como encontrarme con amigos en algún lugar alejado de mi casa. Y en mi mente resonaba cada vez más fuerte el “pobrecito”. A esto le llamo mirarme en el espejo de la desgracia.

Hoy, cuando miro hacia atrás, me pregunto cuánto de eso fue producto de la autodiscriminación en la que yo mismo me había encasillado, en la forma que tenía yo de mirame a mí mismo; quizás me acostumbré a mirarme con los mismos ojos que me miraban todos, con lentes de compasión, de lamento, de pena, los lentes de todo lo que no iba a poder hacer, lentes que se enfocaban solamente en lo que me faltaba, y no en todo lo que yo sí tenía. Lentes que me estigmatizaron y me convencieron de que no podía disfrutar de la vida.

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