El Fundador / Marzo 2021

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Historias de familia

Los Darderi, una vida de pasión por el tenis

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Marzo 2021

Villa Gesell Año - XXXIII Nro 2035

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Ricardo Roux, artista y pionero

La historia del multipremiado artista plástico, hijo de una de las primeras familias de la ciudad


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Historias de familia: los Darderi, una vida de pasión por el tenis La familia Darderi tiene una vida dedicada al tenis, que hoy los lleva como embajadores de la ciudad a las mejores canchas del mundo. La historia comienza con Gino, formado en Villa Gesell, que hoy se dedica a preparar a sus hijos Luciano y Vito para el tenis profesional. “Estoy en el mundo del tenis hace 35 años. Empecé acá en Gesell, desde chiquito me gustó. Mi papá era deportista, y siempre me alentó. Empecé viajando a Mar del Plata, Buenos Aires, hice la carrera de menores, y más tarde me hice profesional en Europa. Seguí siempre y me sumé al circuito de veteranos, jugué mundiales, y cuando pensé que me había retirado nació Luciano, empezó a jugar al tenis y le gustó, arrancamos con torneos, ganó el Argentino para menores de diez años, y ahí empezamos a viajar a Europa, y siempre siguió creciendo, este año estuvo en el Masters 1000 de Roma, y estuvo como sparring en el Masters, jugó Roland Garros Junior y terminó octavo del mundo, sin poder jugar gran parte del año por el coronavirus.” Gino resalta los avances de Luciano en el camino al profesionalismo. “Hoy estamos trabajando con el equipo de Schwartzman, con la parte física, con Martiniano Oraci, y espero que tenga un buen año en Europa, ahora

empezamos en Turquía, buscando afirmarnos con el nivel. Estamos jugando por acá, en Mar del Plata, Dolores, el con un ranking de 800ATP le gana a gente que está mucho más arriba, creo que tiene para mucho más.”

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El benjamín de la familia, si bien es aún muy joven, da muestras de tener una enorme proyección. “Vito ya jugó mucho a nivel junior, es campeón italiano, europeo, y mundial también, estamos trabajando duro.” Gino tuvo una vida deportiva entre

Argentina e Italia, que ahora sirve de base para sus hijos. “Tengo una vida doble, desde el 87, dejé de viajar dos años cuando nació Lucianito, pero luego viajé siempre, por todo el mundo. Con Luciano hicimos veinte países en los últimos dos años. Es

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lindo pero siempre me gusta volver, estar en mi ciudad, cuando viajo me falta mucho, este año fue largo, estuve un año afuera, así que tenía muchas ganas de volver.” La comunidad geselina es un pilar para los esfuerzos de Gino y sus

hijos. “Tengo muchos arraigos, estoy muy agradecido a Villa Gesell, a todos los que me siguen, me llaman, al club Le Equipe que me permite entrenar todos los días, a Puchi, a Larre… Me gusta mucho estar acá.” Con una proyección sin límites, Gino

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remarca la necesidad de que sus hijos logren mantenerse. “Hace muchos años que estoy en este ambiente, y creo que no hay que marearse. Por más que los chicos sean prácticamente los mejores del mundo en su categoría, hay que

trabajar mucho y tener mucha humildad, porque de lo contrario en este deporte no podés. Para llegar tenés que dar el cien por ciento… Yo los veo muy bien, Luciano tiene mucho coraje, muchas ganas de trabajar, tiene 19 años y


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prácticamente no sabe lo que es salir de noche, hace una vida de deportista, de cuidarse, de privarse de un montón de cosas, le gusta jugar, es muy competidor… Y Vito es el calco del hermano, los dos están dejando el máximo, y yo… estoy dejando mi vida en esto, pero con gusto.” Vito, joven promesa “Arranqué de muy chico”, explica Vito, “gracias a mi hermano que ya jugaba, desde los tres años que estoy jugando, fue creciendo la pasión y a los nueve ya fuimos a Italia para competir. Salí campeón italiano y empecé a ir más seguido, ahora tengo para jugar los campeonatos argentino y sudamericano.” Vito, junto a su papá y su hermano, se dedica a full al deporte. “Arranqué entrenando cuatro horas, ahora son seis o siete, ya estoy acostumbrado, es una vida sacrificada pero muy linda, a mi me gusta. El objetivo es dar el máximo de mi mismo.” Luciano, una realidad “Empecé de muy chico, ya a los cuatro o cinco años”, cuenta Luciano. “Papá era profesor, y de chiquito agarré la raqueta, me empezó a

