El Fundador / Febrero 2021

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Lanzaron el programa “Quedate Verano” Gesell apuesta fuerte a extender la temporada alta hasta abril

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Febrero 2021

Villa Gesell Año - XXXIII Nro 2034

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La pandemia cumple un año, en busca del camino a la normalidad Febrero comenzó con varias señales que apuntan a “recuperar la normalidad” tras el año de la pandemia. Inauguración del Hospital Modular, comienzo de la vacunación a la población general y vuelta a las clases presenciales.


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“Quedate Verano”, apuesta para extender la temporada El intendente Gustavo Barrera y el Secretario Emiliano Felice, acompañados por representantes de las cámaras del comercio y la hotelería, presentaron un programa de beneficios y promociones para el turismo del mes de marzo, “Quedate Verano”, al que se apuesta para extender la temporada y mejorar lo más posible los números de afluencia turística. El programa incluye un importante paquete de descuentos y beneficios del sector privado, articulados y organizados por la Secretaría de Turismo. "La idea es que las promociones sean unificadas y parejas, para potenciar el destino", explicó Felice. Los descuentos en hotelería serán del 10 al 50%, y también de realizarán descuentos en el comercio en general, al cual de invita a sumarse a la iniciativa firmando convenios con la comuna. Del encuentro participó en forma virtual la Subsecretaria de Turismo de la Provincia, Yanina Bak. “Quedate Verano” logró una importante repercusión en medios nacionales. Tal es así que medios como Telefe, Télam, Clarín, y Ciudad Magazine, entre otros, replicaron la información de la propuesta geselina que ofrece descuentos entre el 10 y el 50% en alojamiento, gastronomía, balnearios y comercios en general para aquellos turistas que visiten el Partido de Villa Gesell desde el 18 de febrero y hasta el 4 de abril, fecha en que la provincia de Buenos Aires extendió la temporada de verano.

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El largo camino a la normalidad Febrero comenzó con varias señales que apuntan a “recuperar la normalidad” tras el año de la pandemia. Además de la vacunación al personal de salud, prácticamente terminada, se sumó la llegada de las primeras dosis para adultos mayores, que además de cubrir a uno de los grupos de mayor riesgo servirá de práctica para la vacunación masiva. Por otra parte, finalmente se inauguró el Hospital Modular, que suma un importante espacio para dedicar exclusivamente al diagnóstico y tratamiento del covid-19. De la inauguración participó el Ministro de Salud Daniel Gollán, funcionarios municipales, provinciales y nacionales, e incluso la presencia, mediante videoconferencia, del presidente Alberto Fernández, que participó el simultáneo en la apertura de varios de estos centros repartidos en centros turísticos del país. El nuevo centro cuenta con recepción, sala de espera, baños, boxes para hisopados, laboratorio, farmacia, shockroom, sala de monitoreo, y estacionamiento techado. Por el

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momento el Modular es el único lugar donde se realiza el test por PCR para confirmar o descartar la presencia del virus para aquellas personas que presenten dos o más de los síntomas relacionados con el coronavirus. El espacio estará destinado para la realización de testeos y observación abreviada de pacientes. El horario de atención será todos los días, de 8 a 20. Tras la apertura, el intendente Barrera destacó el trabajo llevado a cabo durante estos meses e indicó: “Esta es la impronta de nuestro gobierno: estar al lado de los vecinos” y agregó: “Vamos a tener la oportunidad de ver el gran esfuerzo que se hizo. Estamos cambiando la salud pública de Villa Gesell”. Asimismo, el ministro de Salud bonaerense Daniel Gollán invitó a seguir trabajando para mejorar la salud de todos los habitantes de la ciudad y manifestó: “Esto nos

diferencia ampliamente”. Vuelta a clases El 17 de febrero, después de once meses, las escuelas geselinas volvieron a recibir alumnos. Esta etapa previa al inicio lectivo, que tendrá lugar el 1º de marzo, se realiza de forma progresiva y por grupos, con trayectorias en proceso o discontinuas, es decir, que precisan reforzar contenidos del nivel que cursan. Las actividades deben cumplir las medidas de cuidado establecidas en el Plan Jurisdiccional para el regreso seguro a las clases presenciales que indica uso de tapaboca, control de la temperatura al ingresar a la escuela, higiene frecuente de manos, distanciamiento físico (entre 1.5 y 2 metros), ventilación permanente, limpieza y desinfección.

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Villa Gesell cuenta con una nueva obra de arte identificatoria, un gran mural dentro del del Polo Cultural Sur, de Av 3 entre los Paseos 140 y 141. La obra pictórica, la profunda relación

existente entre Villa Gesell y el rock nacional en sus inicios y su evolución, es un proyecto de la Secretaría de Cultura, Educación y Deportes, con la coordinación de la Dirección de

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Promoción de las Artes. La realización del mural fue efectuada por el prestigioso artista plástico Alberto "Titi" Albarracín, especializado en caricaturas, con una extensa y

reconocida trayectoria en la cual se incluye haber sido durante años, el ilustrador de las tapas de los cancioneros "Canta Rock".


