




5 Editorial NARRATIVA
8 Jugar con muñecas
Estrella Gracia González
9 Conjuro antiCOVID
Adriana de Jesús Casas
11 Terrores dulces
Eduardo Honey
14 Magda
Sandra Galarza Chacón
15 Hacia “Las Cruces”
Alejandro Zapata Espinosa
19 El silencio de la soledad
Felipe Hernández de la Cruz
23 El perro loco
Sonia Ventura Domínguez
26 Tres narraciones
Andrea Trejo
33 Hermandad
Heidi Carolina Molina Duque
34 El remedio Ángel Soto
38 Cuatro textos
Omar Rosa
40 El primer derroche de rojo carmín
Lizbeth Orozco Urióstegui
43 Aguas oscuras
Verónica Vázquez
62 La corbata de fuego
Rocío Prieto Valdivia
65 Doña Eulalia, el sapo y la muerte
Diego Yani
71 A veces necesitas tocar fondo para reencontrarte con lo que amas Oscar Contreras Tovar
73 Junto al calor, el amor cicatriza las heridas
Diana Laura García Rodríguez
N. 91 mayo 2025
Magia y Naturaleza Magia y Naturaleza
Lecturas en
77 Lec tur a s e n
Rosario de Fátima A´Lmea
Rosario de Fátima A´Lmea
81 Í n ci p i t de los é x ci p i t
Íncipit de los éxcipit
Ahmed Balghzal
Ahmed Balghzal
86 Lectores somos
86 Lec tor e s somos
Estrella Gracia González.
Estrella Gracia González.
88 Pe ns a m ie ntos
88 Pensamientos
Fernando Gutiérrez Almeira
Fernando Gutiérrez Almeira
90 Í n ci p i t
90 Íncipit
Blanca Vázquez
92
92 Sopa de letras
David Sarabia
David Sarabia
96 Matriarcadia
96 Matriarcadia π π
Norma Vázquez
98 Diag nóst ic o r e s e rv ad o
Diagnóstico reservado
Elí Echeverría
100 Ba jo e l ba r a n da l
Bajo el barandal
Rocío Prieto Valdivia
Anotaciones desde el ombligo del mundo
102 A not aci on e s de s de e l om b l ig o de l mun d o José Antonio de la Cuadra
103
103 Interés Superior Larissa Calderón
105 F es de Fantástico
J. R. Spinoza
107 Nos vemos en el slam
Mario E. Pineda Quintal
Mario E. Pineda Quintal
Imágenes de portada e interiores: Annie Canizales
Editada en Matamoros, Tamaulipas. Revista de circulación mensual.
Dirigidapor: Adán Echeverría. //Editora: EstrellaGracia González//ConsejoEditorial: Javier Paredes Chi, CristinaLeirana, RobertoCardozo, Rocío PrietoValdivia, Mario Pineda Quintal, Larissa Calderón y J. R.Spinoza.
Este es un proyecto de:
¡Magia
naturaleza!
Los preceptos positivos son los encantamientos; los preceptos negativos son los tabús.
James George Frazer
¿Por qué decidí ser biólogo? Antes de pensar en ser biólogo quise ser médico, y lo quise durante toda mi infancia, y luego quise ser sacerdote. Lo cierto es que en la preparatoria nos daban una cartilla que debíamos devolver marcadas por, mínimo, tres carreras profesionales que teníamos que visitar. Yo decidí visitar las carreras de Químico Farmacobiólogo, Médico Cirujano y Biólogo. La primera visita fue a la Facultad de Química, que entonces se encontraba a un costado de la preparatoria número uno, donde yo estudiaba, en la Universidad Autónoma de Yucatán. No hubo mayor problema, la carrera era lo que yo suponía, y era una de mis opciones, siguió siéndolo. El segundo sitio, era de los más visitados por los estudiantes de preparatoria, decenas, cientos, de estudiantes nos dimos cita en ese sitio. Yo había trabajado ya en dichos edificios de la Facultad de Medicina, pues mi madrina, de cuyo nombre ni siquiera me acuerdo, así de relacionados estaban mis padrinos conmigo, mi madrina tenía un espacio en el edificio donde sacaba copias, y yo, a mis quince años trabajaba ahí sacando copias, vendiendo refrescos a los estudiantes. Me tocó estar ahí cuando mi padrino, enton-
ces Secretario Académico de la Facultad, muriera de un paro cardiaco, y en ese recinto del saber médico, nadie pudo hacer nada por él, y no pudieron cargarlo y cruzar la avenida hacia los varios hospitales cercanos de la facultad: Hospital Juárez del IMSS, Hospital O’Horán que se encontraba apenas en la esquina. No. Mi padrino murió ahí en los corredores, sufrió un paro cardiaco.
Ahí estaba yo dos años después preparándome para tomar la plática necesaria y recibir la firma en mi cartilla. Y entonces ocurrió: unos miserables estudiantes de los últimos años expresaron esta lindura: “Nosotros, los estudiantes de medicina, los médicos somos lo
másimportantedelasociedadhumana;nadiehaymásimportantequenosotros;somosloúnico queseparaalavidadelamuerte.Ysermédicoesalgoquenocualquierpuedelograr.Esta esunacarreraparaloselegidos”.¡Vetealcarajo!
Melevantéymefuideaquellugar,rompiendoparasiempreconaquellaideaquedesdelos seisañostraíaenlacabeza.“Pobrependejo”,pensé.“Peroquécarajossecreenestoschamacos queestudianparamédicos,cuajadosdesdejóvenesenlasoberbia.”
Despuésfui,yadesanimado,atomarlapláticaparaserbiólogo.Unacarreraqueapenas comenzabaenmiqueridaMérida,ladeYucatán.Sinembargo,entrerisasychascarrillosdelos estudiantesquepreparabanlacharlaylapresentacióndeunvídeoquenosproyectarían,me sentíanimado.Yoestabasolo,siempredisfrutéandarsoloportodoslados,Sentadolomáslejos dedondesehabíansentadotodos,muypocosenverdad.Seapagaronlaslucesdelauditorio,los jóvenesestudiantesqueconducíaneleventonarrabanmientraslacámaramostrabaunpaisajea oscuras,vegetación,caminosdeterracería,elsonidosiemprevibrantedelaselva,fuemágico. Loschicosdijeronqueparticipabandeunproyectoparaseguirrastrosdejaguarenlaselvade QuintanaRoo,einclusohonestamenteconcluyeron:“Pasamostresdíasenlaselvabuscandoy siguiendorastros,novimosningúnjaguar,—yestallaronenrisas—,peroasíesestetrabajo”.Yo sonreíadespatarradoenmibutacaalfinaldelauditorio.Ymequedóclaro:serébiólogo.
Sinembargo,aúnpalpitabaenmíeldeseodesersacerdote,miotrodeseodelaniñez.Yo habíasidoacólitodesdelos11años.Vivíretiroenconventos,enseminarios,yparticipabaenel coro,habíasidocatequista,yahoradirigíaelgrupodeacólitosyeldejóvenes.Conmisamigos, incluso,pintábamoslacapilladondeservíamos;estabamuymetidoenlareligión,ylodisfrutaba tanto.Aunadoaesotambiénpertenecíaaungrupodescouts,fuilobato,tropero,siemprelíder demiseisenaodemipatrulla,ylleguéhastaserpartedelclandeunodeaquellosgrupos. Amabalasexcursionesalcampo,losretosenlanaturaleza.Poresocadaquepodíamelanzabaa lascavernas,alcampo,alasplayas,aloscenotes.Todoenmividateníaqueverconel humanismo.
Unatardedeaquellas,aúnmeveodepiesobrelaarenamirandohaciaelGolfodeMéxico, yoteníaquedecidirsientrabaalseminarioosientrabaalalicenciaturaenbiología.Supe enseguidaquemeeramuydifícilsoportarlacercaníadelaspersonas;meseríamuchomejor estarsoloenelcampo,soloenelocéano,soloentrelibros,sóloenellaboratorio.Yporesome decidí.
Todoestofuemágico,comomágicohasidosiempreamanecerremandosobreaguas ambarinasmientrashacesunconteodeaves;mágicoespasardíasenelmar,escucharelviento, sentirlosolores,gozardelpeligrodeloleajequetodolomueve.Mágicohasidomirarun vialecitoconelADNflotandodentrocomounanubecitablanca,antesdepasaraltermociclador.Esunrefugiomaravilloso,lejosdelassociedadeshumanas,siempretansalvajes,siempre conlacapacidadinnatadedestruirlotodo.
AdánEcheverría-García
Estrella Gracia González
Los zanates están quietos posando en el barandal, pareciera que no gozan bañar sus plumas bajo la débil resolana que se mezcla con la lluvia; pero permanecen; algo esperan, no dejan de mirarme a través del cristal que llora. Aquí dentro dicen que la doctora no demorará. Yo no pregunto por ella, pero esas personas de blanco que llevan el escándalo en sus zapatos de goma a cada rato me lo dicen. Esto es eterno. El dolor es eterno. Nunca había conocido el dolor, hoy lo conocí.
Los zanates, los cuervos y las urracas son parientes, tienen mucho parecido, aunque los cuervos son grandes y los zanates no. A los zanates los he visto muchas veces llegar a la fuente en el patio de mi casa, remojan en el agua a su presa para tragarla a gusto.
Hay quienes remojan a sus presas en llanto, no como este llanto seco que no puedo sacar; el dolor me tiene postrada en esta camilla y la doctora viene y no llega. Quisiera dormir un poco, pero estas sábanas se llenan de agua y sangre.
Un día gris. Creo que los zanates observan desde el balcón; son los mismos que llegan a la casa, tal vez se preocuparon por mí y vinieron a visitarme, están de luto, quizás ya morí y estoy en su cielo o están esperando a que salga para devorarme ellos también.
La doctora ha llegado, ¡maldita sea!, ¿por qué tarda tanto en venir a revisarme? No debo decir malas palabras, las niñas debemos ser bonitas, dulces, tiernas y calladas, porque debemos guardar secretos, no importa cuánto
crezcan los secretos, no importa cuánto duelan los secretos, son secretos. No debemos evidenciar a nadie, debemos cuidar la integridad de los demás para que siempre sean personas de respeto.
Tengo tanto dolor que no siento las caderas; vinieron a cambiarme las sábanas, tuve que moverme a pesar del dolor. Creo que sí estoy muerta, esa sangre en la sábana, mi estómago se deforma por lo que llevo dentro y ya reventó, me estoy vaciando.
Quisiera que todo fuera como antes, el listón en la coleta, mis zapatos rojos, correr por el jardín hasta la casa de muñecas bajo la sombra del nogal, sin intrusos que entren a ella, sin tener que guardar secretos, sin decirme que siempre debo ser buena niña, sin decirme que debo guardar silencio, sin tener que obligarme a creer que todo pasará.
—Hola… ¿Denise?
Dijo la doctora. Tan bonita que está la doctora, con esa dulce voz llena de paz. Quizás ya llegué al cielo, creo que cumplí bien mi palabra y siempre fui buena niña. Si un día reencarno diré que en el cielo hay una diosa, no hay dios.
—Tengo que revisarte, Denise.
—Si.
—¿Qué edad tienes?
—Trece años.
—Eres muy pequeña, no deberías estar aquí.
—Lo sé.
—Tú deberías jugar con muñecas.
Adriana de Jesús Casas
En diciembre de 2020, con el mundo sumido en muerte, los gobiernos suplicaron ayuda a quienes antes temieron: las brujas.
Sabían que el COVID no era natural, sino fruto de un conjuro lanzado por un poderoso mago de Oriente.
La respuesta llegó en la luna llena más antigua del calendario. En el Bosque de La Primavera, la Ticha, la bruja más poderosa, reunió a sus discípulas. Habían trabajado como químicas; ahora, cambiaron sus batas por túnicas negras. Encendieron un fuego sagrado y realizaron un ritual prohibido.
—Donde otros ven fórmulas, yo leo hechizos —dijo la Ticha—. Soy la ciencia que arde y la magia que cura.
Con un grimorio disfrazado de apuntes clínicos, crearon una pócima que debía inyectarse para sellar el conjuro. Pero para que surtiera efecto tenía que ser un secreto, solo así las personas lo aceptarían. Así nació la vacuna.
El mundo sanó, sin saber que fue salvado por fuego, luna y mujeres sabias que aún caminan entre nosotros. Y cuyo pago fue la salud de las personas que las han rechazado y temido.
Eduardo Honey
Siempre que sonaba su voz un escalofrío me recorría la espalda y no podía moverme. Las palmas de la mano se humedecían y para mi estupor, se convertían en algo más pegajoso que el pegamento blanco. Enormes gotas de sudor brotaban de mi frente como de mis sienes y se deslizaban por el rostro, cuello y empapaban la camisa blanca (en época templada como calurosa) o la bufanda (en los meses de frío).
Podía suceder en cualquier parte, en el patio, en el salón de clases, en algún pasillo, a la salida de la escuela. Más porque su familia llevaba años de amistad con la mía. A solas, lograba arreglármela para murmurar algo, pero cuando ocurría con los compañeros del colegio, eran inevitables las risas y burlas. Por más que intentara hacerme el desentendido mi rostro colorado me delataba.
—¡Hola, Lalo! ¿Cómo te va? ¿Por qué siempre es tan difícil que me saludes?
Quise que me tragara la tierra. Una cosa es saludar y, sin dejar de mirar el suelo, hacer que el titiritero de uno levante el brazo derecho y mueva su mano en un burdo intento de un “Hola”. Muy distinto cuando tras el tercer intento que hizo incluyó una pregunta que disparó el mensaje de “Peligro, peligro” del robot de los Robinson que siempre llevaba en mi mente.
—Eduardo, no seas descortés y saluda a Paula —resonó también a mis espaldas la voz
de la directora de la escuela. Pequeña, de pelo gris y corto, pero imponente en presencia como en saber jalar las orejas—. ¿O hay algo que deba saber que pasa entre ustedes?
El robot en mi cabeza se fundió ante el nivel de peligrosidad en la situación actual. Quise mirar al cielo para ver si había nubes de donde cayera un rayo salvador. El titiritero había renunciado y yo estaba solo. El ángel en mi hombro derecho alcanzó a susurrar “verás que la campana te salvará” y el demonio del hombro izquierdo le replicó con sorna “apenas empezó el recreo”.
Cerré los ojos, tragué la única gota de saliva en mi seca y árida boca e intenté juntar fuerza para dar media vuelta, alzar la cara, subir el brazo derecho, agitar la mano y decir “Hola, Paula”. Eso era la cosa sencilla y simple que todos mis compañeros hacían, que para mi hermana y mi hermano eran su cotidiano. Ante esto los trabajos de Hércules palidecían. Traté de animarme que si moría en el intento quizás Zeus me dedicaría una constelación.
Así que dejando que el corazón bombeara a toda potencia, los sentidos al máximo por el golpe de adrenalina, di el primer paso: abrir los ojos, cada párpado tan renuente como un burócrata que empezaba turno en San Lunes. Me imaginé que era un autómata con muchas articulaciones incluyendo una en la cintura que giraría 180 grados. Dejé que los
engranajes empezaran a actuar y quizás eso las espantaría a ambas, echarían a correr y yo podría irme al Tíbet.
—¿Qué espera para saludar, jovencito? —dijo la directora con la voz gélida que puede cortar el titanio como diamantes.
Doble golpe de adrenalina, el corazón multiplica el esfuerzo, los engranajes de la cintura jalan a las piernas y logro girar. En mi desespero, en vez de seguir la lógica de cada paso, intento levantar la cara y el brazo.
Me doy cuenta de que estamos rodeados no solo por mi grupo sino por los otros cinco que integran la secundaria. El gnomo matemático de mi mente calcula rápido y con precisión el máximo de personas: 180 que dan un total de 360 ojos. ¿Sería un aviso celestial de que debo seguir girando y completar una circunferencia?
Mis ojos, traidores y amorosos, dejan de percibir el alrededor y se centran sobre Paula. Una luz cenital, mágica, la ilumina. El cabello castaño y rebelde, los ojos azules, el cutis broncíneo y con pecas.
—Mmmmmmhhhhhhhhhholllllaaappppppapapapauuuullalalalalala —suelto con rapidez. Ella sonríe y el providencial rayo cae apagando mi conciencia.
Una voz lejana me llama: “Eduardo, ¿estás bien? Despierta, vamos chico, despierta”. Una luz blanca penetra mis párpados y me imagino que es un ángel o una santa presencia. Suspiro, parpadeo varias veces y no puedo enfocar las sombras que me rodean.
—Déjame ponerte tus lentes, ¿ok? —pregunta la voz que finalmente reconozco. Es la de la bibliotecaria, asistente de primaria y que también llega a ser enfermera. Digo que sí, cierro los párpados y cuando percibo que me los colocan, los acomodo—. Ya llamamos a tu mamá para que te lleve a revisión.
—Jovencito, debe cuidarse más y no dejarse caer allí. Me da gusto que haya recuperado la conciencia. Queda exento de clases el día de hoy —argumenta la directora para luego retirarse. Suspiro, relajado. Al menos evitaré un Idus de marzo verbal o ser apedreado por burlas. Mañana será ya se me ocurrirá algo.
—Qué susto me diste, no lo vuelvas a hacer, me importas mucho —expresa Paula—. Iré a cuidarte cuando salga de clases.
“Peligro, peligro, peligro…” suena mi robot Robinson mientras mi corazón se acelera de nuevo sin posibilidad de parar.
Sandra Galarza Chacón
Al fin llegó el día del descuento para los quesos, pensé mientras iba de camino al supermercado.
Ya en el sitio. Mire el stand. Un tumulto de gente.
—Señoras dejen de pelear por el queso. —gritó el guardia:
—¡Suéltalo!, lo vi primero —comentó la mujer de cabello canoso.
La otra mujer era yo.
Cansada de los gritos y muecas le entregué el producto y me quedé mirando en la promoción del supermercado: “15 por ciento de descuento por las compras del Día de la Madre en lácteos, aquí donde todo está con precios de locura”.
¿Será temas del consumismo o la presión de hacer el almuerzo?
Por un momento me sentí en un frenesí y miré a los otros corriendo con el mismo ímpetu.
Llegué a casa mal humorada y con dolor de cabeza.
En la sala encontré a la señora con la que tuve el altercado minutos antes.
Mamá dijo: Ven te presento a la Magda… Magda, ella es mi hija.
Magda me saludó y me guiño el ojo.
Me retiré, a la cocina.
Alejandro Zapata Espinosa
Es rastrojo y no matorral.
Si se aparece una serpiente no la mato; me da miedo y la dejo que siga. ¿Para qué cortarle la cabeza si al guardármela en el bolsillo me va a morder de todos modos?
Y la cola, en una rama, ¿no va a ser el apoyo de un primerizo en lides resbaladizas y botas grandes?
Olor a guayabas, sin haberlas, y frío en la punta de la nariz que gotea sal: venir a purificarme con entre lo tomado y las sendas empantanadas. Mi monasterio benedictino, mi rezo hecho de manotazos y caídas; sube y tendrás el claro esperando que salga el sol y aplaque el humo de la ladrillera.
Chamizos, palos de café musgosos, troncos macheteados: el que abre no mira para atrás, así sea para reírse del paso resbaloso o del encarte con el tarro.
De la manga floreciente, donde muy metido el viejo revisa sus eras aguadas, reconozco lo claro; pero al alcance tengo la rama quebradiza, el correr de tierra, el mango del machete tocándome como pidiendo entrar a mi costado, dulce y pertinaz, a decir, a devolverme a Gramcko en una entrada sin fondo: «Una cosa he sabido desde hace mucho tiempo: que no hay un paliativo en el sollozo, que nadie florece tras las lágrimas».
¿Acaso he llorado para que me insinuase el reguero por las canciones?
Subo porque no hay nada para hacer, porque aún con ella tendría que resbalarme y olerle a las matas su frescor mañanero.
Y el trago pasado fue para limpiar el estómago, y la resaca para continuar o detener el codo, y el monte para probarme a los veintidós, que dentro de un año seré otro con más cargos de conciencia y menos dientes por escapularios. Que me hubiera dicho allá, junto al de la espalda doblada, tal vez miraría al sol, un segundo, y suspiraría; más en esta oscurana soy de la humedad que traspasa la bota, del goteo de la nariz regando mis pasos, dejándole un caminito al perseguidor que, apenas llueva, no tendrá de otra que montarse a una quebradita y reanudar búsqueda en el puente donde los troncos hacen muro, obstáculo para la corriente.
Allá debe estar la quebrada, no metida en las dos narinas sino a un lado, encima, como si fuera imposible y nunca en la historia hubiera pasado entre las arañas de túnel, como si no se las lambiera ayer que se creció y armó desastres, como si su cuerpo fuera esa menuda carga líquida a un rincón del puente, por cuyo lado regresa a la quebrada y sigue hasta el río.
Lo que puedo ver del daño son las brechas de tierra que, con otro lapo de agua, va a ser derrumbe.
Písola, y me siento como el hacedor del volcán: mi pisada tiene fuerza, toca el punto débil del monte, lo descascara y se ejercita imponiéndose, saltando las brechas y creyéndose agente de los deslizamientos de un retazo de tierra. Con este poder, ¿debo preocuparme de otro amor malgastado?
Fuera poco, muy poco y triste, y sumado a ello un idiota.
Uno mayúsculo, así no le guste la expresión al acostado por lo mismo.
Le gustará oír que los gallineros y sus habitantes quedaron enterrados, que piensan levantar un nuevo tanque en la cresta de la montaña y que «Lo que está desgarrado concibe reciedumbre como un soberbio y nuevo encantamiento. Si quieres percibir lo inaudito, golpea la cabeza contra el muro. La cabeza golpeada se erguirá y te parecerá legendaria. Tan esencial será su fuerza». Darle a entender al cuerpo, a golpes, lo mucho que se es odiado, las causas de la dejada, el por qué somos unos ñervos mandados a recoger, migajas suplantadas y dicientes, pedazos de escombro tirado en carretera pública.
Pero duro, maltratar la propia carne, devolver el maltrato a los huesos que nos sostienen, romperse todo para luego salir a darle sol a las heridas.
En este rastrojo se aligerarían y podrían despegarse como una capa más, una adherencia que puede llevarse la aparecida con cabello acondicionado que tiene otro o hace de uno el otro por el que no gastaría ni una escupa.
Adelante va el sabedor, y yo, indeciso por dar el paso o detenerme, saco la lengua y la muerdo, me clavo las uñas en la cara, me doy un golpe y rasco mi cabeza contra el palo que, me parece, le sacó unos granos irreversibles a la tía duenda. Podía durar rastrillando lo que es mío, dañándolo para que a la hora del trabajo arriba, con las cruces, no me quede de otra que hacer de bulto y ocupar la zanja que recibe los chorros.