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gustar el tenis, ya a los ocho me fui a vivir a Buenos Aires, iba al club Gath y Chaves, y a los diez años ya competí en nacionales, empecé a ver que tenía condiciones, a los 13 me fui a Europa a buscar más nivel, me fui metiendo en el circuito, con la ayuda de papá que sabe mucho de esto, y buscando entrar en este mundo, que es lo que más queremos.” Luciano fue de a poco instalándose en Europa. “Al principio estábamos allá un par de meses, y la mayoría del tiempo acá, pero como allá es todo más fácil, nos fuimos quedando allá. Desde acá es muy difícil viajar, nosotros desde Italia nos queda todo más cerca y es más económico, la vida del tenista es muy cara, a los sudamericanos se nos hace muy difícil.” La dedicación al deporte tiene su precio, pero como destaca Luciano, es una pasión. “La vida del tenista es muy cerrada, tengo dos o tres amigos y nada más, pero no siento que me haya perdido nada, esto es lo que me gusta, es un deporte muy lindo, muy sano, esto es lo que quiero, lo que quiere toda mi familia, a lo que apuntamos junto a papá que nos ayuda un montón a cumplir este sueño, el gran objetivo es ser tenista profesional, es muy lindo tener tanta pasión por esto.” La pandemia cortó un gran momento deportivo para Luciano, pero no impidió que fuera un año positivo. “Arranqué el año muy bien, con buenos torneos en Sudamérica, llegué a diez del mundo junior, para poder entrar directo a todos los torneos grandes, y ahí empezó la pandemia, nos agarró en Italia y estuvimos tres meses encerrados en un club, fue muy difícil, sin saber que va a pasar, si entrenar o no… Cuando se largaron los torneos arrancamos de a poco, pude estar en Roland Garros, y ahí me vio la ATP y me invitaron como sparring al Masters de Londres, con los ocho mejores del mundo. Para lo que fue este año, tuve experiencias muy lindas, y pude aprovechar todo, estar con los mejores ocho es algo que no me voy a olvidar nunca.”

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Las recetas de Olivia La receta de hoy es simple, admite variaciones, se conoce en todas las cocinas del mundo, sirve para almorzar, para cenar, o bien se puede preparar a cualquier hora. Yo la conocí cuando trabajé en el hotel más grande del Buenos Aires de la década del ´80, en Retiro, y después la empecé a reconocer por todos lados. Es fácil, rica y muy fresca. Nos muestra que hay sabores diferentes, que, bien combinados, se ensamblan deliciosamente… Ensalada CESAR Ingredientes, para dos personas: seis hojas de lechuga, una taza de queso duro rallado grueso (ó en hebras), tres dientes de ajo picados finamente, seis filetitos de anchoa

salada, diez aceitunas sin carozo, dos rebanadas de miga de pan, 100 gramos de carne de pollo cortada en tiras, aceite, vinagre. Preparación: en una sartén ponemos a calentar una delgada capita de aceite, si es de oliva, mejor; si no, cualquier aceite. Cortamos en cuadraditos de uno 3 ó 4 cm de lado, las dos rebanadas de pan, las ponemos en la sartén por un minuto, ó hasta ver que se doraron del lado de abajo. Darlas vuelta con una cuchara y en segundos se dorarán de ese lado también. Sacarlas de la sartén y reservar sobre servilleta de papel, para que se mantengan crocantes esos “croutons”, que así se llaman. Poner en la sartén las tiritas de pollo hasta que estén doradas por ambos

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lados. Retirar y dejar enfriar. Para la salsa Cesar, moler en un mortero dos anchoítas y un diente de ajo, juntos, hasta que sean una pasta. Poner esa pastita en un vaso, agregar tres cucharadas de vinagre y tres de aceite. Batir firme hasta que se integre todo. También se puede hacer la salsa con minipimer. En un bol, colocar las hojas de lechuga bien lavadas, formando una base y dejando subir las hojas por los bordes. Poner las tiras de queso acompañando a la lechuga contra los bordes del bol. Agregar el ajo picado al centro. Bordeando el ajo, colocar la mitad de los croutones, y encima de éstos, las anchoas. Poner la otra mitad de los croutones, y encima de ellos, las tiras doradas del pollito.

