El Fundador / Abril 2022

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Testimonios de pioneros

A setenta años del paso del “Che” Guevara por Villa Gesell

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Abril 2022

Villa Gesell Año - XXXIV Nro 2048

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Se presentó a la comunidad el Plan Estratégico de Turismo Sustentable El 20 de abril, con la presencia del intendente comunal, Gustavo Barrera, y el secretario de Turismo, Emiliano Felice, se presentó oficialmente en Parque Bonito el nuevo Plan Estratégico de Turismo Sustentable realizado por la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales en conjunto con la Secretaría de Turismo, que realiza una muestra de los diferentes objetivos que la ciudad

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debería tener en cuenta para la traza de políticas públicas vinculadas al turismo, basado en información recabada entre prestadores turísticos, residentes y turistas de temporada baja. De la presentación, se destaca la necesidad de reforzar la identidad geselina, poniendo especial esfuerzo en el cuidado del Medio Ambiente y la accesibilidad,

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con esfuerzo y participación de toda la comunidad, buscando la desestacionalización del turismo en la ciudad, a través de políticas públicas que incluyen diversos planes de acción y frentes de abordaje que implican más talleres y generación de nuevas opciones recreativas para Villa Gesell. Al respecto, el secretario de Turismo de Villa Gesell, Emiliano Felice, expresó: “No hay que dejar pasar la oportunidad de que tenemos un plan estratégico, donde, cuando tengamos dudas, tenemos para consultarlo, para releerlo, para intercambiar opiniones” y agregó: "Más que nunca vamos a hacer talleres, encuentros, reuniones de comisión, para ver cómo logramos los objetivos” A su vez, Barrera explicó: “Es fundamental este trabajo en conjunto, que hace que nos potenciemos como destino turístico, en lo público y en lo privado. Y en esto, el compromiso: la Municipalidad, la Secretaria de Turismo ponernos a disposición para que año a año vayamos mejorando nuestro destino”. “Tenemos una comunidad muy comprometida, nos nutrimos unos de otros, no es solamente un tema público, desde el Estado, sino también involucrar al privado, a los prestadores, en hacer este tipo de acuerdos. Es un trabajo en conjunto. Cuanto más unidos estemos, y más defendamos nuestro destino, que es Villa Gesell, mejores resultados vamos a tener”.

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TESTIMONIO

Ernesto Manzo, entre Gesell, el Faro Querandí y el Che Guevara A cien años de la construcción del Faro Querandí, a setenta años de la visita a Villa Gesell de Ernesto “Che” Guevara, reproducimos el testimonio del pionero Ernesto Manzo. Por circunstancias, este hombre nacido en General Madariaga, que trabajó con Carlos Gesell desde 1948, y fallecido en 20127, le tocó ser testigo de estas cosas a la vez tan cercanas y lejanas en el tiempo. “Y el Che me dijo: Lo saludo, Ernesto, porque somos tocayos” Don Ernesto Manzo es nacido en General Madariaga, en el año 1923, y recorrió muchos caminos antes de llegar a Villa Gesell. De niño vivió en General Lavalle, donde su padre fue mayordomo en un campo de los Cobo. A los 15 años, ya fallecido su papá, va solo a trabajar a otra estancia, donde se enferma, y su patrón, médico del Hospital Ramos Mejía, lo envía a Buenos Aires para que se cure. Al joven Ernesto le gustó la ciudad y se queda allí mientras estudia algo de enfermería. Más tarde volvió a sus pagos y trabajó como enfermero en el Hospital de Madariaga. Después fue empleado en un taller mecánico, en una fábrica de mosaicos, en una bodega. Hizo el servicio militar, conoció a su futura esposa, Damina Lambertucci (que lo sigue acompañando hoy), llegó a ser chofer de la Marina, y viajando un día desde Mar de Ajó por la costa para llevar provisiones al faro Querandí, el camión que conducía se encajó frente a la casa de don Carlos Gesell… Don Manzo vive en la Villa desde 1948, donde “siempre lo pasé muy bien”, nos dice. Y donde también tuvo oportunidad de estrechar la mano de “su tocayo”, un jovencito llamado