«Yo soy una caspa», repito la frase que diré una vez me encuentre en la ciudad donde no se ven pantaneros, y el otro me escucha, me ve entre los palos, se escupe los dedos y se los restriega. Hay que subir.
Ya estamos en camino.
Por mucho que reniegue, arriba está el claro donde podremos descansar las patas y hacernos a la idea de cómo despedirnos sin honores.
Narrativa
(Prefacio de novela)
Felipe Hernández de la Cruz
La lluvia inclemente y pertinaz abatió durante toda la noche al caserío desparramado entre la nutrida flora del trópico húmedo, un poco abajo se dibujaba el villorrio conectado por senderos abiertos a fuerza de las pisadas de los caminantes y bestias de carga que dibujaban su peso en la tierra desnuda de verdor, eran como venas secas sin sangre extendidas en veredas sin fin; en el extremo norte de la abrupta serranía se distinguían tres casuchas construidas de caña brava y techos de láminas de zinc oxidadas por el tiempo; en una de ellas el General cavilaba. El sincopado ritmo de los sonido del agua cayendo sobre el techo de láminas oxidadas del cuartel provisional, no lograron vencer al militar con el sueño. Estaba acostumbrado a pensar con lucidez cuando se encontraba bajo presiónes; la ausencia de sueño no era algo preocupante, además para nada pesábale una mala noche, sobre todo cuando se dedicaba durante horas a valorar las debilidades y for-
talezas en las que se encontraba, su pensamiento lógico y un razonamiento de la información eran examinados con fino bisturí que ubicaba hasta al más delicado nervio sostenedor de movimientos futuros. Su prolongado monólogo nocturno fue un ríspido repaso de sus últimos años como militar de ideas progresistas pretenciosas de inculcar acciones solidarias y de concientización a los desposeídos, existía en él emociones de impotencia al observar como el movimiento de liberación ahora avanzaba por caminos de conveniencia.
“No puedo entender como el poder cambia el pensamiento del hombre, no importa la tenencia de estudios o la carencia de ellos, porque toda la lucha seguida después de esta conflagración se ha vuelto algo más virulento y sin ninguna ética, la obtención del poder no conoce amigos, muchos menos correligionarios”, pensaba mientras la inclemente lluvia caía sin pudor sobre la geografía circundante.
El General autodidacta a mucha honra, se había nutrido de manera informal, pero con una lectura organizada de las
tendencias ideológicas de pensadores reformistas de la época, entendía como el pueblo en su mayoría requería de leyes pertinentes para mejorar sus condiciones de vida, en los momentos más álgidos de las batallas militares encontraba en este argumento la razón para entender la barbarie interminable extendida por todo el país, los desarrapados sin esperanza alguna bregaban sin expectativa, vivían el presente sin fronteras ignorando el futuro, para ellos, los desamparados del mundo. Una batalla no era más que la antítesis de una muerte fácil o una vida sin fortuna. El General entendía como la explotación de los débiles era la base de la riqueza de los potentados, la historia mostraba como a través del tiempo la búsqueda de la riqueza y el poder era el motor primario que movía a los seres humanos. En la guerra recién peleada observaba como los del bando contrario lo abandonaban declarándose hombres de la revolución. «Muchos de esos militares, nunca fueron al exilio, llegaron y se acomodaron en la Revolución, solo porque se dieron cuenta por donde se iban acomodando los ganadores, si al bando contrario la estrella los iluminara, sin vergüenza alguna estarían con ellos, la revolución se realizó por una mayoría de advenedizos, ¿Para qué luchar por un cambio en el país? No les importa mientras ellos puedan llenarse de dinero».
El General observó a través de los resquicios de la pared de tallos de caña brava a los hombres vigilantes del improvisado cuartel, era gente de pueblo, lo habían seguido desde hacía algunos años, los conocía por sus nombres, estaba enterado de su proveniencia y las historias de cada uno de ellos, sentía claramente en ellos la verdadera fidelidad, porque ellos también estaban seguros que la batalla sostenida contra las que ahora mandaban desde el centro del país, la tenían perdida. «Lo mejor es alejarse unas semanas» se dijo a sí mismo. Allá en el centro de la nación los cambios fluían y las noticias eran para nada buenas, un Jefe sucedía a otro Jefe, pero todos tenían las mismas mañas, solo querían el poder para cumplir sus ambiciones personales, muy lejos quedaban las necesidades de la plebe, los niños desnutridos, las mujeres indefensas, los indígenas marginados, los campesinos sin tierras, a nadie importaban, y el único líder con el poder para hacer algo estaba derrotado y sin posibilidades de tomar la silla presidencial. Todos estos pensamientos rafageaban el cerebro del General, «No hay nada estático, todo fluye» dijo en voz alta, ―le gusto el tono de la frase salida de su boca―, la repitió varias veces, sonrió porque encontró en su voz un motivo de tranquilidad. «¿Eraclito o Smillle? Se cuestionó mientras recordaba a Samuel Smille, Marx, y Hegel sus autores favoritos.
La claridad anunciaba al nuevo día, se recostó en un camastro, parte del mobiliario del cuartucho habilitado como cuartel, por unos momentos el sonido monótono de la lluvia lo acunó invitándolo a dormir, sintió como sus parpados pesaban tanto que el velo de la obscuridad penetró hasta sus neuronas, su instinto de hombre avezado lo devolvió de inmediato a la realidad. Se puso de pie de un salto, amartillo su pistola, abrió la ventana y miró la calma y tranquidad absoluta, los guardias protegidos por sus sombreros se acurrucaban entre los bajos techos de palmas de coco construidas en días pasados. La oscuridad empezaba a disiparse mientras la lluvia comenzaba a amainar, hasta convertirse en suave llovizna permisora de tregua para iniciar las actividades campiranas de los hombres del poblado.
¡Llamen al capitán Raigoza! ordenó a los guardias.
Raigoza era uno de los pocos hombres con lealtad demostrada tanto en los triunfos como ahora en las derrotas. «Mire capitán, la cosa esta caliente, nuestra causa no tiene cabida con el nuevo gobierno, la lucha sostenida por tanto tiempo hoy no tiene alojamiento, yo me voy al destierro, voy a pasarme a Guatemala, la frontera no está lejos es cuestión de horas llegar a la Unión, tomó una lancha y en minutos estoy fuera del país» El hombre lo miró con marcado pesimismo.
―General nosotros lo llevaremos hasta la Unión, yo cuidare de los soldados para su reincorporación a las tropas que llegaran en los próximos días―.
El General respiró con profundidad, fruccionó sus manos mientras asentía con la cabeza.
saludable es no tener ideología, es pendejada dar la vida por cosas sin sentido» Así de simple era el recado enviado al militar.
El General hilvanaba sus recuerdos, todos ellos eran de alcances históricos. «En esos tiempos, la alabanza no tenía medida, ahora he cosechado maledicencias, así es esto». La melancolía alcanzó al hombre, recordó las grandes predicas realizadas a los olvidados de dios, miraba en la cara de los jóvenes indígenas el estupor frente a una nueva realidad. «La libertad es un derecho necesario e indispensable para el progreso» peroraba cuando los hombres de leontina y reloj de oro, le colocaban obstáculos en el camino.
―Entonces saldremos al medio día, vea que todo esté preparado para la partida.
El General no guardaba duda de la lealtad de Raigoza, él era de fidelidad garantizada, en las últimas semanas había sido el enlace con el gobierno del estado; el gobernador militar era afín a quien estuviera en la silla presidencial. El Gobernador sabía que su permanencia en el gobierno estatal no era para siempre, así que fue claro con el General. En misiva enviada al General le decía: «en estas cosas de militares en política, lo más
El tiempo marchaba inclemente, los recuerdos bordados en esa mañana se fueron haciendo viejos, uno a uno desfilaron frente a sus ojos, los sopesaba, los evaluaba sin látigo de exigencia. «Todo fue pretendiendo mejorar la situación de la población, claro mi preocupación mayor fueron los indios, esos hombres marcados por la discriminación y el olvido, su vida es tan amarga que bien vale todo esfuerzo para aligerar todos los sufrimientos». La justicia era su obsesión, «sin justicia no hay camino para nadie» afirmaba de manera vehemente, algunos de los subalternos que lo rodeaban se exasperaban frente a su solicitud de lograr los marcos jurídicos que la hicieran posible, al menos en el papel.
Ya en lo alejado. los jueces y magistrados los detestaba, “ustedes son los principales obstáculos para la justicia, son vándalos que esperan ser cohechados, así los que tienen dinero, nunca los alcanza la ley, sin embargo, para los pobres si aplican la dureza de la ley» discursaba en sus escritos provocadores, los remitentes lo atosigaban por cumplir con su trabajo.
El medio día de la mañana estaba en puerta al momento de sellar la carta escrita. Alrededor de esa carta giraron todas sus rememoraciones, las emociones lo asaltaban, en esos instantes sus emociones rompieron las barreras, la alegría y el miedo se dieron la mano.
El sonido del motor de la lancha no permitía ningún dialogo, ni una sola brizna de palabras se escuchaba, todo era el silencio de la soledad. Esa soledad que carcome como oxido todo lo que es fuerte. A lo lejos se divisaba el muelle de la Unión, justamente el lugar en donde dos países se daban la mano a veces para bien y en otras para mal. El silencio cortante se había convertido en un silencio de paz. La lancha atraco en el muelle sin premura, el General entumido por la posición guardada durante algunas horas estiro las piernas, se levantó y de un salto encontró el muelle de madera. Un oficial de la policía de Guatemala se acercó al exiguo grupo de hombres en fuga. ¡Bienvenido General! Grito al tiempo que se dirigía al militar, en un imprevisto instante sacó una pistola y sin tiempo alguno vació la carga en el cuerpo del milico, los saraguatos en el fondo de la selva gritaron como si uno de ellos estuviera muerto. “¡lo siento General, pero ordenes son ordenes, usted sabe mucho de eso!”. Dijo mientras el cuerpo del hombre caía examine en el rio.
Sonia Ventura Domínguez
Sin reloj anda el perro, pero a las siete de la mañana en punto sale cada lunes de su casa de madera; para no levantar pelos se sacude suavemente, estira sus largas patas delgadas y toma una bocanada de aire en forma de bostezo.
Sobre sus cuatro patas peludas lleva su cuerpo largo y suave, al que pertenece una hermosa cabeza que culmina en dos orejas aun perezosas, mientras su hocico ya despierto intenta alcanzar el collar colgado en la pared.
El collar se extiende hacia una correa que llega al suelo, la jala y lo intenta acomodar sobre el cuello; así, sin perder ningún minuto más, empuja la puerta de su corral, pasa la puerta de mascotas instalada en parte de atrás de la casa, no sin antes limpiarse bien, primero las patas de adelante y después las dos de atrás, en un tapete. Pasado el umbral el collar se le resbala del cuello y decide para evitar el escandalo recogerlo con los dientes.
Camina en silencio, para no despertar a nadie, contiene el rabo que de la emoción se agita, le tiembla. Atraviesa la cocina olorosa a tacos de ayer, unos instantes su olfato deambula en imágenes de carnitas, suadero, huesitos de puerco; navega su imaginación hacia alguna lluvia taquera, pero sigue su camino una vez que recupera su objetivo: salir a pasear, cagar y orinar.
Sale de la casa. La cara le cambia, es la calle, ¡la calle!, su cola, sus patas, orejas,
pelos, lo saben, tiene un impulso por correr, brincar, ladrar, pero escucha en su cabeza.
—¡No tan rápido!, con calma, ¿Qué, estás loco?
Desacelera, retoma el paso tranquilo, aun con el corazón agitado, la primera calle la transita por la banqueta y a punto de cruzar un gato se atraviesa, otra vez el impulso le recorre de a cabeza a la punta de la cola, escucha.
—Deja al pobre gatito, ¡comportante!, vamos despacio, muy bien.
Cruza la calle y un carro enfrente pasa rápido, casi lo atropella, quiere seguirlo, ladrarle, morderlo, en ese momento se le escapa un “guau”, luego otro y se frena, la voz ¡la voz!
—¿Qué haces?, ¡No te fijas!, casi te atropellan, ¡cálmate!, vamos, sigue tu camino, ¡no corras! ¡no ladres!, apúrate que ya es tarde.
Sigue caminando y la pipí se asoma en un poste, otro poste, otra miada, el pasto, otra firma, otra más y otra, de nuevo.
—¡No seas cochino!, si ya vas al baño, ¡ahí no!, ¡ahí tampoco! Recupera el paso.
La mañana es fría y algunas personas van hacia el trabajo, otras por el pan, huevos o algo rápido para el desayuno. El olor a dulce, a suave, a carne, el olor a cuerpo, a rabo, a humedad, el olor huele la nariz del perro; se lo lleva, lo dirige, lo empuja, lo jala, lo conduce, las patas llevan un perro; es una
perra al otro lado de la calle, es la calle al otro lado de la perra, es el celo que desprende aroma ensordecedor, es el ensordecedor aroma lo que le interfiere la señal de la voz al perro, es el perro sin voz en la cabeza.
Camina, corre, ladra, se aleja cada vez más de casa. La casa cada vez más lejos no persigue al perro, lo deja irse tras la perra. La perra ladra, corre, camina, se aleja de los acosadores de su cola. Los acosadores no descansan; sonámbulos de olor a celo la persiguen corren, ladran caminan. el olor del celo pierde al perro loco.
Pasan los días, pasan las hambres, duelen los hocicos, come el frio, abraza el enfrentamiento a uno, a tres, a diez perros, a los sonámbulos esperando oportunidad tras la perra, oledores vehemente de rabos perrunos. Así duermen una, dos, tres cinco, diez noches, hasta que termina el insomnio de la reproducción canina.
Lejos de casa está el perro, vacío de voz, camina confundido con la melodía del chillido de sus tripas, ha dejado en algún lugar su correa, a perdido bajo las estrellas el rumbo, avanza con la lentitud de cuatro patas agotadas, lleva en la cara los ojos tristes, la noche lo encuentra solo frente a un puesto de tacos, en donde le avientan unos pellejos.
Un sonido suave lo distrae del amanecer, camina como persiguiéndolo, se escucha mejor, después ya no, el silencio, aun así, avanza, ahí está la voz, la encuentra.
—Mírate, como vienes, no se puede contigo.
—Ya te tardaste, vamos para la casa, ¿por lo menos enterraste tu mierda?
—Deja de tragarte el agua del charco
—No estés jugando
Reconoce su calle, no estaba tan lejos, avanza moviendo la cola como resorte, ve su casa, ahí esta, ladra, y ladra, entonces la voz lo regaña.
—Eres un escandaloso. ¡Cállate!, ¡shhhhhh!
—¡Shhhhhh! ¿Qué, no entiendes?
Entra a casa en silencio, ha perdido su correa.
Andrea Trejo
Toda mi vida lo vi desde mi lugar, siempre había odiado su atmósfera, no era nada en particular lo que me irritaba, pero aun así yo no le deseé ningún mal y ahora que lo pienso bien, sí me parecía alguien agradable, pero lo que él implica no era algo con lo que yo quería lidiar, éramos como hermanos de otra madre, pero siempre lo trataron como si él fuera el mesías, como si su vida valiera mucho más de lo que valía la mía. Él me consideraba alguien que era de fiar y yo sólo podía ver que él poseía todo lo que a mí me faltaba.
¿Será ese pensamiento lo que me llevó hasta aquí? ¿Es por eso que ahora estoy en este hoyo y el sol me arde más de lo que puedo describir? Creo que esta sensación es la misma que sintió él cuando mi cuchilla llegó a su corazón, imagino que le dolió mucho más el hecho de que yo era el perpetrador de tal hazaña, podía ver en sus ojos la decepción de ver a aquel en quien confió traicionarlo, quisiera poder borrar de mi memoria su rostro herido y aún si pudiera, mi reciente transformación siempre me recordaría mi pecado…
Recuerdo haber huido después de su muerte, la lluvia me permitió esconderme mejor, traté de escapar de la ciudad y había llegado bastante lejos, pero podía oír una conmoción detrás de mí, ¿habrán encontrado su bello cuerpo sin vida? Me asusté y no vi hacía donde me dirigía… resbalé y luego me caí… después de eso todo se volvió oscuro. Lo que ocurrió después puede que haya sido un sueño o tal vez un recuerdo de un tiempo que ya nunca volvería a ser por mi culpa.
Entre la oscuridad lograba divisar un cuarto, tenía un piso de marfil pulido y las paredes eran de un alabastro que tenía guerreros pintados en él, había una cama bien tendida con una puerta abierta a lado y juguetes tirados en el piso, luego oí pasos venir del pasillo y de la puerta llegaron corriendo dos niños. Uno de ellos tenía el cabello rojizo y rizado, era notablemente el más alto de los dos, el otro niño era de cabellera negra, estar al lado del pelirrojo lo hacía ver mucho más escuálido de lo que realmente era. Podía ver que estaban hablando, pero sólo podía escuchar el eco de sus voces, no estoy seguro de que estaban diciendo, aún así lograba darme cuenta de que ellos dos eran amigos; fue en ese momento que empecé a sentir que el lugar era bastante familiar, pero no lograba descifrar el porqué.
Mi visión terminó al sentir un golpe de dolor en mi piel, era una horrible sensación, jamás había sentido algo tan doloroso, era como si hubiera agua hirviendo dentro de mí, me alejé lo más rápido posible de donde estaba y fue entonces cuando dejo de arder. Se me hizo demasiado extraño que mi cuerpo reaccionara así al sol, así que lentamente volví a acercar mi mano a donde estaba, esa aflicción regresó a mí en cuanto mi piel entró en contacto con la luz y saqué mi mano con rapidez.
En ese momento estaba demasiado confundido para entender donde estaba y lo que me pasaba, claro, había oído historias de gente que fue castigada por los dioses debido a sus errores, pero me negaba a aceptar que yo era una de esas personas, yo nunca quise lastimarlo, yo lo único que quería era ser visto como lo miraban a él, quería que él me viera como su igual, alguien que importaba tanto como él, pero ahora ni siquiera valgo ni la mitad de lo que era antes.
Iba a quedarme aquí sentado y sólo esperar a que mi hora del juicio llegara, fue como si yo mismo me hubiera pedido una prueba porque al anochecer alguien más se cayó al pozo en el que estaba, se ha de haber asustado porque podía escuchar el veloz latir de su corazón aún cuando estaba lejos, me acerqué lentamente por miedo a que fuera a despertar, de esta persona provenía un olor que era delicioso, nunca en mi vida había olido algo tan adictivo, me daba tanta sed estar alrededor.
Me aproximé aún más, estaba tan cerca que podía pegar mi nariz a su cuello, sólo podía pensar en lo sediento que estaba y eso nubló mi razón, abrí mi boca y mis dientes encontraron su propio camino hasta su piel. Mis colmillos perforaron su cuerpo y le sacaron sangre, una vez que esa sustancia carmín entró en contacto con mi boca no podía detenerme, nunca me había sentido más vivo ¿será esta la única forma en la que pueda sentir que puedo respirar de nuevo?
Ha pasado mucho tiempo ya desde eso y yo me vuelvo más fuerte con los años, no me siento orgulloso de mis acciones. Como cualquiera se podrá imaginar, la pobre alma que cayó en el pozo nunca despertó, ¿cómo lo iba a hacer si estaba más pálido de lo que yo estoy ahora? En realidad, fui bastante misericordioso, esa persona estaba inconsciente, muchos de los que han caído aquí no corrieron con la misma suerte. ¡Ay, hermano mío! ¿Qué pensarías de mí ahora? Seguro te reirías de mí al ver en lo que me convertí, donde sea que estés, quiero que sepas que lamento de verdad lo que te hice, aún si tú me perdonaras, yo no podría siquiera verte a los ojos y es claro que los dioses no revertirían mi maldición aún si así fuera.
¿Tal vez este es mi verdadero lugar? Hay veces que pienso que todo estaría mejor si no te hubiera conocido, sin ti no habría espacio para la idea de que siempre estaría segundo a alguien, pero cada una de mis víctimas me recuerda que yo fui el que me trajo aquí, cada vez que los veo morir sólo puedo ver tu rostro lleno de decepción, aún si pasan mil años nunca lo olvidaré, supongo que ese era el punto de este castigo, que tuviera que cometer mi mismo pecado una y otra vez sólo para poder sobrevivir, me duele que sólo me carcomió quitar una vida cuando fue la suya, eso fue porque él me importaba más que mi vida y toda esta gente que cae aquí no es él; pero me duele aún más saber que eso me convierte en un monstruo por dentro también.
Seguramente por eso es que sigo en este hoyo aun cuando la pila de restos es tan alta como para poder subir, creo que yo mismo sé que merezco estar aquí para siempre, ¿qué opinas, mi dulce hermano?
“Una noche soñé que había hecho un pacto y que el Diablo estaba a mis órdenes. Todo salía como deseaba y mi voluntad siempre era satisfecha por mi nuevo sirviente. Imaginé que le daba mi violín para ver si había venido para tocar alguna bella aria para mí, pero mi asombro fue enorme cuando escuché una sonatatan singular y bella, ejecutada con tanta superioridad e inteligencia que no podía imaginar nada que pudiese compararse.”
Giuseppe Tartini, en Voyage d´un françois en Italie
Aún recuerdo la primera vez que escuché un violín, estaba en la sala con la radio encendida y ahí también estaba mi madre puliendo su instrumento. Ella siempre me contaba del tiempo en que ella tocaba en un club, pero yo nunca la veía tocar, pero ese día ella decidió hacerlo, el sonido del instrumento era uno tan hermoso y aterrador al mismo tiempo. Fue ese el día en el que le pedí que me enseñara a hacer lo mismo, pero ya son veinte años de eso y ahora tal como ella, toco en un local que está en un cruce de caminos, aún así mi único público constante son los borrachos que pasan por la calle y que toman el dinero de la lata que traigo siempre conmigo. El violín de mi madre ha visto mejores días que los que vivimos en este momento, la pintura está cayéndose, la madera del arce de donde fue tallado está empezando a exponerse y las cuerdas están a un solo jalón de romperse… ¡Cling! Otra moneda cae en la lata, eso es nuevo, usualmente en la noche se trata de perder el dinero ganado a la luz del sol. Sigo tocando el violín, pero la persona que dejó la moneda no se mueve de enfrente mío, lleva puesto un traje que puedo ver que es de marca, yo nunca podría darme el gusto de tener algo así.