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Las recetas de Olivia Risoto. Ingredientes: 150 gramos de arroz, una cebolla, dos dientes de ajo, un litro de caldo, vegetales ó pollo ó carne ó pescado, 150 gramos, una cucharada de manteca, sal, aceite. Volvemos con una receta sabrosa y económica, el risoto. Podemos hacerlo con cualquier tipo de carne o bien con vegetales. En una sartén, derretimos a fuego bajo una cucharada de manteca en un chorrito de aceite, y agregamos la cebolla picada finamente. Con una cuchara de madera iremos revolviendo hasta que quede transparente la cebolla. Agregamos el ajo picado e inmediatamente agregamos el arroz crudo a la sartén. Seguiremos usando la

cuchara de madera revolviendo suave sobre el fuego durante un par de minutos, hasta que todo el arroz se haya dorado suavemente. Será el momento de ir agregando el caldo, que deberá estar hirviendo en otra ollita que previamente hayamos preparado. Iremos agregando el caldo de a poco, y notaremos que el arroz va creciendo, absorbiendo ese caldo. Jamás dejaremos de usar la cuchara de madera para seguir moviendo la mezcla, y a medida que va absorbiendo más agua, iremos agregando más caldo. Así, hasta que el arroz esté a punto, y en ese momento retiramos del fuego y podemos agregar una pizca más de manteca. Cuándo incorporamos la carne o los

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vegetales que tengamos ? Depende si los tenemos crudos o cocidos. Si ya están cocidos, los cortamos en trozos pequeños y los agregamos a la sartén cuando el arroz ya esté inflado, tres minutos antes de apagar el fuego. Si la carne o los vegetales están crudos, yo prefiero hacer lo siguiente: cuando empiezo a dorar la cebolla, ahí mismo pongo en la sartén los vegetales o la carne cortada en trozos pequeños, a buen fuego, hasta que se doren un poquito. Después los saco de la sartén y reservo en una fuente aparte. Agrego el arroz a la sartén donde habrá quedado la cebolla y el juguito de cocción, y sigo el proceso explicado antes. Cuando el arroz empiece a inflarse, agrego la carne o vegetales ya dorados, y que se

termine de cocinar todo junto. Condimentos, se pueden usar todos lo que quieras. El resultado será, en todos los casos, una delicia. SIEMPRE SEGUIR REVOLVIENDO SUAVE CON LA CUCHARA DE MADERA. Si se pega el arroz a la sartén, habrá que pedir una pizza por teléfono…


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LA TIERRA ELEGIDA-Relatos de Juan Forn

El ahorcado Si uno se sube a un auto en Santiago de Chile y hace cien kilómetros en línea recta en dirección al Océano Pacífico, llega a una pequeña ciudad junto al mar que tiene más de ciento cincuenta años y se llama Cartagena. Nunca fue una meca del turismo burgués como Viña del Mar ni un balneario exclusivo como Zapallar. En Cartagena no se ha construido un edificio en los últimos cincuenta años. En Cartagena sólo veranea la clase media baja y, en cuanto termina febrero, las multitudes desaparecen y dejan la ciudad como una carcasa vacía y espectral. Hablo de Cartagena a mediados de los años 70. Déjenme usar palabras de Adolfo Couve para describirla: “Cartagena, abandonada todos los inviernos a su deterioro infinito, aleros repletos de murciélagos, ventanas sin postigos, veletas oxidadas y atascadas, calles retorcidas con letreros con graves faltas de ortografía, palmeras, llovizna, gaviotas, olas blancas, arena negra”. Adolfo Couve tenía cuarenta años cuando se fue a vivir a Cartagena. Llegó huyendo, deprimido y enfermo. Había dejado una carrera exitosa como pintor y una doble vida que se le había hecho insostenible, para dedicarse a escribir (“Mintiendo tuve casa, señora, auto, jardín, todo eso. Un día resolví no mentir más y perdí todo”). Couve sólo quería subirse a un avión e irse de Chile cuando empezó la dictadura de Pinochet pero, como tenía terror a volar y no le daban las fuerzas para irse muy lejos, hizo en cambio los cien kilómetros en micro hasta Cartagena y, cuando llegó a aquella ciudad fantasma, descubrió que era como haberse ido de Chile. “Me hacía muy bien, en los años de dictadura, mirar el gentío en verano, ese mar humano que no había cómo dominarlo, las papas fritas, las radios prendidas... Era estar metido en una realidad que ninguna autoridad controlaba. En aquel balcón en Cartagena me sentía en democracia”. Pero primero tuvo que pasar un invierno. Y cuando Couve llegó en pleno mayo a Cartagena, lo que se proponía era: “Sentarme a mirar a la muerte de frente. Como en el cuento de los tres chanchitos: meterme en la casa a esperar que el lobo soplara hasta tirar abajo las paredes”. El lobo sopló todo el invierno; después salió el sol, el inclemente sol chileno, y Couve, todavía en pie, abrió la puerta de su casa, miró el jardín abandonado y de pronto entendió algo: “Las plantas no se pueden mover. Cuando les falta agua no pueden ir a buscarla, no pueden arrastrarse al jardín de al lado a que las riegue la vecina. Así comenzó mi relación con ellas: sé que tengo que regarlas, porque si no, se mueren. No es que me gusten tanto; es que dependen de mí, tengo que cumplirles”. En Cartagena, Couve se atrevió a convivir con un hombre y a tener un loro que lo saludaba todas las mañanas (por ese loro rechazó una invitación a vivir en París: “Yo no podría ser feliz en Europa sabiendo que el loro le está diciendo Adolfo a alguien aquí en Chile”). En Cartagena pudo escribir sus libros y volver a pintar, cuando no podía escribir (“La pintura me ha salvado varias veces de la angustia literaria. Cuando pinto estoy feliz, pero tengo la impresión de que hay un pintor malo y un pintor bueno en mí. El pintor bueno sería el

