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Visitas ministeriales al por mayor llegaron los ministros de Obras, Desarrollo y Género

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Villa Gesell Año - XXXIII Nro 2033

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La temporada en pandemia: “En el contexto, Gesell está bien” El Secretario de Turismo, Emiliano Felice, brindó definiciones sobre la marcha de la temporada, sin evitar ningún tema; la situación sanitaria, la afluencia de público, la situación de los prestadores, y las expectativas para el resto del verano.


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Las recetas de Olivia Chupín de pescado Ingredientes (para 4 personas): un pescado de 1 kg aprox (puede ser bagre de mar o corvina), una cebolla, un tomate, una zanahoria, ¾ kg de papa, cuatro dientes de ajo, un vaso de vino blanco, laurel, pimentón, sal, pimienta en grano. Antes de empezar con los fuegos, será importante preparar el pescado. Si tiene escamas, limpiarlo de ellas. Cortar la cabeza y la cola, con las que haremos un caldo de la siguiente manera: medio litro de agua, sal y pimienta, hojas de laurel, la cáscara de la cebolla, la cabeza y la cola del pescado. Cuando empiece a hervir,

bajar el fuego a mínimo y dejar hervir por 10 minutos. Ya está listo, sólo hay que colar y guardar el caldo que usaremos enseguida. El cuerpo del pescado debemos cortarlo en 4 partes iguales, o más, si es muy grande. Preparación: ponemos a hervir las papas sin pelarlas, bien lavadas, en una olla. En otra olla echar un chorrito de aceite y poner a saltar la cebolla cortada en rodajas finas. Agregar una pizca de sal. Cuando esté transparente la cebolla, agregar la zanahoria cortada bien finita, en tiras. Un minuto más, y agregamos el tomate cortado en cubos. Si el tomate está muy maduro, mejor aún. Luego, agregar los dientes de ajo pelados y

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enteros. En este momento deberemos agregar los cuatro trozos del pescado, el vaso de vino blanco y el caldo que preparamos antes. Será momento de sacar las papas de la otra olla, pelarlas, cortarlas a la mitad y agregarlas al chupín. Cuando vuelva a hervir la olla, en siete minutos estará listo. Agregar sal y pimentón a gusto. Dejar reposar con fuego apagado durante diez minutos, y podés emplatar ahí nomás, o, como se hacía en mi infancia en los pagos de la bonita Santa Fé de la Veracruz, llevando la olla al medio de la mesa, y cada uno se sirve. A orillas del Paraná, era frecuente comer esta delicia de plato, con peces como bagres, amarillos, moncholos,

armados, y a veces algún doradillo. Mi tío Romualdo, que me llevaba a pescar, y me contaba cuentos mientras relojeábamos las boyas, siempre me invitaba a un comedor al costado de un puente, en el Río Colastiné, un brazo del Paraná. El final de la pesca era, siempre, un glorioso chupín de pescado…


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La temporada en pandemia; “Dentro del contexto, Gesell está bien” El Secretario de Turismo, Emiliano Felice, brindó definiciones sobre la marcha de la temporada, sin evitar ningún tema; la situación sanitaria, la afluencia de público, la situación de los prestadores, y las expectativas para el resto del verano. El verano se presta a varios análisis, pesimistas u optimistas. Creo que

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tenemos que ver que hubo serio riesgo de no tener temporada y se pudo sacar adelante. En ese contexto, Gesell está bien parado. Hay cosas negativas, por supuesto, pero vemos que la primera quincena de enero fue estable, hubo un buen diciembre, las localidades del sur están con una buena ocupación, que casi no baja del 80%, es una muy buena temporada dado el contexto. Gesell está en el podio del país, eso habla de que entro de una temporada lógicamente


baja, Gesell comparativamente está bien. Villa Gesell tiene un piso de ocupación que le dan los propietarios no residentes, que vinieron a instalarse, eso genera movimiento comercial, tal vez no suficiente pero importante. Si repasamos la hotelería, está claro que el hotel tradicional está mal, y hay mucho mejores números en aparts y cabañas. Algunas categorías, las más altas, están mejor, pero el prestador con servicios más básicos es el que más sufre. De todas maneras, los números de Gesell son comparativamente buenos, esto no es conformarse, pero dentro de la situación sanitaria y económica tan difícil, estamos casi lo mejor que podemos. Hay nichos de mercado muy afectados; hay poco turismo del interior, no hay tours grupales, un público que busca cierta oferta, por eso la hotelería más básica es la que peor está, el de mayor categoría tiene más herramientas para competir. Hay un claro reacomodamiento de precios, y eso aplasta la oferta, y el que pierde es el más chico, el que presta un servicio menor. La situación es compleja, incluso sin restricciones va a llevar un tiempo recuperarse, hoy los precios están atrasados, y así y todo la demanda es mucho menor que otras temporadas. Gesell está bien, se tomaron buenas medidas para frenar cierta demanda, por ejemplo la juventud con el tema boliches, que hoy vemos que pasa en otros destinos, más allá de que estas situaciones nos arrastran, nosotros en el contexto de la pandemia y de la crisis nos estamos manejando de la mejor manera posible. Fíjate que varias medidas que tomó Gesell, la terminaron

