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Los toros de antes, de Francisco Ledesma Gámez

Los toros de antes

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Desde hace algún tiempo, los festejos taurinos aparecen indisolublemente asociados a nuestra Feria. Alguien podría pensar que es una característica ancestral. Sin embargo, esa especie de matrimonio es, de hecho, bastante reciente y producto de un proceso de evolución y adaptación. No voy a entrar en los orígenes remotos ni en la relación totémica del mundo mediterráneo con los toros. Tampoco en su vinculación a los juegos públicos. Había espectáculos taurinos desde la Antigüedad y no se perdieron durante los oscuros siglos medievales. Hoy trataré de contar cómo eran los festejos en Osuna en los momentos en que empieza a haber constancia documental de estas celebraciones.

La primera vez que se recoge en los libros municipales un acuerdo de este tipo es a comienzos del mes de mayo de 1533. Carlos V, el emperador, regresa a España tras uno de sus frecuentes periplos europeos. El concejo ursaonés recibió noticias de su llegada a Barcelona procedente de Marsella y decidió hacer fiestas e regocijos en la villa por las alegrías de la buena venida de sus majestades. Para mostrar el placer que sentían, ordenaron que corran toros y jueguen cañas y todos los mancebos e hombres de bien del pueblo se junten a los dichos juegos de toros e cañas. El texto prosigue con la designación de dos diputados para que entiendan en comprar tres toros para correrlos, a la vez que se encargaba al alguacil mayor y a un regidor que se ocupasen de apercibir e hacer regocijar todos los hombres de bien e mancebos para el domingo próximo venidero, ya que era la primera festividad que se aproximaba en el calendario. A los ministros y guardas del campo se les encomendó la labor de tener fechas las barreras e andamios para la justicia e regimiento.

Aunque el texto capitular es bastante sumario y no describe con detalle cómo eran aquellos festejos, se pueden deducir algunas cuestiones que son llamativas. El primer aspecto reseñable es el tono escueto del acuerdo. Parece desprenderse de ello que no era la primera vez que se organizaban estas corridas de toros y esos juegos de cañas. No se menciona ni siquiera el lugar de la celebración, de lo que cabe concluir que se realizaba en un espacio habitual, probablemente –casi mejor, sin ninguna duda- en lo que se denominaba “plaza pública”, hoy plaza Mayor. Por otra parte, es de interés el pretexto para el festejo. Había que mostrar de manera pública la “alegría” que concitaba en el vecindario el regreso a España del monarca. En aquella sociedad rural, casi todo era motivo para la fiesta, llenando así los periodos de tiempo que había entre las labores estacionales en el campo. De ahí que hubiese dos personas encargadas de “apercibir” al personal para que todos -“hombres de bien” y “mancebos”- estuviesen al tanto, no fuese que algún despistado no se enterase de que se tenía que “regocijar” en honor del Emperador. Ni que decir tiene que de citar a las mujeres, señoras, viudas o mocitas en edad de merecer, nada de nada.

En aquellos tiempos nadie habría pensado ni por asomo que siglo y pico más tarde existirían eso que hoy llamamos ganaderías. Dos diputados reciben el encargo de ir a comprar “tres toros”. El asunto parece que era bastante más doméstico que hoy. Se buscaba entre los rebaños de los ganaderos que había en el término algún ejemplar que pudiese dar juego ante los caballos y los caballeros que los alancearían. Un par de años después, en 1535, con motivo del casamiento del conde don Juan –no sin algún escándalo y bastantes intrigas-, también se decidió que hubiese corrida. En aquella ocasión se señalaron expresamente los hatos donde había toros con las características necesarias para la lidia. Juan

González Valderrama, Antón de Osuna, la viuda de Garci Lobo y Juan de Medina sufrieron, seguramente con cierto dolor, la pérdida de buenos sementales que acabaron sus días inmolados para manifestar lo contento que estaban todos los ursaonenses –de bien, eso sí- con la accidentada boda de su señor con María de la Cueva. Algún tiempo más tarde, en 1562, ante lo delicado de esta labor de selección, se alumbra la figura del “asesor” y los regidores diputados para la compra de seis toros, que tenían como misión festejar la venida a Osuna del duque, se hacen acompañar de “expertos” –un tal Castro o, en su defecto, Frutos Gómez- con “conocimiento” en el difícil arte de “comprar toros”.

La última labor que se requería era el montaje efímero del coso. Barreras para proteger al público entusiasta y andamios para que los oficiales del cabildo disfrutasen del espectáculo con la comodidad y el decoro debidos. Todavía no habían proliferado los miradores en la plaza Mayor que aún hoy son visibles y había que recurrir a estos medios tan pedestres. La extensión de las fiestas en los siglos modernos dio lugar a ese tipo arquitectónico que tanta trascendencia ha tenido en el urbanismo español y que, a la vez, explica la cantidad de arcos que adornan la fachada de nuestro edificio consistorial.

Finalmente, en una segunda reunión capitular, se entró en el espinoso asuntos de los “dineros”. Los festejos no eran baratos y los costes los asumían las escuálidas arcas municipales. No parece que se vendiesen entradas, ni siquiera de sombra. Solo se podía recuperar parte de lo invertido vendiendo la carne y los “cueros” de las reses lidiadas en la Carnicería, al precio que fijaban los diputados, porque este concejo tiene necesidad e no pierda tanto. Las alegrías serían muchas, pero también proporcionaban algún dolor de cabeza.

Es posible que los más aficionados a la tauromaquia echen en falta un dato sumamente importante… hoy. No hay cartel. Los matadores, las grandes figuras, esos primeros espadas –quizás mejor, lanzas- no aparecen por ningún lado. El toreo, por entonces, difería mucho del actual. Se parecería más al rejoneo de nuestros días. La lidia se hacía a caballo, alanceando a las reses. El toreo a pie era subalterno y supeditado a esta forma de juego. Eran los caballeros –los que tenían caballo, etimológicamente- y los representantes de familias pudientes o nobles los que se ocupaban de ese menester y también de esa ficción de torneos y justas donde las cañas habían sustituido a las peligrosas lanzas. En aquella sociedad, cada cual tenía que ocupar el lugar que le correspondía en el escalafón y así debía ser visto por el resto de la población. Los festejos eran un espacio propicio para mostrar lo que cada cual era y el puesto que ocupaba. Así funcionó la cosa hasta que el siglo XVIII trajo modas nuevas.

Francisco Ledesma Gámez

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