¿TE ACORDÁS MAMÁ? de Lucía Dragone y Chiara Altobelli

Page 1


¿Te acordás mamá?

Altobelli

@ del texto Lucía Dragone y Chiara Altobelli, de las imágenes Lucía Dragone edición contar la propia historia

Salta / Buenos Aires, febrero del 2025

¿Te acordás mamá?

… pequeños fragmentos de cotidianeidad, de cosas que tal o cual año, todo el mundo de una misma edad vio, vivió, compartió y, después, olvidó [...].

Sucede que, sin embargo, vuelven de nuevo, unos años más tarde, intactas y minúsculas, por casualidad o porque las hemos buscado, una noche…

Georges Perec, Yo recuerdo

Gracias a ese montón de recuerdos, valiosos o insignificantes según el momento, que van saliendo del cajón, puedo seguir viviendo…

Haruki Murakami, After Dark

En la semana del Milagro habíamos ido a Córdoba papá, vos y yo, y elegiste una residencia. En febrero viajamos nuevamente los tres, esta vez ya para quedarte. El primer día fuimos a un gran supermercado y compramos un cobertor para la cama, un ventilador, tuppers y un velador. Fueron días de mucha actividad. Pero llegó el momento, parados en la vereda de tu residencia, papá te abrazó largo, y yo te rodeé con mis brazos queriendo parar el tiempo. Papá subió a la camioneta, yo no entendía nada ¿cómo que nosotros subimos y ella se queda aquí? ¿Cómo que no se va a casa con nosotros? La camioneta arrancó y se alejaba por calles con nombres desconocidos. Me ardía la garganta de dolor. ¿Cargamos agua para el mate en la estación de servicio? me dijo papá, y no me salió la voz. Ya aparecía el campo a nuestro alrededor, cuando pude decir algunas palabras y, entrelazándolas con las de papá, ir persuadiéndome de la hermosa aventura que estaba por empezar.

Llegamos a la residencia y comenzamos a preparar mi habitación. Caminamos por las calles que ahora iban a ser mis calles, sin poder soltarnos la mano. Vos me guiabas por el camino que tenía que hacer todos los días hasta la facultad. En cada palabra sentía que nos íbamos a extrañar. Cuando llegó el momento de la despedida, en la puerta del auto, nos abrazamos y pude ver tus ojos llorosos. No sé cuánto duró ese abrazo, pero tenía la certeza de que comenzaba una etapa hermosa para las dos.

Llegó el momento en que quedabas solita. Tus hermanos en la escuela, papá y yo en el trabajo, Rosi teniendo que cambiar todo el tiempo los horarios en que podía venir a casa porque su familia también se había agrandado. Hablamos de ir al jardín y parecía que te entusiasmaba. Compramos el uniforme, un pantalón amarillo claro, el buzo naranja con un sol bordado. Preparamos una bolsita con taza y platillo de plástico, individual, y una muda de ropa “por las dudas”, todo con tu nombre. Dabas saltitos de alegría al subir al auto. Pero no quisiste entrar al jardín y tampoco querías volver a casa. Te agarrabas de la reja. La seño Moni te recibía y se quedaba charlando con nosotras, pero al rato tenía que entrar con los demás chicos, y nos quedábamos las dos afuera. Yo avisaba que iba a llegar tarde al trabajo ese día. Y el siguiente. Y el siguiente. Sentía mi pecho rajado en dos: No vale la pena esto, no es bueno para ella, quedate con ella en casa, eso es lo más importante ahora. Pero otra voz contestaba dejar de trabajar y no tener independencia económica no es opción, va a ser bueno para ella tener amiguitos e ir separándose de vos. Dejala mami, es un ratito, cuando vos te vas se queda contenta, me aseguraban las maestras ¿Cómo saberlo? Me veo subiendo al auto con el rostro humedecido. Doy vuelta la llave como quien pone en marcha un acto de fe. A las tres horas, estoy de vuelta esperando que abran la puerta. En medio de las caras de tus compañeros, encuentro tus ojitos que buscan los míos. Nos sonreímos y siento que las dos estamos satisfechas, que lo vamos logrando.

