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Solo en la calle, de Mª Félix Benítez Zamora

Solo en la calle

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Ilustración: José Manuel Ojeda

—Abuelo, ¿dónde vas otra vez con la silla? ¡Mamá el abuelo ya va a sentarse solo en la calle!

El abuelo sonreía cada vez que su nieto decía lo de “solo en la calle”. Con calma, abría la puerta, colocaba la silla en la acera y se sentaba a esperar la madrugada. No había ni un alma, salvo la suya. Parecía que nadie necesitara esos ratitos al fresco que él tanto anhelaba después de esos días interminables de calor. Enseguida se percataba de que los grillos se oían de forma intermitente, pues el ruido de los motores de los aires acondicionados, de los televisores emitiendo programas de gente gritando y de las alertas de los “guasas” de los móviles, apagaba la continuidad de ese croar que a él le parecía la mejor banda sonora de una noche de verano.

Cuando lograba aislar ese sonido del resto de emisiones acústicas, volvía fácilmente al escenario de su infancia, cuando él era un crío, como su nieto ahora, y estaba allí, en esa misma calle, correteando con sus amigos, mientras sus padres lo observaban sin la intranquilidad de perderlo de vista. Porque sus padres y abuelos estaban sentados en la puerta. Y los vecinos de la casa de arriba y de abajo. Y los de enfrente. En unos instantes las aceras de su barrio se convertían en la sala de butacas de un teatro al aire libre, donde todos habían salido con la ilusión calmada de compartir un rato de descanso y de charla antes de dar por concluida la jornada. Se le vino a la cabeza la imagen de su abuela y la de las abuelas de sus amigos. Parecía que las estuviera viendo: cada vez que le tocaba hablar a alguna de ellas, cerraban con poderío sus abanicos y empezaban a moverlos cual batuta, impregnando de solemnidad y coraje sus discursos. Luego, cuando se callaban, se oía un compás continuo que sonaba “tras tras, tras tras…”, por el golpeteo vigoroso de los abanicos sobre sus pechos enlutados.

“¡Qué raza y qué garra tenían todas!, pensó. “¡Qué dura fue la vida con ellas y cómo lucharon!”. Dos lágrimas se le cayeron al abuelo. Como no había nadie que lo pudiera ver dejó que saliera tranquilamente la nostalgia de ese recuerdo. Dio un suspiro, añorando alguna respuesta. Miró la luna y vio en ella

la cara su compañera de vida, que se había ido hacía ya cinco años. Tenía la sensación de que lo estaba observando desde arriba, sonriéndole.

—Abuelo, ¿no te aburres aquí sin hacer nada?... ¡Uy! ¿Estás llorando?

La voz de su nieto lo trajo de nuevo al presente. Allí estaba, mirándolo de pie desde el sardiné, móvil en mano.

—No, hijo, no. No estoy llorando; se me caen lagrimillas cuando bostezo. ¡Ay, mi niño! Pero cómo me voy a aburrir con lo bien que se está aquí, tranquilito, mirando las estrellas, oyendo los grillos…!—le dijo con los ojos enternecidos.

—No te entiendo abuelo. Bueno, me voy a jugar con el móvil.

El niño se metió en la casa y en ese momento el abuelo sintió un pellizco dentro que lo distanció de su nieto y de su manera de jugar, tan diferente a la suya, cuando él tenía su edad. Y otra vez se vio a sí mismo, saltando, riendo incansable y libre, como los demás niños, entrando y saliendo de las casas abiertas, que desprendían el olor embriagador las damas de noche, y el suave y ligero de los jazmines. Era un gozo infinito tener permiso para estar fuera a esas horas, porque todo parecía cobrar un sabor más mágico y aventurero. El abuelo oía perfectamente las risas de sus compañeros de juegos, y empezaron a desfilar por su cabeza sus caras, sus nombres y todas las trastadas y secretos que compartieron. Sentía esa plenitud de antaño y un chorro de energía recorrió sus piernas. “¡Qué alegría de vivir teníamos entonces!”- se dijo-.

La mirada viva de su madre se le apareció nítida y pudo oír claramente su voz cuando lo llamaba para que parara de jugar, porque ya era tarde y le decía que se sentara un ratito con ellos. “Un poquito más” -le rogaba él-. Y sabía que ese deseo era siempre concedido porque sus padres estaban muy entretenidos, metidos en ese corro de sillas que habían formado con los vecinos. “El corro de sillas” –se dijo- ”¿Cuántos eran en total?” Empezó a colocarlos en la posición en la que invariablemente se sentaban cada noche. Los veía muy jóvenes, riéndose de los chistes o las tonterías que decían unos y otros. No parecían tener ninguna prisa por irse a dormir, ni miraban el reloj.Esa foto de felicidad le sacó una sonrisa al abuelo.

En ese instante pasó un conocido y le dijo:

—Buenas noches, Antonio.

—Buenas noches—, le contestó él, saliendo de su ensimismamiento.Tomó conciencia con ese minúsculo saludo, correcto y sonoro, de que los sonidos que antes le perturbaron, se estaban apagando. Los televisores sonaban más bajos y algunos vecinos ya se habían acostado. Le invadió esa sensación que tenía de niño en esas noches de verano, justo antes de irse a dormir.

Se vio sentado en la acera, casi vencido por el cansancio del juego, escuchando hablar, como un runrún, a los mayores, menos enérgicos ahora, bostezando algunos, mirando el misterioso espectáculo del cielo, otros. Las abuelas se habían acostado hacía rato y algunos vecinos también. Los grillos sonaban con más fuerza, o más bien, se oían mejor porque el silencio iba cobrando más presencia, como un hechizo que iba avisando de que ya era hora de “recogerse”

—Abuelo, abuelo ¡Que te has quedado dormido!—La voz de su nieto, de nuevo, lo trajo a la calle vacía.

—Pues sí, hijo, ¡es que se ha levantado un fresquito que…!.Bueno, pues venga, vámonos ya “pa dentro” y a ver si podemos dormir—le dijo a su nieto, acariciándole el pelo.

Cogió la silla y entraron los dos en la casa. El abuelo cerró la puerta con la esperanza de que la noche siguiente fuese también una noche de tertulia de recuerdos. Y de que algún día su nieto entendiera esa rareza suya de “sentarse solo en la calle”.

Mª Félix Benítez Zamora

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