Espolvorear con las aceitunas y regar toda la preparación con la salsa. Saborear. Dejar que los diferentes sabores se mezclen en el paladar. Y una copa de sauvignon blanc para brindar por la sabrosa y famosa ensalada Cesar…


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Ricardo Roux, artista y pionero Ricardo Roux es un reconocido artista plástico, pionero de Villa Gesell y gran protagonista en la Gesell de los 60 y los 70. “Comencé a pintar extrañando Villa Gesell”, explica Ricardo. “Mi familia vino en el año ´47, yo tenía dos años. Hice toda mi infancia acá, pero en 1957 mi hermano comenzaba el secundario, me tocaba a mi el otro año, así que nos mudamos a Buenos Aires, durante los inviernos, en el verano mi papá seguía teniendo el hotel. Así que nos instalamos en Buenos Aires, que para mi fue durísimo. Vivíamos a dos cuadras del Parque Rivadavia, y para mi era como jugar en una maceta. Extrañaba tirar flechas, tirar piedras, tenía que estar con zapatos todo el día… era una lucha. Por suerte descubrí el dibujo, y me enganché. En primer año del secundario mi compañero me invitó a un concurso de manchas, y lo gané. Ahí dije esto es para mí… Hasta ese momento, con mi relación con Gesell y con el mar, yo quería ser marino, quería cruzar el océano. Me iba bárbaro, me anotaba en todos los concursos y ganaba siempre, me compré el primer pantalón largo, el muñequito articulado, la paleta de pintor, todo lo compré con los concursos.” Ricardo continúa la historia de su formación. “Tuve dos profesores en el secundario, uno de dibujo, que me alentaba mucho a que trabaje, a que ponga color… Y una profesora de filosofía, en cuarto y quinto año, que me citó a su casa y me dijo: yo le digo a todos los chicos que estudien, que sigan, porque el que no estudia se queda afuera… Pero a vos te digo, por qué no dejás todo y te dedicás a pintar? Y bueno, le hice caso. Le pregunté que hacer, dónde ir, y me recomendó llevar mis trabajos al Instituto Di Tella. Fui y me recibió Samuel Paz, y me dio mucha bolilla, y entre otras cosas me dijo que yo era joven pero pintaba como un viejo. Me dijo que el arte, la cultura, estaban hechos, que fuera a ver a tal y cual. Y así empecé a ir a los talleres, a conocer a los artistas del momento, y sin trabajar con ninguno en especial me fueron abriendo la cabeza, y así fui llegando hasta acá.” Ricardo rescata particularmente la figura de su profesora. “Ella me pedía un cuadro por semana, e invitaba a artistas que ella conocía, y me hacía una devolución cada semana. A través de ella comencé a vincularme con el mundo del arte.” Un punto clave en la formación de Ricardo fueron las muchas situaciones que tuvieron como escenario Villa Gesell. “Muchas casualidades han tenido que ver

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con Gesell. Una vez el Club Defensores hizo un concurso de manchas, y yo participé con 17 años. El primer premio lo gana Diana Dowek, una reconocida artista, el segundo lo gané yo, y el tercero su novio, después marido, Alfredo Saavedra, también artista. Pero además, yo venía muchas veces en carpa y la ponía detrás de la carpa de una señora, en 6 y 106, que había trabajado con mi papá. Y un año le alquiló la casa a Felipe Noé, Machó, De la Vega, todo el grupo Nueva Figuración, que rompía el Di Tella en ese momento, y yo estaba ahí y le mostraba mis trabajos. Otro año venía a dedo y me levantó León Ferrari, que yo no lo conocía. Después me lo encontré en la calle, y le invité un café en “La Jirafa Roja”. Al año siguiente participo en mi primera muestra colectiva, y el fue