tomando otros municipios mucho después al ver que no podían controlar. Creo que las medidas del gobierno local fueron acertadas. Está claro que hay un consenso en la ciudad de no buscar el mismo tipo de temporada, sobre todo con los jóvenes, la noche, hay un desaliento a ese tipo de público, no que deje de venir sino que no haya ese comportamiento, estamos en un proceso de cambio, creo que es una medida valiente, cambiar de público es cambiar de oferta, hay una corriente en ese sentido, pero en este sentido, hay que mejorar la oferta, si queremos que “vuelva la familia” tenemos que brindar algo más, Gesell la ciudad tiene de todo, no así las localidades del sur que apuntan a un público más familiar. Villa Gesell es un destino multitarget, no es tan fácil que un público no venga más, porque Gesell es muy grande y necesita de todos los públicos. No hay que apurarse a hacer balances, no queremos que el análisis se concentre en los números más flojos de la temporada, pensemos en cuidar la plaza turística, ofrezcamos Gesell como un destino equilibrado, hoy hay buenas medidas sanitarias, hay posibilidad de crear la burbuja sanitaria para cada turista, para cada familia. Creo que el final de enero va a ser bueno, hay que trabajar más la primera semana de febrero, pero sin duda hacia el carnaval vamos a ir creciendo, y después tenemos una cuestión negativa con el inicio de clases tan temprano en CABA, que al igual que pedir un hisopado a quien vuelva de la costa, es una mirada muy centralista, muy poco federal, que no ayuda a mejorar el turismo.

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Visitas ministeriales al por mayor Una gran cantidad de funcionarios de primera línea, de Provincia, pero en especial de Nación, pasaron durante enero por Villa Gesell. El Ministro de Ambiente y Desarrollo Juan Cabandié se reunió con el Intendente Barrera y el Secretario de Turismo, Emiliano Felice, para dialogar acerca de nuevos proyectos ambientales para la ciudad y la intención de convertir a la Reserva en un Parque Nacional y transformarla así en un área protegida. Además, el ministro visitó las primeras campanas de separación de residuos destinadas y distribuidas en el municipio de Villa Gesell. Asimismo, hizo hincapié en la separación de residuos en origen para que, luego, tengan el tratamiento adecuado en las plantas de disposición final con el fin de reducir la basura y concientizar acerca del reciclado. Por último, visitó el puesto de educación ambiental que se encuentra en la Plaza Primera Junta, ubicada en Paseo 104 y Avenida 3, donde se pueden encontrar trivias y actividades interactivas que tienen que ver con el cuidado ambiental y contribuir a la concientización ciudadana. Reabrió el Ministerio de Trabajo La Ministra de Trabajo bonaerense, Mara Ruiz Malec, encabezó el acto de apertura de la subdelegación de la

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cartera laboral en Villa Gesell distrito, una de las 23 oficinas de Trabajo cerradas por la gestión anterior. Desde 2017, los trabajadores y empleadores de Villa Gesell debían trasladarse hasta la sede de Pinamar para gestionar trámites o realizar denuncias. Desde hoy podrán canalizar todas las consultas en el mismo distrito. Antes del acto, Ruiz Malec y Barrera firmaron un convenio para poner en funcionamiento nuevamente la subdelegación que posee un plazo, como mínimo de 5 años.


En el encuentro estuvieron presentes el subsecretario de Relaciones del Trabajo, Leandro Macia; el director provincial de Delegaciones Regionales y Empleo, Miguel Ángel Funes; el coordinador regional del Ministerio, Fernando Latorre; el delegado local, Gabriel Cisneros y el de Dolores, Alberto Argel; autoridades municipales; y referentes gremiales de la región. Ministra de Género La ministra de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación (MMGyD), Elizabeth Gómez Alcorta, firmó junto al intendente de Villa Gesell, Gustavo Barrera, los convenios para implementar el Programa GenerAR y el Programa Acompañar en el municipio. El encuentro tuvo lugar en el edificio de la Intendencia de Villa Gesell, en el marco de una jornada de actividades para el fortalecimiento de políticas públicas en materia de género, diversidad, prevención y asistencia de las personas en situaciones de violencia por motivos de género. El Programa Acompañar prevé la asistencia económica equivalente a un Salario Mínimo, Vital y Móvil por seis meses a mujeres y LGBTI+ en situación de riesgo por motivos de género, además de un acompañamiento integral y el acceso a dispositivos locales de fortalecimiento psicosocial. A través del Programa GenerAR, el MMGyD asiste con recursos económicos y técnicos para fortalecer las áreas de género en las provincias y municipios. "Para nosotras es muy importante el acompañamiento a los gobiernos locales como venimos haciéndolo desde el primer día de la gestión", señaló Gómez Alcorta, tras la firma de los convenios. En este sentido, remarcó: "Entendemos que es fundamental considerar las particularidades de muchos municipios que tienen una importante actividad turística, cómo varían las situaciones de las violencias durante las épocas de temporada, y el impacto que eso tiene para el seguimiento de los casos y para trabajar la prevención". La jornada continuó con un recorrido por la Intendencia de Villa Gesell y una visita a la Secretaría de Seguridad, donde funciona un espacio para resguardar a las mujeres y LGBTI+ en situaciones de alto riesgo. Pilar Ormsby, coordinadora del Programa GenerAR, señaló tras la visita: "Pudimos observar cómo se está fortaleciendo todo el trabajo en materia de prevención y asistencia. Es necesario llevar el municipio y los recursos del Estado al territorio para prevenir y asistir las situaciones de violencia por motivos de género".