Veo que la persona mueve la boca, pero su sonido no llega a mí hasta que termino la canción que estoy tocando. No comprendo sus palabras, ¿será que no es de por aquí? Me ofrece su mano, asumí que se estaba presentando o algo así, entonces la tomé. Después de separarnos la persona siguió su camino, fue al centro del cruce y enterró algo, no lo cuestioné pues lo que estaba haciendo era asunto suyo y no mío. Al día después, me ofrecieron tocar en el festival del solsticio de la ciudad, fue la única vez que tuve un público real que estaba ahí parado cerca del escenario sólo para escucharme a mí y mi violín, fue ahí que supe que la suerte por fin estaba de mi lado. Tocar en el festival fue sólo el comienzo, después me pidieron tocar en más eventos de la ciudad hasta que el director del teatro municipal me pidió tocar en su escenario. Todo lo que había querido siempre se estaba cumpliendo, entonces fue que volví a ver a la persona que conocí antes de que todo fuera para bien, la volví a encontrar en el vestíbulo del teatro, sus palabras aún me eran imposibles de descifrar, pero me ofreció su mano como lo hizo la primera vez y yo la acepté, pensé que se iría como lo hizo antes, pero me empezó a seguir a donde iba, con una mirada que me hacía sentir muy extraño. No me dejo de seguir hasta que me subí al escenario.
Todo estaba yendo perfecto con mis canciones, es como si mi violín tuviera su propio espíritu y era él quien me estaba guiando, nunca había tocado tan bien en mi vida. Estaba llegando
al clímax de mi canción y luego sentí una sensación de ahogamiento, me ardían las manos, sentí mi cabeza retumbar, el dolor se volvía cada vez más insoportable y luego vi a la persona de antes, vi su traje elegante, pero esta vez vislumbré algo que nunca noté, en su cabeza había cuernos como de un venado.
La persona se acercó a donde yo estaba y de repente como por arte de magia, dejé de sentir el dolor de antes. Creí que todo estaba bien, pero luego escuché los gritos de la audiencia, pensé que gritaban de emoción, pero empezaron a huir del lugar, fue entonces que vi como la persona se prendió en fuego y desapareció. Desde ese fracaso total, mi carrera terminó, la gente en la calle ni siquiera se volteaba a verme… fue como si hubiera muerto en vida.
Abro mis ojos y llega a mí el olor a flores, narcisos, rosas, claveles, jacintos…; ah, jacintos… llevo uno de esos conmigo, es bastante lindo, lo dejo a un lado. Me levanté de donde estaba, era una banca de piedra, no me queda muy claro como llegué ahí, seguro estaba esperando a alguien, un amigo tal vez, pero eso no explica el mal sabor de boca que tengo. Empecé a caminar por los pasillos del lugar, entonces llego a donde se concentran los jacintos y ahí hay alguien.
—Ya me preocupaba que no fueras a venir, no tiene caso venir aquí si soy sólo yo… Son hermosas, ¿no? Las flores digo. — Empieza a decir la persona en cuanto me ve, pero yo no le contesto, arranca uno de los jacintos que había, era uno de color morado y lo acerca a mí… pero tampoco dije nada, ni hice ningún ademán de aceptar la flor, ese brote está más que muerto en cuanto se arranca del suelo, la persona mantiene el capullo cerca, parece que le causa impaciencia el que no lo acepto. No estoy seguro si es un regalo, pero le acepto la flor.
La persona me toma de la mano y me lleva por el resto del lugar, la presencia de flores se vuelve cada vez más prominente, lo consideraría algo romántico si siquiera supiera quien es esta persona. La brisa mueve las flores con una gentileza que es tan sutil que pareciera que bailaran al ritmo de una música que nadie puede escuchar más que ellas mismas.
—Esa flor de allá es una Kalmia latifolia, también conocido como laurel de montaña. — Dice la persona mientras apunta a tal flor, es blanca con tonos rosados, es bastante pequeña.
—Que no te engañe su apariencia, come suficientes y te causarán un paro cardíaco. No queremos eso, ¿verdad? —La persona continua, eso… eso no fue lo que esperaba escuchar.
Había algo bastante raro en el hombre, ¿qué clase de persona sabría algo como eso? Seguramente no era nada de que preocuparse, o al menos eso pensaba hasta que volvió a apuntar a otra flor que crecía desde lo alto de un árbol, era blanca con cinco pétalos cada una. En mi cabeza estaba deseando que no dijera nada sobre la flor, ya me temía que fuera un dato como el de la anterior.
—Esa de ahí se llama Cerbera Odollam, el árbol del suicidio, esa cosa te pondrá a dormir y detendrá tu corazón en menos de tres horas. No sólo eso, el químico que lo causa no es detec-
table, por lo tanto, nadie sabría que moriste envenenado por esa flor. —Menciona el hombre, me le quedo mirando, no sé si espera que yo diga algo al respecto.
Le iba a pedir que mejor volviéramos a las flores que son inofensivas, aquellas de las que no te tienes que preocupar más allá de si las regaste o no, pero el hombre sigue caminado y arrastrándome con él. Después de un rato llegamos a la última flor del pasillo, está cerca de un estanque, el hombre se acerca, arranca una de ellas y la acerca hacia mis labios, yo por instinto me hago hacia atrás y choco con un banco de piedra.
Tranquilo, esta es una flor inofensiva, es de hecho una de las pocas comestibles en este lado del jardín, te aseguro que no te hará ningún daño. —El hombre dice esto con una sonrisa, pero esa sonrisa no parece inspirar confianza, sigue manteniendo la flor cerca de mi boca y no puedo alejarme. Me siento en el banco de piedra, el hombre no parece querer alejarse hasta que haya comido la flor, abro un poco la boca y en ese instante el hombre me hace comer la flor a la fuerza.
Siento los músculos de mi cara relajarse en una sonrisa, pero eso no tiene ningún sentido, no tengo ninguna razón para estar sonriendo en este momento, poco a poco se me empieza a nublar la vista, mi cabeza empieza darme vueltas y me acuesto en el banco de piedra. La sonrisa se queda en mi rostro para el tiempo en el que cierro mis ojos y lo único que siento es el jacinto que tenía en la mano, vuelven a mí los olores de las flores a mí alrededor.
Puedo sentir el sabor amargo de la flor en mi garganta, de repente el sabor se fue y luego sólo quedaba esta sensación de ingravidez, como si me hubiera vuelto liviano como una nube, después siento como me levantan y me sujetan. La mano que me agarró me mantiene cerca de sí y veo cómo se recuesta el chico que me sostiene, veo a una abeja acercarse a mí, se posa en mis pétalos por un rato y luego se va.
Heidi Carolina Molina Duque
Alejandro cada tarde le contaba a Any con emoción, las mágicas aventuras que su maestra le leía de aquellos maravillosos libros: viajes a mundos desconocidos, hermosas princesas, personajes mitológicos, villanos y valientes héroes.
Una mañana, la maestra le narró un cuento sobre un hermoso conejito blanco llamado Remy, el cual era un valeroso guerrero porque protegía a todos los animalitos en el bosque de la mano criminal del hombre.
Alejandro… Ésta vez, decidió darle una sorpresa a su hermanita y relató un poco diferente la historia. Remy viviría con ella para cuidarla, hasta que tuviese edad suficiente para ir a la escuela, mientras tanto le enseñaría con amor el valor de la amistad, la fe y la esperanza.
Narrativa
Ángel Soto
Por fin puedo descansar de un continuo ataque de tos. Me pareció duró una hora. Observo mi mano seguro de encontrar algo de pulmón o de sangre. Pero nada, solo es una molestia interminable. Es una tos seca con la que llevo ya una semana. Es tan imprudente, no le importa si estoy comiendo, platicando con un amigo o haciendo el amor.
Vaya que intenté de todo para dejarla atrás: recetas médicas, tés, ungüentos, ejercicios aeróbicos, trabalenguas, ninguno me llevó a curarme, aunque bajé algo de peso, eso sí.
Quizá por preocupación, y porque inevitablemente me veo cada vez más arrinconado a usar el remedio de mi abuelo.
Dudaba mucho, pero no tengo de otra. Anteriormente mi abuelo lo había usado conmigo teniendo como consecuencia un severo malestar estomacal, pero, ¡eh, me curó de la garganta! Así que me puse manos a la obra, arrimo el cuenco para ir arrojando los ingredientes de la formula. Con la lista en la mano puedo percatarme que en la alacena tengo solo algunas cosas, incluidas dos caguamas que el muy cabrón de mi abuelo las usaba como pago para sí mismo. Ese tipo de cosas me quitaba cada vez la tensión, por lo que me brotaba una sonrisilla, primero nerviosa, luego se formaba una auténtica risa que liberaba un montón de recuerdos. Tome mis llaves para salir a buscar los casi treinta ingredientes que faltaban. Algunos eran
entendibles, aunque asquerosos, como el ajo, o el hígado de bacalao. Otros, como rezar un ave maría o dejar de comer carne, eran más católicos, y parte de esa aura que albergaba a mi abuelo. Don Evaristo, era una persona que le gustaba mostrarse decididamente buena, tanto así que siempre que le pedían razón de una dirección, la daba, sin importar si la dirección fuese correcta.
Y es que era un mar de contradicciones. Juzgaba a las personas no por las prendas que llevaban ni por su cartera, sino por los ladridos de su mini toy que guiaba su sombra. Ese animal, Chimuelo, era otro lunático, que lanzaba sus ladridos sin ton ni son, los cuales eran interpretados a conveniencia de mi abuelo. Recuerdo estar jugando con la consola en la sala de la casa con algunos vecinos. Estábamos tendidos, resguardados de la sombra de un sábado caluroso. Solo un loco se le ocurriese salir al llano en ese momento: era un día de canícula, desprovisto de viento y de nubes, con un sol que mordía y dejaba amplias heridas. Pues mi abuelo pasó sin percatarse de los cables de los controles, pasó derribándolo todo, y de no estar a dos pasos del sofá hubiese dado al piso. Recuerdo oír ladrar al perro y tras ello echarnos para afuera, que tuviese cuidado con quien me juntaba, unos vagos y unos buenos para nada, según él, Chimuelo no miente. O de aquella vez con la bella Selina, que lleve a la casa que estaba según yo a solas, pues la
familia andaba en no sé qué procesión religiosa y yo ya me había distanciado de ese mundillo de costumbres caducas. Imbuido en la mirada, y ese vestido de flores que llevaba mi compañera y que pronto le quitaría, atravesamos jardín, portal y sala.
Ya estaba desabrochándome ella la camiseta, y yo atizando bien la lumbre, cuando se escuchó ese puto ladrido de nuevo que me hizo prever lo peor. Le alisé el vestido a Selina y ella me acomodó la camisa, por lo que al llegar mi abuelo nos encontró listos y firmes. Y vaya que no hubo un cambio en el ladrido del perro, o es que uno ya quedó sordo, recordando todas esas veces que me recriminaba por lo alto de mi música. El punto es que estaba en la casa por un cambio de camisa, cuando, muy galante le sacó platica a mi chica: “pero niña, allá a dos cuadras están llevando las mañanitas a santa Cecilia, vaya que también alcanza” y Selina se reía, y me quemo esa tarde, o más bien me
la enfrió, pues no soltó la plática hasta por media hora. Que fue un revolucionario, y no solo eso, parte de los dorados, y no recuerdo cuantas jaladas más. Del fin de Chimuelo solo ubicó una vez en que se desconocieron ambos, Chimuelo quiso morderlo, o más bien chuparlo pues su nombre no era de oquis, solo que Don Evaristo no era un ser decadente como aparentaba, rápido reaccionó pateando al perro y enviándolo a un touchdown haciendo una parábola hasta al parque de al lado.
Y es que esa era otra. Ya para sus últimos días con nosotros gustaba de usarme como bastón o, como si fuese un ciego, me buscaba para posar su mano en mi hombro o cruzar el brazo a sus breves salidas. Hay distintos tipos de viejos, los diligentes, quienes por azares del destino o por mero gusto continúan trabajando, como estandartes de la plena dignidad humana, para no ser una carga a la familia. Mi abuelo no. Era un farsante de primera. Cuando se sabía observado disminuía la velocidad, su trote se volvía como si caminara secretamente. Una vil mentira, en cuanto las luces se apagaban lo veía salir de la casa. Una vez me picoteó la ventana un tecolote algo agitado. Mis vecinos estaban cerca de la casa haciendo ruido con
con cacerolas, cazaban a un nahual que había hecho de las suyas. Lo vi desesperado, al acercarme me enternecí y lo metí. Yo no soy un entusiasta animalista, obvio un ave de presa es un peligro, más si se encontraba herida, rengueaba de su pata izquierda, pero existía algo en su mirada. Y menos mal. Esa misma herida mostró mi abuelo la mañana siguiente cuando al no encontrar el ave y bajar por el desayuno lo vi arrastrando la pierna. Mi madre le regañaba, que a su edad arriesgarse con salir solo era un grave peligro, pues le dijo que había caído al buscarse un poco de vino por la noche. A partir de entonces me lleve más pancha con el viejo.
Mi abuelo nunca me dijo quién era, creo que a nadie. Sí fue en extremo conocido por sus menjurjes. Por eso mi resignación a seguir su lista al pie de la letra. Venía de un brujo verdadero. Y estoy completamente seguro daría resultado, solo que no sé qué efecto secundario obtendré, no por alguna torpeza en su elaboración, sino que era muy cabrón, como ya he dicho. Algunas cosas, estoy seguro, estaban de más, pero para saber qué.
Por fin tengo todo listo, desde donde estoy parado me llega un tufo a veces de aroma y de ratos a peste. Pero soy valiente y tomo una cucharada, aprieto la nariz y me aviento un buen bocado. ¡Una asquerosidad incomparable! en textura, sabor y olor. Y empiezo a lagrimear, mendigo viejo, se le extraña de veras, y no, no culpo a la cebolla. Después me llevo una sensación de alivio, siento como la irritabilidad cede y me deja sedada la garganta. Pronto me llegan pequeños eructos, gobernados por el aroma. Ahí caigo el porqué de la menta, mendigo viejo, pensaste en todo.
Omar Rosa
El boniato
Mi hijo no lee, no le gusta, vive pegado a una computadora. A esa edad me había leído todos los tomos de Onelio Jorge Cardoso. He intentado leerle “Francisca y la muerte”, sin resultado. Entonces tuve una idea: Sembré boniatos en el patio para hacerle una demostración. Cociné los tubérculos y cuando mi niño dormía le puse un boniato en el ombligo. Quise explicarle la anécdota del relato del Cuentero Mayor, pero no tuve tiempo, abrió sus ojos desmesuradamente mientras le entraba a mordidas al manjar.
Me regalaron ocho semillas, las sembré en el patio al frente de la casa, día por día las regaba, una vez nacidas las plantas, mi esposa puso objeciones sobre las habichuelas en su jardín, a mi hijo le resultó mal el lugar, te las van a robar.
Trasplanté las habichuelas para el fondo del patio, hice una empalizada para que se enredaran al crecer y eso pasó, crecieron y crecieron, llegaron al techo y ni una vaina. Empecé a recibir críticas: “Las habichuelas mágicas” las llamaban.
Hoy mi familia, como pocas veces, almuerza junta, en el menú: puré de plátanos, sembrados por mi bajo protesta, decían sería una jungla, con su salsa por encima, habichuelas cocidas, con aceite, una ración más bien grande, refresco de albaricoques, de la mata que querían cortar porque daba hormigas. Comen ávidamente. Yo no digo nada.
Tengo un rosal, lo he cultivado planta a planta. Cada dos de febrero, las recorto para mantenerlas como bonsáis. Todos admiran mi jardín, y me hace mucho bien. Cada día al amanecer, veo abrirse los botones y caer los pétalos de las más viejas.
Aún bostezaba aquella mañana cuando noté la profanación.
— ¡Me están robando las rosas!
Sin lavarme la boca, fui a ver a mi amigo, el policía.
—Si tomas una huella de olor, quizás te pueda ayudar.
— ¿Cómo se hace eso?
—Cortas el tallo por donde se supone lo sostuvo el ladrón, lo echas en una bolsa y se lo damos a oler al perro.
Aunque dispuesto a hacerlo, no quedé conforme. Ya llevaba más de una semana de guardia, cuando apareció el tipo.
Con el cuchillo en su garganta, su voz suplicante me explicó.
Lentamente bajé el arma y me dispuse a cortar las rosas más lindas para él.
—La tumba de su niño siempre tendrá mis rosas, venga cada día por ellas.
Suicidio
Contemplo el cadáver, no solo yo, esto parece una maratón de intrusos entrando en el fin de una vida. Observo al muerto ¿Tendría hijos? Se tiró del piso catorce, se acabó su tiempo, ahí está como en el sofá de su casa, yace en el suelo, apenas sangre en su nariz, bien vestido, limpio, reloj de pulsera caro, corte de cabello reciente, zapatos lustrados, fuerte, cuando más cuarenta años, bien parecido, billetera abultada ¿Entonces, por qué? De repente el muerto se puso de pie, limpió su cara, se sacudió, hizo una reverencia al público y se fue. Nadie aplaudió.
Narrativa
Lizbeth Orozco Urióstegui
La soledad siempre había sido parte de mí, igual que sentirme fuera de lugar en mi familia, una parte que se comenzó a intensificar cuando mi hermana se fue y me quedé completamente sola en el huracán llamado hogar. Nunca quise, ni quiero culpar a nadie de mi dolor, de mi debilidad, pero soy consciente que se detonó por algo.
Cuando mi hermana se fue de casa, dejándome en el calor del incendio no lo pude evitar, no pude evitar derrumbarme, ella había logrado escapar y solo pude ver el vacío que dejaba. Me repetía que estaría bien, tenía amigos y a mi madre, ellos estaban ahí pero nunca volvió a ser igual, en mi mente se coreaban las palabras hirientes de “ella se fue, te quedaste sola, no te quiere, no le interesas, la tenías tan harta que escapó, te dejó…”
En ese momento aún no llegaba a una solución, solo seguía con mi vida y con el nudo en la garganta que muchas veces me impedía comer y otras más me hacía vomitar, hasta que pude ver una luz una noche que en casa de mi abuela vi a mi prima. No supe qué hacer, nunca sé, siempre me paralizaba, pero esta vez solo pregunté.
“¿Qué haces, no te duele?” ella solo me miró, sus ojos estaban brillosos, tenía un brazo estirado con marcas rojas y puntitos de sangre sobre él, su otra mano sostenía una aguja entre sus dedos y esta levemente elevada sobre el brazo lastimado. No se
escondió, no me apartó, no se cubrió, solo se quedó silenciosa, se quitó un momento para seguir con lo suyo y responder “Ese es el punto”.
Quizás tenía trece o catorce años, no lo recuerdo bien, tal vez fue por eso que no lo entendí, pero algo dentro de mí hizo click. Tal vez ella se sentía, así como yo, sola, abandonada, perdida… En ese tiempo lo hablé con mi madre y ella dijo que eso estaba mal, horriblemente mal, pero yo pensé que ella nunca lo entendería.
Pasó el tiempo y un día que ya no soporté mis emociones la imagen de mi prima vino a mi mente, así que lo hice también.
Se sentía raro, dolía, ardía, era incómodo, pero aun así podía sentir que esto, de alguna manera, llegaba a calmarme. Pude sentir los pinchazos en la piel y como ésta se estiraba al igual que lo hacían mis emociones…Mientras lloraba sentada sosteniendo mi brazo hacia abajo podía sentir cómo todo se drenaba de mí: los malos pensamientos, mis emociones agrias, el dolor y las fuerzas. Gotas que se transformaron en chorros que pintaban mis prendas y partes del piso.
En ese momento no necesitaba las palabras, nunca había sido buena con ellas, siempre mandaban a callarme así que nunca me he sentido cómoda con mi voz, pero en este momento no importaba ya que no la necesitaba. Había encontrado una manera de sacar mis tormentos sin hablar, sin molestar,
sin acercarme a nadie y que me vieran en ese estado.
Solo sería yo, sola en mi habitación, en mi cueva, como la nombró mi madre, mi lugar secreto que nadie podía profanar, donde estaba segura y muy segura de que ni mi madre entraría. Cómo podrían sospechar algo así de mí, era la niña modelo, la que no decía ni hacía nada, que sacaba diez en todas las materias, que estaba en la escolta, la que participaba en todos los deportes y todas las actividades artísticas, cómo podría estarme lastimando así.
Ese primer derroche, ese primer corte, esa primera vez comenzó a ser más recurrente, ya no eran agujas las que pinchaban mi piel, ahora eran navajas de sacapuntas, luego cutters y después navajas de afeitar. Todas estaban debidamente acomodadas, todo lo contrario a mi vida.
Comenzar a hacerlo se volvió un vicio, no podía estar tranquila sin ese dolor vivo en mi piel, sin esa sensación de entumecimiento, y ya no era solo en mis brazos, comencé a hacerlo en mis piernas y estómago, porque eran las partes que más repudiaba de mi cuerpo.
Pero ese secreto no se ocultó para siempre, mis padres lograron descubrirme, no recuerdo cómo ni porque, solo recuerdo sus rostros de tristeza y quizás decepción cuando me preguntaron “¿Por qué lo haces?, ¿No fuiste tú quién acusó a tu prima que lo hacía?” y tenían razón, yo la había acusado porque quería comprender por qué se lastimaba y lo supe hasta que lo hice. Recuerdo esa noche porque fue la primera vez que vi a mis padres llorar, ambos, yo no supe qué hacer y lloré también, no salió mi voz, pues siempre me prefirieron
callada, “No lo sé, perdón” eso fue lo que recuerdo que dije.
Pero no volvieron a tratarme igual y empecé a ser la loca de la familia, o por lo menos eso sentía con las miradas y palabras susurradas cuando llegaba, los abrazos que comenzaron a darme tratando de remediar algo, pero solo me hacían sentir peor, no sabía cómo recibir su amor y atención.
Después de años continuos de hacerlo pude encontrar un poco de paz, mi hermana regresó, pero las cosas ya no eran igual, ya me había acostumbrado a que no estuviera, así que verla regresar se sentía extraño. Comencé a sentirme más fuera de lugar, pero las navajas desaparecieron un tiempo de mi vida, al igual que los objetos punzocortantes que fueron puestos fuera de mi alcance.
Mi madre me llevó a terapia, después de las súplicas y decirle que Dios no haría todo el trabajo si yo no cooperaba, pero fue el peor error. En vez de ayudarme fue el detonante para desempolvar mis viejos hábitos, pues le dijo a mi madre que todo lo que tenía que hacer era quitarme el celular y ya volvería a ser como antes.
Así fue que a mis diecisiete años volvía a mi extraña adicción, desde entonces he tenido periodos en que lo dejo, pero cuando hay un inconveniente que me sobrepasa regresó a lo mismo. Mi familia ya ni se preocupa, soy muy cobarde para saltar al extremo, así que solo sigo lastimándome sin llegar al final, ya hasta hacen chistes burlándose de eso y de cómo solo quiero llamar su atención.
