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El tiempo, de Mª Reyes Angulo Pachón

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El tiempo

Ya nos envuelve mayo. De nuevo florecen los campos, se dilatan los días, nos atrapan las noches y despiertan los grillos. Otra vez y, sin embargo parece que fue ayer, cuando tomábamos aquella última copita de rebujito apoyados en la barra de la caseta, o esperábamos ansiosos la inauguración de otro alumbrado. Incluso parece que ha sido esta mañana mismo cuando mis críos tironeaban de mi brazo para arrastrarme hacia los “patitos”, que hay que seguir intentándolo mamá, que los patos con más valor los ponen más adentro. Pero no fue ayer ni esta mañana. Fue hace mucho.

Y es que el tiempo no pasa volando, no, es mucho peor. A medida que nos hacemos mayores, no transcurre el tiempo, sino que nos atraviesa. Los días, semanas y meses se esfuman como disueltos, evaporados, diluidos en la nebulosa de la rutina. Los días se suceden y encadenan devorándose y devorándonos.

Cuando somos pequeños, el tiempo pasa con una cadencia diferente. Las manillas del reloj se desplazan lenta, pausada y casi imperceptiblemente. Tu chiquillo se acerca a ti y te dice: yo un día me monté en la noria, y tú lo miras sorprendido y le dices: pero si fue ayer, y te montaste conmigo zagal. Y es que para ellos el tiempo pasa de otro modo. Ellos están insertos en el tiempo como lo están en el espacio. Ambos, espacio y tiempo, son inmensas coordenadas que lo abarcan todo. Son mansiones impresionantes que no se pueden alcanzar con una sola mirada. Cada acontecimiento pasa dentro de un intervalo y se encuadra en un lugar. Y ellos, cual pequeñitas hormigas, recorren ese intervalo y ese lugar como si sus propias dimensiones fueran minúsculas y todo lo que les rodea se convierte en un abismo inabarcable. Ellos viven el tiempo como si fuera eterno, como si no fuese a acabar, como si su existencia se fuese a dilatar perpetuamente. Viven el tiempo como si siempre fuese a acompañarlos. Mejor así.

Cuando dejamos atrás a ese niño que fuimos, ni el tiempo es tan distendido ni los espacios tan dilatados. Cabemos en él de forma angosta, estrecha y a veces con esfuerzo. Nos sabemos finitos, temporales y efímeros. Nos reconocemos frágiles, contingentes y perecederos. Pero el conocimiento de tal vulnerabilidad no nos hace más felices. La ignorancia del crío lo llena de disfrute y regocijo. La sabiduría del adulto lo colma de desvelos.

La rueda del tiempo siempre tiene la misma cadencia, pero eso da igual, pues lo verdaderamente importante es cómo percibamos su giro. Y aunque la última feria concluyó hace ya muchos meses, los días han pasado en un soplo, en un suspiro.

Además, si por casualidad alguien pudiera esquivar esa celeridad temporal, ya se encarga El Corte Inglés de recordarnos que ya es primavera, aunque lo haga mientras te abrochas el anorak en pleno enero. O los escaparates de las librerías en pleno julio, ofreciéndote los libros del próximo curso escolar. O la anticipación de la moda otoño-invierno en plena feria de mayo.

Deberíamos bebernos la vida a sorbitos pequeños, como un buen brandy, o una copita de ese rebujito. Paremos un momento y saboreemos cada segundo, cada minuto, cada día. Porque con el paso de los días, se van las semanas; y con las semanas, despedimos los meses; y con los meses, derrochamos los años. Y con los años, se nos escapa la vida.

Es imposible retener el tiempo, pero ya es tiempo de saborear la vida.

Mª Reyes Angulo Pachón

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