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Ernesto Guevara, que aún no era el “Che”. Don Ernesto, cuéntenos cómo fue aquel viaje hacia el faro Querandí, cuando se encajó el camión en la playa… Yo era chofer de la Marina, trabajé tres años y tres meses ahí. Aquella vez viajábamos por esta costa hacia el faro Querandí porque acarreábamos los tubos de oxígeno para la luz. Bueno, nos encajamos enfrente de la casa de don Carlos, un poquito más allá, no tengo preciso el lugar, pero era más o menos ahí… Y había que descargar el camión, poner los tubos en un lugar seco, levantar el camión con un críquet, ponerlo sobre tablas y salir, colocar el camión en un lugar, volver a ponerlo arriba de los tablones, cargar todos los tubos y de ahí poder picar fuerte, pero caminabas quinientos metros y te volvías a encajar, entonces, no era negocio.

Decidimos armar la carpa y nos quedamos hasta que el mar bajara… porque no sé si vos sabrás que de Mar de Ajó a aquí tenemos diferencias en las alturas de marea, vos salís de Mar de Ajó con una playa hermosa y venís acá y te encontrás con que está crecida… Y bueno… ahí conocí a don Carlos. Nos quedamos sin alimento y fuimos yo y un cabo a pedirle si había algo para comer y él nos dio dos galletas largas y le compramos unos salames duros a Silvio Leni (se ríe) y con eso estuvimos dos días más. Al otro día cargamos y salimos. En cuarenta y cinco minutos estábamos en el faro… Así es como conocí a don Carlos Gesell. ¿Qué impresión tuvo de él? En ese momento… ni sí, ni no, porque era un hombre todavía muy joven, no nos dio mucha importancia. Nos ayudó en ese momento, nosotros después nos retiramos.

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Y resulta que cuando yo estaba en los faros, a los tres años me hicieron firmar un contrato por cinco años en Tierra del Fuego y entonces fue cuando abandoné la Marina, porque eso era muy lejos, te conté ya que es muy feo para un joven, en esa altura y en esa época, no hoy… Bueno, y en el mes de enero yo bajo a Madariaga y de Madariaga vengo a Ostende, a hacer de chofer de Ostende a Juancho, con unas camionetas para traer gente, ¿viste? Y ahí lo veo a don Carlos otra vez, lo saludamos y le pregunté si se acordaba de mí, que en tal época estuve… Y dice: “ah, sí, sí”, con esa forma de hablar de él. “Sí, me acuerdo, señor, cómo no”, y nos dimos la mano y chau, hasta luego, subió en el tren y se fue (se ríe), en la estación de Juancho. Con doña Emilia iba, y no sé si vos habrás sentido nombrar al que le decían “el Pingüino”, bueno, él lo llevaba en ese Forcito que tenía, una camionetita, y yo al

Pingüino lo veía todos los días porque hacía el mismo trabajo que hacía yo. Yo desde otro lugar y él de acá. A mí me habían contratado los dueños del hotel Ostende, los Pallavidini, que eran tres hermanos. ¿Cómo era Ostende en ese momento? No había nada (se ríe). ¿Menos que acá? Por favor, no había nada… Así que se reencontró con don Carlos… Ahí en Juancho, imaginate que yo con la camioneta, con doce pasajeros, no había las gomas anchas que hay ahora, le desinflaba las gomas, las dejaba con veinte libras y me cruzaba los médanos hasta el hotel, buscaba los bajos, lógico, hasta que llegaba al hotel. Bueno, de ahí terminó la temporada, me voy a Madariaga otra


vez, y ya se va aproximando el año 48. Agarro ese camión para manejar con un hermano mío y veníamos a Gesell a traer ladrillos para el chivo Lömpel (se ríe), para la familia Carlini… Estaba descargando un día ladrillos, se acerca don Carlos y me dice si podía conseguirle algún chofer,