Siempre he amado a mi familia, pero también siempre me he sentido fuera de lugar ahí, incomprendida y aislada de sus chistes, de
su humor, de ellos, pero sé que los quiero, aunque muchas veces fueron sus palabras y sus acciones los que me llevaron a grabarlos en mi piel.
Realmente los derroches de carmín sustituyen lo que nunca puedo expresar, cada que empiezo a expresar comienzo a llorar y eso solo hace que las personas se molesten, cuando trato de hablar mi voz se quiebra y vuelvo a ser esa niña que nunca le permitieron decir nada, que solo se quedaba llorando con el nudo en la garganta, la que nunca aporta nada bueno y sus palabras no importan, además que todo lo que dice está mal.
Para que esto no pase, para que no me digan que soy una chillona berrinchuda prefiero a mis amigas filosas, los ayunos infinitos o las comida que terminan en vértigos y árcadas.
Verónica Vázquez
—Te estoy diciendo que son sueños. Solo sueños, preciosa. ¡Que no mine tu alma! Está claro que debe impresionarte si ya son tantas veces que te ves ahogando en aguas oscuras y frías pero te vuelvo a decir que es un sueño. Puedes enfocarlo en una mala etapa. La desaparición de Felipe. Tu cuerpo lo refleja oníricamente. Lo amabas profundamente. ¡Él estaba loco por ti!
—Debe ser eso…gracias por escucharme siempre Geno.
Se dejó sentir un suspiro de angustia
—Cuando quieras nos hacemos un viaje juntas. Y nos olvidamos de todos nuestros problemas. Te vendría bien ver sitios nuevos, Clara.
Se sintió un sonoro silencio. El
Gritaba.
¡¡¡Tengo miedo de ahogarme en esas aguas frías y oscuras!!!
En sueños la madura y melancólica Clara, se veía en medio de un océano infinito. Helado. Gélido como cuchillas. Y oscuro. Muy oscuro. Ella gritaba y se hundía. Tragaba agua. Se resistía a morir. Braceaba. Se hundía y tragaba más agua mientras aquel océano helado la abrazaba como un amante posesivo y celoso. No la dejaba escapar. Algo la arrastraba hacia abajo.
Serás mía en mis profundas aguas. De la oscuridad no sabrás salir…Clara.
—Sí. Deberíamos hacer un viaje, pero lejos del mar…— adivinó a responder Clara.
—Venga. No me seas así. Nos iríamos de crucero por el Atlántico. Así se te quitaría ese miedo al mar. Se esfumarían tus pesadillas. — Opinó Geno
—Puede ser. Puede…puede ser.
De la oscuridad no sabrás salir…Clara.
Las vacaciones en la empresa llegaron. Las dos compañeras tenían todo programado. Una semana de crucero por todo el mar Atlántico. Clara cada día se hallaba de mejor humor. Ese maldito sueño dejó de torturarla y la serenidad como la sonrisa regresaron a ella.
—¿Tanto crees en los sueños premonitorios? —preguntó una señora a otra en la cubierta del impresionante barco. El inmenso océano se abría majestuoso ante aquel crucero.
Clara que se hallaba al lado saboreando un dulce jugo de piña prestó de repente mucha atención.
—Sí. He tenido sueños de esos. Se caracterizan por se reiterados. Tener muchas veces el mismo sueño. Gracias a dios no eran cosas malas las que soñaba y se cumplían al poco tiempo. — Aseguró la Sra. González.
—No puedo creerlo. Perdona. Parece ser más historias de viejas que atormentaban a los niños para que se portaran bien. Leyendas.
—Luisa. Piensa lo que ten venga en gana. Yo sé lo que me digo. Soñé con la pérdida de un objeto muy querido en la familia. Un tesoro sentimental. Un broche de oro que lleva conmigo toda la vida. A la semana desapareció.
—¡Vaya mujer! Qué tonterías…eso te ha podido pasar sin soñar. Y más un broche de oro. El que te lo robara debe estar gastando el dinero. — expuso Luisa.
—Es imposible entrar en razón contigo — respondió airada la Sra. González. Era una mujer entrada en años. Sus ojos eran profundos y azules como el océano.
—Conozco una amiga que soñó todo un mes que perdía la vida en un accidente de tráfico. Al mes falleció chocando su coche contra un autobús…
—¡Dios! —respondió con temor Luisa.
Las dos señoras continuaron conversando animadamente, pero Clara cerró los ojos con sensación de temor y de angustia.
Serás mía en mis profundas aguas.
El vaso con el jugo de piña sobre el taburete de madera se derramó de repente. Clara temblaba.
La noche llegó. Geno y Clara hablaban en su camarote. Tenían mucho sueño. Se acostarían pronto para aprovechar todo el día desde temprana hora.
Clara se despertó agitada en mitad de la madrugada. Se cubrió con una camiseta lisa de algodón y caminó sobre la bella y desierta cubierta del barco. Advirtió que el mar se hallaba en la más completa oscuridad, abandonado por el bello satélite. Hacía mucho viento. Se abrazó así misma.
—Luna. Dónde te hallas…que iluminas los mares con tu mentira…—susurraba como melodía la melancólica Clara. Caminaba con el rostro de Felipe en su memoria.
«Sí. Te asesiné. Unos sedantes en la copa de vino y arrojado al mar desde nuestro yate. Ya no volverás a molestarme con tus celos. Solo un maldito sueño puede torturarme. Pero son solo sueños. Eres ya pasado. No volveré a ver tu maldito rostro jamás Felipe».
Miraba la oscuridad del mar. Pero sentía que algo en la profundidad del océano, la reclamaba para siempre. Contemplaba hipnótica las aguas gélidas y oscuras. De repente un vértigo profundo y un mareo extraño hizo que perdiera el equilibrio cayendo por la borda del navío.
Sólo las criaturas marítimas fueron testigos de cuánto luchó por salvar su vida. Pero acabó hundiéndose en las aguas frías y oscuras con los músculos aletargados. Algo tiraba de ella hacia abajo. En lo más profundo del mar. Los pulmones de Clara colapsaban…Antes de emitir su último suspiro adivinó a ver en medio de aquella oscuridad a Felipe. Su rostro devorado por los peces sonreía dándole la bienvenida a su nuevo hogar.
Narrativa
Armín Jesús Arceo Durán
La primera vez que Elaia escuchó a los robles cantar fue al despuntar el alba, cuando las brumas plateadas aún abrazaban los helechos y el aire olía a savia recién despierta. Había nacido entre muros de piedra y campanas de mercado, pero su corazón latía al compás de la fronda, y esa mañana —reclamando un destino que la ciudad no podía darle— se adentró en el BosqueSusurro con la capa empapada de rocío.
Lo que no esperaba era cruzarse, en el mismo lindero del bosque, con dos viajeras cuyo porte parecía trazar un puente entre cielos y raíces. Adhara llevaba el cabello dorado trenzado con hilos de luz y runas solares; Alhena, mechones castaños sujetos con plumas rituales que chispeaban con reflejos lunares. Las hermanas —una irradiando el resplandor cálido del alba, la otra la sombra luminosa del crepúsculo— conducían un corcel blanco moteado de gris como si hubieran cabalgado desde los mismos sueños del día y la noche.
—¿Buscas el corazón de la arboleda? —preguntó Adhara con voz suave, examinando el morral de Elaia lleno de frascos vacíos.
—Sí —respondió la joven herbolaria—. La fiebre de hierro consume a mi aldea.
Dicen que el bosque guarda una raíz capaz de curarlo todo.
Alhena intercambió una mirada con su hermana.
—Nosotras también buscamos sanar —explicó—. Donde pasamos, encontramos ríos enrojecidos y campos marchitos. Tal vez nuestros caminos se entrelacen.
Así, las tres mujeres penetraron juntas la penumbra verde. Cada paso crujía sobre hojas húmedas que exhalaban aromas terrosos; cada rayo filtrado pintaba constelaciones sobre sus rostros.
A medida que avanzaban, motas de luz azul comenzaron a danzar a su alrededor. No eran luciérnagas, sino hadas del bosque con alas traslúcidas y piel del color de la corteza húmeda. Una de ellas se posó en el hombro de Alhena, dejando un rastro de fragancia a melisa y canela.
—Salve, buscadoras —susurró—. Tus pisadas hieren las raíces cuando temes; camina donde el suelo respire.
Adhara sonrió y levantó la mano abierta, exhalando una sílaba de luz. El aire vibró con un timbre dorado, y las hadas respondieron en coro cristalino. Elaia, sorprendida, recitó la salutación ancestral que su abuela le había enseñado:
Pax in fronde. No traemos hierro, sino esperanza.
Las hadas batieron las alas y un sendero de raíces entrelazadas se alzó desde el musgo como una alfombra viviente. Con un gesto, la guía diminuta las invitó a seguirla.
El claro del roble y la dríada
El camino desembocó en un claro donde la luz caía como lluvia dorada. Un roble colosal se alzaba en el centro, su corteza fisurada por una hendidura que exhalaba brumas de clavo y miel. Allí aguardaba Lysanthe, driada de piel tostada y cabellera de hojas otoñales. Sus ojos —lagunas crepusculares— se posaron primero en Adhara y Alhena, luego en Elaia.
—Traéis luminarias de sol y luna, y un corazón humano que late por los suyos —dijo—Pero ¿por qué habría de ofrecer la Raíz Corazón a quienes pertenecen a un mundo que devora bosques?
Elaia habló de la fiebre de hierro y los pozos grises; Adhara añadió cómo la sequía consumía los campos al sur; Alhena relató el cauce enfermo del ríoUmbrío. Todas las voces confluyeron en un mismo ruego: sanar para salvaguardar.
La dríada se mantuvo en silencio. Un golpe hueco retumbó en la distancia: un árbol talado, quizá un presagio.
—Los mineros de Dorn —murmuró Lysanthe— han abierto una forja subterránea que corrompe la savia de la tierra. Cerrad esa herida y la raíz será vuestra.
Elaia se cortó el pulgar con una daga de obsidiana y dejó caer tres gotas de sangre sobre el musgo.
—SanguisPoenitentiae —susurró—. Que mi vida sea semilla de reparación.
Adhara extendió su palma y manifestó un diminuto sol que latía como un corazón dorado; de él brotó un rayo que selló la sangre con briznas de oro líquido.
—Yo presto la luz que germina —dijo.
Alhena arrodillada, hundió los dedos en la tierra; una bruma plateada emergió de la hojarasca, perfumando el aire con menta fría.
—Y yo presto la sombra que refresca — añadió.
El musgo floreció en una orquídea carmesí cuya fragancia mezclaba lluvia y resina. Lysanthe asintió. De su cabellera arrancó tres hebras de hoja y las transformó en un fino bastón de avellano, vibrante de poder natural.
—Pronunciad VinculumSylvae —indicó—. Lo verde acudirá. Pero recordad: cada hechizo reclama raíces y savia. No agotéis al bosque.
Guiadas por hadas que iluminaban la senda, las hermanas y Elaia descendieron hacia el cráter donde la forja ardía. Chispas anaranjadas y humo sulfuroso ocultaban un laberinto de vigas y tuberías.
—Si dividimos tareas, la llama caerá más rápido —propuso Alhena, su mirada plateada calculando vientos y sombras.
Adhara asintió, dibujando con dedos luminosos un sello solar sobre el bastón del bosque. Elaia sintió que el avellano latía al compás de su pulso.
Al pie de la galería, un capataz armado unció a los tres. Se alzó, gigantesco, entre cascadas de chispas. Antes de que atacara, Adhara susurró:
—LumenCustos!
Una esfera de resplandor auroral brotó de su palma y cegó al agresor; las hadas danzaron en espirales de oro. Alhena, veloz como una brisa nocturna, lo desarmó con una llave limpia y lo arrojó fuera del paso.
Elaia hincó el bastón en el suelo.
—VinculumSylvae! —clamó.
De las grietas brotaron raíces que se enroscaron en tuberías candentes, sofocando el fuego con jugos verdes. Las antorchas chispearon y se apagaron envueltas en flores improvisadas. Docenas de mineros huyeron, sus picos resonando contra la escoria endurecida.
Pero la llama central —un crisol de hierro negro— rugía aún. Alhena cerró los ojos, resonando con la luna interna que llevaba tatuada entre los omóplatos.
—ArcusTempestatis! —invocó, tensando un arco invisible. Una flecha de electricidad alba partió el aire y clavó el crisol, fragilizando su pared antracita.
Adhara levantó la mano:
—IgnisPurgo!
El fuego se tornó blanco, luego azul, y al final murió en un suspiro silvestre. El crisol estalló y se solidificó en pedazos opacos, como carbón petrificado.
El cráter quedó en silencio. La tierra tembló un instante, y en el centro apareció una semilla palpitante, roja como el alba: la Raíz Corazón transmutada. Elaia la sostuvo entre las manos; los filamentos latían como venas diminutas.
Cerca de allí, una grieta se abría al bosque profundo. Las raíces formaban un puente de retorno. El aire se tornó fragante; las hadas revoloteaban en júbilo. Las tres mujeres regresaron al claro con el fruto carmesí.
Lysanthe aguardaba bajo el roble. Tocó la raíz con ternura.
—Habéis devuelto al bosque su aliento —dijo—. Y habéis aprendido que sanar no es conquistar, sino intercambiar.
El bastón de avellano se deshizo en polvo de polen, y de ese polvo surgieron tres brazaletes de enredaderas vivas: uno abrazó la muñeca de Elaia, otro la de Adhara, otro la de Alhena.
—Llevad el LaquearViridis —explicó la dríada—. A donde vayáis, oiréis el susurro de las hojas. Sed sus guardianas.
Las hadas trenzaron cabellos y luz alrededor de las tres. Adhara alzó la vista: el cielo amanecía con una claridad recién lavada; Alhena aspiró profundo y percibió que el río Umbrío corría de nuevo limpio en la distancia. Elaia pensó en su hermano y en los niños exhaustos; la raíz latiendo contra su pecho era promesa y canción.
—Gracias —susurraron las tres al unísono.
El roble inclinó su copa y derramó luces verdes como lluvia perfumada. Lysanthe pronunció:
—MemoriaNemorum. Que el bosque guarde vuestros nombres.
Y así, con la RaízCorazón vibrando entre los pliegues de la capa, Adhara, Alhena y Elaia emprendieron el regreso. Cada estrella que titilaba en el firmamento, cada brisa que acariciaba pétalos y cortezas, susurraba la lección del LatidoVerde: la magia es la alianza entre la luz, la sombra y la savia; la naturaleza, un latido compartido que sólo florece cuando corazones distintos laten en un mismo pulso.
Carlos Enrique Saldívar
¡Cuidado, ya llegan!
Se acercaba una oleada de conspiranoicos. El reptiliano, espantado, se escapó de la Tierra.
Dos visitas
En tu puerta aguarda el amor. Apenada, decides no abrirle. Pues la muerte lo acompaña.
¡Se mueve!
Nació sin cabeza.
Crimen
Lo maté porque era igual a mí.
Mi deseo final
La Muerte me besó.
Epitafio reset
6 de junio de 1982 - 1 de enero de 2025
Aquí yace algo. No tiene nombre. Tampoco corazón. No descansa en paz. Se sacude, rasguña. Trata de escaparse.
No lo permitiremos.
Evitaremos que salga. Como cada noche hacemos. Si no, eso reiniciará la existencia.
Hay cortejo
“Sé que suena a cliché continuar una historia así, pero te amo. Más que a mi vida. Más que a todo lo que he conocido antes de ti. Eres lo más perfecto y luminoso que tengo; me brinda gozo saber que te presentas cada vez que lo deseo, para poder decírtelo de frente y logres responderme lo mismo”.
En tanto, la imagen en el espejo sufría, porque no quería someterse a esa persona tan apabullante que se paraba adelante de su figura para recitarle esas cosas sensibleras, aunque atosigadoras. El reflejo no aguantaba seguir fingiendo romance, pero no conseguía evitarlo.
Querido Carlos:
Si recibes esta carta es porque he muerto, porque hemos fallecido, ya que somos la misma persona. Tú eres el remitente y el destinatario. No obstante, tu deceso, ya sea por un tema imprevisto, como una enfermedad, o por causas naturales, no debe preocuparte.
Soy tu copia de seguridad, aquí alamacenaste tu consciencia, recuerdos, capacidades, y en este nuevo cuerpo puedo hacer todo lo que hacías cuando eras de carne y hueso.
Siéntete tranquilo, no somos uno, pero podríamos ser buenos amigos. Cuando despiertes clonado, en tu nuevo organismo de carne y hueso, te toparás conmigo: el ciborg.
Narrativa
La cruel persecución
Cuando despertó, el dinosaurio estaba ahí. El hombre le dijo: “te daré cinco minutos de ventaja, ¡corre!” La bestia, espantada, emprendió la carrera.
El cazador se puso su ropa deportiva, cogió su lanzamisiles y subió a su jeep.
Mientras huía a toda prisa, el dinosaurio pensó en su muerte cercana; fue una estupidez el aprovechar la caída del meteorito que provocó un desfase espaciotemporal en la Tierra y logró que algunos reptiles pudiesen viajar en el tiempo.
Solo deseaba aventurarse, conocer el futuro.
No obstante, cuando el estallido cercano lo hirió, supo que estaba en una época de seres horribles.
Quiso despertar, pero todavía soñaba con el color azul.
Azul de los mares, los cielos (en ciertos momentos o lugares), las ciudades.
Azul en las personas que conocía, en su manera de vestir, sus ojos, adornos, el brillo azulado que desprendían cuando conversaba con ellas.
Azul en las cosas que le rodeaban. Se preguntó por qué tanto azul.
No podía responderse a sí mismo aún, se encontraba en un sueño.
El color parecía hablarle y explicarle la razón de su existencia.
Su hija lo despertó temprano. Era día no laborable.
—Hola, papi, ¿cómo amaneciste?
—Súper bien, ¿y tú, Azul? Hijita.
Narrativa
Mariana Hernández
Capítulo de novela 1
Bajo la luz de la luna, un escándalo se escuchaba debido a un robo. Los criminales habían escapado atravesando callejones y patios traseros, pero la policía les seguía el paso con precisión. El trueno de los pisotones, el aliento que se escapaba de los pulmones y el compás del corazón acelerado era la cacofonía que tocaban en conjunto los perseguidos y los perseguidores. Finalmente, los segundos habían rastreado a los primeros hasta el mercado que, para bien o para mal, era el más grande de la ciudad y que permanecía abierto hasta altas horas de la noche.
Entre las luces amarillas, naranjas, azules, blancas y rosas de los puestos, las personas gritaban de un lado a otro promocionando sus productos, preguntando precios, o simplemente charlando en grupos. Si bien abundaban los jóvenes, que se divertían con juegos como los dardos y el alcohol, también se encontraban por todas partes ancianos y familias con niños pequeños e incluso bebés. El clima era fresco y una ligera brisa llevaba consigo el olor y el calor de la comida para mezclarlos con el calor humano de aquella multitud, generando un ambiente acogedor. Parecía una noche perfecta, si no fuera por
los dos ladrones que gritaban y cargaban consigo maletas enormes con el botín, golpeando y empujando a todo el que se atravesara en su huida y maldiciendo en voz alta. Cinco policías los perseguían, intentando coordinarse con la misma gracia que sus fugitivos.
—¡Fueron por allá! –gritó uno. Al oírlo, otro mandó órdenes a través de su comunicador.
—¡Rodeen el mercado! ¡No dejen que escapen!
—¡Cuidado con los civiles! –gritaba otro–¡Perseguimos hechiceros!
Los hechiceros se alejaron hacia el límite del mercado. Los policías aún no habían llegado a esa zona; si se apresuraban, podrían escapar. Atravesaron con rapidez el callejón, y estaban a punto de lograr su cometido cuando la silueta de una persona apareció de pronto frente a ellos.
—¡Fuera del camino! –gritó sin detener su carrera. Extendió una mano y una luz de un azul profundo salió de ella, hasta crear un círculo de magia con el símbolo de una gota en el medio. Entonces, cerró su puño. Un enorme chorro de agua a presión que se movía en espiral, similar a un taladro, salió con fuerza del círculo y en dirección a la silueta. Pensaba acabar con aquel estorbo, o por lo menos, asustarle para que se apartara y no interrumpiera su huida.
Sin embargo, no pasaron ninguna de esas dos cosas. El desconocido levantó su mano en cuanto vio la magia del ladrón. De ésta, apareció un círculo de magia rojo carmesí. La extendió hacia el ataque dirigido a él y, sin inmutarse, creó una llamarada de fuego tan caliente que evaporó por completo el agua en cuanto chocó con ésta.
—¡Atrás! –ordenó a su compañero el hechicero que había atacado. Ambos se detuvieron en seco, levantando polvo de sus pies. –Es un usuario.
El desconocido se acercó hacia ellos con la calma de quien no conoce el miedo. Era un hombre de piel morena, cabello rojizo y ojos color ámbar. Vestía una chaqueta de cuero color cobrizo, que hacía destacar todavía más el vibrante de su cabello y ojos, y unreluciente collar de plata. No tenía uniforme de policía y era sólo un hombre, lo que desconcertó a los fugitivos. ¿Sería algún idiota queriendo hacerse el héroe?
—Entonces, ustedes son los hechiceros que estoy buscando –dijo tranquilamente el hombre. Después, sonrió y arqueó una ceja al ver las maletas que llevaban–. ¿No creen que sea algo cliché robar un museo de arte? El ladrón que lo había atacado convocó de nuevo un círculo azul. Su compañero, por su parte, abrió su mano para crear un círculo de tono amarillo pálido, con el símbolo de un rayo en el medio. Chispas comenzaron a rodearlo, descargas de electricidad que producían sonido cuando hacían contacto con la tierra a su alrededor.
—Te lo voy a decir una vez. Lárgate –lo amenazó el primero.
—¿O qué? ¿Me vas a mojar los calcetines?
Lo atacaron a la vez: un chorro de agua a presión por la izquierda y un relámpago por la derecha. Aun así, él fue más rápido. Un círculo amarillo brillante se creó con un movimiento de su mano y apareció una barrera que lo protegió. Los ladrones tampoco perdieron el tiempo. Quien lo atacó con magia de agua convocó un círculo celeste, y apareció bajo sus pies una columna de hielo que lanzó tanto a él como a su compañero por encima del desconocido. Pensaban caer de rodillas a su espalda y seguir su huida, pero les fue imposible.
En el aire, el desconocido utilizó magia para prenderlos en llamas.