Todavía recuerdo la desesperación de no querer separarme de vos. Mis manos se agarraban a tus piernas sin querer soltarte para impedir que cruzaras la puerta que nos separaría por un par de horas. Yo accedía a quedarme si sabía que estabas sentada cerca esperándome. Te quería siempre conmigo. Entraba al jardín y comenzaba a llorar de desesperación por no tenerte. Es muy difícil que olvide esas sensaciones. Te lloraba y te lloraba por horas hasta que te volvía a ver y todo se calmaba.

Desde los doce años soñaba con mi fiesta de 15. Quería encajar, cada decisión que tomaba la hacía pensando en los demás y en sus opiniones. Al principio noté resistencia en ustedes, pero después concedieron mi tan esperado deseo. Decidiste que muchas cosas iban a ser sorpresa para que yo no me estresara tanto. Cuando llegó el día, me sentí amada. Se notaba tu atención en cada detalle, y con el baile sorpresa entre todos me terminaste de deslumbrar con tu capacidad de darme tanto cariño.

Papá y yo queríamos ser equitativos con las tres hijas e insistíamos en hacer un viaje de festejo. Agradezco haber podido oír lo que tanto deseabas y, creo, necesitabas. Fue una aventura hermosa, ocuparnos de todos los detalles, la música, los centros de mesa, el lugar de las fotos, el vestido, el guion del vídeo, coordinar la filmación con tus amigas, mandarle la coreo a los que vivían lejos y juntarnos a ensayar. Si hay algo a lo que le huyo, son las fiestas, y me sentí muy contenta de poder organizar una para que vos disfrutaras. Ese día quisiste desconectarte de las redes, y yo te llamaba para ver si algunos chicos que querían entrar estaban realmente invitados. No atendías, estabas paseando por el cerro, tranquila con tu papá y tus hermanas. Tus dos hermanos varones escoltaron tu entrada con bengalas. Fui muy feliz al verte feliz.

Estaba parada en la puerta de la cocina, mirando a alguno de mis hermanos que estaban en el patio, cuando de repente sentí un golpe en mi cuerpo, y caí al piso. No me acuerdo de nada más. Todo se nubló. Había llanto y preocupación. Después de unos días, ante la necesidad de que no volviera a ocurrir lo que pasó, papá y vos decidieron regalar a Toba y recuerdo el momento en el que lo dejamos. Días después lo fuimos a visitar para ver cómo estaba, y jugaba feliz por todo el patio grande que tenía para él solo.

Fue un segundo, pero todavía hoy puedo ver tu nuca golpeando el piso blanco de la cocina, como en cámara lenta. Probablemente grité, sé que en mis vísceras resonó un grito desesperado, pero quizás no lo oyeron, quizás lo ahogué para que no te asustaras más.

Eras menudita y te movías lenta y delicada por la casa. Tus hermanos y tu papá deseaban mucho un perrito, yo sentía que éramos muchos, pero dije, probemos. No recuerdo cómo llegó Toba, sí que era marrón, te llegaba hasta los hombros y se le notaban los músculos siempre tensos. También, que estaba empecinado en salir a la calle. Cada vez que alguien abría la puerta de adelante, nos asegurábamos de que no se escapara, abrazándolo fuerte, pidiéndole a otro que lo sujetara, o llevándolo al patio de atrás y trabando la puerta. Pero esa vez nos agarró desprevenidos. Alguien entraba y vos miraste hacia la puerta que se abría. Toba apareció a toda velocidad y te embistió por la espalda. No pude respirar durante esos segundos aterradores en que tardabas en reaccionar. El médico te revisó y nos dijo que te observáramos durante todo el día. Tenías sueño y te entreteníamos para que evitar que te durmieras. Esa noche, tomé una de las muchas de decisiones drásticas que vendrían, de esas que acostumbraba tomar cuando la cosa ya no daba para más. Con una llamada telefónica, encontramos un nuevo hogar para Toba.