porque iba a comprar una flota de camiones para abrir las calles, hacer los caminos de tierra. Le digo: “Bueno, don Carlos, si llego a conseguir alguno se lo mando”, y a los tres o cuatro días, o más tal vez, no me acuerdo bien, se vende el camión en el que yo andaba y quedo sin trabajo,

mi hermano me dice: “¿Te acordás que don Carlos nos encargó choferes?¿Por qué no te vas allá?”. Y bueno… había un oficial de policía que vivía al lado de mi casa, yo le enseñaba a manejar a la esposa de él y me prestó el auto con su esposa también, no piensen mal… (Se ríe),

así al mismo tiempo manejaba ella y aprendía. Y así vinimos… Y encuentro a don Carlos Gesell en el “Gateado”, allá arriba, con ochenta hombres poniendo pinitos, hablo con el capataz, que era un tal García, y lo llama a don Carlos. Viene y me dice: “Bueno, vamos hasta la Administración” y me sacó en ese jeep amarillo (se ríe) y no pudo tomar la curva ahí donde estaban los trencitos, ¿viste?… No pudo tomar la curva de tan fuerte que iba y quedó arriba de unas cortaderas… Pero, ¿manejaba bien? Sí, le daba con todo, iba a fondo siempre y por los médanos igual… Ahora, para el barro era pésimo (se ríe). Fuimos a la Administración y me dice: “Mañana puede empezar a trabajar”. Me anotó el nombre y el apellido, edad, todo… Yo le digo: “No, don Carlos, déjeme por lo menos hasta el jueves, porque yo tengo que ir y preparar mis cosas en Madariaga”. “Bueno, muy bien, el jueves arranque, traiga nada más que colchón y cobija porque yo cama le doy, y acá va a vivir usted”. Y me lleva ahí adonde estaba el almacencito de Silvio Leni, que lo habían modificado: era una pieza, cocina y baño, y atrás había otra parte igual (se refiere a la casita que fue el primer almacén de ramos generales, en el Pinar del Norte, frente al actual Museo de los Pioneros. N. de la R.). Me quedo ahí yo, me traen en un

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camión canadiense, éramos tres o cuatro, venía Mario Stramigioli, que venía de Buenos Aires, y ahí nos conocimos con Mario… Yo llegue ahí y no había luz, no había nada, y bueno, medio no me agradó mucho, ¿viste? Pero qué iba a ser sin plata (se ríe)… Yo tenía unos amigos acá, que eran los Selicki, que estaban haciendo la casa en la 110 y avenida 2, que todavía está la casa blanca. Entonces, ¿qué hacía yo todas las tardes? Después que dejaba el camión me lavaba ahí, en lo de Silvio, me compraba una botella de vino y un salame y me iba a comer con los muchachos, con los tres amigos que tenía yo, no tenía más amigos. ¿Quiénes eran? Los Selicki, ellos vivían ahí, en la obra, los tres hermanos. Una soledad terrible esa avenida 3, no había nada, hasta la 110 llegaba la calle, no había más nada, ni casas ni nada… Yo pasaba por ahí a la noche y sentía ruidos y es que eran los cuises que andaban entre las cortaderas, entre los pajonales, y prendía un fósforo y alumbraba para ver por dónde andaban, porque no veía nada, a lo oscuro venía, al tanteo, así era Villa Gesell… Y bueno, a los tres días de estar con don Carlos, lloviznaba, estaba cargando un viaje de arena, justo ahí en la Administración y tiro la