Cayeron al suelo, olvidándose de sus maletas con el botín y revolcándose sobre sí mismos para tratar de apagar el fuego mientras gritaban. Por su parte, el desconocido tomó las maletas, les sopló encima para apagar el fuego y sacudió el polvo que las ensuciaba.
Unos segundos después, los hechiceros se detuvieron, todavía en llamas. Confundidos y desorientados, observaron sus manos y su cuerpo.
—¿No…quema?
No les dio tiempo de actuar ante este nuevo descubrimiento. El hombre que acababa de hacer parecer que los había incinerado dejó las maletas acomodadas en el suelo, creó dos pequeños círculos de magia amarillo pálido en la punta de cada dedo índice y les dio una descarga eléctrica en el abdomen a ambos que los dejó en el suelo.
—Por supuesto que no quema –respondió–. No soy un usuario de Fuego de quinta que no puede ni controlar la quemadura de su flama.
Movió su mano y el fuego desapareció. Se acercó entonces a una de las maletas y la abrió. Había un jarrón y un montón de piezas que sólo pudo distinguir como parte de una exposición más compleja que estaba desarmada. En el fondo, un pequeño cuadro pintado (que todavía conservaba el marco en el que había sido expuesto) mostraba a un hombre barbudo en una biblioteca abarrotada de libros y papeles, mirando por una ventana de piedra. Aunque él no era conocedor del arte, esa pintura era tan famosa que no había nadie en todo el reino de Ruefille que no la reconociera al verla.
—¡Ah! Sí, creo que había oído que se iba a exponer aquí por un tiempo. Aprovecharon eso para robarla, ¿eh? –El hombre se puso de cuclillas y sacudió con burla la pintura en la cara de los hechiceros que permanecían en el suelo. Sólo respondieron con un gruñido, incapaces de moverse. - ¿Cómo se llama? “El Sabio”, o algo así. ¿Les iban a dar mucho dinero por ésta?
—¡Quietos! –Los policías aparecieron por el callejón. Apuntaron con armas en la mano– ¡Quedan arrestados!
—Muy tarde –respondió el desconocido, que se puso de pie y se arregló la ropa–. Ya los atrapé por ustedes.
—¡Dije quieto, hechicero! –volvió a gritar el policía, sin escucharlo – Las manos arriba. ¡Y no intentes nada! Un movimiento en falso y disparo.
—¿Quién, yo? –Se señaló con un dedo. Luego resopló, como fastidiado– ¿En serio? ¿No reconoces un mago cuando lo ves?
Abrió su chaqueta y rebuscó hasta sacar una placa. Casi tan grande como la palma de
su mano, era una placa con bordes dorados y un círculo con el centro rojo al que adornaban unas alas, también doradas. Alrededor del círculo había un pequeño marco de distintos colores. De inmediato, los policías se destensaron y bajaron las armas.
—Permitan que me presente –dijo el hombre, sonriendo tranquilo–. Tetsuya Sinos, Mago Oficial de Fuego Clase A. Un placer. No era un hechicero, sino un mago. Su placa oficial lo reconocía como tal.
—¿Un mago? – susurraron algunos.
—¿Dijo que era Clase A? Es un mago errante, entonces.
—Oye ¿no es aquel mago? El que pudo haberse convertido en Clase S…
El jefe de aquel grupo se aclaró la garganta ruidosamente para callar los murmullos. Después, se adelantó al resto y quedó frente a frente con Tetsuya.
—Le agradezco su cooperación, señor Sinos –dijo. –Nosotros nos encargaremos del resto.
Extendió su mano para que Tetsuya le diera el cuadro. Sin embargo, el mago sólo lo observó sin moverse.
—No –respondió.
El oficial parpadeó.
—¿Disculpe?
—Dije “no”. Está claro que no pueden encargarse.
La expresión de los policías se endureció.
—Con todo respeto, no puede aparecer de pronto y llevarse…
Con todo respeto, –lo interrumpió– usted y todo el escuadrón involucrado acaban de cometer una violación al Código de Seguridad Real y al Reglamento de Policía, así como un par de leyes especiales en relación con usua-
rios de magia. Está explícitamente dicho que, si necesitan tratar con un hechicero, la policía está obligada a llamar a un mago, de Clase C como mínimo. Y ni usted ni nadie aquí lo hicieron.
Algunos bajaron la mirada. Otros se mantuvieron observándolo, como retándolo, pero no pudieron decir nada al respecto.
—¿No se les ocurrió qué habría pasado si éstos usaban su magia en un lugar público y congestionado como el mercado? –Señaló a los hechiceros con la cabeza– Por más inútiles que parezcan, siguen siendo usuarios de magia. No llegarán lejos sólo correteándolos o disparándoles. Tienen suerte de que yo estuviera aquí, o se les hubieran escapado. El inicial asombro y respeto que había generado al mostrar su placa de Mago Oficial Clase A se había desvanecido. En su lugar, quedó un incómodo silencio al que sólo Tetsuya parecía inmune, apenas interrumpido por el bullicio del mercado y de las personas que se habían acercado al percibir un espectáculo de magia.
—Ahora, hagamos las cosas bien, ¿de acuerdo? Todos, aléjense diez metros de los hechiceros y mantengan a los civiles alejados otros cinco metros. Lidien ustedes también con la prensa. En cuanto a ustedes dos… —Se acercó a los hechiceros en el suelo, que apenas podían comenzar a mover los dedos. Sacó un par de esposas de otro bolsillo en su chaqueta y convocó un pequeño círculo de magia de Fuego en la punta de su dedo índice, de donde salió una pequeña flama. –Si intentan cualquier cosa, esta vez va a quemar de verdad. ¿Entienden?
Tetsuya se movió con eficiencia. Colocó las esposas a los dos hechiceros, unos rectángulos de metal con dos agujeros donde se colocaban las manos y con un dispositivo mágico en el centro en forma de esfera de cristal. Dentro de la esfera había un rayo en perpetuo movimiento, y estaba diseñado para dar ligeras descargas eléctricas a las manos en cuanto percibiera la activación de magia, aunque nada al nivel de la que él les dio.
Una vez esposados, los hechiceros eran poco peligrosos. Llamó a dos oficiales para que hicieran el reconocimiento de los objetos robados, y Tetsuya se acercó a uno para mostrarle el cuadro que seguía sosteniendo.
—Por cierto, ¿te sabes el nombre de esta pintura?
La oficial dudó un poco pues había sido tomada por sorpresa, pero al fin contestó.
—Es “El Sabio Hakezu en su Torre”.
—¡Ah, sí! Gracias, ya lo recordé. –Dicho esto, lanzó el cuadro hacia ella, quien lo atrapó torpemente, y dejó que siguieran con lo suyo.
Luego, disolvió al escuadrón de policías y se fue hacia la oficina central de magos de la zona. Una vez ahí, todo fue casi automático: entregó a los hechiceros, los identificaron, obtuvo su confesión del crimen, llenó el papeleo de rutina. Terminó con todo y cerró el caso en menos de tres horas.
Estaba a punto de dar por terminada su jornada laboral y regresar a su hotel a dormir, cuando un policía se le acercó con carpeta en mano. Era una nueva orden de último minuto.
—¿Cuál es el problema? -preguntó mientras hojeaba los papeles y las fotos del archivo.
—Un grupo de hechiceros se reúne en la zona marginada de la ciudad, donde secuestran personas para traficar con ellas. Les hemos estado siguiendo la pista durante un tiempo y, aprovechando que está usted aquí, pensamos que sería el momento perfecto para actuar. Tenemos motivos para creer que esta misma noche van a reunirse para entregar a las personas con otro grupo que los llevará fuera de Ruefille –le dijo el oficial de policía a cargo del caso, que había pedido que el mago Clase A trabajara con ellos. Tetsuya pensó que era bueno que existieran algunos policías así, que entendían cómo se debía hacer el trabajo.
Por otro lado, una misión de redada sonaba aburrido. Traficantes de ese tipo siempre se movían en grupos pequeños para no llamar la atención, con apenas uno o dos hechiceros en sus filas. De ser así, no necesitaban un Clase A para atraparlos, con un par de Clase B bastaría. Por otro lado, tampoco tenía nada mejor que hacer. Además, era el trabajo de los fuertes ayudar a los débiles, ¿no?
—Supongo que no puedo no darle una mano a alguien que explícitamente pide mi ayuda. –Cerró la carpeta del archivo y se la regresó con una sonrisa profesional. –¿Cuándo nos vamos?
Rocío Prieto Valdivia
Eran las seis de la madrugada de un invierno particularmente frío. Afuera, la niebla descendía como un telón denso sobre la ciudad dormida. Las farolas titilaban con una luz amarillenta y tímida, apenas logrando perforar la bruma. En un abrir y cerrar de ojos, el año se esfumaba.
Para Carlos, había sido el mejor de todos los años. Desde su oficina alfombrada, ubicada en un piso alto con vista al río grisáceo, contemplaba cómo el mundo parecía doblegarse ante su voluntad. Lo tenía todo: el puesto anhelado en la Secretaría de Pesca, donde los ventanales altos dejaban entrar la luz de la tarde y el aroma de café caro; los autos de lujo dormían brillantes en su cochera; los viajes en clase ejecutiva, con hoteles que olían a mármol y desinfectante importado; y esas viandas de restaurantes de autor, servidas con precisión milimétrica.
Todo eso lo hacía sentirse el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra.
Solo le faltaba una cosa: esa mujer que lo desarmaba. Rebeca, la criatura que lo hacía temblar con una sola sonrisa.
En otro punto de la ciudad, lejos de los edificios de cristal y los porteros uniformados, Rebeca despertaba en su pequeño departamento de techos altos y paredes ligeramente descascaradas. La luz entraba tenue por la cortina translúcida, tiñendo de ámbar las plantas alineadas en la repisa.
Entrecerró los ojos: era una nueva oportunidad para conquistar el mundo.
Se levantó y se calzó sus elegantes pantuflas de unicornio, una ironía privada que solo ella entendía. Cruzó el suelo de madera que crujía con un eco íntimo y encendió la estufa antigua de gas, mientras el frío se colaba por las rendijas de la ventana. Puso a calentar su té de hierbas en una olla esmaltada. El vapor comenzó a perfumar la cocina con eucalipto y menta. Mientras el agua comenzaba a burbujear, sonrió al recordar aquella tarde lejana en que conoció a Carlos.
Para ella, no era más que otro hombre deseándola.
—Ni siquiera te ha llamado—se dijo a sí misma—, carajo, ya deja de pensar en eso.
Apagó el fuego, dejando que el aroma flotara como un pensamiento sin resolver.
En la habitación contigua, decorada con dibujos infantiles y una lámpara de papel en forma de luna, dormía con una placidez absoluta una pequeña princesa. Ivanna. Fruto de un amor impetuoso con un fotófrafo de espíritu nómada.
Rebeca lo había amado tanto que a pesar de la traición —un matrimonio oculto en otra ciudad—, decidió darle a su hija el nombre de aquel hombre que la marcó sin retorno.
—Mamá, ¿puedes traerme un pastelillo? Y ese libro que dejé en la mesa anoche...
—Duérmete, Ivanna. Aún no es hora de comer esas cosas, es muy temprano.
—Pero mamá, no tengo sueño. ¡Papá prometió que hoy llamaría muy temprano!
—Anda, niña traviesa. Toma tu libro y espera a tu padre despierta.
Rebeca continuó su rutina. Se sentó junto a la ventana que daba a un patio interior lleno de macetas y sillas oxidadas. Leyó unas páginas, escribió en su cuaderno de tapas duras y bebió su té de hierbas.
Pasadas las ocho de la mañana, tras dejar todo en orden, salió rumbo al trabajo. Caminó diez calles: la acera irregular, el bullicio del mercado abriéndose paso, los saludos de vecinas con bolsas de pan. Su andar era ligero, casi etéreo, como si no perteneciera del todo a ese entorno. Al mediodía, tras cancelar una cita, se dirigió a la oficina privada de Carlos, ubicada en una torre acristalada con vista a la plazoleta principal.
Al verla llegar, a él se le iluminaron los ojos. El despacho tenía aroma a cuero y maderas nobles, alfombras espesas, y un reloj antiguo marcando los segundos como si los susurrara. La abrazó con fuerza. Charlaron unos minutos, compartieron un café cremoso servido en vajilla de porcelana fina, y, entre broma y broma, Rebeca le coqueteó sin recato alguno. Su voz era una melodía entre ironía y caricia.
Le habló con tan sutileza y esa elegancia que Carlos sin darse cuenta la dejo que le besara el cuello y esta a su vez le fue aflojando la corbata anaranjada —ese trozo de tela que él usaba como insignia de su éxito terminó en el suelo.
Hicieron el amor como lo hacen los poemas: a versos sueltos, sin miedo al desorden ni temor al silencio. No hubo prisa ni promesas, solo la certeza momentánea de habitar algo verdadero. Al finalizar, Carlos no dijo palabra. Observó a Rebeca mientras se vestía, con esa mezcla de nostalgia y reverencia que se siente ante lo bello y lo efímero. Pensó en todo lo que había alcanzado, en lo que aún deseaba, y en la certidumbre de que ningún poder —ni el del dinero, ni el del deseo satisfecho— podía anclar por completo la voluntad de otra alma.
Cuando ella cerró la puerta tras de sí, Carlos se quedó inmóvil. Tomó la corbata del suelo, se la llevó al rostro, aspirando el leve perfume que aún quedaba impregnado. Luego caminó hasta la ventana. Afuera, el parque era una pintura en movimiento: árboles desnudos, madres empujando cochecitos, un hombre viejo lanzando migas a las palomas.
—He tenido todo —murmuró— y aún así, no poseo nada. Porque lo único real es lo que se escapa.
Y volvió a sentarse, no como quien espera, sino como quien, por fin, comprende que las mujeres son libres y siempre vuelven porque el amor y el deseo por su hombre las llena y la hace saborear la libertad deseada.
Diego Yani
—Doña Eulalia se está muriendo, hijo— le comunicó su madre desde su lejano pueblo litoraleño— Y, antes de morirse, pidió verte…
El viaje desde Buenos Aires había sido largo y tedioso, pero Manuel no había dudado en dirigirse a su pueblito natal tras enterarse de la grave enfermedad que asaltaba a Doña Eulalia. Después de todo él, como tantos de su pueblo, le debía todo a esa santa mujer.
El calor era agobiante. Sin dudas, los años pasados en la inmensa Capital le habían hecho olvidar ese sol omnipresente que traspasaba la piel y perforaba los huesos de su tierra. Era la hora de la tarde y las ruidosas cigarras chillaban coralmente interrumpiendo el sagrado silencio de la siesta. Mientras caminaba por el monótono sendero bordado de copiosos árboles, el rostro simple y de ojos vacíos de la mujer lo asaltó de repente.
—A Doña Eulalia Diosito le arrebató el sentido de la vista, pero ella ve más que ninguno de nosotros…—le había dicho más de una vez su madre durante esa lejanísima infancia que había quedado atrapada entre los límites polvorientos del pueblo.
Recordó esos primeros años transcurridos en medio de la frondosa naturaleza, cazando ranas e insectos, bajo el sol abrasador que se abatía sobre las calles durante las interminables tardes mientras todos dormían. Le vino a la memoria la imagen de los pescadores apostados a lo largo del río, el infaltable zumbido
de los insectos a la hora de la siesta, y el olor a tierra húmeda que se apoderaba del ambiente cuando alguna tormenta bendecía el suelo. Pero era sobre todo el recuerdo de Doña Eulalia que se imponía entre todos los de su niñez. La veía dentro de esa humilde casa de madera, rodeada de sus estampas de santos, sus yuyos milagrosos y su mirada vacía. Y por supuesto que la imagen de las manos venosas y mugrientas de la vieja agarrando el sapo, jamás lo había abandonado. Esa escena era imborrable.
El ruidoso parloteo de las cotorras lo apartó de su pensamiento. A esa hora de la tarde el sol reinaba como monarca absoluto sobre esos pagos olvidados, y ni el mismo Diablo — tan acostumbrado al calor del Infierno— se atrevía a transitar por los senderos. De vez en cuando alguna cabeza curiosa asomaba detrás de las ventanas mientras él caminaba hacia la casucha donde la vida de Doña Eulalia se apagaba. Manuel se preguntó si esas miradas indiscretas reconocerían en él al niño que, a la sombra de esos frondosos árboles, había crecido a la vera del rio. Y se interrogó también si la Santa Mujer habría previsto la fecha de su propia muerte, así como había pronosticado la de él mismo.
“Morirás al cumplir 98 años”, había sentenciado décadas atrás la vieja cambiando con tan simple frase toda su vida. Él tendría por entonces solo unos diez años y la trágica e
inesperada muerte del padre había diezmado su ánimo y lo había, literalmente, paralizado.
—Yo le había dicho que no fuera, que no saliera esa noche porque Doña Eulalia me había advertido del peligro que le acechaba. Pero tu padre nunca me escuchaba, y acusándome de no ser más que una hembra celosa se fue no más…Y ahí mismo, en la vera del rio, lo encontraron ya frío…
Sacó un pañuelo de tela blanco del bolsillo del pantalón y se secó la frente sudorosa. Ese primer encuentro con esa desconocida muerte que parecía surgir de repente y llevarse a padres, hijos o hermanos indiferente ante el dolor o los pedidos de piedad de los seres queridos, lo había sumido en un profundo terror. A partir de ese momento, un pequeño y atemorizado Manuel había dejado de pescar y de jugar con sus amigos durante las horas de la siesta cuando todos dormían. Sabía que la Muerte deambulaba en medio de los arbustos y se escondía entre los matorrales a la caza de victimas desprevenidas para robarles, a traición, la vida. Sabía que a veces se manifestaba a través de las numerosas arañas que tejían sus artísticas telas entre los añosos árboles, o por medio de esas serpientes que reptaban amenazantes cerca de las casas. Se desesperaba y entraba en pánico cuando su madre salía de la casa rumbo al mercadito o a la humilde y blanca capillita para rezar por la memoria de su marido, pues temía que la traicionera Muerte también la cazara. También se despertaba en mitad de la noche, sudando y gritando, tras haber escapado de ese esqueleto cubierto por una pesada capucha oscura que lo corría durante su sueño. Ya no salía, y pasaba los largos e interminables
días recluido en su diminuta pieza con la cortina de la ventana echada para evitar la vista de esa impaciente Muerte que seguro lo espiaba desde afuera.
—¡Ay niñito mío! —había dicho la Santa Mujer cuando su madre, desesperada, se lo había llevado para que lo curara de esa abulia que lo había invadido desde la muerte del progenitor.
—¿Así que te da miedo morirte de repente como tu papá?
El recuerdo de ese rancho de madera donde vivía la esquelética mujer le produjo escalofríos: eran dos habitaciones apenas alumbradas con unas míseras lamparitas de luz mortecina, y por velas blancas, negras y rojas cuyas llamas dotaban a todo el lugar de una sofocante atmosfera. Algunas imágenes de santos decoraban el enclenque aparador, y una enorme figura de San La Muerte reinaba sobre un improvisado altar. ¿Seguiría esa casa ahora igual…?
— Ven, vamos a ver que nos dicen las tripas del sapo…— había dicho en aquella oportunidad la vieja ciega tomando con esas manos frías y arrugadas su pequeño mentón de niño.
Manuel se estremeció al rememorar la horrible escena del batracio: Doña Eulalia había extraído ese indefenso animalito de una especie de olla, había tomado un cuchillo, y sin más, lo había abierto para examinar sus tripas con sus callosas manos. A pesar de las décadas transcurridas, los sonidos guturales y desesperados que emitía ese pobre animal mientras se contorsionaba panza arriba en brutal agonía a medida que los delgados dedos deslizaban el afilado cuchillo a lo largo
memoria. Él, espantado y fascinado a la vez por lo grotesco del espectáculo, apenas había podido reprimir la náusea originada en su estómago revuelto.
—Ahora ven a ver que dice el santito... —había agregado después la vieja mientras se dirigía al altar de San La Muerte y depositaba los restos del batracio a los pies de la imagen.
Las sombras de la mujer y la figura del Santo bailaban caprichosas sobre la pared descascarada producto de las flameantes llamas de las velas. Los ojos blancos, sin vida, se posaron sobre la gris calavera apenas disimulada bajo la negra capucha. El silencio lo invadió todo.
Después, de golpe, Doña Eulalia había explotado en una grotesca y siniestra carcajada que, rebotando en las frágiles paredes, había embotado todos los sentidos del confundido niño.
— Bueno, bueno….—había dicho acariciando las mejillas de Manuel con sus manos todavía sucias por las tripas viscosas del sapo— Parece que no tenés de que preocuparte, che: el Santito no reclamará tu alma por muchos años…
Y luego había agregado la salvadora frase:
—Morirás a los 98 años…
Sonrió al recordar la milagrosa predicción que lo había arrojado de nuevo a su vida normal de niño y le había permitido, durante toda su vida de adulto, asumir los riesgos más peligrosos, los desafíos más extremos, envuelto en la inusual seguridad que le brindaba la predicción del Santo. Esas simples palabras de Doña Eulalia lo habían transformado de repente en alguien invencible. ¿Quién sabe que habría sido de él si la vieja ciega no hubiera pronunciado esa frase?
Llegó a la casa. Se detuvo ante el pequeño jardincito entre cuyas plantas de amarillentas hojas dormitaba un perezoso gato blanco. Llamó haciendo sonar sus palmas y esperó bajo el sol abrasador de la tarde. De repente, cierto nerviosismo lo invadió. Esperó. Después de unos segundos, una mujer abrió la puerta mosquetera y, sin intercambiar palabra alguna, lo hizo pasar. Sin dudas lo esperaban. A pesar de la cortina de tiritas plásticas multicolores que cubría la única ventana, varias moscas molestas revoloteaban ruidosas en el interior de esa pocilga.
Atravesó la sala y se persignó respetuosamente ante el altar de San La Muerte. La imagen del agonizante sapo lo asaltó y volvió a sentir náuseas. En la otra pieza la vieja ciega yacía en un catre de mantas sucias y descoloridas. A ambos lados del angosto lecho, sobre el cual reposaba un desnutrido colchón cuya dureza resultaba evidente, dos mujeres de inútiles ojos blanquecinos, abanicaban a la moribunda con trozos de cartón. Manuel se acercó. Las mujeres de miradas vacías cerraron los improvisados abanicos y abandonaron la pieza con su paso cansino. Los susurros de algunas plegarias se desprendieron de esas bocas desdentadas.
—Hola… —dijo Manuel tomando las manos de la vieja Eulalia. Se turbó al ver la delgadez extrema de ese cuerpo cadavérico y la cara amarillenta de la mujer. Sin dudas no le quedaba mucho. Ella reconoció su voz.