El municipio de Villa Gesell lleva adelante el proyecto "Estamos cerca, estamos en tu barrio", en el marco del Programa GenerAR del MMGyD, que contribuye con la ampliación, equipamiento y contratación de profesionales para la realización de actividades descentralizadas que permitan formular diagnósticos de los barrios, promoviendo agentes territoriales que se acerquen a quienes se les dificulta concurrir a las distintas agencias municipales. Además, a partir del proyecto se realizará un relevamiento para evaluar y planificar políticas públicas municipales en la materia y llegar a todas aquellas personas que aún no accedieron a la asistencia y servicios del Estado. Obras públicas El Ministro de Obras Públicas de la Nación, Gabriel Katopodis, junto a diferentes funcionarios nacionales y provinciales, llegó a la ciudad para firmar un convenio en relación a la obra de la red cloacal del barrio La Carmencita y recorrió la obra

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del Centro Modular Sanitario que está pronto a finalizar con el fin de reforzar el sistema sanitario en el contexto de pandemia por el COVID-19. Además, junto al ministro de Obras Públicas bonaerense, Agustín Simone, brindó una breve conferencia de prensa para periodistas locales. Katopodis reafirmó la decisión política de acompañar a las localidades con desarrollo turístico para el cuidado de los turistas y habitantes con la

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construcción del Centro Modular Sanitario. Asimismo, Simone manifestó que se está elaborando un proyecto para la obra de la ruta 11, del tramo Gesell-Mar Chiquita y así mejorar la transitabilidad entre las localidades vecinas. Por último, en cuanto a la construcción de viviendas, Katopodis destacó la prioridad de Barrera en terminar las 200 viviendas que quedaron paralizadas y luego proyectar otras viviendas y lotes con servicios.


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Soy la peste EL CUENTO POR SU AUTOR No hay vez que no me lo pregunte. La duda aumenta pasado un tiempo. Me cuesta reconocerme en tal o cual texto. Y vuelvo a confirmar que ningún escritor puede dar cuenta del todo de lo que ese texto puede decir para los otros, que seguramente le encontrarán más de un sentido diferente al que pueda haber imaginado su autor. Los textos siempre traicionan a sus responsables. Lo que se quiso decir no es lo que el texto habrá de decir. Y es esta situación de la escritura la que torna manía el impulso de seguir intentándolo. Fracasa una vez más, recomendaba Samuel Beckett. Fracasa mejor. Sin embargo, puedo contar quien creo haber sido yo durante esa escritura, no lo que pretendí lograr sino las condiciones de producción de la misma escritura, es decir, quién creo haber sido cuando en abril pasado, en el confinamiento pandémico, escribí una novela que iba a llamarse Soy la peste. La mañana de abril en que me senté a escribir no era aun de día, estaba oscuro, hacía frío y el otoño anticipaba el invierno. Sentí miedo, una vez más, de estar bloqueado y no poder escribir, ya no contra la peste, no contra el sistema que la causó, contra la injusticia del mundo. Tenía miedo de no poder escribir. Ni más ni menos. Un miedo egoísta, pequeño y burgués. Me preguntaba qué relato le habría gustado leer al pibe que era yo cuando empecé a trabajar a los quince mientras descubría la calle y leía a Arlt y Rimbaud. Así empecé esa mañana y todas las que siguieron, todavía en penumbra, escribiendo contra la oscuridad y contra el tipo que ahora buscaba acordarse quién había sido aquel pibe. Así lo hice durante cuarenta días. El miedo fue mi motor. Fueron días negros, alrededor se morían los apestados como se siguen, se seguirán muriendo. Y lo que van a leer es el comienzo de esa escritura que soy y no soy yo. SOY LA PESTE Estaba empezando el invierno de mis dieciséis años y se venía la nieve cuando el mal atacó el quilombo. A mis seres queridos, los sitió primero en sus cuerpos y después acorraló a cada uno en su pieza, y yo, el enfermero, ahorrándoles una agonía miserable, decidí liberarlos. Mis padres, dos infelices que se amasijaban en cada gresca. Mi hermanito, el espástico, siempre cagado, que no paraba de berrear. La abuela loca, la fundadora del negocio, con sus delirios de princesa rusa, que dormía encerrada en el fondo del quilombo. Y mi tío, macró jubilado, que ocupaba sus