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que no tiene necesidad de escribir”). Y en Cartagena se ahorcó, Adolfo Couve, a los cincuenta y ocho años, cuando, para usar sus palabras, sintió que ya no tenía “cómo jugarle a la muerte una carta mínimamente equivalente” (horas antes se había enterado de que había un plan familiar para internarlo). A lo largo de los años, desde que me vine a vivir a la costa, me recomendaron más de una vez que leyera a Couve, pero me negué supersticiosamente hasta que pasé los cincuenta y nueve (porque yo también me había venido a los cuarenta, y con esas cosas no se jode). Pero el otro día, en una visita al vagón del uruguayo Obdulio, una librería hermosa en Mar de las Pampas, me crucé con un librito de Couve y, en lugar del temor instintivo de siempre, esta vez me animé a abrirlo. Es un libro breve, póstumo y maravillosamente bien hecho, de fragmentos de entrevistas que le hicieron a lo largo de sus años en Cartagena, y sospecho que al propio Couve le hubiera gustado porque una vez dijo: “En el fondo, la gran literatura es fragmentos nomás. Uno debería ser tan valiente como para publicar sólo fragmentos”. El libro se llama La tercera mano, porque Couve dice que eso es lo que tienen los artistas, una tercera mano fantasma, que es la que hace la diferencia, y lo que permite que los artistas se reconozcan entre ellos. El credo poético de Couve es simple y dificilísmo: sacar del tiempo lo que ocurre en el tiempo, para que sobreviva. Por favor léanlo de vuelta, porque es extraordinario: sacar del tiempo lo que ocurre en el tiempo, para que sobreviva. En Cartagena, Couve había entendido que: “La sombra es una cosa infinita hacia adentro, profunda, que no tiene cuerpo. En cambio la luz tiene cuerpo. Creo que todo en la naturaleza está armado en función de eso: lo que sobresale y lo que se hunde. Hay un misterio entre esas dos

consistencias Y por ahí anda la belleza”. En Cartagena, Couve había entendido también que: “La belleza no es la idea que tenemos de ella. Es más áspera que esplendorosa, tiene algo amargo, se ampara en contrarios. Es veleidosa y escurridiza, pero sabemos cuándo está porque tiene una armonía única, hecha de ingravidez y tensión simultáneas”. Couve dijo una vez: “Si pudiera escribir con el dedo, lo haría. Necesito lo más de mi cuerpo que pueda usar”. Couve se atrevió a decir: “Lo que hago está bien hecho y lo que persigo es una síntesis. A lo único que aspiro es a llegar a ese rigor en la forma más suelta posible”. Couve regaba su jardín cuatro horas al día (“Son muchas muchas las horas en que no hago nada, en las que estoy escribiendo sin la mano”). Couve dijo muchas veces: “El fracaso es casi siempre ansiedad, apurarse”. Y dijo también: “Puede ser que el miedo que le tengo a la muerte haga que esté controlando todo, el encerado, el jardín, el riego, el loro, la casa. El miedo me ha hecho vivir en circuitos muy precarios. Porque el problema es que buscamos una seguridad que no existe. Somos lo que somos nomás, y como somos casi nada y es lo único que somos, si perdemos el casi nada perdemos todo”. Borges nos hizo creer que hay poéticas que son tan hermosas que casi sería preferible que no existieran los libros de ese autor. La de Couve lo es, pero yo haría una salvedad en su caso, para que exista La tercera mano, porque en ese librito de apenas setenta y ocho páginas dijo Couve todas esas cosas que acaban de leer, y porque las dijo cuando ya estaba muerto. Había escrito libros de fantasmas toda su vida, y escribió el más imperecedero de sus libros cuando era, él mismo, un fantasma más de su ciudad espectral.