—Sabía que ibas a venir, che…— dijo la vieja mientras un bosquejo de sonrisa se insinuaba en los agrietados labios.
—Mi madre me dijo que quería verme…
—Así es, m’hijo…—asintió — Usted sabe que una tiene que morirse tranquila…Y para irse de este mundo en paz, el Santito— señaló la pieza contigua de la cual arribaban las plegarias susurradas a San La Muerte— nos pide que no dejemos cuentas pendientes en esta tierra… Manuel, confundido, comenzó a percibir como una cierta e inexplicable inquietud le turbaba el ánimo. ¿Qué tenía que ver eso con él…?
— Pero Usted Doña Eulalia no creo que tenga cuentas pendientes con nadie. ¡Sino ha hecho más que el Bien a todos los de este pueblo…!—comenzó a decir tratando de consolarla — ¡Y mucho menos conmigo! ¿Sabe qué…? ¡A mí, por ejemplo, me cambió el destino cuando me transmitió el mensaje del Santito sobre mi larguísima vida! Le digo más: no hubiera tenido el coraje de hacer ni la mitad de las cosas que hice si no me hubiera usted librado del miedo a esa muerte que siempre creí inminente. Todos los riesgos que tomé —¡y que fueron muchísimos!—, toda la experiencia de vida que me llevaré de este mundo dentro de muchos años cuando se cumpla la predicción, todo lo que hice, fue gracias a Usted, y al Santito, por supuesto. Por eso yo le estoy…— la mujer no cesaba de negar lenta pero insistentemente con la cabeza. Él se detuvo. La inquietud que había sido incipiente, cobró fuerza y se apoderó de su garganta. Le faltaba el aire. Con apenas un susurro de voz la mujer agregó:
—Esa es mi cuenta pendiente con vos, che…
—¿Entonces esa predicción, ese mensaje, nunca..?— no pudo terminar la frase.
Doña Eulalia cerró sus vacíos ojos y no respondió.
Poco tiempo después de la muerte de la vieja, una trágica noticia proveniente de la lejana Capital sacudió el sopor del adormecido pueblito litoraleño y sorprendió a todos: la muerte súbita e inexplicable del joven Manuel. A todos menos a las dos viejas ciegas que le dedicaron una larga plegaria y encendieron una enorme vela roja en su memoria, a los pies de la imagen de San La Muerte.
Oscar Contreras Tovar
La visita de Patricia Lafarga a la Facultad de Ciencias Administrativas y Sociales de la Universidad Autónoma de Baja California, no fue ni conferencia ni taller, y tampoco quiso parecerlo. Fue una conversación sin maquillaje, un espejo sin marco, una clase de periodismo dictada desde el interior de las entrañas y no con PowerPoint y laser.
Nos encontramos en un aula llena de juventud y hambre por el conocimiento. No había estrado ni micrófono. Tampoco presentación oficial. Patricia Lafarga entró y saludó como si volviera a casa, aunque solo algunos la reconocían por la pantalla o por las redes.
“Cuando empecé a trabajar, ni siquiera sabía dónde estaba el Ayuntamiento. Entré a esta carrera con una idea vaga, como muchos. De hecho, yo decía que quería estudiar periodismo para casarme con Javier Alatorre. Suena ridículo, lo sé, pero así empezó todo: con una imagen idealizada. Y poco a poco, esa fantasía se fue convirtiendo en una vocación real”.
“En la universidad, la mayoría de mis profesores hablaban más de sus logros que de lo que implicaba realmente trabajar en el medio. Presumían, pero no compartían. Yo no quería escuchar solo éxitos; quería saber la verdad: los fracasos, los errores, lo que de verdad pasa allá afuera. Por eso me gusta tanto lo que está haciendo Joatam, el maestro de ustedes: llevarlos a la calle, a enfrentar la realidad. El periodismo se aprende haciendo”.
“Mis prácticas en El Vigía fueron mi bautizo de fuego. Ahí empezó el verdadero terror. Ya no era teoría, era la vida real. El trabajo no tiene horario: te llaman un domingo a las 3 de la madrugada y no puedes decir que no. No le puedes decir al muerto que se muera el lunes”.
“Recuerdo la primera vez que cubrí nota roja en la noche. Vi un muerto... y salí corriendo. Lo confieso. No fui valiente en ese momento. Pero después volví, y seguí. Porque ser valiente no es no tener miedo, es seguir a pesar del miedo”.
“En algún momento, me despidieron del CETIS universidad. Caí en una depresión. No es fácil hablar de eso, pero lo hago porque creo que es importante que se sepa. Nadie cuenta sus errores, todos quieren contar sus aciertos. Pero el fracaso también forma parte del camino. A veces, necesitas tocar fondo para reencontrarte con lo que amas”.
“Cuando al fin cumplí el sueño de conducir un noticiero, recibí comentarios brutales: que si tenía “cara de mongola”, que mejor me dedicara a otra cosa. ¡Lloré, claro! Pero no me detuve. Aprendí a bloquear, literal y emocionalmente, a quienes me agreden. Hay que tener piel gruesa sin perder la sensibilidad”.
“Aunque estaba al frente del noticiero, lo que realmente me apasionaba era salir a reportear. Me escapaba a las 6 am a hacer notas, aunque eso significara que mi productor se enojara. Esa era yo, siendo feliz. El contenido es lo que me mueve, no el prestigio”.
“Una vez, por una publicación sobre un supuesto puma, la gente entró en paranoia. Todo por no verificar. La familia de la chica que lo publicó la pasó muy mal. Yo decidí no sacar la nota. ¿Por qué? Porque el periodismo no siempre se trata de publicar; a veces se trata de frenar una mentira. Investigué, hablé con veterinarios, contacté a la Profepa, y al final no hice la nota. Pero fue lo correcto”.
“Otra vez, un muerto tenía una cobija encima. La gente dijo que era un ´encobijado´ Pero no: le pusieron la cobija porque murió en la calle. Esa diferencia cambia todo. El lenguaje importa. Las palabras crean realidades, o las distorsionan”.
“Los medios tradicionales no deben pelearse con las redes sociales. Hay que evolucionar. Yo misma me metí a un curso en el CETIS para actualizarme. Aprendí a editar, a grabar, a entender los algoritmos. Uno no puede quedarse atrás. No basta con escribir bonito”.
“Tuve un TikTok con miles de seguidores, pero un día me di cuenta de que solo alimentaba mi ego. No era un canal de comunicación útil. Así que lo dejé. El éxito no siempre son los números. A veces es saber cuándo parar y reinventarse”.
“Entrar al mundo laboral en medios no es fácil. Hay que aguantar. Los horarios, el estrés, los temas duros… todo eso forma parte.
Una semana tuve que cubrir varios casos trágicos, uno tras otro. Mientras tanto, algunos compañeros solo pensaban en que ya era su hora de salida. No todos están hechos para esto. Y está bien. Pero si vas a estar, tienes que estar de verdad”.
“Recuerdo cuando me dijeron que tenía que ser proactiva. Yo no sabía ni qué significaba. Aprendí a la mala: equivocándome, preguntando, intentando. Y aún lo hago. Porque este oficio se aprende así: con errores y con terquedad”.
La historia de Paty Lafarga es una muestra honesta y cruda de lo que significa hacer periodismo local. Ella no quiso romantizar su camino: muestra el dolor, la duda, el miedo… pero también la pasión, la ética y el amor por contar historias. ¡Su voz, no solo informa: transforma!
Diana Laura García Rodríguez
En las palmeras pelonas y los cafetales infinitos de Atoyac de Álvarez existe una literatura de resistencia donde la pérdida se convierte en verbo, en imagen, en consuelo. El poemario “A la vera del calor el celofán del duelo nos envuelve”, del escritor Jesús Bartolo nos invita a recorrer ese espacio íntimo y desgarrador que es la pérdida de su madre. A través de versos que oscilan entre el dolor y la memoria, el autor convierte su experiencia personal en una reflexión universal sobre la muerte, el amor y la ausencia. Dicho esto, sabemos que existen innumerables manuales para el dolor, vistos desde la filosofía, la psicología, la literatura y demás ciencias, pero ¿En qué momento se nos creó este dogma sobre el dolor? ¿Cuándo el dolor se convirtió en pasos a seguir? El duelo es algo tan íntimo del ser humano, pero a su vez tan censurado que hablar de pérdida nos parece algo incorrecto, sin embargo, cuando sucede, ese manto de angustia y dolor nos escarba en lo más recóndito de nuestro ser, nos crea mudez, rabia, angustia, desesperanza y orfandad. En versos como:
“Así sin arrestos, sin ruido, sin lágrimas miro por primera vez la pasividad en tu rostro; como nunca, como ahora, me hace falta tu voz, la severidad de tu rostro”
Estos versos nos muestran que hay algo más allá de solo la pérdida física, sino que también en alma y pensamiento, ya que ésta no solamente se queda entre los rezos del novenario, o el pequeño espacio en el panteón indigno de la persona que lo habita; si no, que está en todos los lugares en el mar que besa con olas morenas, los pájaros que extrañan, las palmeras, los peces, el calor y cada célula de nuestro ser. A través de metáforas que son como espejos rotos, el autor transforma su tristeza en versos, haciendo del lenguaje un abrazo entre lo irremediable y lo eterno. La presencia de un ser querido sobrepasa todas las leyes que existen, así como Bartolo lo expresa en el calor sofocante de la Costa, ese clima que te recuerda que estás vivo pero incompleto.
El amor y la muerte es algo a lo que el ser humano está predispuesto desde su nacimiento, la agresividad de la sociedad dice que los hijos entierran a sus padres y que a eso se viene a este mundo, y la insensibilidad y el dolor es algo que acompaña nuestro camino hacia la resignación. La pena es como el mar de Hacienda de Cabañas ese inmenso océano que guarda muchos secretos en su interior; y también es acompañado de miradas curiosas que parecen saber cada aspecto de nuestra vida familiar.
La literatura es un espacio artístico en el cual el poeta o cualquier persona puede
expresar de manera más cruda o en su defecto fantasiosa sus más recónditos secretos con la libertad de que pueden o no salir a la luz, sin embargo a lo largo de la historia han existido una gran variedad de poemarios y libros que hablan sobre este suceso lo cual algunos no logran hacer conectar al lector con su narrativa debido a que lo exponen de una manera morbosa, sin embargo Bartolo en su poemario crea una conexión con el lector desde el primer verso, y a lo largo de éste gracias a sus metáforas puedes transportarte o incluso habitar la propia piel del autor con cada verso siendo uno más desgarrador que el otro, en esta antología poética el escritor nos describe la manera en la cual está herido, herido por el silencio, ése silencio que en varias ocasiones ha sido un lugar de paz ahora es un recordatorio de la soledad.
Con el fallecimiento de una persona queda una tristeza indescriptible que bifurca nuestra vida en un antes y después de nuestro ser amado, también muestra la vida con flashbacks con momentos como cocinar juntos, hornear panes, una charla o simplemente la presencia de nuestro amor, y también llega el momento en que reflexionas sobre las anécdotas no contadas, las recetas no compartidas y los abrazos no dados y es en esos momentos cuando te abrazas a los recuerdos que parecen no ser suficientes para aliviar el dolor.
El camino hacia la aceptación es un viaje sumamente complicado que está lleno de pequeñas piedritas que nos entran a los ojos y a los zapatos que hacen cada vez más incómodo esta travesía, pero hay momentos en los que te sientas y agradeces a la vida por darte el privilegio de conocer a la persona más maravillosa del mundo y aún de hacerla tu madre. Con esto sabemos que “El amor es la única cosa que podemos percibir y que trasciende dimensiones de tiempo y espacio”.
Por Rosario de Fátima A´Lmea Suárez
Dentro de las voces ecuatorianas están autoras que desde sus realidades crean su relación con el mundo y sus presupuestos. Así tenemos a Thalía Cedeño, procedente de Manabí, una provincia costera. Aquí, analizo algunos de sus poemarios, publicados en distintas fechas. Ella como voz lírica y agente poético ejemplifica la búsqueda que se da en el viaje de la vida y el lenguaje que se elige, en este caso, la poesía, en sí, el arte como manifestación del espíritu. Por tal razón, en sus propias palabras está ese actuar que pone a la voz poética como agente, como ser activo dueño de su poder de enunciación y de generador del saber-hablar: “Hay seres que vagan cantando / en busca del amor / y cuando no lo encuentran / vuelven los ojos a Dios” (1983, p. 20).
Este viaje por el cuestionamiento hacia el conocimiento comienza desde lo sensible, por ello, en su primer poemario, Las espigas de la vida, hay un predominio de las descripciones de la naturaleza universal y personal como su cuerpo y el de los otros (los pobres y el amado). Con el cuerpo ajenos se potencian diferentes formas de amor:
el ágape y el de eros. Este último relacionado con la comprensión de lo próximo, que lo imbrica con el palpar al ser amado y a través de este el amor-dolor de la maternidad y el abandono. No se queda atrás el pensar sobre el tiempo a través del aparato de invención humana para remontarse a su finitud, el reloj; asimismo, la acción de crear y de escribir con las metonimias de instrumento: lápiz y papel.
Recuerdo el ejercicio propuesto por Joseph Addison (1672-1719), quien aseveraba que la imaginación se alimenta del arte plasmado en la naturaleza y en sus reproducciones y cuyos presupuestos modificados en partes fueron retomados por los románticos; pero que igual que Longino nos legó el proceso cerebral y anímico de la necesidad humana por el arte (telos). Para ello, pasa por dos estadios diferenciales: el primario, donde somos expuestos al acercamiento a los objetos concretos gracias a nuestro principal sentido: la vista. En este proceso, la valoración parte por reconocer lo grandioso, lo singular y lo bello. En el secundario, las experiencias son las mismas, sin embargo, los detonantes no se encuentran
en la naturaleza, sino que han sido recreados por el ser humano para producir esas sensaciones o estados anímicos; uno de los productos donde se plasma es el arte, que imbrica el sueño, los recuerdos y las ideas. En cada una de estas percepciones se aviva un placer en la imaginación, pues llegamos a un conocimiento determinado. Así, ocurre con la voz poética de Thalía Cedeño, donde en cada gusto y desagrado le llevan a excitar su inquietud sobre la creación y, por lo tanto, del “hacedor” de todo lo existente dentro del mundo sensible.
, hay un diálogo con elementos de la naturaleza, que detonan en la voz poética la reflexión por la existencia y el reflejo de la magnificencia de la vida y también, de la finitud. En poemas cortos con un predominio de figuras patéticas como la exclamación y la interrogación, se canta a “las ondas”, “la alondra”, “el viento”, “el río”, así como, “el eco”, “el silencio”, “la razón” donde se trasluce esa dubitación ante la certeza de asirla en una vida. Es un cuestionamiento en tono cartesiano, que pone la duda en la validez de los sentidos: “¡Vano espejismo el mar / encantador! / ¿Qué sendero tu piel inflamará?” (1990, p. 9)
En una segunda parte de este poemario, se presenta un cambio de tono, donde se utiliza la macroestructura narrativa para dialogar con la mitología griega, la poesía y dios como creador, pero también como ser que no interviene en las injusticias mundanas: “El que yace dormido / por en nombre del padre y del hijo / despierta / santo en todas sus obras /
En una forma de relato, la búsqueda del poetizar se alegoriza con el viaje en compañía de un asno, a quien se le presta la voz y se manifiesta fidelidad, ya que simboliza el mundo sensible como acercamiento indispensable para cualquier comprensión de lo abstracto: sin predominios; sino interrelaciones: “Tengo amor por mi asno / no puedo dejarlo / ve con él y di que rechazaste
En una tercera parte, donde se reconoce una sola intención está el diálogo con el alma, una , que alterna lo explícito del intercambio verbal o solo se describe las situaciones donde el alma ha crecido con los dolores, pruebas y aprendizajes. Aquí, no se deja la actividad que preocupa a la voz poética: el pensar, por ello, recurre a la amplificación, antropomorfización y, muchas veces, animismo: “Cuando la aurora encabrita la sal / de los cuerpos malditos / pienso en la rosa perfecta / menudo oropel / menuda llama primera / mano y misterio trunco del amor / mano muerta” (1990, p. 57).
, un poemario constituido por dos partes diferenciables por el tono de la voz de la enunciación. En la primera, es el reflexionar a través de los recuerdos y de los objetos evocados; es el pensar sobre lo transcurrido y lo que han dejado esas experiencias: “En un café de la ciudad / hago la ceremonia. / Dentro de la taza paseamos. / Y no estás. ¡Y qué importa! / Las heridas dicen: tengo miedo. / Inventa la miel / La hiel / Palomas” (1995, p. ).
En este poemario, se recurre a un juego con la ironía que se trasluce en una voz, que da un contrapunto, muchas veces, con tintes pesimistas, pero que completa la reflexión sobre los otros y sus relaciones compartidas. En este punto de la vida, ya se está de regreso con el aprendizaje, por ello, asevera la voz poética “Hoy ya soy lámpara”. Esta citación recuerda la determinación
dada por Abrams en su texto, donde de la lámpara representa el conocimiento que de sí misma tiene la conciencia, una metáfora interiorizada de la visión diurna” como lo analiza Paul De Man, al contraponerla con la definición dada por Yeats; en Abrams la relación indica el arribo a un estadio de la evolución de la mente, donde se pasa de un elemento natural a uno de iluminación, por ello, el título del poemario, en el que se hace un guiño con el lector para denotar un proceso de cambio, propio de los seres humanos que han pasado los retos del viaje para culminar con el regreso de oriente para devolver a la existencia un alma renovada. Yo combibinaría algo de lo dicho por Yeats, pues en este entendimiento la competencia textual sobresale, pues la referencia a otros textos es indispensable para comprender los significados. En el caso de la voz de Thalía Cedeño, la reticencia con las huellas bíblicas.
En la última parte, los destellos de esa renovación son presentados con una elucubración sobre el azul y la luz como un juego con referencia a un cuasi palíndromo (azulluza), además, en los versos que se aúnan, se repite la misma idea de iluminación y por ello, el campo semántico hace que el lector sienta este devenir de la voz poética; por eso, escuchamos: “sueño de la luz”, “luciérnagas”, “sol”, “rayo”, “fuegos”, “fulgores”, “llamas”… En sí, es la experiencia de lo grandioso, donde el entusiasmo lleva a la contemplación de lo eterno y la libertad.
En Érase una vez que el árbol, un poemario de once poemas numerados, la voz poética se sume en una reflexión que la lleva al interior de sí misma, donde hace disquisicio-
aquí se continúe con el diálogo-crítica-ironía hacia las palabras huellas de lo judeocristiano y se
Este poemario requiere de muchas referencias para comprender sus significados alegóricos e intratextuales; es un talante diferencial en esta voz poética, donde certifica ese afán de poner el pensamiento en diálogo con el sentimiento en una creación que tiende a lo filosófico, incluso, por
Luego de esta lectura enriquecedora, se confirma que la poesía y la filosofía pueden darse muy bien la mano. Ya, en Latinoamérica, hemos tenido poetas que han optado por esta imbricación, voces como las de Porchia y Juarroz nos han invitado a un nuevo quehacer con la palabra. En Ecuador, tenemos a Thalía Cedeño, quien deja significados latentes dignos de un acercamiento leitmotiv. Los estudiosos actuales de la literatura tienen en esta voz manabita un objeto de estudio para demostrar que en nuestro país se hace literatura diversa
En consecuencia, no me queda más que invitar a lectores y lectoras a acercarse a una creación que imbrica lo filosófico con lo intimista en un proceso de reconocimiento de lo externo y lo interno. Algo que no es común en las voces poéticas del siglo XXI y que merece ser leído para cambiar la perspectiva acuñada desde épocas anteriores, que nos ha legado la creencia que la poesía escrita por mujeres se limita a temas alejados de disquisiciones filosóficas. Queda para el
Cedeño, Th. (1983). Las espigas de la vida. Capulí. ______________ (1990). Detrás de las campanas. Ministerio de Relaciones Exteriores
______________(2000). Érase una vez que el árbol.
Por Ahmed Balghzal
Las historias infantiles son cuentos, además de nunca acabar, de siempre volver. Vuelven a ocurrir, para ponernos ante la evidencia de la condición sísifica de nuestra existencia, o en el extremo de los casos, como lo muestra la siguiente anécdota, que vivimos en eternidad lo paramnésico del déjà vu. Mecanismos de la psique humana y su afán de normalizar sus desafíos o, para ser más preciso, pesadillas de lo maktub —¡Oh Dios mío otra vez las historias del mektub!— de quienes padecemos la mnemofobia. Repetir, repetir, y aunque sea por puro mimesis de nosotros mismos; el “casi” bhabheano —“Almost the same, but not quite” decía— lo vivimos en un plano personal antes que lo colectivo. Al garabatear, casi leemos a nosotros mismos, casi escribimos nuestra identidad, casi transcribimos la colectiva, casi… reproducimos episodios de la memoria pretérita. Lo que escribimos, también, casi representa lo que somos, y en muchos casos, es casi la encarnación de algún episodio pasado. Una existencia en el déjà vu. En todo caso, en lo seguro, según la presente crónica, estas historias infantiles son historias que surten las dimensiones temporales del ser,
y asoman, cuando menos se las espera: ayer fue el dictado, hoy es la escritura —en lenguas madrastras para ser más preciso—. En este juego del atemporal déjà vu uno, el dictado, es un ya-vivido-sin-saberlo; y el otro, la escritura, un ya-vivido-sabiéndolo. Entre lo uno y lo otro, parafraseando a Søren Kierkegaard, se dibuja el déjà vu —en relación con otros garabatos míos— que es esta misma crónica. Solo que aquí no de la pregunta aristotélica —“¿Cómo deberíamos vivir la vida?”— se trata, sino de ¿Cómo deberíamos vivir hoy la escritura y el third space?