días finales de fiaca haciendo solitarios en el galponcito junto al gallinero. Las piezas se vaciaron, las pupilas que fueron quedando eran veteranas enjutas y cada tanto había que arrastrar el cadáver de un cliente a la calle. Al final las chichis se rajaron y desbarrancamos en la miseria. La noche del mal apagaba el mundo. Te atacaba cuando menos lo esperabas. El exterior se había vuelto riesgoso y no sólo por el contagio, la propagación misteriosa que se reproducía incesante. Pero estar encanutado con tu familia daba más miedo que el afuera. Nadie quería crepar adentro. Mejor afuera, boca arriba, mirando el cielo. En la descripción de los síntomas se destacaba la confusión entre pasado, presente y futuro. Las víctimas no tenían puta idea donde se encontraban. Se les entreveraban los recuerdos propios y los ajenos con alucinaciones del porvenir ilusorio. No sabías en qué mundo de mierda vivías. Me puse la campera. Tenía que tomármelas, cuanto antes mejor. Aun fundido, en decadencia, el quilombo había sido propiciador del contagio. Pero no daba para el bajón, me dije. Ahora se me abrían las puertas de una existencia intrépida. Buscaría el mar. Soñaba con el mar. Me habían dicho que volver a verlo era siempre verlo por primera vez. Pero yo nunca lo había visto. Me daba cuenta del infantilismo de mis fantasías disociadas por completo de la realidad. Podía adjudicarle estas fantasías descarriladas a la enfermedad, la confusión de tiempo y espacio, estas visiones. Dónde me encontraba, vacilé. Caminé de una pieza a otra a ver si me olvidaba algo importante, un detalle incriminatorio. Pero a quién podía importarle un crimen familiar en estos días donde la muerte devastaba igualando a todos los mortales. Los vidrios empañados. La atmósfera de los perfumes baratos. Había quedado solo. Sentí que era observado. Me di vuelta. El bicho entre reptil y plumífero, un basilisco, me clavaba su mirada letal. Tuve que pestañear para volver en mí. El dormitorio de mis padres en penumbra. Revisé el ropero, la cómoda, el colchón. Encontré un secreter donde mi madre guardaba sus ahorros. Chirolas extranjeras y billetes vencidos. No me quedaba otra alternativa que recurrir a mi talento. Busqué frula, pero no quedaba. Los finados se la habían tomado toda. Determiné ingeniármelas para seguir con el destino que, a mi entender, recién empezaba. Nadie piensa que el destino es el jodido ahora. Y yo que quería torcerlo y ya. Caminé hacia el patio, la luz del día. Y fui tendiendo sus cuerpos sobre las baldosas. Ahora caía agua nieve.

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Los fiambres se apilaban en las esquinas. Cargué los míos en una carretilla y encaré hacia el parque donde se quemaban los cuerpos. Dos veces debí repetir el trayecto. En la primera llevé a mis padres y mi hermanito que era una pluma. En la segunda, la abuela y el tío. Un tipo con tapado de piel, que andá a saber de dónde lo había rascado, se encargaba de rociar la montaña con kerosene. Se conmovió al ver a quienes traía en la carretilla. Buenos vecinos, dijo. Yo la quería mucho, dijo al ver a a mi madre. Pobre santa, qué buena estaba. Lo debo haber impresionado con mi cara de asco, que se parecía a una de dolor. No podés volver a tu casa, me dijo. Te vas a apestar, si ya no estás. Mejor prendele fuego. Ni me preguntó cómo habían fallecido los desgraciados. No hacía falta. Dame una mano, pibe, me pidió. La parca no me da tregua, se quejó, y además con esta humedad la columna me tiene a mal traer. Se agarró la espalda. Los cuerpos pesaban. El tipo les pasaba las manos debajo de los brazos y yo los agarraba de los tobillos. Después los acercábamos al fuego. Los hamacábamos. A la una, a las dos, a las tres. No era fácil. Hasta el espástico era pesado. Lanzamos a los míos a la fogata. Me quedé mirándolos. No para simular un pésame sino para cerciorarme que el fuego iba a terminar mi trabajo. El viento bandeaba los primeros copos. En la vidriera de un negocio de electrodomésticos una tele mostraba los estragos en Asia. Ningún continente estaba a salvo. Las estadísticas eran una rutina antigua que ya nadie atendía. Podías morir lo mismo en Tierra del Fuego que en la Ruta de la Seda. El esquimal más solitario del planeta acababa igual que el narco siberiano más popular. La característica del mal era ser invisible. No te dabas cuenta hasta que te invadía. Primero una fiebre alta y después los trastornos espasmódicos que te perdían, pasabas un rato despistado y finalmente chau. Tal vez fuera una ventaja morirte en la catrera de un hospital de La Matanza imaginando que estabas agonizando en una clínica en Oslo. Abundaban los naturalistas poseídos que sostenían que esta vez, por fin, había sucedido la revancha del planeta. Los animales, felices. La fauna del mundo se aventuraba por las ciudades. Me pregunté qué haría si me cruzaba con un tigre. Por acá, lo más que se veía eran ratas. Vi salir unas cuantas de la boca de un subte. Antes de arriesgarme a bajar a los túneles debía preguntarme dónde ir y cerciorarme si los trenes operaban. Me había atacado hambre. Había un chino