Antonio Lo leí en 1963, a los veinte años, antes de conocerlo. Y no sólo porque Antonio me llevara diez años, diferencia que era mucha. La novela, su primera novela, se llamaba “Siete de oro” y no tenía nada de primera esa escritura macerada, la descripción del viento fuerte por la ventanilla de ese tren que va al sur, ese pueblo que no se nombra, sus hombres y mujeres, el paisaje tan postal como áspero, seres que aceptan su destino de manera precaria. Una mujer decía “Solo la belleza podrá salvarnos”. A pesar de la mishiadura y las situaciones límite, el peligro de que se ahogue un hijo, la belleza. Que consistía en su poética del narrar con una puntería en la mirada y la construcción de un fraseo personal. El autor, frecuentaba el Bajo, se reunía en esos bares donde paraban escritores y periodistas. Se juntaba con Francisco Juárez, Osvaldo Soriano y Miguel Briante. No puedo recordar, años más tarde, cuándo nos presentamos. Pero fue seguro por el Bajo. Ricardo Piglia le había publicado en el 83 “Fuego a discreción”, un relato sobre la época donde, sin nombrarla, la dictadura es una presencia que angustia el verano de un tipo, tal vez demasiado parecido a Antonio, que vaga por la ciudad sin encontrar un rumbo. Cuando le pregunté cómo la había escrito me contó que había sido en la mala, juntando anotaciones, hojas de cuaderno, de libreta y servilletas en una caja de zapatos. Un día, cuando la caja estuvo llena, la abrió y se puso a ordenar los papeles. “Este va acá, este otro acá y así”, fue dándoles una cronología. Pasó el relato a máquina. El mecanismo de composición puede parecer un juego. La literatura, por cierto, siempre tiene algo de juego. Sin embargo, la estructura narrativa de la novela es rigurosa, dueña de un lenguaje sin artificios, ascética. Impresiona por el ritmo, no afloja. Y es hoy – lo seguirá siendo – una de las novelas más tensas y vigorosas de ese período negro. Si se tenía en cuenta el tiempo que separaba su primera novela de la segunda y uno le preguntaba por qué había permanecido tanto en silencio, tenía su explicación: “Estuve enamorado”. A mediados de los ochenta ya había empezado escribir unas columnas en Tiempo Argentino. Todas con un mismo protagonista. “El hombre”, lo llamaba. Cada entrega era una instantánea de lo cotidiano. Se convirtió en un cronista urbano agudísimo. Lo prueba la serie que continuaría publicando luego en las contratapas de Página/12, piezas de orfebrería descriptiva: el hombre

contemplando a su hija hamacarse en un atardecer de la Plaza San Martín, el hombre cruzando el Bajo con la madre de una mano y la hija de la otra, cargándose de una fuerza que proviene de la sangre. El libro que las recopila es “Gente del Bajo”. Hay historias de amores desencontrados. Y otras más reflexivas como esa en que el hombre prende un fueguito y medita sobre las llamas. No escasean tampoco historias surrealistas, las peripecias de pícaros y canallitas que viven episodios desopilantes. “La realidad exagera”, opinaba Antonio. Podría citar unas cuantas historias, pero lo mejor es agarrar el libro y leer esas instantáneas que con su relampagueo constituyen un fresco de sus obsesiones, modos que después entrarían en su narrativa, que es numerosa. “La prosa es nostalgia de la poesía”, le había dicho Miguel. Y Antonio le daba la razón. Había nacido en Intra, un pueblo del Piamonte, en 1938. Las monjas que le vieron vocación para el dibujo lo llamaron “pequeño Giotto”. Hijo de campesinos, Antonio era pastor de cabras. Aprendía de la naturaleza las lecciones de luz y de sombra, reparaba en los detalles y descubría. Y así como se asombraba ante la hermosura, también le tocó espantarse ante un fusilamiento de los nazis. Tuvieron que pasar décadas, al volver de América, ya escritor, fuera homenajeado en ese mismo lugar donde había sido la masacre. Creo que allí los paisanos colocaron una placa con una frase suya. Los padres habían emigrado a Salto. Y allí Antonio empezó otra vida, la que sería su vida. Primero pagando la adaptación a la lengua, las