Para el primero, lo ya-vivido-sin-saberlo, fue, como todos los momentos rumiados por la nostalgia en que devenimos a los cuarenta, de magia. Sin saber tajantemente el porqué de tal condición, el dictado era, junto a los bricolajes con la pasta de moldeo, un momento de magia que nos hacían sentir escultores de un mundo por inventar. Manías infantiles. Todo era por inventar. Había en estos ejercicios —para mi yo-niño— una suerte de encantamiento tácito, y en el caso del dictado precisamente, una extraña sensación de como si la colisión de dos mundos
estalla en cada acto de escritura —¿o debería decir transcripción ya?—. Los que venimos de un paradigma oral, todo en la escuela es, incluido un simple ejercicio de ortografía, una colisión; empezando por la institución misma —“¿Qué demonios es una skwila (escuela)?”, solíamos decir a nosotros mismos—. En el caso concreto su avatar más visible era el choque de la voz maestril flotando en el aire, cargada de una autoridad casi sagrada con la otra invisible de letras nacientes. El dictado era una guerra de voces y de letras —¿debería decir aquí también, una profanación de letras y voces, creo?-—. Entre los dos, nosotros, los alumnos, escribanos de lo profanado, éramos los encargados de fijar estas colisiones en la materia y, luego como por magia, en los espíritus para siempre: papel rugoso inocentemente recibiendo los golpes machacones de típico bolígrafos Bic, una tinta azul adultera la blancura de las hojas; codos sucios, agotados, pero muy blandos, golpeando a la dócil, pero muy áspera, mesa; respiraciones infantiles entrecortadas luchando a muerte contra la autoritaria y seca voz del maestro; una norma ortográfica que devora restos de voces orales —“tabla” como por magia pasa a ser “ma’ida” (mesa), “kannash” a “diftar” (cuaderno), “kaghit” a “ waraq” (papel), etc. Unas mueren, otras nacen. Historias casi infinitas. El extrañamiento empezaba en lo dramático de estas luchas de voces. Mayor era el extrañamiento al comprender la esencia del juego del dictado: no solamente se aplicaba una norma ortográfica, sino una lingüística y el mundo que implicaban. Inventábamos, sin saberlo quizás, el tercer espacio. Un third
space en performance, si se quiere usar la terminología corriente.
El dictado era, para decirlo de alguna manera, un ritual de bipolaridades y de tensiones entre algo, palabras orales —era entonces tan solo un “algo”—, que se percibían como prolongación de lo familiar, entonado en las palabras del maestro, y un código, lo queramos o no, que encontraba las formas para prolongar la escuela como símbolo. Era difícil no pasar de la dualidad familia vs. escuela a la oralidad vs. escritura en todo dictado. Lo que regulaba el viaje entre estas dualidades era evidentemente la regla ortográfica que se aplicaba. Era una transición que se creía pautada, al ritmo de lo que dictan las reglas de ortografía, pero también de un sistema educativo que, casi siempre, no encontraba la forma correcta de incrustar la oralidad en el conjunto de valores, prácticas y símbolos de lo colectivo. Escribir dictado quedaba muchas veces en lo “orthós” de las reglas. Y quien dice reglas, obviamente, dice también, infracción. Las equivocaciones en la aplicación de las reglas eran probablemente el primer ejercicio de la infracción como derecho propio frente a una norma que se veía invasora, y destructora de un mundo. La ortografía, con o sin maestro, no era algo muy lingüístico.
Es por eso que en el ya-vivido-sin-saberlo nunca se entendía el porqué de la brutalidad del castigo de la infracción. El mínimo fallo en la aplicación de las reglas ortográficas se sancionaba. Se condenaba no solo el error en sí, sino también el fallo en la transición de lo oral a lo escrito. Era el síntoma de una transición fallido, del fracaso en integrar el
camino trazado por y hacia la escuela. Quedarse fuera del entre-medio, en el umbral que se quería establecer y abrazar eternamente lo que se quería arrancar, la oralidad, no se toleraba. Desde entonces lo del entre-medio era cuestión de fatalidad de la que nadie podría liberarse. Lo oral debería quedarse fuera de la escuela. Era intolerable por lo uno, lo que significa en sí el error, por lo otro —trascendencia y significación—, y entre los dos se dibujaba, antes que los callos en las palmas, la estigmatización de lo familiar-oral: “Nunca sabréis escribir” —sentenciaba el maestro casi siempre al terminar la habitual ronda de falaqa—. A los niños que éramos no nos preocupaba el temeroso presagio maestril en sí mismo, sino lo que suponía el fin del juego de paseo entre las dualidades: fracasar en la apropiación del código escrito, y quedarse definitivamente en el umbral del entre-medio. Habitar el tercer espacio conlleva siempre una amenaza.
Hoy, al recordar aquella escena de infancia, aquel performance cotidiano, repetido y sin embargo siempre distinto de habitar lo entre medio, me doy cuenta de la densidad simbólica que encerraba. Porque el dictado no era solo una práctica pedagógica: era una escenificación temprana de las tensiones que supone todo acto de habitar las fronteras. El third space no es solo una espacio simbólico o, como lo considera Homi Bhabha, un espacio intersticial donde las identidades no se fijan sino que se negocian, donde las prácticas no se imitan sino que se traducen. El dictado, en su dimensión simbólica, es ese lugar ambiguo donde la palabra del maestro, se encuentra con la mano del alumno. Y entre
ambas se produce algo más que un texto: se produce una tensión, una escena, una negociación. Un performance. El dictado, como tercer espacio, encarna la paradoja de toda formación subalterna: ser moldeado por por una voz ajena, pero dejar en el molde la huella de la diferencia; y pagar por medio del mismo acto el precio de ser un ni-uno-mismoni-otro. El fracaso y el éxito no se contabilizan, lo que sí cuenta eran la tensión y la forma de digerirla. Tomar la palabra del otro y escribirla con la propia tinta. Esa es la magia, y el dolor, del dictado, y, años más adelante, la escritura porque en los dos la transición se hace a expensas de un código que se pierde y otro que se adquiere. Y estas no son las únicas razones para el mal estar en el ya-vivido-sin-saberlo.
En árabe, igual que en las lenguas latinas, para “dictado” se dice “ءﻼﻣإ” (imlā’), una palabra, además de su implicación directa de poder y autoridad (significa también “dar orden”), no deja de sugerir una contradicción interior. Comparte la raíz con el verbo “ﺊﻠﻣ” (mala’= “llenar”), como si el sujeto fuera un recipiente vacío que debe ser colmado. Pero ese llenado no es neutro: está cargado de jerarquía, de imposición, de dirección unívoca. El maestro “llena” al alumno. En este gesto se cristaliza una relación desigual: el saber que habla frente a un silencio que transcribe y, llegando ya al episodio de lo yavivido-sabiéndolo, una tensa forma de hacer escrita la voz propia con su carga oral en una estructura ajena, vertir lo oral en la escritura, hacer la escritura una transcripción, y lo que es más interesante de todas, un voz ajena en una forma propia de escribir. Poco importa si
ridad perdida de lo materno. Y como todo luto, también este escribe su culpa. No una culpa moral, sino ontológica: la de saberse médium de una lengua que no nos pertenece del todo, y a la vez sepulturero de otra que nos nombró en la infancia. Escribir desde el tercer espacio es saberse traidor, incluso sin quererlo. Se traiciona no por voluntad, sino por necesidad: porque no queda otra forma de decir, porque lo propio ya no tiene gramática, y lo ajeno ya no puede ser inocente. El signo, así, es al mismo tiempo refugio y delación. Nos protege, pero nos acusa. Nos aloja, pero no nos reconoce.
PorEstrellaGraciaGonzález
El miércoles 14 de mayo, la plataforma Netflix estrenó la miniserie “Fred y Rose West una historia de terror británica” con tres episodios breves que me consternaron, pero no porque haya tocado un tema que jamás haya visto sino por lo repetitivo del contexto.
Fred West, fue responsable del asesinato de mas de 20 jovencitas; por supuesto, estos delitos apoyados por su esposa Rose ya que ambos raptaban, violaban y asesinaban, por cierto, algunas de sus hijas también fueron víctimas de estos hechos.
Los feminicidios son un tema que sigue afectando a cientos y cientos de familias que viven en la constante incertidumbre; casos sin resolver, expedientes sepultados en archivos sin fin y asesinos que pareciera tienen la ley a su favor.
En las plataformas digitales podemos encontrar un sinfín de documentales que hablan al respecto, películas y, por supuesto, libros. Este documental detonó en mi mente una película que vi hace unos años.
En el 2003 la editorial Little, Brown and company publicó la novela The Lovely Bons (Desde mi cielo en español) de la escritora
estadounidense Alice Sebold, que inmediatamente tuvo buena aceptación en el público lector y formó parte de la lista de los libros más vendidos. La novela, fue ganadora del premio Bram Stoker en el 2002 como la mejor primera novela.
Años más tarde, esta historia del subgénero: “literatura fantástica” fue llevada a la pantalla grande bajo el guion, producción y dirección de Peter Jackson. Las actuaciones de Saoirse Ronan (Susie Salmon) y de Stanley Tucci (George Harvey) fueron nominadas a varios premios incluyendo un Oscar.
¿De qué trata Desde mi cielo? Es la historia de Susie Salmón una jovencita de 14 años quien se niega a creer que está muerta y desde su cielo nos narra cómo fue violada y asesinada y su asesino sigue libre, evadiendo la justicia, mientras que ella, en ese cielo donde se encuentra, va conociendo a otras jovencitas y sus historias, cayendo en cuenta de que todas ellas fueron muertas por el mismo asesino, siendo una pequeñita de 5 años la victima más joven.
Vemos el dolor de la familia, el luto, el quiebre del alma de la madre y el padre que
no descansa por dar con el paradero del responsable; sin embargo, la escena mas impactante es cuando Rose la hermana de Susie Salmón descubre la evidencia del asesino serial. No puedo negar que la actuación de Stanley Tucci quien personifica al asesino George Harvey es impactante.
Pero ¿quién es Alice Sebold? Escritora, nacida en Madison Wisconsin, estudió escritura creativa en la universidad Siracusa. Cuando era una jovencita de 18 años, después de salir de la universidad para dirigirse a su casa, fue violada, al denunciar el caso, la policía le dijo que otra chica también había sido violada cerca del mismo lugar, pero ella fue asesinada. Sebold, se sintió con suerte y escribió una autobiografía: “Lucky”.
Su vida no fue fácil, en una ocasión aseguró haber visto a su violador, el hombre fue apresado y sentenciado, pero años después Alice testificó que lo había confundido. Este hecho la hizo caer en las drogas, heroína, advirtiendo que ella había cometido muchos errores. Pasó años escribiendo hasta que logró escribir la novela Desde mi cielo.
Recuerdo La bastarda de Estambul de Elif Shafak, que toca de manera tan sutil la violación sin embargo también habla del poder de la mujer para lidiar con las consecuencias. El invencible verano de Liliana de Cristina Rivera Garza, que nos lleva a conocer el viacrucis de la burocracia, la apatía del sistema y ese dolor que nos trasmite en cada palabra, su dolor brinca a nuestro pecho y lo desgarra. La violación, el secuestro, el feminicidio, es un dolor que carcome a la sociedad y marca a las víctimas y sus familias.
Desde mi cielo, es una novela dolorosamente hermosa que nos lleva a la fantasía para imaginar que esas personas que sufrieron de violencia llegarán a un lugar donde la felicidad será eterna y el recuerdo ya no existe.
PorFernandoGutiérrezAlmeira
La espera, en su esencia, revela una desproporción fundamental entre el tiempo invertido y el momento anhelado. Se puede esperar cuatro días o cuatro meses por un evento o disfrute que dura apenas cuatro minutos. Menciono cifras aleatorias, pero es una regla general que, en materia de tiempo, no existe proporción entre la espera y lo esperado. El cristiano que convierte toda su vida en la espera de la muerte realiza, al decir de Pascal, una apuesta en la que lo apostado son décadas, y lo hace contra el favor o la ausencia de él por parte de un instante eterno. El que espera, además, tiende a hundirse en su espera, pues cuanto más tiempo ha pasado en su resignada postura, menos dispuesto está a desvalorizar el sacrificio que ya ha hecho. Si se ha de renunciar a una espera, debe ser pronto y sin mucho dudar, sopesando desde el principio si el sacrificio del tiempo que se realizará se compensa de algún modo con lo que se añora obtener a través de él. A medio camino de una espera, se piensa fácilmente que el sacrificio realizado no puede ser en vano y que el objetivo a alcanzar ya está demasiado cerca como para renunciar a él. Y
si se ha esperado tanto que el dolor del tiempo sacrificado adopta la forma de un dolor físico, entonces renunciar parece un acto de cobardía o una rendición al fracaso. La decepción tras una espera prolongada es una herida singular. Terrible será para el que ha esperado que la espera haya sido en vano, que lo obtenido resulte decepcionante, o que se le pida que espere aún más cuando ya parecía que la espera había terminado. El que ha esperado no soporta la decepción como el que no lo ha hecho, pues durante su espera ha acumulado pensamientos, suposiciones, expectativas e impulsos postergados. Toda espera implica una acumulación de tensión, una tensión que se agudiza en concatenación con el ensanchamiento del tiempo de espera. Esta tensión exige no solo que la espera termine, sino que no haya sido en vano. Una vana espera es lo mismo que tiempo perdido, con el agravante de que se lo ha perdido mientras se creyó que se lo invertía. Si se pierde el tiempo sin pensar en ello, se tiene un proceso indoloro, pero si se ha esperado sin obtener nada a cambio, entonces la conciencia sufre la herida cortante
que separa la expectativa de la realización, lo soñado de lo real.
La naturaleza ofrece ecos de esta reflexión sobre la espera. Hay nacimientos exitosos por los que a los seres vivos les vale la pena perseverar y esperar, pero también hay abortos espontáneos que traicionan el proceso de la vida. Hay cacerías que coronan la paciencia del predador, pero también acechos que terminan en la frustración de un rastro perdido. El animal cazador sabe que al esperar no es seguro que logre capturar a la presa, pero la espera es obligatoria. Y el animal herido que espera la muerte demuestra con su espera que la muerte también puede ser un bien esperable o el bien merecido que sigue al dolor de haber sido expulsado al mundo y tener que vivir. Se puede llegar a decir, incluso, que toda la vida no es más que un rodeo entre el nacimiento y la muerte, y que la vida consiste, ante todo, en esperar su fin. Sin embargo, la intuición nos guía hacia una verdad distinta. Aunque a veces tengamos que esperar, la vida no es una espera, ni consiste en esperar esto o aquello, sino que la vida se realiza justamente cuando se alcanza lo esperado, cuando se consuma la voluntad, cuando el deseo muerde el placer. Si nos deslizáramos hacia este lado del argumento sin mesura, sin embargo, aspiraríamos a la gratificación instantánea, que tampoco parece ser satisfactoria. Esfuerzo y espera parecen ser ingredientes apropiados para saborear mejor los placeres de la vida. Y, en efecto, esperar es acumular tensión, y el placer es, en lo fundamental, liberar la tensión acumulada en una explosión
PorBlancaVázquez
Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.
Víctor Hugo
Hace algunas tardes veía en la televisión el programa del Chavo del 8, quizá varios de quienes ahora me leen lo hayan visto, o tal vez sean de mi generación y recordarán algunos de los capítulos que me han movido a escribir. En cuarenta minutos esos adultos personificados de infancias viven los terrores (sin saberlo ellos ni lo que los veíamos en aquel entonces) que hoy en el siglo XXI se ven atacados en congresos, códigos y formas de crianza; pero no sólo eso, en una semana, la temática era que una tubería del patio trasero había sido rota por el Chavo y Kiko porque simulaban andar cavando con una pala y un pico (herramientas reales) buscando un tesoro, claro, nada novedoso hasta ahí, porque yo recuerdo que cuando yo era niña, con mis primos Becky, Héctor y mi hermano Gerardo íbamos al patio donde había como una casa abandonada e inventábamos un montón de historias de tesoros, fantasmas y hasta barcos piratas. Lo trágico es que en esos episodios de la serie televisiva la vecindad se quedó sin agua y tenían que acarrear en cubetas desde el zaguán, pero, el vital líquido nunca llegó a buen destino, porque entre todos se vaciaban
el agua, provocando la risa, el enojo y hasta el sentimiento de venganza entre esos condómiminos de los años 70s y 80s.
Hoy, en mi ciudad todos los días hay bloqueos de calles porque hay colonias que no reciben una gota de agua durante más de cuatro o seis meses, tienen que comprar pipas para abastecerse, y eso, solo quienes pueden hacerlo. Entiendo, que nunca se imaginó que podría terminarse o que nuestro planeta sufriría cambios tan drásticos como el calentamiento global que nos está llevando al colapso de la naturaleza, o más bien, que nosotros los humanos estamos estirando tanto a este mundo que estamos a punto de reventarlo. Luego, comenzaron las campañas (para ser exactos en 1984) de “¡Ciérrale!, Amanda te la estás acabando” buscando generar conciencia sobre el uso y cuidado del agua. Más tarde, el término de sostenibilidad o desarrollo sustentable se fueron abriendo espacio en las políticas públicas, tanto, que hasta un partido político se creó, aludiendo que era verde como la naturaleza, pero luego lo pienso y creo que era más bien por inmaduros y maletas.
Hoy esos conceptos han dejado de ser solo discursos para convertirse en una realidad imperativa, porque el impacto de nuestros usos humanos estas llevándonos al borde del precipicio, y creo que no hay super héroe de Marvel o DC que puedan salvarnos.
El oceanógrafo Jacques-Yves Cousteau en uno de sus documentales, a finales del siglo XX decía que, durante la mayor parte de la historia, el ser humano ha tenido que luchar contra la naturaleza para sobrevivir; pero que en este siglo empieza a darse cuenta de que, para sobrevivir, debe protegerla. Sí, lo creo también de esa manera, por eso quienes ejercen de hacedores de políticas en nuestro país y en el mundo deben estar preparados en esos menesteres, pero también, quienes ejercemos la docencia debemos incluir (currículo oculto) estas miradas desde los primeros años de aprendizaje y hasta los grados más adultos a través de la sensibilidad, la conciencia y la pro acción ¿Qué hago en mi entorno, en mi comunidad, en mi colonia, en mi casa? ¿Cómo nos reeducamos para repensar en los residuos, las formas de reciclaje, la concientización pública y la generación de una ciudadanía que no espere a ver su pasado en unos programas de televisión?
Este planeta se ha destruido en cinco ocasiones, sí, este maravilloso espacio, tan amado y lastimado al mismo tiempo, se ha regenerado por sus mismas situaciones climáticas y las dinastías que en él han reinado – y créanme que no hablo de los humanos - hace doscientos mil o trescientos mil años el homo sapiens ha andado deambulando y nos hemos convertido en los peores depredadores. Creo
que de nada servirá que ostentemos títulos universitarios, ganemos retos lectores, obtengamos premios literarios o asistamos a muchas más ferias o situaciones librescas, si dejamos que todos nos dirijamos a la sexta extinción. Posiblemente, varios lectores de delatripa me dirán que ya no estarán aquí para cuando eso suceda, pero, que acaso no quieren que su descendencia pueda ver ballenas, árboles secuayas rojas, halcones, tigres, tortugas, un oso polar, rinocerontes, un atardecer en cualquier playa, montañas, sembradíos o escuchar algunos trinos en su día a día. Pensemos como el buen Maurice Maeterlinck fundada en lo que sabemos, que es nada, y la esperanza sobre lo que ignoramos, que es todo.
Por David Sarabia
¡SHEINBAUM, NOOOO!
El otro día, un jueves a las 2 de la tarde, fui como de costumbre por mi sobrino Santy a la secundaria. Para tal compromiso, tengo que salir de la fabrica donde trabajo como contratista para el departamento de mantenimiento y cruzar toda la ciudad de costa a costa. Antes, San Luis, a principios de este siglo, era un rancho, pero grandote; ahora es una ciudad cosmopolita por el fenómeno de las migraciones masivas, y dentro de un par de años, va a ser una enorme urbe con su trafico atestado, que, por el momento, en las horas pico es un verdadero lio, debido a que San Luis fue trazado como un pueblito, un ejido, el cual se expandió con los mismos trazos sin planificación, sin contemplarse áreas comerciales, bulevares, calzadas, ect. En pocas palabras, muy cuadradito, que cuando era chico era perfecto, ahora es un verdadero desmadre. Por lo tanto, cruzar la ciudad en la hora de la salida de las escuelas, me lleva una hora en ir y regresar a la fabrica o a la oficina del negocio.
Pero toda esa travesía tiene su recompensa. Santy es un niño de 12 años de edad, muy simpático e inteligente, ocurrente y hasta a
veces filosófico de acuerdo a su edad y visión del mundo. Cuando se sube al carro, llevarlo a su casa es un recorrido de diez minutos, o un poco más. Y durante ese lapso me platica cómo le fue en su día. En ocasiones, platicamos temas de actualidad, como en su momento, cuando estaba en la primaria, el tema de Chernóbil y la guerra de Ucrania se llevaron toda una semana. Y en verdad disfruto mucho ir por él, ya que me recuerda cómo era yo de niño de curioso e investigador; la diferencia era que yo tenía que buscar alguna revista, libro, o ir a la biblioteca pública para informarme, o de chiripada en el noticiario o en 60 minutos de Jaime Mausan en la tv. En cambio, él tiene todo a tan sólo un clic de su celular. ¡Qué maravilla! En mis tiempos, como me dice él cuando se refiera a los ochentas y noventas del siglo pasado, hubiera tenido la tecnología de hoy, me hubiera vuelto loco buscando y buscando ambiciosamente conocimiento e información.
Y como les decía; el otro día, que me lanzo por él como de costumbre. La secundaria está ubicada en la carretera del valle, que cruza todo el viejo San Luis, en la entrada de
la ciudad, si uno viene de baja california, y justo donde termina su valle, San Luis se encuentra a un par de metros sobre una elevación, subiendo una pequeña meseta, pero de arena. A pues la escuela se encuentra al pie de ella y la calle principal que la conecta con la carretera del valle es una pendiente pavimentada, junto con callejones y calles de terracería aledañas tupidas de casas de todo tipo, pero las más representativas son de adobe y algunas de éstas están abandonadas.
Hago fila al costado de la escuela, avanzo lento, y Santy sube. Cuando estaba dispuesto a irme como de costumbre por el camino de siempre, me dice con un aire sospechoso que diera vuelta a la izquierda, por un callejón: «¿y por qué quieres irte por aquí?», «es que ando buscando una tiendita tío», «ah bueno», y pues giro el volante y le doy por el callejón cuesta arriba. Después me dice, «gire a la derecha» y me meto a una callejuela que ni sabia que existía. «allá adelante le da a la izquierda», y pues allí vamos subiendo por un camino accidentado de terracería, con surcos de erosión y uno que otro desnivel medio loco, lo
Le dije, que como buen investigador que era, que buscara en la página del INEGI, eran las principales causas de muerte en la población mexicana, a lo que rápido me dijo que para qué, si era la violencia del crimen organizado y por estar viejito. Le dije que no. Que eran las enfermedades cardiovasculares y la diabetes el principal asesino. Se sorprendió y me prometió que lo buscaría para satisfacer su curiosidad.