Por Guillermo Saccomanno en la otra cuadra. El súper era una boca de lobo, apestaba. Tuve que sortear unos cuerpos para entrar en las sombras. Las góndolas, peladas. Vino un perro a ladrarme. Y detrás una china. Empuñaba una cuchilla. Era tanta la tuerca que con cada puteada le brotaba un nubarrón de vapor. Otra vez en la calle, caminé hacia la avenida. La ciudad estaba sola. Era una mañana blanca. Los árboles raquíticos tenían las ramas cargadas de nieve. Cada tanto, en una esquina encontraba una pila humeante. En todas partes, cuando el tamaño de la pila superaba más de un metro, los vecinos, hartos de esperar un camión de basura, se apuraban a incinerarlos ahí mismo. Anduve dando vueltas, evitando pasar cerca de los asados. Pero aun cuando pudiera sortearlos, el mal estaba en el aire. Si doblaba una cuadra antes de la próxima quema, igual me alcanzaba su hedor. Quien alguna vez quemó un ser humano, sabe de lo que hablo. Requiere estómago quemar a alguien. También era insoportable el otro olor. Los que andaban por la calle cagaban en el cordón de la vereda y se enjuagaban el culo con el agua estancada. Una cosa era que mearas en un cajero, contra un árbol, un farol, un volquete, y otra que desparramaras tus soretes como un perro. Cagar, pensaba yo, era un acto íntimo, que demandaba cierto pudor. Me acordé de un dicho criollo, ahora comprendí el sentido: Larga más humo que sorete en invierno. El cielo estaba mugriento por el humo. Vi pasar un avión a chorro. Me quedé mirándolo perderse entre las nubes. Me hubiera gustado ser piloto, tirar bombas, destruir ciudades. Pero el mal me había ganado de mano. Las calles estaban desiertas. Cada tanto me cruzaba con alguna madre llorosa que arrastraba sus críos escapando a alguna parte, como si hubiera salvación. En los portales me cruzaba con pobres minas abrazadas a sus proles. Los fulanos que encontraba en mi camino, solitarios, torvos, se apartaban al verme. Todos temblorosos, abrigados con capas de prendas superpuestas. Preferían respirar el aire que te cortaba la jeta antes que morir adentro, pero el bajo cero los empujaba a los zaguanes arracimándolos. Nadie sabía cómo iba a ser la vida después. Tampoco si habría un después. Me senté a ver la nieve en el umbral de una escuela. Había pibes muertos. Pensé en el espástico. No me hacía bien acordarme del espástico. Pasó una mujer encorvada arrastrando una prole que pronto se sumaría a la gran masa de pendejos


desamparados. Pasó un carcamán de smocking haciendo malabares con un bastón. Pasó un organillero con un oso. Pasó un cana tirándole a un ratero. Pasó una ramera borracha que, desde la vereda, me sopló un beso. Pasó un ejecutivo hablando solo. Pasó una jorobada con ojos de poseída, me preguntó si sabía de un locutorio. Pasó una banda de purretes con aspecto de enemigos públicos cargando unas compus. Pasó un carrier del ejército como un rinoceronte despistado. Pasó un grupo de monjas rezando. Pasó un número indeterminado de seres erráticos cuyos rostros transmitían entre pena y repugnancia. Seguí andando bajo la nieve. En una plaza vi un camión tanque del ejército repartiendo un guiso pestilente. Los fusiles apuntaban la fila interminable de hambrientos emponchados que pugnaban por abalanzarse. Pude oler ese plato de lata que, antes de ser entregado, era bendecido por un cura pálido y rechoncho. Cuando le tocaba el turno a los chicos no perdía la oportunidad de hacerse el bueno acariciándoles el pelo y la cara. Se le notaba que de haber tenido la chance les hubiera hecho otra cosa. Unos jabalíes atraídos por la baranda del morfi surgieron detrás de unos arbustos. Los soldados afirmaron sus armas, los ametrallaron. Después los trajeron a una tienda que hacía de cocina. En la nieve quedó un rastro rojo. Algunos de los seres que me iba encontrado me estudiaban como si fueran un peligro. Y otros con expresión amenazante me miraban calculando qué podrían sacarme. Pero se quedaban en el molde. Era evidente por mi aspecto que yo era un pobre diablo. Tal vez pensaban que era un infectado más que se había largado a la calle ilusionándose con el aire puro, el suspiro de una brisa que limpiara el tufo de la habitación de moribundo. A los que no les daba lástima les imprimía desconfianza. Quien más, quien menos, todo el mundo desconfiaba de todo el mundo. Y si pasaba un auto, rugía a toda máquina. Una ambulancia milica me pasó raspando. El panorama no era esperanzador. Se había interrumpido la electricidad en las zonas más populosas. Y donde la había, los ricos ya no la precisaban: aquellos que no se habían rajado, habían estirado la pata. Escaseaba el agua, la roña era en las almas y en los cuerpos. Hospitales colapsados, moribundos en sus escalinatas. Los suicidas se tiraban por un balcón, se colgaban de un semáforo, se mandaban bajo un troley. No hacía falta preguntarse por qué. Tampoco importaba demasiado. Los manicomios habían abierto las jaulas y los extraviados hacían de las suyas por ahí hasta que el mal los tacleaba. El transporte era casi inexistente. Internet, lo mismo. Y de tener wi fi, para qué. Si buscabas comunicarte con alguien seguro ya había sido. El dinero carecía de valor. Convenía más tener un fierro que una billetera abultada. Los almacenes que no había sido saqueados se habían acorazado. Chinos armados, mostradores barricadas. Ahora las calles eran de todos y de nadie, tenías libertad para lo que se te cantara y cualquiera podía, por joder nomás, pegarte un tiro. Pronto iba anochecer y tenía que encontrar un lugar donde guardarme. El frío me tiritaba, el ragú me consumía. Y unas ganas insufribles de comer chocolate. Debía ser medianoche. Llegué a la terminal