con su mujer, y ella le dijo “viste que tenía cara de pintor?”… Todo siempre muy ligado a Gesell. Me acuerdo del Aire en Lata que venía 007, algo que venía de la obra de Piero Manzoni, que había hecho las latas de Mierda de Artista.” La familia Roux fue una de las primeras en instalarse en Villa Gesell, a fines de los años 40. "Fui una infancia alucinante, llena de recuerdos, de anécdotas. No había televisión, se cortaba la luz a las ocho de la noche, no había juguetería, entonces lo nuestro era agarrar un caballo, tirar piedras, flechas... Salíamos a cazar pajaritos, nunca cazábamos nada pero salíamos. Un día nos agarró Don Carlos, y soltó a los pajaritos y nos pisoteó todas las trampas, y después pasó por todas las casas a contarle a nuestros viejos... Durísimo! También corríamos liebres, y alguien nos había dicho que como tienen las patas de adelante más cortas, si las corríamos cuesta abajo las podíamos alcanzar, entonces veníamos a los médanos a correr liebres..." Las anécdotas de la Gesell primigenia son interminables. "En la confitería del pinar estaban de cuidadores la familia Opasky, que tenían tres hijos, dos varones de nuestra edad y una nena, y se sentían los dueños del bosque, nos tiraban con aire comprimido cuando íbamos a los médanos, hasta que un día... Atacamos la casa, con hondas y flechas incendiarias, y la mamá sacaba un repasador blanco por la ventana y gritaba "rendición, rendición!!" A pesar de que su familia dejó la ciudad, Ricardo siempre se mantuvo geselino. "Yo seguí muy ligado a la Villa, mi papá vendió el hotel pero seguí viniendo a trabajar las temporadas, en una inmobiliaria, en un hotel, una juguetería, donde vendía unos muñequitos que inventé, hechos de tela y rellenos de mijo, de arroz... Después tuve mi propio hotel." En los años 70, Ricardo tuvo una intensa actividad en la ciudad. Entre sus iniciativas comerciales, estuvo la sopería "Glup Glup", un insólito comercio que solo servía sopas. "Le alquile a Oscar, de alfajores A los Geselinos, un local en 106 y 3, al lado de la esquina. Sopas de verdura, de fideos, de remolacha, la

pavese, la de cebolla, eran 14 o 15. No la pude inaugurar porque faltaba una habilitación, y entonces se me ocurrió poner una mesa en la vidriera, y estábamos mi mujer y yo, mi hermano y una amiga, con sombrero y delantales de cocinero, comiendo sopa, con el boliche cerrado. La Tres llena de gente!! Al otro día explotó, la que cocinaba lloraba porque no se podía estar de tanta gente, fue un éxito tremendo, durante varios años. Enseguida aparecieron copias, por supuesto, pero no eran lo mismo... La gente venía cuando cerraban las discos, Kopay, Cariño Botao, tipo tres de la mañana, y la noche era fresca, entonces se tomaban una sopa, bien cargada con pimienta, y terminaban jugando al fútbol en la playa a las cinco de la mañana." El arte de Ricardo siempre está presente en Villa Gesell. "En los 80 tuve mi propia muestra, la inmobiliaria Genoud vació su local e hicimos una muestra. Cuando estuvo el CEMAV, arriba de Bacará, dirigido por Oscar Brocos, hice una muestra, y después en El Ventanal, que pinté el mural del frente, y ahora el mural de la nueva Casa de la Cultura."

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LA TIERRA ELEGIDA-Relatos de Juan Forn