pala y digo: “¡Qué me voy a quedar acá!… Que se vaya a la miércoles, acá esto es feísimo”. Me fui para arriba y le digo a don Carlos: “No voy a seguir más don Carlos”. “¿Por qué? ¿No le gusta el sueldo?”. “No, no es eso, no me gusta esto, extraño mucho mi pueblo”. “Bueno, yo le voy a aumentar y se queda tres días más”. ¿Sabés cuánto me aumentó? Veinticinco centavos, ¡era guita en aquel tiempo! Después, a los tres días, qué le iba a pedir de irme, me daba un poco de vergüenza, y me fui acostumbrando… Todo esto fue en agosto. En el 48. Sí, yo llegué a la Villa el 10 de agosto de 1948. En septiembre viene Pintos a trabajar como chofer también, al mismo lugar que estaba yo, a vivir juntos, éramos la pareja (se ríe). Nos hacíamos la comida y, claro, a medio día a nosotros no nos quedaba mucho tiempo, entonces qué hacíamos… Había un viejito que le decían “el Canario”, te lo habrán nombrado, ¿no? Ese hacía las compras, nosotros le dábamos plata por día, no me acuerdo cuánto, y una chuleta. Curutchet era el carnicero, fuimos y le dijimos: “Dos chuletas le das para nosotros y una para él”. Y bueno, el viejito se fue tomando demasiada confianza (se ríe) y nos traía todos los días las chuletas.

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Cuando fuimos a arreglar cuentas había dos chuletas para nosotros y dos para él (se ríe). ¿Era un empleado de don Carlos? No, no, era un viejito que andaba en la calle con un carrito, vos querías que te trajera el pan, te llevaba el pan y te cobraba; vendía empanadas en la calle, todas esas cosas. ¿Y cómo era el régimen de trabajo con don Carlos? Eran las ocho horas de trabajo, pero si había que hacer nueve, había que hacerlas. Si había que salir a llevar un coche a Madariaga porque llovía y el tipo no podía salir, llovía o tronaba, tenías que salir con el jeep o con un camión, lo que fuera. O si ese día había tren de Buenos Aires para acá, entonces aprovechaba la mañana, me iba manejándole el auto al señor, me llevaba hasta la estación de Madariaga, el tipo agarraba la 74 y se iba, y yo me venía en el tren hasta Juancho, que ahí agarraba el colectivo o el camión, lo que había, porque la gente de la capital no andaba en el barro, entonces íbamos nosotros. Eran servicios organizados por don Carlos. ¿Se cobraban? No, no, nada. Él ponía el chofer o el camión, lo que sea, pero no se

cobraba nada y a mí me pagaba el sueldo, o el día, bah, como me pagaba, más la propina que vos con tu coche me dabas a mí, y buena propina… no te daban un peso o dos pesos. ¿Cómo era el esquema que tenía armado don Carlos? Bueno, en mi caso era chofer de colectivo o chofer de camión, él tenía dos o tres colectivos, pero si yo tenía que salir del camión al colectivo, me ponía el guardapolvo amarillo y salía, así estuviera abajo lleno de tierra, me lavaba y me iba. Había que atender al turismo… ¿Y cómo era el trato con el personal, usted cómo lo veía con los peones? Don Carlos tenía sus momentos bastantes bravos, pero momentos muy buenos, yo una vuelta le llegué a tirar con una llave por las piernas… porque me sacó de las casillas, yo todavía no era casado, y dije “acá me raja…” ¿Qué pasó? Yo estaba cambiando una cruceta de camión y en aquel tiempo había jejenes a lo pavote y me estaba pasando repelente en los brazos, en eso cae el viejo y me dice: “¡Demasiado tranquilo para cambiar


una cruceta, demasiado tiempo!” Entonces yo le dije: “¡Bueno, venga y colóquela usted! Y le tiré la llave (se ríe)… Se fue el viejo para arriba, no me dijo ni una palabra, yo terminé, subí en el camión y me fui a sacar arena del mar y tirar a las calles, había que tirarles conchillas a las calles, y a la noche llevo el parte diario, pero no le puse que yo le había tirado la llave por las piernas. Cuando llego al escritorio dejo el parte diario ahí arriba, y él me estaba esperando, lo manoteó, lo leyó y me dice: “Acá falta algo, señor Manzo”. “Sí, diga usted”. “Que me tiró una llave por las piernas”. “Ah, sí, cómo no”… Y le escribí a don Carlos: “Le tiré una llave por las piernas” (se ríe), y me dice: “¡Así me gusta, no hay que humillarse delante de los patrones!”. Ah, qué bien. No le dije nada y me fui a trabajar, y a los quince días me aumentó cincuenta centavos más, ya ganaba once pesos y yo contento… Todo bien, seguimos trabajando, pasó el año 48, yo le dije a don Carlos que me iba a retirar porque me iba a casar y me dijo: “¡No, usted no se va nada, usted se queda porque la casa yo se la voy a hacer para que usted viva! Bueno, llegó la fecha de casarme, le mando la invitación, y me regala (¡en aquel tiempo!) cincuenta pesos y doña Emilia nos regaló un juego de losa de ciento cincuenta y cinco piezas, que todavía tengo algunas cositas. Hizo la casa, en la avenida 4, entre 105 y 106, y la estrenamos nosotros.