de tranvías. Habían vuelto a funcionar. En la luz de los faroles amarillentos una fila interminable de carros tirados por matungos formaban una hilera larga. Una tropa de negros funambulescos trasladaba los muertos desde los carros a unos tranvías enganchados. Esos eran los negros suertudos que habían salvado el cuero en la guerra. Parecían fantasmas. Y no sólo por la luz escasa de los faroles. Es que no habían sobrevivido muchos a la guerra de la selva. Y los pocos que podían contarla no tenían ganas de hablar. No sólo nadie iba a escucharlos. Tampoco nadie reparaba en ellos cuando vagabundeaban por las calles revolviendo los tachos. Me acerqué a un milico de bigotazo que parecía ser el que mandaba. Tenía una pistola en la cintura y daba órdenes con un parlante de mano. Si era fuerte, dijo, podía subirme al tren. Tenía que ser fuerte y astuto. Si uno era piola podía ganar lo suyo. No comprendí muy bien de qué me hablaba. Yo debía darle lástima. Cabeceó hacia un comedor de campaña. Andá por una sopa y después vení, me dijo. Dos milicos custodiaban. Si te subís, podés hacerte con algo de oro y plata. Le pregunté cómo era eso. Un laburo para despabilados, dijo. Para laburar aquí hacen falta dos cosas, ambición y pelotas. Y cabeceó hacia tres negros que bajaban un cadáver paquidérmico de un carro, lo arrastraban por el adoquinado y, con dificultad, puteándose, procuraban subirlo a un tranvía. Pero más hacen falta pelotas, recalcó. El trabajo consistía en subirse a esos tranvías y acompañar los muertos hasta las chacras de las afueras, donde se los enterraba en pozos comunes. Me entregó una porra. Debía impedir que los ladrones se treparan. Había chorros que se colaban en los tranvías y revisaban los muertos a ver qué podían sacarles. Mentira que con este bajo cero los chorros se quedaban en casa. Me guiñó un ojo: Un diente de oro vale lo suyo, dijo. Sin contar al motorman, un polaco fornido y callado, seríamos cuatro el personal de a bordo. Uno era un viejo pelado y flaco, encorvado, con un gabán roñoso y descosido, unos botines sin cordones. Al abrir la boca, más valía que no te le acercaras si no querías ahogarte con su aliento a cloaca. El otro, un pibe greñudo con rasgos batracios que protegía bajo la visera de una gorra que lo hacía más cabezón de lo que era. La mirada aviesa, dos ranuras, decía que no era de confiar. Había que verle las uñas largas y negras. Llevaba una campera con remiendos y, sujetos con una soga, unos bermudas demasiado anchos que terminaban en las rodillas protuberantes, las piernas huesudas. Calzaba unas alpargatas deshilachadas. La formación se completaba con tres tranvías. Cuando los tres acoplados estuvieron llenos, me envió

al tranvía delantero. Mantené los ojos bien abiertos, me dijo. Atenti con los sabandijas que se encaraman al pescante cuando el tren baja velocidad. El milico sopló un silbato y con un chirrido estruendoso de fierros arrancó el convoy contra el viento nevado. En cada vagón unas pocas lamparitas irradiaban luz escasa. Había cadáveres en los asientos y en el piso. Para caminar por el vagón había que pasar por encima de los cuerpos, cuya variedad era sorprendente. Lo único que tenían en común viejos, hombres, mujeres y chicos, era la palidez y el olor que despedían, un olor frío y espeso que repugnaba. Apenas estuve a bordo empecé a subir las ventanillas. Pero el viento de la noche que empezaba a soplar no era más saludable. No me quedaba otra que cagarme de frío y prestar atención a que ningún atorrante me tomara por sorpresa. La ciudad sombría y deshabitada se desplazaba por las ventanillas. Como había visto antes, sombras de solitarios yirando sin rumbo, sonámbulos. Vi los últimos saqueadores de un mall en llamas. Autos policiales deambulando al acecho. Unos carriers del ejército encolumnados. Después unas cuadras dormidas. En los edificios unas contadas ventanas encendidas. Los automóviles estacionados en cualquier parte, muchos con los conductores doblados sobre el volante y los pasajeros volteados contra las puertas. Un troley empató la marcha con el tranvía. Pude apreciar que iba casi vacío. Y en la luz débil de su interior unos contados pasajeros. Un pibito que viajaba con su madre me saludó con la mano. La madre, los ojos cerrados, parecía dormida, pero seguro que había palmado. Le devolví el saludo. Me acordé del espástico. Pero la corté. Más lucrativo, me puse manos a la obra. Enfrenté la tripulación fúnebre con una mirada radiográfica. Los cadáveres acostados en los asientos y en el piso, en el pasillo y también algunos en la cabina y en el compartimento trasero. No había espacio que no hubiera sido utilizado para cargar cuantos cuerpos se pudiera. Aún rígidos, los cuerpos habían sido adecuados para el viaje. Y si en algún recodo del camino el balanceo los desacomodaba y alguno podía caerse de su lugar, tenía que ingeniármelas para volverlo a poner como fuera sin importarme si un hueso crujía. Lo que más me reventaba no era manipular miembros y retorcer huesos. Más me impresionaba el hedor que despedía el vagón. Quizás no todos los cuerpos segregaban una fetidez, me di cuenta. Pero el olor, reparé, era en esta circunstancia más una percepción mental que física. Sí podía asegurar que esa marea no era tibia sino fría, más bien glacial y era esa la temperatura polar de los apestados, que imprimía en el alma un