Por Guillermo Saccomanno

costumbres, las cargadas de los pibes. De Salto habría de partir hacia la ciudad casi a los veinte, dispuesto a estudiar Bellas Artes. Los cafés, las librerías, las nuevas amistades. Una vez le pregunté cómo se le había dado por escribir. Me habló de sus primeras lecturas, Dumas, Hugo, Salgari. Pero la que más le había impresionado era una novela alemana. No recordaba el autor, pero sí al protagonista. “Era un muchacho al que le pasaban mis mismas cosas”, me dijo. Eso quería decir que era posible contar la propia existencia, que a alguien podía interesarle, que uno podía ser comprendido. Los trabajos en la ciudad fueron múltiples: desde pintor de paredes a fabricar lavandina, hizo de todo. Me acuerdo de las noches en las que Antonio estaba embalado en los tramos finales de “Oscuramente fuerte es la vida”. Venía desgrabando las charlas que había tenido con su madre, la base narrativa. La novela protagonizada por una chica inmigrante de la posguerra, inspirada en su madre, se transformó en un clásico en que se respiraba a Pavese y Vittorini. Se publicarían artículos, tesis y ensayos sobre esa novela y todas las que la siguieron. La obra de Antonio transcurría tan imparable como serena. Teníamos la costumbre de pasarnos los originales antes de entregarlos a la editorial. Antonio no dudaba, ante un original, en hacer marcas con lápiz. El modo de marcar era cauto, respetuoso, y las marcas impecables, eso que antes mencionaba acerca de su puntería, la misma, infalible, la aplicaba al texto del amigo. “Una forma de cuidarnos las espaldas”,

decía. “Una vez publicado ya es tarde”. Conversábamos casi todas las noches por teléfono. Conversaciones interminables que uno interrumpía apenas para hacerse un café. La muerte de Miguel lo quebró. Tras cartón, la muerte de Osvaldo. Con Antonio mantuvimos la costumbre del teléfono nocturno. Más tarde, el mail. Nos pasábamos los textos por mail. Y la conversación, como siempre, derivaba en la literatura, el oficio. Para Antonio la escritura era un oficio. En su departamento tenía un cartelito: “Justificá el día”. Todas las mañanas, antes de sentarse a escribir, acariciaba el teclado de la compu, como amansándola. Si al terminar el día había logrado una, dos carillas, decía: “El día está hecho”. El último año fue difícil para Antonio: problemas de corazón, internaciones, stents. El Negro Juárez lo acompañaba al hospital. Escribía una novela más, “La última pelea”, sobre un pibe de provincia que se hace boxeador en una sociedad hostil. Apenas terminaba un capítulo, yo tenía ganas de leer el siguiente. La tarde del 25 de octubre de 2010 me escribió: ““Como todos los domingos también este se desliza con ese extraño sabor a nada. Ahora que le puse punto final a la novela de la cual leíste los primeros capítulos estoy parado en esa zona neutra que hemos conocido bien. Quisiera por lo menos arrancar con algunos apuntes dispersos de algo, en alguna dirección, cualquier dirección. Siempre fue así después de terminar un trabajo y saberlo, recordarlo, mitiga un poco la sensación de que ya no habrá más nada por delante.” Murió ocho días después.

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Trenes El pibe descalzo está sentado sobre una barra mirando pasar un tren. De espaldas, se lo ve. No debe tener más de quince años, eso imagino. La locomotora es gigantesca. Por la actitud del pibe podría pensarse que se sentó ahí, tan cerca de los rieles, porque la visión de esa máquina poderosa lo empequeñece y fascina, lo uno por lo otro. Tal vez no sepa que esa máquina sombría que le pasa tan cerca, una presencia tan tremenda como cautivante, puede ser la historia y también su recuerdo. Tal vez cuando sea grande asociará la memoria a un tren de carga, cada vagón transportando recuerdos. Al pibe viendo pasar el tren lo registró el fotógrafo checo Jan Saudek (1935). Durante la Segunda Guerra casi toda su familia murió en los campos de concentración. Mientras su padre era deportado a Therensienstadt, Jan y su hermano Karel fueron enviados a un campo para chicos en la frontera con Polonia. Los tres sobrevivieron. Karel sería más tarde escritor y Jan fotógrafo. “No es difícil dominar el arte de perder: / tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas, / que su pérdida no es ningún desastre”, ha escrito Elizabeth Bishop. El poema en inglés se titula “One art” pero se ha popularizado, y no está mal, como “El arte de perder”. Bishop (1911-1979), ícono de la poesía sáfica, fue hija de una madre loca que pasó su existencia internada en un asilo. A Bishop no le gustaba demasiado dar vueltas en torno a una metáfora. Aunque era discípula de Marianne Moore y Wallace Stevens, su poesía esquiva lo melifluo y llama las cosas y los sentimientos por su nombre, por ejemplo, el amor lastimado, la pérdida de la inocencia. Un buen ejemplo de cómo retrata el dolor es “Visita a Saint Elizabeth”, los versos que le dedica a Ezra Pound prisionero en un manicomio, ese hombre trágico y conversador “en la casa de los locos”, un desesperado que despotricó contra la usura. “Perder una cosa cada día. Aceptar aturdirse por la pérdida/ de las llaves de la puerta, de la hora malgastada. / No es fácil aceptar el arte de perder”, dice también Bishop,