Una viejita disfrazada de cortina El Booker Prize es el premio más importante de Inglaterra y se entrega en una pomposa cena a la que asisten los cinco finalistas, los miembros del jurado y unos cuantos figurones de la intelligentzia y la prensa británica, que son los que alimentan la previa en las casas de apuestas de Londres. Se dice que el Booker cambia para siempre la suerte de quien lo gana; déjenme contarles qué pasó en la edición 1979. Penelope Fitzgerald, una dama de 63 años en un vestido que parecía hecho de cortinas, era una de los finalistas, la menos conocida de los cinco. Compartía mesa con varios periodistas que le informaron que se estaban emborrachando tranquilos porque era obvio que iba a ganar VS Naipaul y ya habían dejado escrita su columna para el día siguiente antes de venir a la cena. Para estupor general, Penelope es la ganadora. Minutos después, en el programa televisivo de la BBC sobre el premio, el conductor dice a los panelistas que no ha ganado el mejor libro. Entre los panelistas está la propia Penelope. Hasta el venerable editor de su libro declara que le parece un veredicto absurdo (días antes de la nominación le había dicho a Penelope que la editorial no quería publicar más “novelitas tristes escritas por mujeres”). El Booker cambió apenas un poco la suerte de Penelope, pero fue más que suficiente para ella: le alcanzó para comprar una máquina de escribir eléctrica y alquilar un ático (hasta entonces dormía en el living de su hija casada) y en ese ático terminó, quince años después, el libro que le daría justa fama y veneración: La flor azul, una novelita tan triste como extraordinaria sobre el poeta romántico alemán Novalis, que Julian Barnes supo definir así: “Un libro sobre un genio escrito por otro genio”. Penelope Fitzgerald (de soltera Penny Knox) repitió muchas veces en sus últimos años que era “una escritora vieja que nunca había sido joven escritora”, pero no es del todo cierto. Es verdad que escribió su primer libro a los 59, para amenizar las últimas horas de su marido, pero también es cierto que nació en una familia de ilustre prosapia intelectual: los Knox, que eran una combinación sólo posible en Inglaterra de religiosidad, humor, excentricidad e inventiva inclaudicable. Su padre era el editor de la legendaria revista Punch (donde Penelope debutó a la edad de diez años). Uno de sus tíos era el criptógrafo más famoso de su tiempo, otro era obispo, otro era misionero y dedicó su vida a los pobres; los tres publicaban libros de teología y colaboraban con breves piezas humorísticas en Punch. Penelope estudió en Oxford (su examen final era tan brillante en su síntesis que su tutor lo hizo copiar en un pergamino y lo tenía colgado en su salón). Durante la guerra brilló en el servicio radial de la BBC (le decían “La Bomba”) y después, como todas las mujeres de su tiempo, se casó y empezó a tener hijos. Su marido, Desmond, también había ido a Oxford y era un oficial condecorado, pero volvió tocado de la guerra. Perdió su licencia de abogado, terminó vendiendo boletos de tren y llevó a su familia a vivir en una barcaza en el Támesis. Penelope trabajaba doble turno de

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maestra y era la única de la familia que no tenía cuarto propio: dormía en un catre, que sólo podía armar cuando todos se habían ido a dormir, y que debía plegar antes de que se despertaran por la mañana. En esa barcaza distrajo la agonía de su marido leyéndole capítulos de su primer libro (“Podría decirse que lo escribí a pedido”) y, cuando enviudó, y la barcaza se hundió, contó la experiencia de esos años en el libro que ganó el Booker: A la deriva. De la barcaza fueron a parar a un albergue, la madre y sus tres hijos, y del albergue a sucesivas casitas, siempre mínimas, donde Penelope siguió durmiendo en un catre en el living hasta que, con la plata del Booker, pudo alquilar aquel ático para ella sola y su flamante máquina de escribir eléctrica, y a los 64 años se sumergió en su formidable estilo tardío. Había escrito hasta entonces cuatro novelas (una por año, desde que enviudó). Las cuatro eran autobiográficas: sus años en la barcaza, en la BBC, en una librería y en una de las escuelas de señoritas donde enseñaba. Las cuatro las escribió igual: en pocas semanas, y las corregía obsesivamente el resto del año. En aquel ático escribió otras cuatro, pero cada una le llevó cuatro años de investigación y eran todas “históricas”, a falta de una palabra mejor. Porque lo que se conoce como novelas históricas son como cursos-decultura-general-para-señoras-aburridas (reconstrucción de época, clichés al por mayor, muchas páginas); y lo que hace Penelope con la Alemania de Novalis, la Italia de Gramsci, la Rusia de la revolución y el Oxford de sus tíos Knox es su perfecta antítesis. En la familia de Penelope se hacía un culto de la síntesis y la condensación: decir lo máximo en la menor cantidad de palabras, fuera para mostrar ingenio o para transmitir todo aquello que es inconfesable para un inglés. “El que comprime, intensifica”, confesó ella una vez. Y así escribió siempre: todo se entiende, todo se ve, todo se siente,