tierra que tenías que echarle a la calle, más de diez centímetros no quería. Después de echar toda la tierra tenías que echarle arena y pasarle el camión encima, afirmar todo. A propósito del trabajo en las calles, ¿podría relatarnos esa anécdota increíble de su encuentro con el “Che” Guevara? Ah, sí (sonríe)… Él todavía no era el “Che”… Recién empezaba su viaje por América (enero de 1952. N. de la R.) Bueno, yo estaba con el camión cargado de arena, arreglando la 109 y viene el capataz de don Carlos y me dice: “Andate por la 107 y 1, que hay que arreglarle la calle a un vecino, que siempre se le encaja el auto”. Yo iba con dos hombres. Me pongo a descargar y uno me dice: “Tire para adelante, don Ernesto”. Y cerca de la casa (que era la del pariente del “Che”) había dos muchachos. Uno de ellos se acerca y me dice: “Lo saludo, Ernesto, porque somos tocayos”. Supe que eran amigos, y recuerdo bien que el otro muchacho era un médico. Alberto Granados. Sí, viajaba con él. Después, con el tiempo, atando cabos, me di cuenta de quién me había saludado. Yo le comenté esto a una señora que vivió

después en Cuba, y me trajo una foto del “Che”, que la tengo todavía, debe andar en algún cajón. Qué increíble. Y dígame, don Ernesto, de tantos años de trabajo y de vida en Villa Gesell, a qué personas recuerda usted de aquella primera época. Muchos… Silvio Leni, que tuvo su almacén propio en 3 y 105, almacén y tienda, él era un señor con todas las letras. Bueno, cuando me iba a casar fui a presentarles a mi esposa a mis viejos amigos de Madariaga, a Pedro Pinilla, a Tito Rodríguez. También estaba Ángel Pintos, un tipo muy bueno pero muy chinchudo… Él y el maestro Hernández fueron mis testigos de casamiento, los dos, y buenos compañeros, ¿viste? Me acuerdo de Tutú Saavedra, de Emilio Luna, que era un buen amigo, el comisario del pueblo, guachazo, muy buen tipo. Los Ahlmark, los Di Santo, los Pinciroli. La familia Giménez, que fue gente muy buena… ¿Y sabés con quién bailábamos?... A Pintos le gustaba cantar y había otro viejito, creo que un tío de la señora de Selicki, él tocaba el acordeón, ¿y sabés con qué mujer bailábamos? Con la señora de Giménez, que es la madre de Argentino Luna (se ríe), con ella bailábamos… Todas esas

cosas son lindas… y después otros amigos de aquella época, Curutchet, que lo tengo acá en frente, también teníamos contacto siempre. Ernesto, ¿cuántos años trabajó usted para don Carlos? Tres años y medio. Cuando yo me retiro de lo de don Carlos, que fue en el 53, me voy a trabajar de peón de albañil con un tal Pedro Minutela, que era el que le hacía la casa a don Carlos (se refiere al actual “Chalet de don Carlos”. N. de la R.). Imaginate, de dieciocho pesos que me pagaba don Carlos a treinta y cinco que me daban como peón de albañil había diferencia. Cuando fui le dije que yo me retiraba, que me iba a trabajar de peón de albañil. “¿Y cuánto le pagan?” Y le tenías que explicar todo… “Ah, muy bien, muy bien…Yo lo voy a indemnizar a usted”, me dice. “Y bueno, pero yo me voy por mi gusto, no sé por qué…”. “No, no, se ha portado muy bien usted, es una lástima pero… está bien”… ¡Mil pesos me dio! ¡En la vida había visto mil pesos yo! Por eso yo digo que tan malo no era don Carlos, conmigo se portó muy bien, habrá sido malo para otros… pero para mí fue bueno y si vos le sabías cumplir lo tenías.