vacío que se parecía a la náusea. No obstante, superé estas reticencias y me dediqué a inspeccionar. Me detenía en aquellos cuya indumentaria había sido elegante, en las mujeres que conservaban, aún arrugado, un estilo chic. Encontré anillos, collares, pulseras, relojes, gemelos. Debía ser cauteloso. Los brillos engatusaban. Era necesario discriminar qué era oro y qué plata de los enchapados y falsificaciones. Y yo no contaba con experiencia para calibrar las autenticidades. Al ver una mina hermosa a pesar de su estado, me detuve. No debía haber pasado los cuarenta. Era rubia, alta, distinguida y llevaba un camisón de seda oscura. Yacía en el piso, con los brazos y las piernas doblados a un lado. Había estado fuerte la desgraciada. Debió haber chiflado a muchos, me dije. Así, con los ojos cerrados, parecía dormitar después de un arrebato pasional. Y esa sonrisa entre sensual y pérfida que tenía. Manos más astutas y rápidas que las mías ya la habían indagado desprendiéndole toda alhaja. Con pulso tímido empecé a hurgar en la dama, a explorar sus formas, pliegues y orificios. La profanación me calentaba. Me acordé entonces de lo que me había insinuado el jefe antes de la partida. Entreabrí la boca de la fulana. Me costó separar los maxilares de una dentadura que pudo ser perfecta. En el maxilar superior, un destello ambarino. El jefe sabía de qué hablaba al apiolarme que un atorrante desalmado no vacilaría en extraer una pieza valiosa. Cómo me las podía ingeniar para liberar esa muela. Empecé a forcejearla. No era fácil el tironeo. El movimiento del convoy entorpecía la extracción. Estaba por lograrlo cuando aminoramos la velocidad en una curva. Esta era una de las situaciones en las que, se suponía, debía estar más atento a una intrusión. Y yo, un poco por curiosidad y otro tanto por codicia, me había concentrado en la muela sin advertir que una sombra se había trepado al tranvía en mi descuido, se había colgado del pescante y ahora avanzaba hacia mí. Ni tiempo le di al skin. Sin vacilar, con el coraje que inyecta el miedo, le descargué unos porrazos en el cuello, la cabeza y, cuando se agachó, en la nuca. No me había fijado mucho de qué clase de granuja se trataba. En la luz amarillenta del tranvía entreví que el skin era una piba, me llevaría unos años. Por la pinta, hasta hacía nada, tal vez una piba de buena familia, pero ahora, como tantos, venía en la pendiente. Le revisé los bolsillos. Guardaba caramelos. Los golpes despacharon la infeliz a mejor vida. Nadie notaría su procedencia si la ubicaba entre los demás pasajeros.

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LA TIERRA ELEGIDA-Relatos de Juan Forn

La flor en el pantano Turín, 15 de octubre de 1967. El Torino acaba de ganarle a la Sampdoria y se mantiene en la punta del campeonato. El joven Attilio Romero abandona eufórico el estadio junto a sus amiguitos ricachones y se sube al volante de su Fiat 124, tapizado de fotos de la estrella del Torino, Gigi Meroni. El joven Attilio debería estar estudiando medicina (su padre es una respetada eminencia) pero su único desvelo es seguir a su ídolo, a quien imita en todo: se ha dejado las patillas y el pelo largo, se viste con ropa multicolor, hasta le copia la manera de caminar. Todo es jolgorio, no se habla de otra cosa que de la magia de Gigi Meroni en ese Fiat 124, hasta que Attilio embiste y hace volar por los aires a un peatón. Gigi Meroni había nacido durante la Segunda Guerra. Quedó huérfano de padre a los dos años. Su madre, apretada por la necesidad, lo llevó con ella a trabajar en una fábrica de corbatas. El pequeño Gigi juntaba los restos de tela que quedaban en el piso del taller, armaba una pelota de trapo y se iba a patearla contra la pared del fondo. De ahí el mito: que trataba a la pelota como si fuera de seda. Los operarios del taller lo amparaban, los vecinos del barrio también; hasta el cura párroco calmaba a la madre cuando Gigi se escabullía de misa, porque todos querían verlo hacer magia con la pelota y todos iban a verlo donde fuese que jugara. Del club del barrio pasó al Como, de la serie B pasó a Primera cuando lo fichó el Genoa, y después de apenas veinticinco partidos lo contrató el Torino por una cifra récord en el fútbol de la época. Permítanme contar qué era el Torino para los turineses. Antes de que los Agnelli empezaran a hacer poderosa la Juventus a fuerza de billetes, el club por excelencia de Turín era el Torino. Desde el fin de la guerra, el Torino había ganado cinco scudettos consecutivos, tenía diez de los once titulares de la selección italiana, estaba considerado el mejor equipo de Europa (aunque por entonces no existía una copa europea que les permitiera refrendarlo) y volvían de dar una exhibición en Lisboa cuando el avión se estrelló en las afueras de Turín y murió todo el equipo. No se había vuelto a ver buen fútbol en Italia desde aquella tragedia. Desde entonces reinaba el catenaccio: la defensa a rajatabla, la anulación del rival como táctica, la mezquindad como credo. De hecho, el técnico que contrató el Torino cuando fichó a Gigi Meroni era Nereo Rocco, que venía de ganar con el Milan la primera Copa de Europa, en 1963, jugando al más clásico catenaccio. Pero ya en los primeros entrenamientos del Torino decidió cambiar de doctrina, en cuanto vio que las gambetas endiabladas de Gigi y sus movimientos anárquicos por toda la cancha producían un milagro: hacían jugar al Torino como si Gigi hubiese resucitado entero al equipo de 1949. Ya empezaban a soplar los primeros vientos de la rebeldía sesentista y Gigi sintió instantánea familiaridad con esos aires. En 1963, en un puesto de tiro al blanco de un parque de diversiones, conoció a Cristiana Uderstadt, una beldad hija de feriantes. El flechazo fue mutuo. Con ella se animó a