en cada breve capítulo de sus breves novelas; es asombroso que se pueda decir tanto en tan pocas palabras. Pero lo doblemente asombroso es que lograra el mismo efecto relatando ya no experiencias propias sino de personas desconocidas en tiempos ajenos al suyo. En esas cuatro novelas escritas en el ático, entre sus 64 y 79 años, Penelope “tiene el don de saber todo lo necesario sobre lo que escribe, de saberlo desde adentro”, como dijo Frank Kermode. Aunque ella prefirió explicarlo de otra manera: “A veces creo que escribo estas novelas sólo por el placer de investigar, primero, y después de ocultar lo más subterráneamente que pueda toda esa información”. Cuando se publicó La flor azul en Estados Unidos volvió a ocurrir lo del Booker: el mismo estupor cuando ganó Penelope. Esta vez competía contra Don DeLillo y Philip Roth por el National Critics Award y las malas lenguas dijeron que habían premiado a una viejita para no tener que elegir entre esos dos pesos pesados. Pero el propio Roth enmendó la plana: “Hay más sabiduría en ese libro que en toda la obra de muchos de nosotros”. Y es verdad. Eso que llamamos vulgarmente “contar el cuentito” es una de las más eficaces formas que existen de transmitir conocimiento y experiencia de vida, si se lo usa como lo usaba Penelope. Por supuesto, ella jamás se hubiera permitido hablar en esos términos. Una vez le preguntaron cuál debía ser la función de la novela: “Creo que todo empezó cuando la gente tomó conciencia de que afuera estaba oscuro. La función de la novela es ayudarnos a sobrellevar que está oscuro afuera”. En exacta sincronía con aquel brevísimo discurso cuando recibió el Booker, agradeció a “todas aquellas personas que nunca hacen un viaje (aunque sea el tren o el subte a su trabajo) sin llevar un libro, y al despertarse por la mañana retoman en la página en que dejaron por la noche y, cuando terminan, están ansiosos hasta que empiezan otro”.


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Chinos Chinos Signos grabados en conchillas de carey y huesos de búfalo, signos en vasijas sagradas, signos diseñados en pliegos de bambú, signos en madera, signos en pergaminos y en papel de seda. De dónde vienen sus voces, cómo establecen con nuestra época una conexión a través de tiempo y espacio composiciones remotas que nos hablan de lo que olvidamos, de lo que a veces no queremos ni saber porque nos cuestiona. Cuántos días y noches transcurrieron desde esos poemas hasta ahora, qué nos dicen esas caligrafías que nos resultan exóticas y, sin embargo, más allá del exotismo, de las túnicas, armas, ritos y leyendas, al ser traducidas, son tan nosotros. En qué consiste el atractivo de una poética que, por la índole de su escritura, cautivó tanto, entre otros, a Octavio Paz y Jacques Lacan (asistido en su conocimiento por Francois Cheng) y más acá al inexorable Juanele Ortiz. Sin duda, se trata de un arte de la sutileza, una dialéctica entre vacío y plenitud, que no elude el realismo. El vínculo entre poetas y poder -tan conflictivo entonces como en el presente más inmediato- proviene del fondo mismo de la historia china. Desde la dinastía Shang (1523 a 1122 a. C.), la escritura china se conecta con lo oracular y adquiere un carácter sagrado. Con el correr de los siglos, sin perder la intención adivinatoria, la escritura poética se bifurcará instalándose además como lírica de la vida diaria. La mejor demostración está en la vasta y prolífica Edad de Oro de la dinastía Tang (618-907). De más de dos mil poetas Tang, alcanzaron a la actualidad casi cincuenta mil poemas. Componían gobernantes, soldados, cantantes y aldeanos. En una sociedad feudal de impuestos vampíricos, reclutamientos forzosos y batallas, la viuda del mandarín Wang, madre de dos nenas y dos nenes, culta y budista, instruye a los varones huérfanos en una formación que les permita abrirse un camino en la vida y rendir los exámenes para ingresar como funcionarios a la corte del emperador. A los ocho años, Wang Wei ya es conocido por sus escritos. A los veintidós es designado como Asistente en la Oficina de la Música Imperial. Acusado en un enredo protocolar, se lo deporta al monte Song como administrador de graneros. Más tarde, recobrado su prestigio, es otra vez nombrado funcionario. Por entonces traba amistad con otros poetas, entre ellos el consagrado Tu Fu. Junto con Li Po,