¿Cuándo se casaron Damina y usted? En julio de 1949, en Madariaga. No fuimos los primeros novios, que creo fueron los Valerga, si no recuerdo mal. Pero por ahí… Mi mujer hacía trabajos de costura, fue la primera modista de Villa Gesell. Además de los trabajos de forestación, ¿cómo lo veía trabajar a don Carlos en las otras áreas de su actividad? Era muy activo, él estaba con vos en los médanos, en las calles, te marcaba a veces la calle también ayudándole al capataz, porque el capataz los planos no los entendía muy bien, y don Carlos te decía la

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Ernesto “Che” Guevara en Gesell: “El descubrimiento del océano” A setenta años de la visita a Villa Gesell de Ernesto Guevara, a los 23 años y antes de ser “El Che”, recordamos este texto contenido en el relato de su primer viaje por Latinoamérica, que comenzó por estas playas. Allí donde hizo estas reflexiones, en la cercanía de 107 y playa, vivía su tío, en cuya casa paró con su amigo Alberto Granado. “La luna llena se recorta sobre el mar y cubre de reflejos plateados las olas. Sentados sobre una duna, miramos el continuo vaivén con distintos ánimos: para mí fue siempre el mar un confidente, un amigo que absorbe todo lo que le cuentan sin revelar jamás el secreto confiado y que da el mejor de los consejos: un ruido cuyo significado cada uno interpreta como puede; para Alberto es un espectáculo nuevo que le causa una turbación extraña cuyos reflejos se perciben en la mirada atenta con que sigue el desarrollo de cada una de las olas que van a morir a la playa. Frisando los treinta años Alberto descubre el

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océano Atlántico y siente en ese momento la trascendencia del descubrimiento que le abre infinitas vías hacia todos los puntos del globo. El viento fresco llena los sentidos del ambiente marino, todo se transforma ante su contacto, hasta el mismo Comeback mira, con su extraño hociquito estirado, la cinta plateada que se desenrosca ante su vista varias veces por minuto. Comeback es un símbolo y un sobreviviente; símbolo de los lazos que exigen mi retorno, sobreviviente a su propia desdicha, a dos caídas en la moto en que voló encerrado en su bolsa, al pisotón de un caballo que lo “descangalló” y a una diarrea pertinaz. Estamos en Villa Gesel al norte de Mar del Plata en la casa de un tío que nos brinda su hospitalidad y sacamos cuenta sobre los mil doscientos kilómetros recorridos, los más fáciles, y sin embargo, los que ya nos hacen ver con respeto la distancia. No sabemos si llegaremos o no, pero evidentemente nos costará mucho, esa es la impresión. Alberto se ríe de los planes de viaje que tenía minuciosamente detallados y según los cuales estaríamos ya cerca de la meta final cuando en realidad recién empezamos.

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Salimos de Gesell con una buena provisión de legumbres y carne envasada que “donó” mi tío. Nos dijo que si llegábamos a Bariloche telegrafiáramos, que jugaba el número del telegrama a la lotería, nos parece exagerado. Sin embargo, otros dijeron que la moto es un buen pretexto para hacer footing, etc., tenemos la firme decisión de probar lo contrario, pero un natural recelo nos inhibe y hasta nos callamos nuestra mutua confianza. Por el camino de la costa Comeback sigue mostrando sus impulsos de aviador y sale nuevamente ileso a pesar del topetazo. La moto, muy difícil de dominar con el peso colocado en una parrilla que queda detrás del centro de gravedad, levanta la parte delantera al menor descuido y nos tira lejos. En una carnicería del camino compramos un poco de carne para asado y leche para el perro, este no la prueba, me empieza a preocupar el animalito más como materia viviente que por los setenta “mangos” que me hicieron largar. El asado resulta de yegua, la carne es sumamente dulce y no la podemos comer, decepcionado tiro un pedazo y el perro se abalanza y la devora en un santiamén; asombrado, le tiro otro pedazo y la historia se repite. Se le levanta el régimen lácteo. En medio del tumulto que forman las admiradoras de Comeback, entro, aquí en Miramar, en un…” (En el libro: Mi primer gran viaje, cap. V)