Me filmabas mientras yo hacía mi número de baile, seguramente alguna canción de Patito

Feo, Floricienta, Sueña Conmigo o alguna de esas novelas que me fascinaban. Recuerdo perfectamente este momento, el lugar en el que estaba cada cosa en el patio, la manguera dando vueltas alrededor de mi cuerpo, y vos parada en el medio, mirándome. Me sentía libre de hacer cualquier coreografía, me compenetraba en girar las manos en círculo, en rotar las caderas y en mover las piernas de un lado a otro.

Con tus hermanas hacían bailes todo el tiempo. Se paraban frente al televisor, en donde se reflejaban, aunque vos las mirabas más a ellas. Pero ese día me pediste que me ubicara como espectadora en el patio. Sobre el pasto verde fui testigo de tu primera coreografía sola.

Vos, única, distinta ¡qué orgullo!

Mi humor cambiaba todo el tiempo. Estaba peleada con mis amigas y por primera vez sacaba malas notas en el colegio. Lloraba todos los días. Sentía que no me entendías, que no me querías, que iban a estar mejor sin mí, que todo lo que hacía, lo hacía mal. Te hacía llorar. Esa noche, no recuerdo el motivo de la pelea, pero sí que sentía mucha bronca porque no hacían el esfuerzo de ponerse en mi lugar ¡No veo las horas de irme de esta casa! les dije apareciendo en la habitación de ustedes, llena de furia. Me habían quitado el celular, no podía hablar con ninguna amiga, así que bajé, prendí la compu y contacté por facebook a un amigo que me había hecho en un retiro, pero no respondió. No sabía qué más hacer para dejar de llorar, hasta que bajaste y me abrazaste. Me preguntaste si estaba enojada y te dije que sí. Volví a sentir que me querías.

No te gustaba ir al colegio. Tu mejor amiga que no iba a ir al día siguiente, la compañera que te ponía frases hirientes en las redes, la que te tenía celos porque el chico que le gustaba a ella gustaba de vos. Me angustiaba y no encontrábamos una solución. Buscamos ayuda, probamos talleres en otro colegio, organizamos juntadas, también un campamento como “hija única” en La Ciénaga. Nos contaste que al año entraban nuevas compañeras y te entusiasmaba pensar que las cosas iban a mejorar. Por primera vez tus notas en las libretas semanales eran muy malas. Nos nos querías decir cuándo tenías evaluaciones, te pregunté por qué. Porque me vas a traer libritos y te vas a entusiasmar mostrándome cosas y no tengo ganas, me dijiste con bronca (soy igual a mi papá, me sorprendí). Sé que te hice una grilla de horarios y actividades que tenías que cumplir, que estabas enojada, que papá tiró unas carpetas tuyas al piso y yo me enojé con él. Esa noche pude entender que necesitabas que te ayudara a darle nombre a lo que sentías y que tenía que escuchar tu enojo. Te acostaste en medio de papá y yo en la cama y nos abrazamos. A pesar del cansancio, volvía la esperanza.

Ese verano caminábamos por la playa de Chile cuando se me ocurrió hacerles una broma: que sabía algo de ustedes. Me alzaste. Me hacían preguntas y murmuraban con las cejas fruncidas. Yo me reía y estiraba ese momento, hasta que se dieron por vencidos.

Al tiempo, había ido a la casa de una amiga y ella me había mostrado una cajita con todos los dientes que se le iban cayendo. Cuando me buscaste te conté y comenzaste a develar algunos secretos. Primero, que el Ratón Pérez no existía. Después, que Papá Noel tampoco. Me preguntaste si quería que me contaras otro secreto más y te dije que sí, y ahí me revelaste que ustedes eran los que estaban detrás de todos los regalos. Recuerdo mirarte sorprendida e intrigada, justo cuando paramos en un semáforo.

Me gustaba ver las tortugas en la casa de mis tíos ¿Cómo eran por dentro, cómo comían, dónde dormían? Faltaban dos días para Navidad, sonó el teléfono y yo atendí. Mi tía Ana me preguntó si ya había visto la tortuga. ¿Qué tortuga? le respondí, y no me dijo nada más.