el maestro legendario que murió ahogado al caerse una noche de un bote por querer acariciar la luna, Wang Wei integrará el elenco de celebridades de la dinastía Tang. Tiene treinta años cuando muere su esposa. Se recluye en el duelo. Y si bien se le conceden rangos importantes, sólo piensa en el retiro a la vida natural y la meditación: “A medida que pasan los años mi espíritu se serena, / liberado de las diez mil preocupaciones. / Me pregunto a mí mismo y ya sé la respuesta. / ¿Hay algo mejor que el regreso al hogar? / El viento en el bosque de pinos agita mi túnica / y mi laúd se platea bajo la pálida luna. / ¿ Te interesa saber en qué consiste la buena fortuna? / En la orilla distante, un pescador sigue cantando”. Pero Wang Wei, a diferencia de sus compañeros, no se limita sólo a la poesía y es también dibujante y pintor, un adelantado en lo que más tarde, en Japón, se consideraría el arte sumyé: el dibujo en un papel poroso que no ofrece chance de corrección, donde la mínima chapucería queda al descubierto si se pretende arreglar aquello que falló en el primer trazo. Esta actitud de riesgo y apuesta, la exigencia en el trazo espontáneo que requiere el sumyé japonés, es la misma que trasunta, con anterioridad, la poesía Tang. Justificadamente se ha dicho que cuando Wang Wei pintaba, escribía. Y cuando escribía, pintaba. De Tu Fu no ha perdurado ningún autorretrato, pero se lo representa serio y vestido de letrado. A veces se lo ve con un pincel en la mano, listo para escribir. Como tutor privado se trasladó a menudo en un burro. Fue deportista, se destacó en la equitación y fue también un tirador eximio con arco. Hasta que en el año 755, momento de revueltas y violencia, la guerra civil arrasó el país. Cuando la enfermedad, el hambre, el frío y los achaques de la edad lo martirizaron, supo componer la “Balada de las cien pesadumbres acumuladas.” Podría conjeturarse que, al interesarse en esta poesía uno quiere evadirse de la actualidad. Pero por qué no pensar otro aspecto de la búsqueda, la noción de sentido: cómo encontrar belleza en medio de lo que nos lastima y percude. Es cierto, como sugiere el santafecino Hugo Gola en sus “Prosas”, que para cincelarla los chinos recurrieron a esa indispensable equidistancia y ecuanimidad que la poesía reclama. He aquí un misterio eterno a resolver: cómo crear cuando la injusticia y la impiedad se ciernen. Aunque pueda sonar a autoayuda hay en esta búsqueda un saber que no es

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Por Guillermo Saccomanno

precisamente consolador, porque el padecimiento puede ser un detonador de otra cosa, por ejemplo, una hermosa catarsis testimonial. Me remito a Tu Fu: “Tengo una hermana menor, vive en Zhongli. / Su marido murió joven, sus hijos nacieron tontos. / En el profundo Huai, olas altas, dragones furiosos. / Más de diez años sin verla, / ¿cuándo la podré encontrar? / Quisiera partir en mi frágil lancha. / Pero no se ven sino flechas / por el sur invadido, una selva de estandartes y banderas. / Ay de mí, es mi cuarta canción, la repito cuatro veces / y los monos se lamentan por mí en pleno día”. Tu Fu, prisionero en la ciudad de Chang destruida por la violencia, piensa en sus hijos refugiados con su madre en un lugar lejano, y se pregunta si serán capaces de recordar esta ciudad cuyo nombre significa “larga paz”. Entonces escribe: “Patria arruinada. Nos quedan sus ríos y montañas. / La primavera llega a la ciudad: tupida se vuelve la floresta. / La amarga época arranca lágrimas a las flores. / La cruel

separación espanta el vuelo de los pájaros. / Llamas de guerra llevan ardiendo tres meses. / Mil onzas de oro vale una carta de la familia. / El exilio se lleva incesante mis canas.” Al leer estos vestigios, qué aprendió la humanidad de la interpretación de esos registros de incertidumbre y angustia. Estas anotaciones, lo admito, pueden ser leídas con desencanto por aquellos optimistas que imaginan una humanidad mejor luego de la peste. Pero daría la impresión de que no hemos aprendido demasiado. Es que en esos poemas hay algo que me toca. Preferiría, en modo naive, no contaminar el arte con la incidencia de lo político. Wang Wei y Tu Fu, hijos de su tiempo, habrían compartido este deseo de gratuidad. Pero el arte es comunicación y la comunicación es política. Por tanto, los acontecimientos vividos los enfrentaron a la imposibilidad de negación. Y con la delicadeza de su caligrafía, nos siguen formulando incógnitas amargas que no pueden sernos ajenas.


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