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Melvill “Y allá voy y aquí vuelvo yo para sólo así poder volver a ir”, escribe Rodrigo Fresán en “Melvill”, su último y extraordinario libro. Y yo, en el “Diario de lecturas”, anoto: “Marzo 1, Florida Garden, 17.30. A medida que voy leyendo “Melvill” también le escribo a Rodri. Nuestros mails funcionan como esquirlas teórico-críticas (sic): “Tu libro, porque no me animo a denominarlo técnicamente novela, y volveré sobre este asunto -un libro iconoclasta y anárquico, como escrito en trance místico, esa respiración bíblica que por rachas exhala “Moby Dick”- y quién nos garantiza que ese libro es exactamente una novela por las mismas razones que no lo es “Melvill”, que resulta a un tiempo, todo el tiempo que dura su experiencia de lectura, biografía de un padre, autobiografía de un hijo, confesión, tractatus literario filosófico (un manual de glaciología, ciencia que se ocupa del hielo tanto en lo físico como en lo emocional) y además, estampas de costumbres y cuadro de época, abundantes notas al pié, composición alucinada de alguien que habla solo”, le digo en el mail, “un monólogo de un idiota lleno de sonido y de furia y tendré que remitirme también a Faulkner, en este caso, el libro mono/lógico como síntoma de locura, transcripción poseída desde el corazón mismo de una la literatura pseudopódica, prodigioso y pródigo en citas encubiertas, transliteración, traducción maníaca de lo que le pasa por la mente a quien escribe cuando escribe y cuando no, en ese silencio de la escritura, cuando no supura una línea, la página blanco ballena, instante abismo que induce a dos opciones: el suicidio o embarcarse, como propone Ismael, héroe narrador de la novela leviatánica de Herman Melville, quien es, ni más ni menos, el hijo que intenta escribir -¿ajuste culpabilizador y culposo de cuentas?- la historia del padre que supo cruzar el hielo del Hudson”. En respuesta Fresán me advierte: “Entiendo lo que decís del "ajuste" con el padre, pero juro que para mí este libro está escrito a

futuro. Es decir: trata de mi temor de ser ese padre o de acabar siendo ese padre. Espero que no”. A esta altura se me puede reprochar la transcripción de un diario personal, por más que se trate de uno de lecturas. Merezco aclararlo: nadie sabe en qué consiste un libro hasta que se sienta a escribir sobre él. Y este es mi caso. Especialmente a medida que me interno en “Melvill”, así, sin “e”, porque así se apellidaba el padre del padre del cachalote, la “e” vino después, pero no voy a espoilear cómo fue eso. Si escribo sobre “Melvill”, escribo por el estupor dichoso que me causa este libro clasificable como inclasificable: elegía, poema en prosa, relato de aventuras, novela psicológica –si se la entiende como estudio del alma– drama paterno filial y, a la vez, análisis familiar, colección privada de fetiches del autor, sus predilecciones intelectuales y también, por qué no, manifiesto contra la modernidad, devocionario del clasicismo y más todavía, intervención en el canon de la