cuya enamorada, la arquitecta brasilera socialista Lota de Macedo Soares, alcohólica y depresiva que, cuando la poeta ya la había dejado por otra, se suicidó. Lo admito, hay un regocijo irónico en esta filosofía suya del perder como estrategia estética y existencial. Pero también, si se lo piensa, hay mucho más de desapego sabio y, a esta altura, por qué no pensamos en todo lo que extraviamos con la peste. Hace unos años cuando Lao viajó a Praga le pedí que me trajera un álbum de Saudek. No fue lo mismo ver sus fotos impresas en una impresión que verlas en pantalla, donde se puede no obstante accederse a casi toda su obra erótica. En Saudek prolifera una lujuria desesperada y más calentona que la obviedad del porno estetizante. Saudek no aspira a la generación de erecciones y humedades. En todo caso, indaga en ese deseo agazapado en el miedo a una degradación sublimada. Retrata sus personajes, hombres, mujeres, chicos y chicas en actitudes que, tanto en la ternura como en lo bestial, sugieren más de lo que muestran. Cero corrección política, no lo intimidan en la búsqueda de belleza ni la gordura ni la celulitis, sin distinción de sexo ni de edad, ninguno de los prejuicios corporales de la pacatería censora. En todo este repertorio de seres escenografiados con vestigios de una decadente atmófera decimonónica conviven las fantasías suicidas, el

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Por Guillermo Saccomanno

éxtasis amatorio, el sadomaso con el lesbianismo apasionado. Saudek tampoco rehuye la maternidad y la paternidad, que no son pureza incontaminada. Pero, qué es aquello ha escandalizado y le ha valido, como no podía ser de otra forma, las mismas críticas que recibiera Balthus, demandas judiciales, por ejemplo, por el empleo de chicos. Con seguridad, lo que ha molestado a las buenas conciencias fue su tensar al máximo los límites del arte y la moral. Pero, cuáles son los límites para un chico que aprendió a ver en un campo de concentración y que, una vez adulto, sólo cuenta su voracidad de goce aun cuando pueda no ser convencional. “Después de practicar, perder más lejos y más rápido: / los lugares, y los nombres, y dónde pretendas / viajar. Nada de esto te traerá desastre alguno”, sigue Bishop. A veces me pregunto de qué habla, si puede explicarme a Saudek y, de paso, a mí mismo. Qué significa ese “perder más lejos y más rápido”. Como el sentido se me escapa, recurro a la ayuda de Lu Ji y su “Wen Fu, prosopoema de arte de la escritura”, la primera obra secular de crítica literaria china que indaga el concepto de creación literaria, poemas que hablan de la escritura de un poema. Su autor fue hombre de estado y general que alternó la vida oficial y la militar mientras pensaba seriamente en la inspiración y sus riesgos “intentando que de la no existencia surja la

existencia, llamando a la puerta del silencio para que responda el sonido”. A Lu Ji le preocupaba “lo grande en lo pequeño encerrando lo inmenso en un mínimo pliego de seda, provocando diluvios en un pequeño corazón”. Las asociaciones no son casuales. Debía tener quince años cuando vi “Trenes rigurosamente vigilados” de Jiri Mentzel, ese film que realizó a sus veintitrés años, tan mítico como necesario que cuenta la iniciación de un guardabarreras bajo el nazismo que intenta suicidarse. El film era checo y acá había una dictadura cuando se estrenó en el no menos mítico Lorraine. El guionista era nada menos que Bahumir Hrabal, un escritor cuya sagacidad es comparable a su humor y comprensión de las miserias humanas. Hace un tiempo supe que Hrabal murió a los ochenta y tres cayendo de un quinto piso y todavía se sospecha que su muerte no fue accidental. De pronto, y a propósito de ese pibe mirando pasar el tren me acuerdo de una tarde, a mis quince años, cuando trabajaba de mandadero en una agencia de publicidad, caminando por una estación de tren. Era una hora de congestión de pasajeros Cuando el tren se aproximaba un muchacho que podía tener mi edad se adelantó y saltó. Me quedé a ver. Fui un curioso más. No sé cuánto aguanté. Había una atracción en el horror, el tren que retrocedía, los restos desperdigados, los bomberos juntando pedazos de huesos y carne y envolviéndolos en papeles de diario. La escena superaba en realismo el suicidio bajo las ruedas de Anna Karenina. “A veces miras atrás y te llama un pasaje previo”, escribió Lu Ji. “A veces miras adelante y te impulsa un pasaje futuro”. El hombre que fotografió al pibe mirando pasar el tren, en su juventud, bajo el estalinismo supo montar su laboratorio de modo clandestino en un sótano. Amigo de Milan Kundera, el autor de “La insoportable levedad del ser”, dijo alguna vez: “Quiero capturar todas las cosas que conozco y amo, pero sobre todo me gustaría dejar una huella del tiempo en que he vivido”.