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mostrar un costado de su personalidad que no había mostrado a nadie. El mundo del fútbol italiano era conformista y conservador, pero Gigi no era como los demás futbolistas: vivía en una buhardilla, usaba el pelo largo, bigote y patillas, se vestía con ropa que Cristiana diseñaba para él, confesaba que sus ídolos eran Marilyn Monroe y el Che Guevara, hacía ingenuas declaraciones que explotaban en los titulares de la prensa (“Hay gambetas que deberían valer más que un gol”; “Se puede jugar bien al fútbol con el pelo largo”). Un día, Vittorio De Sica va a filmar su segmento de Bocaccio 70 a la barraca del parque de diversiones donde trabajaba Cristiana, y el asistente de dirección se enamora de la ragazza y pide su mano a la madre (Cristiana era menor edad). Gigi se presenta en la iglesia cuando el cura pregunta si hay alguien que se oponga a ese matrimonio y huye con ella. Mientras tanto, el Torino juega cada vez mejor, gracias a su estrella. Llegan terceros en el campeonato 1964-65 y se perfilan como candidatos al siguiente scudetto. Entonces Gianni Agnelli se presenta en las oficinas del Torino con una oferta de 750 millones de liras por Gigi y la ciudad se paraliza. Los tifosi hacen una manifestación delante de la sede del club. El presidente sale al balcón a decir que así Gigi seguiría representando a la ciudad y recibe una rechifla generalizada. Los tifosi del Torino que trabajan en la FIAT amenazan con huelga a su patrón y el propio Gigi rechaza un cheque en blanco que le había dado Agnelli, para que él mismo decidiera cuánto quería ganar. Gigi logra quedarse en el club y, en la temporada 66-67, el Torino vive un esplendor que no conocía desde 1949. Jugadas más de treinta fechas están a la cabeza de la tabla y vienen de quebrarle un invicto de tres años al temible Inter de Helenio Herrera. Pero Gigi se ha puesto en contra a la mitad de Italia, la mitad poderosa: la patria catenaccia, los enemigos del ser. La iglesia lo condena por

vivir en concubinato, la prensa lo acosa, lo demonizan por lo que hace afuera y adentro de la cancha, por sus patillas, por jugar con las medias caídas y la camiseta afuera del pantalón, por sus gambetas de “payaso intrascendente”. Cada partido del Torino es una batalla de media Italia contra Gigi. Pero el equipo sigue ganando. Llegamos así al 15 de octubre de 1967. El Torino juega en casa contra la Sampdoria, gana con lujos 4 a 2, la hinchada está feliz. Terminado el partido, Gigi convence a su amigo Fabrizio Poletti de escabullirse del vestuario y arrimarse a un bar de las inmediaciones del estadio, para “sentir” a la gente. Cruzando Corso Re Umberto, que es de doble mano, quedan varados en medio de la avenida. Cuando un Lancia les pasa muy rápido por delante, Gigi da un paso instintivo hacia atrás y es embestido de lleno por el Fiat 124 de Attilio Romero. Los aterrados pasajeros que bajan del Fiat parecen réplicas del caído. Se junta un montón de gente en cuanto corre el rumor de que el caído es Gigi. El embotellamiento impide la llegada de la ambulancia. Un fornido peatón de nombre Giuseppe Messina lo carga en brazos hasta el hospital. Pero Gigi llega muerto a las escaleras del policlínico Le Molinette. Cincuenta mil personas fueron a su entierro. Hasta los hinchas de la Juventus lloraron, además de desconsoladas mujeres de todas las edades que pugnaban por tocar el féretro. El Torino ganó finalmente el scudetto en 1968 y se lo dedicaron póstumamente a Gigi (“Fue la flor que creció en el pantano del catenaccio, el desubicado que le daba sentido a todo, el artista en un mundo picapiedra”). En cuanto a Attilio Romero, no fue médico. Se hundió en un pozo depresivo que duró diez años, hasta que descubrió que tenía habilidad para los negocios y se convirtió en empresario. Con los años hizo fortuna, compró con unos amigotes el club Torino, se autonombró presidente y en el 2005 llevó el club a la bancarrota.


Campus Costa Argentina certificado con el Sello IRAM de aplicación segura de Protocolo COVID-19 El Campus UADE Costa Argentina ha sido certificado al aprobar la auditoría de verificación de implementación de su protocolo COVID19 por IRAM. En 2020, UADE se convirtió en la primera Universidad en la Argentina en acceder al uso del “Sello IRAM

Protocolo COVID-19 Verificado” al certificar su Campus de la Ciudad de Buenos Aires y su Sede Recoleta. Desde el inicio de la pandemia causada por el COVID-19, UADE ha asumido el desafío de establecer un protocolo que garantice el cumplimiento de las recomendaciones de las autoridades

nacionales y locales para controlar, prevenir y mitigar la transmisión del virus SARS-CoV-2 en los ámbitos de permanencia y circulación de personas dentro de sus instalaciones. IRAM es el Instituto Argentino de Normalización y Certificación, referente nacional, regional e internacional, que otorga esta

certificación a las instituciones que adecuaron sus protocolos internos en conformidad con las disposiciones vigentes en la norma EDP 3820. Para la Universidad es un gran logro contar con el “Sello IRAM Protocolo COVID-19 Verificado”, que refuerza el compromiso asumido con el cuidado de la salud y el bienestar de todos.

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