Le platiqué, a la mitad del camino, que buscara la “tabla del buen comer”, que le echara un vistazo; podía comer de todo, pero balanceado, eso si mucha fruta y verdura. Rápido me refutó: ¡guácala, ni que fuera un conejo! El Infonavit estaba a la vista. Di vuelta saliendo de la avenida principal y me adentré a una angosta calle dividida por un camellón con árboles. Los edificios viejos congelados en los años ochenta nos daban la
«Tío, en sus tiempos, en las cooperativas,
«Uuuuff, de tocho; churros con un chingo de chile y chamoy, pingüinos, gansitos, papitas, coca colas, chocolates gabachos, dulces a lo wey, paletas, chicles, panecitos de todo tipo altamente ultra procesados…»
«¡Qué machín tío, me hubiera gustado
«No teníamos internet he, pura tv con tres canales aburridos y los nais tenían videocasetera, si tenías una, ibas a un videoclub a rentar películas en físico, nada que ver hoy con las plataformas de streaming»
«No le hace, seguro se la pasaban muy
El departamento donde vive mi hermana, segundo piso, ya lo tenia a un costado, detengo el auto.
Cuando se bajó, con mochila al hombro y su bolsa en mano, antes de cerrar la puerta, dijo:
«Pinches políticos que hicieron esa ley, esos weyes de niños sí que la disfrutaron, bebieron muchos refrescos y comieron muchas cosas bien ricas en la escuela, y ahora a nosotros nos la cagaron, no es justo»
«Pues de seguro ya están todos diabéticos, hipertensos, llenos de colesterol; por eso son bien corruptos. Por eso los niños de hoy van a crecer sanamente, comiendo bien, mente sana en cuerpo sano, ustedes van hacer nuestros futuros lideres, ya lo verás, ha, y van vivir más, por lógica, y con mejor calidad»
Santy alza una ceja.
«Bye tío»
Y me cierra la puerta cortando mi discurso. Y sube los escalones hacia el departamento, su casa.
Echo andar el carro y me alejo del Infonavit. Voy de regreso por la avenida Constitución, ahora sí, a setenta por hora, y voy muy recio para andar por San Luis. Pensando, en que todos los tiempos son buenos, o para cada quien el suyo el mejor, el chiste hay que vivir cada etapa de la vida plenamente, y que mejor que sanamente. Estoy de acuerdo con la medida de la presidenta, la aplaudo, el pedo es que cuando estos niños lleguen a sus casas, los padres tengan la alacena atiborrada de chucherías, o en su caso, como mi Santy comprando en las tiendas sin ninguna restricción. Va a ser la misma chingadera, en un futuro el Seguro Social va a seguir atiborrado de derecho habientes irresponsables que le dieron al cuerpo lo que pedía en exceso. Y hablando de eso, llegando a mi oficina voy a revisar la agenda, ya que tengo una cita en el Imss. Cada trimestre voy a rezurcirme y a revisión por hipertensión, y no se que fue lo que me provocó la enfermedad, si el exceso de rock pesado, las caguamas, algunas drogas, la Coca-Cola; leer demasiado terror e imaginar tanta mariguanada. Lo que, si puedo estar feliz, que viví mis tiempos al máximo.
Entonces…Sheinbaum, Sííí, esta bien la idea. Me gusta, sin embargo, si Miguel de la Madrid hubiera hecho lo mismo, creo que le hubiera mentado la madre. Jajajaja…
PorNormaVázquez
En esta ocasión diré algo muy polémico, pueden o no estar de acuerdo. Cuando me di cuenta de que en las escuelas primarias la cecelebración del día de las madres el 10 de mayo ya no era como hace 20 años, o 10 años, no pude dejar de pensar en Mundo feliz de Aldous Huxley. En esa novela entre la utopía irónica y ambigua, pero declarada distópica académicamente, las madres no paren, no existe la figura materna. La sociedad no entiende y se burla del salvaje (¿latinoamericano o tercermundista?) cuando llora al morir su madre. Son temas distintos el de la novela y el que propongo, pero el 10 de mayo, me atrevo a decir, se extinguirá primero por las nuevas dinámicas que, por el avance feminista, porque hasta nosotras celebramos a nuestras madres, pero no celebramos desde la abnegación, la servidumbre, la hipocresía patriarcal en donde al final los trastes los termina lavando la festejada. Todo el año mentadas y golpes, y el 10 te alabo por la sirvienta que eres. Las feministas y personas con más de tres neuronas celebramos a nuestras madres por habernos criado, por habernos albergado en su cuerpo, por esas acciones que se hacen solo
desde el amor. Mi madre casi muere cuando yo nací. Y ella, aunque sabe que soy feminista y me escucha, exige desde la tradición los festejos hasta de navidad, siendo que soy budista. Y aguantaba mis arranques cuando gritaba en mi la comida del 10 de mayo que los demás se sirvieran y no anduviera sirviendo ella. Ella solo se reía.
En fin, las dinámicas actuales a las que me refiero y detecto como las que abonarán más al término de la celebración son: la mujer en el mundo laboral siendo muchas explotadas, a los festejos he visto más abuelitas que madres, reiterando esa idea de que madre es la cría y no la que pare. Otro aspecto es el recurso que la SEP ha cortado a las escuelas públicas, he visto celebraciones paupérrimas en escuelas de barrio, esas escuelas que hace 20 años hacían fiesta a lo grande, aun cuando los salarios no eran tan altos y a muchas y muchos niños nos tocó empezar de cero con nuestras familias. Esas mismas dinámicas transforman la forma de pensar y son las que desmitifican la figura materna. Eso sin mencionar que la edad para tener hijos en México y otros países está aumentando.
Por Elí Echeverría
Hola, querido lector. Ya que esta es mi primera colaboración con la revista, me parece necesario presentarme antes de cualquier otra cosa.
Mi nombre es Elí Echeverría (con acento en las íes, como me gusta aclarar). Estudio
Psicología en la Universidad Autónoma De Yucatán (UADY) y actualmente curso el octavo semestre, por lo que me encuentro a un año de egresar. Me apasionan profundamente tanto la psicología como la poesía. En este espacio compartiré opiniones, investigaciones e ideas relacionadas con la psicología, con la intención de contribuir a desestigmatizar la profesión y, al mismo tiempo, sacarla un poco de sus cánones habituales.
Para comenzar, pongamos las bases claras: ¿es la psicología una ciencia? La respuesta es sencilla, aunque, como suele ocurrir en psicología, vale la pena complejizarla un poco.
La psicología es una ciencia social, como el derecho o la historia, y se distingue de las ciencias exactas como la química o la física. Pero, ¿qué implica esto? ¿Significa que no es confiable?
No necesariamente. La psicología comenzó a consolidarse como ciencia en 1879, cuando
Wilhelm Wundt fundó el primer laboratorio de psicología experimental en Leipzig. Y aunque muchos piensan primero en Sigmund Freud al mencionar esta disciplina, su aportación llega más tarde —pero eso lo discutiremos en otra ocasión.
La psicología es, en muchos de sus aspectos, medible y verificable, especialmente en el estudio de la conducta. Sin embargo, la popularidad de enfoques especulativos, como el psicoanálisis freudiano, ha contribuido a que se pierda de vista su carácter científico. Esto no quiere decir que el psicoanálisis no tenga valor o que deba descartarse por completo ya que como toda corriente, tuvo su contexto y su momento, pero sí debemos entender que la psicología moderna se apoya cada vez más en evidencia empírica, metodologías rigurosas y marcos teóricos que permiten comprender al ser humano sin depender exclusivamente de la interpretación simbólica o del inconsciente.
Hoy en día, la psicología abarca desde el análisis conductual aplicado hasta la neuropsicología, desde la investigación cuantitativa hasta los enfoques cualitativos, pasando por disciplinas tan diversas como la
psicología organizacional, educativa, forense o del expandido más allá del consultorio, de la terapia y del diván, tocando la vida cotidiana en múltiples niveles.
Y ese será uno de los objetivos de esta columna: mostrar que la psicología no es únicamente terapia, ni una caja de herramientas mágicas para “arreglar” personas, sino una disciplina seria, diversa y en constante evolución. Una que no solo estudia el sufrimiento, sino también el bienestar, el desarrollo humano y los contextos sociales que nos rodean.
Así que, si alguna vez pensaste que la psicología era solo escuchar a alguien acostado quejarse de sus padres, te invito a acompañarme en estas reflexiones. Vamos a cuestionar, a aprender y, sobre todo, a mirar con ojos críticos y curiosos aquello que solemos dar por sentado. Te doy la bienvenida, lector, a este espacio en el que exploraremos juntos, más allá del diván.
PorRocíoPrietoValdivia
´Dentro del tintero aun está tu nombre´
El arte de observar es un preámbulo para volver al inicio de todo. Así lo sentí aquella mañana de miércoles en la librería Kenaz; recuerdo que llegué y, como acostumbro, pedí un café; mientras me sentaba observé cada rincón del lugar buscando algún indicio que me llevara a sentirme especial y reconocerme en esta nueva etapa de tallerista; mientras me sentaba recorría con la vista cada uno de los estantes de aquel acogedor lugar.
Me encuentro con el lomo de aquel libro que me hizo encontrar la voz de narradora y los ojos se me llenaron de luz; ahí frente a mí, de nuevo, la historia de Catalina Guzmán estaba en “Arráncame la vida” de Ángeles Mastretta; me levanté y lo tomé como un estandarte mientras el aroma a café, el murmullo de los lectores y el tacto del papel me devolvieron a mis primeros borradores, a ese anhelo juvenil de ser periodista, de narrar el mundo desde la mirada de una
Catalina Guzmán, protagonista de la novela, inicia su trasformación desde la propia cosmovisión de su entorno; a los quince años se casa con el general Andrés Ascencio, un hombre mucho mayor y poderoso. En un México posrevolucionario, Catalina transita de la sumisión a la autodeterminación, enfrentando las complejidades del amor, el poder y la libertad. Su historia es un espejo en el que muchas mujeres podemos ver reflejadas nuestras propias vivencias, las luchas y los despertares, y dejar atrás todo el dolor, así como lo hizo Catalina al quedar viuda por el
Puedo trasladar siempre la trama del libro y podría dar muchos talleres explicando cómo en cada lectura encuentro algo diferente y me sigo sorprendiendo, también siento que, en Baja California, mujeres como Lourdes Escalante García y Sofía Garduño Buentello han encontrado en la palabra escrita una herramienta para construir comunidad y expresar su identidad. Lourdes, a través de talleres de escritura emocional, donde muchas mujeres han encontrado refugio y
Reconocer que Sofía, con su poemática y traducciones, ha tejido redes de sororidad y resistencia en un entorno donde la voz femenina busca constantemente su lugar.
La literatura, como bien lo muestra Mastretta, es un espacio de reimaginación y transformación. Catalina no solo narra su vida, la reescribe, desafiando las estructuras patriarcales que intentan silenciarla. En sus palabras, encontramos la fuerza para cuestionar, para recordar que, como mujeres, tenemos el derecho y la capacidad de contar nuestras propias historias.
Así, entre el tintineo de las cucharitas, el sabor del pan y las páginas de un libro pude reencontrarme, conectar los sentimientos y recomenzar el sendero para volver caminar junto con mis alumnas por las calles de Ensenada, entre el recuerdo de un campo de cempasúchil y el presente de nuestras letras; y saber que seguimos forjando un precedente de mujeres observando, escribiendo y resistiendo y maravillándonos con la magia que surge como un torrente de emociones que nos van llevando en un suave vaivén de simbologías e introspección qué nos hacen amar la palabra escrita.
Y sobre todo reconocer que lugares como librería Kenaz es un lugar seguro para las mujeres de Ensenada, que la inseguridad y los feminicidios pueden ser combatidos mediante la voz de la narrativa y la lectura como un aliciente de las juventudes ya que las escritoras nos visualizamos como generadoras de un cambio o un aliciente ante el absurdo patriarcado.
PorJoséAntoniodelaCuadra
Hubo un tiempo en que la magia no era un concepto relegado a los cuentos o a las supersticiones. Era una forma de entender la vida, una manera de ver el mundo que nos rodea con respeto, temor y asombro. El trueno era la voz de un dios, las plantas y árboles a nuestro alrededor una catedral viva, y los ríos no corrían por codicia, sino por voluntad propia. La naturaleza, en su inmenso misterio, era madre, aliada, juez y castigo. La humanidad tejía mitos a su alrededor no por ignorancia, sino por sensibilidad. Era la forma más pura de narrar lo, hasta en ese momento, inexplicable.
Hoy, esa magia parece lejana. La hemos vendido, cambiado y perforado para extraer de sus entrañas aquello que creemos necesitar, abriendo paso a un progreso que muchas veces no es más que devastación maquillada. En nombre del desarrollo, la humanidad ha arrasado bosques, secado ríos, desplazado comunidades enteras y condenamos a la extinción a especies de plantas y animales que en algunos casos apenas habíamos llegado a conocer.
Pero la pregunta que me hago, como contador de historias, es si todavía queda algo de esa magia original. ¿Puede recuperarse lo perdido? ¿Podría el ser humano, tan sediento de poder, volver a contemplar un árbol sin pensar en su valor en el mercado?
Creo que sí. Porque la naturaleza, a pesar de todo, insiste. Vuelve. Brota entre el concreto, sobrevive en los rincones que no hemos terminado de profanar, canta con los pájaros que aún no han sido silenciados. Y en esa terquedad vegetal y animal, persiste también la posibilidad del asombro del ser humano y de nuestra reconciliación.
Las leyendas no son solo recuerdos del pasado. También son advertencias. Nos dicen que hubo un pacto entre Gaia y la humanidad, uno que hemos roto muchas veces, pero que quizás todavía estamos a tiempo de enmendar. Recuperar la magia no es regresar a los ritos, ni negar la ciencia. Es volver a mirar con respeto a plantas y animales; entender que el poder no está en destruir para obtener, sino en convivir, proteger y crear brindando abundancia al no solo recibir sino también dar generando abundancia en el camino. Cada vez que un bosque o laguna cae por una concesión minera o un río es contaminado y no se hace nada al respecto, perdemos algo que no se recupera con dinero.
PorLarissaCalderón
En el evangelio de Mateo en el capítulo 5, llamado “Las bienaventuranzas”, Jesús sube a un monte y habla con sus discípulos diciéndoles: “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mateo 5:3), “Felices lo que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5:6); entre otras frases que son parte fundamental del cristianismo que se han impregnado en la cultura. Versículos más adelante se puede leer: “Ustedes son la luz del mundo; ¿Cómo se puede esconder una ciudad sobre un monte? Nadie enciende una lámpara para taparla con un cajón; la ponen más bien sobre un candelero y alumbra a todos los que están en la casa.” (Mateo 5:14 -15).
En una interpretación arbitraria, en los años 80’s, Samuel Joaquín, heredero de la secta La Luz del Mundo que fundó su padre Aarón Joaquín en 1926 y de las 14 hectáreas que posteriormente el gobierno de Jalisco le otorgó al primer “apóstol” de Cristo, dónde se construyó una colonia, La Hermosa Provincia, para los adeptos del culto. En medio de la colonia, Samuel Joaquín mandó a edificar un templo, para ser la sede de su culto. Con el
trabajo de feligreses niños, mujeres y hombres, trabajo no remunerado y con exhaustivas jornadas, se elevó una estructura piramidal escalonada de 80 metros que lleva varios colores del arcoíris y en las noches se ilumina, superando en altura y visibilidad a la Catedral de Guadalajara. El templo fue diseñado por Leopoldo Fernández Font, un importante arquitecto jalisciense, con el mandato de construir un edificio que mostrara la identidad del culto y su permanencia.
En este 2025, en el mes de marzo, trascendió que el gobierno de Jalisco enlistó el templo de La Luz del Mundo en el Inventario Estatal de Patrimonio Cultural de Jalisco. Sin embargo, en nota de prensa, la directora de patrimonio cultural de la secretaria de cultura del estado de Jalisco, Ximena López Nakashima, indicó que ser parte del catálogo de inmuebles, no significa una declaratoria de patrimonio.
Pero la herencia de Aarón Joaquín, va más allá de una doctrina seudocristiana o de templos y cuantiosos bienes materiales. También trasfirió a su hijo y a su nieto Nassón Joaquín un patrimonio de abuso. Aunque el
celebrados, se sabe de las denuncias en su contra por abuso sexual a niños, niñas, adolescentes, hombres y mujeres.
La suerte del tercer miembro de esta dinastía, Nassón Joaquín García, fue distinta, en 2019 fue arrestado en California junto a dos mujeres que lo ayudaban a reclutar niñas para fines de explotación sexual. En la víspera del juicio, para evitar una inminente condena de culpabilidad, por la cantidad de pruebas en su contra, Nassón se declaró culpable en 2022 por abuso sexual a menores y pornografía infantil, obteniendo una mínima condena de 16 años y 8 meses, en uno de los más inesperados, inexplicables e injustos tratos con la fiscalía para los delitos que cometió.
En esa estructura piramidal que en su interior llega a albergar 12,000 personas, se esconde una estructura como un embudo, donde los y las que entraron fueron parte de un sistema de abusos por la cúpula del culto, orquestado y ejecutado por los mismísimos “apóstoles” de cristo.
El reconocimiento al templo del gobierno de Jalisco sólo vino a recordarnos como usaron y siguen usando esa enorme estructura de luz para ocultar el sufrimiento de las víctimas de ese
Por J. R. Spinoza
“LA VENGANZA
Conozco a Arturo Olvera desde que tengo memoria. Era mi vecino y por algunos años fuimos compañeros de escuela. En todo ese tiempo sólo recuerdo ir al cine con él una vez. Era 2005 y se estrenaba el EpisodioIII, la que prometía ser la última película de Star Wars. Como fanáticos no nos la podíamos perder. Recuerdo con nitidez la emoción previa cuando la sala se iluminó por primera vez y Anakin soltó, con esa mezcla de desdén y orgullo, su icónica frase: “Aquí es donde la diversión comienza”. Aquellas palabras anunciaban la apoteosis de la película y, con los años, se han convertido en un meme que circula dentro y fuera de los grupos de fans. Rumbo a la mitad de la cinta, ObiWan Kenobi se alzó frente al temible General Grievous, un personaje cuya sola mención había desatado expectativas desbordadas. En los cortos de Genndy Tartakovsky ya lo habíamos visto enfrentarse simultáneamente a varios Jedi y asesinarlos sin piedad, y todos íbamos en vilo por ver cómo luciría ese combate a gran pantalla. Cuando los cuatro sables de luz de Grievous empezaron a girar con furia mecánica y las chispas comenzaron a saltar, supimos que estábamos ante una se-
cuencia revolucionaria. Otro meme conocido nos regaló la cinta, retomando el “Hello there” de Sir Alec Guiness y volviéndolo sello del personaje, Ewan McGregor sin duda el mejor actor de las precuelas, equivalente a lo que fue Harrison Ford en la trilogía original. Para quienes no sepan me refiero al meme en el que un personaje dice “Hello there” y en la siguiente viñeta otro personaje responde: “Genereal Kenobi”.
Luego vino la Orden66 cuando el murmullo nervioso se tornó un silencio impactante, como si cada latido de la sala se hubiera detenido. Y la épica confrontación final entre Anakin y ObiWan en Mustafar… el choque de ideales, las chispas de los sables reflejando la traición, y el desgarro de dos hermanos Jedi fue, sin duda, uno de los momentos más poderosos que he visto en pantalla grande.
Cuando salió en DVD, mi madre me lo regaló y me instalé en el sillón tantas veces que, al cabo de unas cuantas semanas, el disco dejó de funcionar. Esa obsesión repetitiva: pausar, adelantar, repetir el duelo final, cada caída de Anakin, cada mirada de dolor de ObiWan.
Ahora, en 2025, al reestrenarse en cines de todo el mundo para conmemorar sus veinte años, el rugido de los fans millennial volvió a escucharse fuerte. Ver de nuevo esa respiración ominosa 66 en formato 4DX con los asientos III marcó nuestra infancia. El reestreno millones de dólares globales en su primer fin de semana, demostrando que esta generación aún guarda un lugar especial para la caída y redención de Anakin Skywalker. Veinte años después, Regreso a Mustafar no es solo un viaje de nostalgia: es la confirmación de que, para muchos, aquella película selló una pasión que va más allá de los efectos y las batallas. Forjó amistades (como la mía con Arturo), animó debates generacionales y nos impulsó a explorar más del universo —cómics, series animadas y novelas— que hoy seguimos celebrando. Al apagar las luces de la sala esta vez, comprendí que Mustafar sigue ardiendo en nuestra memoria, y que cada chispa láser sigue encendiendo la misma llama de asombro y afecto que nos
PorMarioE.PinedaQuintal
En esta columna otra vez vamos a retroceder en el tiempo, ¿hasta qué punto? Unos años antes de la pandemia COVID-19, un poco más allá de la abusiva gentrificación del centro histórico de Mérida, exactamente a cualquier momento de cuando el Museo de Arte Contemporáneo Ateneo
La noche de viernes, cada tres meses, las salas de este museo y su patio central se convertían en puntos de encuentros de artistas, sus familias, autoridades y aficionados al arte que observaban a detalle o de pasada pinturas, fotografías, arte-objeto e inclusive hasta performance.
La velada concluida con el “brindis de honor” que se trataba de una repartición de vinos y bocadillos, mientras los asistentes, en sus respectivos grupitos, conversaban hasta que la bebida y
En esos momentos de la historia artística yucateca veía al MACAY como un espacio inmortal, la concurrencia y constancia de exposiciones con diferentes obras le daban vida a un recinto que se acoplaba en espíritu con otros espacios como el Olimpo y el Museo de la Ciudad.
Tras la pandemia, desacuerdos de financiamientos y otros problemas, el MACAY cerró sus puertas. El lugar adoptó el modo de “elefante blanco” en medio de un centro histórico pasando
Hasta este año el MACAY volvió a funcionar como museo, pero con un cambio radical y reprobable. De ser un lugar para apreciar creaciones artísticas, ahora es tratado como una bodega para mostrar al público vestigios arqueológicos encontrados durante la construcción
Obviamente, es necesario ofrecer un espacio a los nuevos hallazgos de la civilización maya, pero ¿Por qué ahí? Yucatán cuenta con un museo, cuyo nombre rimbombante, Gran Museo del Mundo Maya, es lugar ideal para esas piedras que son parte de la historia y hasta segura-
El “Renacimiento Maya” que promueve el nuevo gobierno de Yucatán, emanado desde el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), es parte de esta apropiación de espacio que
sepulta al espíritu del MACAY, cuando debió ser una oportunidad de resurrección para este
Los vestigios arqueológicos pudieron haber compartido el lugar con el arte contemporáneo y la recuperación de salas permanentes, como la que pertenecía a la Escuela de Artes de Yucatán, pero las autoridades no visualizan más allá de sus objetivos políticos, aunque resulten malas e
Autor: Alicia Leonor
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