Anécdotas de Villa Gesell: Yan (Jean Marie Makaroff) A mediados de diciembre del ‘66, apareció solo por “La garrapata”, a poco de inaugurada. Al escuchar mi nombre, recordó que habíamos compartido un asado en la casa de su amigo y primo mío Alfredo Olazábal, en La Lucila. Soy Juan, el que hizo el asado, me dijo, y lo recordé como el chico con más personalidad del grupo. Era entrador, lo que después pasó a decirse carismático. La peña marchaba viento en popa, se llenaba y el nivel de los que cantaban era bueno. La música folclórica era furor desde hacía tres o cuatro años, se veían muchos chicos llevando una guitarra y calzando alpargatas. Habitualmente, el que cantaba en los boliches donde la viola se pasaba, elegía para impresionar un tema, el que mejor le salía. El de Yan (Jean Marie Makaroff) era “Sirviñaco”. El negro Dolina en uno de sus primeros relatos hace referencia a los apodos, en homenaje a esos jugadores esporádicos o casuales que, estando al costado de la cancha o el potrero mirando, son llamados porque falta uno. El flaco entra sin saber cuánto tiempo jugará o cuándo llegará el titular que está demorado. Dolina da el ejemplo de que si el invitado tiene puesta una remera celeste, seguramente le gritarán: “¡pasala Celeste!” o “¡pegale Celeste!”. En las peñas, el apodo de cada uno surgía del tema hit que lo identificaba. Para el negro Raúl, para Pablito y para mí, Yan era “Sirviñaco”, el hermano de Carlitos Luque era “Barboza” y teníamos al “Chaguanco”. Este decía llamarse Carlos Fernández Melo y vivir en San Isidro. Cantaba la “Zamba del Chaguanco”, tomaba un vaso de vino y se ponía insoportable. Una noche cuando se puso pesado, discutieron feo con Carlitos Luque y casi se agarran, pero la sacó barata. Dos días después en el centro, saliendo de una carnicería, Carlitos con su hermano y Violeta escucharon gritar “¡ahí van mis amigos!”. Era el Chaguanco atraído por el posible asadito de garrón. No pudieron sacárselo de encima hasta la 1.30. Como les dio lástima lo invitaron, y se les atornilló. Al tercer día lo echaron porque no podían comer viendo semejante voracidad para ponerse al día y no lograrlo... Esa noche claramente más rellenito, mejor comido, lo dejamos cantar la otra que hacía, “Volveré siempre a San Juan”. Yan nos contó que con Elsa y su bebé Jean Crist estaban alojados en una carpa de los Scouts conviviendo con los chicos. En la avenida 10, Doña Emilia destinó un lote para esa loable obra que hacían con huérfanos de

Madariaga. Esos chicos soñaban con el asfalto y las veredas porque se la pasaban lustrando los borceguíes del Maestro. Este los dirigía con energía pero sin maltrato. Había una piecita de material, un baño y varias carpas de lona. En una de ellas los Makaroff. Después de la temporada consiguieron, a cambio del mantenimiento, una casita que no recuerdo dónde estaba. Cuando después Elsa pudo trabajar de maestra, alquilaron frente al correo, sobre la 4 casi 104. En esa casita pasamos muchos momentos gratos. Ya había nacido Verónica y tenían lugar en ese lote para jugar. Yan hacía changas y los pesos no alcanzaban. Un día estaba indignado porque el arquitecto de la obra donde habían hecho una losa, para el asado de festejo, al vino de las damajuanas lo había rebajado con Seven Up. Enojado juró que no iba a trabajar más en la construcción; y Yan era de

almohada de dos plazas. Yan vino desde el fondo en una bicicleta a la que se le enredó un alambre en los rayos. Al reírnos tanto, terminada la broma, a Sara nos costó mucho liberarla de la funda. En esa esquina a metros de la casita, veíamos papelitos pegados en una ventana que daba a la vereda. Cada día un nuevo poema. Tuvimos curiosidad por conocer al poeta vecino y lo invitamos. Accedió gustoso con su joven compañera. Tenían una bebita que acotaba las horas de playa, lo cual les daba tiempo para otras cosas, como escribir. Quedamos cautivados con ese tipo dulce que resultó ser Darío Cantón, al que siempre recordamos con afecto. Jean Marie Makaroff (Yan) había nacido en Francia, hijo de rusos blancos, según él. Cada tanto cobraba un dinero que heredaba de una tía francesa. Con Elsa lo gastaban en poco tiempo. En la Villa la gente no