Por Guillermo Saccomanno

literatura norteamericana (Bloom, donde esté, habrá de perdonarte, Rodri) mientras Paul Auster lanza una monumental, exhaustivísima y agotadora biografía de Sthepen Crane, el de “La roja insignia del coraje” y, como si todo esto que digo descriptivo aunque suene ditirámbicono fuera suficiente, caricaturiza el hiperdemocratismo ampuloso de Whitman, la astucia de Mark Twain y merodea con suspicacia elegante la relación conspicua de Herman Melville con Nathaniel Hawthorne (no es casual que ellos crearan dos héroes del secreto que devendrían clásicos: Wakefield y Bartleby ). Al meterse con los fundadores de esa literatura, “Melvill” propone desaforado una provocación (ni tango ni rock nacional: marineros borrachos entonando canciones de los Beatles). Por algo hace unos años, la familia de John Cheever nombró a Fresán su albacea en lengua hispana: ahí tienen las ediciones de Cheever anotadísimas con ese puntillismo nabokoviano con las mariposas. Y la provocación va derecho al canon argentino desplazándose al canon anglo, movida que cuenta recientemente con sólo dos antecedentes imperdibles: “La mujer que escribió Frankestein” de Esther Cross, quizás una de las menos estridentes y más sutiles escritoras de por acá (lean también esa joyita que es el cuento “El traductor de Conrad”) y también la exuberante “El último Hammett” de Juan Sasturain, ejercicios narrativos entre la reverencia y la mimetización (lo uno por lo otro). Contra lo que se pueda pensar, no es desde adentro que se lee mejor el adentro. Así las cosas, Fresán lee, como leyó siempre, la realidad, la “historia argentina” desde la incomodidad (ese cuento del soldado de Malvinas que quiere ser prisionero inglés porque sueña con llegar a ver a los Rolling, y sí, un molesto Fresán al desilusionar la mala fe progre y chauvinista).

Pero, por qué este leer/nos desde afuera y escribirse mirando desde otra parte. En sus diarios Kafka era claro: los escritores mediocres son los que imitan los modelos locales. Pero además “Melvill”, en su borgismo, resulta juguete agradecido a la literatura y tiene eso que le debe “Historia Universal de la Infamia” a “Vidas imaginarias”. Esto, la “parte” motriz del artefacto, o si lo prefieren, su juguete que, arriesgo, es rabioso. Si bien la narración portentosa de un padre fracasado, que arrastra derrotas económicas, una homosexualidad sutilmente encubierta y una tendencia al boicot y la autodestrucción permanente, que en uno de sus arrebatos de inspiración demencial cruza el hielo, el río Hudson congelado, y más tarde, poco menos que moribundo, arrastrará a su hijo en la misma travesía, los dos, padre e hijo caminando el hielo. Al hijo, Herman, habrán de acosarlo fantasmas que son y no los mismos, y la desgracia le arrancará dos hijos. Pero, al caminar el hielo, no quiero adelantarme: primero un paso, después del otro, primero una página, luego la otra, exigiendo una lectura atenta, el ritmo de esa caminata sobre el hielo. Pues bien, esta sería la trama para aquellos que se conforman con la historia y no les interesa la forma, que cuente de una vez de qué viene este libro, pero me gustaría adentrarme en la parte subterránea, la parte política. “Yo te adoro al igual que la bóveda nocturna”, lee Silvio Astier en Baudelaire en el felizmente célebre robo de la biblioteca escolar en “El Juguete Rabioso”. Es decir, Arlt se para en Baudelaire al igual que Borges se para en Schwob: ambos eligen no mirar hacia atrás sino hacia afuera. Es decir, traicionan la tradición. Traición que, al ser leal a otra literatura, la angustia de las influencias los hace encontrarse en otra parte, y se salen de los modos nacionales para denunciar tácitamente la pacatería de quienes escriben mirándose el ombligo o el del vecino. Mail va, mail viene, Fresán me escribe preocupado desde Valvidriera, Barcelona, porque España está enviando armamento a Ucrania, mientras Rusia masacra Kiev y es posta que la humanidad no aprende nunca del pasado. Nos sentimos extraterrestres en nuestro fervor escritural. Entonces Fresán me escribe: “Borges, puesto que debemos resignarnos a la fatalidad de ser argentinos. Al menos nos queda el consuelo de que nuestro tema es el universo”.

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