cumplir... Se le pasaba pronto el enojo, como la tarde en que se cortó la luz y puteaba contra la cooperativa diciendo “¡no hay que pagar más!” y Elsa sonriendo le dijo: “Yaaaan… ¿cuánto hace que no pagamos un mango?”. Eran muy hospitalarios y sobrellevaban el invierno como podían. Cuando yo iba con lo justo, compartíamos casi siempre lentejas, después guitarra y jamás Seven Up. En el ‘72, cerca de esa casa pusieron en escena una versión moderna de “Juan Moreira” donde aparecían unos fantasmas. Estuve con ellos antes de ir al teatro, que era una carpa tipo circo, pero más chica, quedando en volver dopo Moreira. Los Makaroff con Sara y Alejandro, una pareja amiga, me esperaron disfrazados de fantasmas al oscuro. Apenas pasé el portoncito aparecieron sorpresivamente para asustarme. Como para Sara no tenían sábana, la encanutaron en una funda de

entendía cómo alguien que vivía al día y a veces pidiendo fiado de pronto aparecía con su mujer y los chicos todos con ropa nueva de buena calidad. El primer vehículo que le conocí fue un chasis pelado con un viejo motor Chevrolet, un asiento y un parabrisas del cual colgaba un bidón con nafta y una manguerita. Después tuvo un Auto Unión en el que vino a visitarme. Anduvo desde 4 y 104 hasta mi casa en 6 y 117, por las calles de arena evitando la 3, todo marcha atrás. Era la única marcha que le funcionaba. Siempre recuerdo su risa limpia, franca de un chico, y cómo le brillaban los pómulos y los ojos. Cuando recibió otra remesa de guita, leyendo “Segunda Mano” supo que en Entre Ríos vendían una Ford Ranchero. Allá fue con Elsa en avión y regresaron con la camioneta. En el ‘71 con otra partida alquiló un chalecito cerca de 116 y 4 en plena temporada. Meses después los pude visitar y

compartimos buenos ratos. Una tarde apareció Piero en un 504 blanco, estaba parando en la casa de “un Zupay” con María José Demare. Me acompañó hasta el Crespín a buscar el bombo; Piero había estado conmigo unos días cuando conoció Gesell. Lo había llevado José María Langlais con su familia, había alquilado por 1 y 113 a la semana regresaron y se quedó. No era el Piero famoso todavía, pero sí el buen tipo que sigue siendo. La pasábamos muy bien en “La Garrapata” ese verano. Al siguiente, yo tenía un mini balneario por el ACA y él caía ya de día con Chango el del bongó a dormir en la casilla, mientras yo rastrillaba y acomodaba las sillas en las carpas. Venían de la “grieguería” Chaganaky donde con José Tcherkaski planeaban lo que meses después concretarían. Compusieron juntos los temas exitosos que conocemos. Volviendo a Yan, en esa vida de película heredó una vivienda con mini carpinteria en tiempos de militares. Estaba enfrente de donde una década atrás dormía en una carpa de los Scouts. El señor que le dejó todo eso era un camarada del PC que lo quería mucho. Ese año con una remesa recibida alquiló un local sobre la 3 y pudo inaugurar una casa de discos que no llegué a conocer. Según Mirta Pinilla, llamaba la atención lo que había invertido. El local tenía cabinas con auriculares que eran un lujo para el invierno geselino. Todo esto que llamaba la atención en tiempos especiales, sumado a su manifestada ideología y a la envidia de muchos, detonó una tarde. Llegó un camión del ejército y soldados con armas largas irrumpieron en el local de la 3 a cazarlo. No lo encontraron, y tampoco en la casa-carpintería. Revolvieron todo, rompieron y encontraron un mapa o plano de Paraná de Elsa, que era de ahí. Lo asociaron con la muerte de Cáceres Monié, un importante militar. Pero como su vida era una película, se salvó. Se salvaron. Pudieron escapar y estuvieron un par de años guardados atrás de Ramos Mejía. No sé cómo los ayudaron y los pudieron subir a un avión que venía del Uruguay y aterrizaron en Francia. Yan enseñaba guitarra y hacía algo de carpintería en Montpellier, hasta que con Alfonsín pudo volver decidiendo instalarse en Gesell, donde estuvo unos años. Hasta llega mi recuerdo de Jan.

Rolando Pozzi

Febrero 2021 / El Fundador / 15


16 / El Fundador / Enero 2021


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