En la Nochebuena, vi la tortuga bajo el árbol y comencé a llorar.

El día en que te busqué de casa de tu amiga y me contaste que ella te había mostrado una cajita que guardaba su mamá con los dientes del Ratón Pérez, decidí que era momento de decírtelo. Íbamos en el auto y, con complicidad, te conté también de Papá Noel y los Reyes Magos. Pero a los dos meses llegó la Navidad y te oímos hablar como si no supieras. Ante la duda, organizamos una sofisticada estrategia para comprarte un piano de juguete durante las vacaciones en Chile. La siguiente Navidad decías que le ibas a pedir una tortuga a Papá Noel. No quiere darse por enterada, dijimos, y no queríamos romper la ilusión. Tu tía

Ana me avisó que te había conseguido una tortuguita en Santiago del Estero. Preparé una caja y le hice unos agujeros. Puse adentro lechuga y un tarrito con agua. Esa Nochebuena abriste la caja y pensé: se agrandó el embrollo.

Tenía cinco años. Rosi, que me cuidaba, estaba cocinando. La puerta de la cocina daba al patio, en donde estaba el tobogán. El conejo era mi juguete y mi diversión de las mañanas. Un día se me ocurrió hacerlo disfrutar del aire, revoleándolo por los cielos desde la punta del tobogán. Grité fuerte para que Rosi se riera de mi ocurrencia. Se rio, pero también me pegó un reto.

En el cumpleaños de Andrés, el mago lo sacó de la galera: una pequeña bolita de pelo blanco y suave al que llamamos Pompo. A partir de ese momento, vos y tus hermanos estuvieron pendientes del conejo. Lo llevaban en una cajita a la casa de las amigas, lo acunaban, le daban de comer. Un día me dijiste ¡Me rasguñó! y en tus ojitos leí el dolor de la traición. Dejó de prender la lámpara de pie, dejó de funcionar el lavarropas, el órgano eléctrico no encendía… El electricista me preguntó Señora, ¿por casualidad tienen algún animalito? ¡Están todos los cables mordidos! Pompo estaba enorme, arisco, ya no quería ser tu peluche. No nos gustaba la idea de hacerle una jaula, así que le propusimos al jardinero si quería llevárselo a su casa, y nos prometió que lo podrían ir a visitar. Por alguna razón nunca lo hicimos.

Esa Navidad me dormí antes de las doce de la noche. Me había acostado en la cama que está al lado de la ventana. Y cuando llegó la medianoche, me despertaste con mi regalo, una cocinita amarilla y roja.

Festejábamos la Navidad en el quincho. Pasamos la tarde en la pileta y papá cocinaba en la parrilla. Hicimos turnos para ducharnos y vestirnos más elegantes. Después de cenar, tiramos globos rogando que no quedaran atascados en la gran tipa. A ninguna de las dos nos gustan los ruidos de los fuegos artificiales, así que nos acomodamos abrazadas en un sillón dentro de la casa. Te quedaste dormida, y te tapé con la colcha de colores. Te desperté cuando llegaron los regalitos. Dormí muy poco porque habíamos llevado al Chueco y no estaba acostumbrado al lugar; golpeaba la puerta para salir. Y a las ocho no podía creer cuando sonó mi alarma del celular “Ofertas súper”, así que sé que era un martes.

Comenzaban las fiestas de los quince años, y también se profundizaron las peleas con mis amigas. Una de ellas, muy cercana, me había dicho que quería que fuera a la misa pero no al festejo de después porque era solo de los más íntimos. Intentaba calmarme, pero no podía. Te conté lo que había pasado y en la mesa propusiste que todos me ayudaran dándome su opinión. Terminamos decidiendo ir a la misa, saludarla y después irme.

No podía entender tanta crueldad, como tampoco la había podido comprender cuando me pasaba lo mismo con mis compañeras del secundario. También papá y tus hermanos habían tenido que soportar burlas o destrato en la escuela. Yo sentía que eras valiente en mostrar cuánto te afectaba, y que charlarlo en familia iba a ser una forma de que todos aprendiéramos a hablar y a apoyarnos. En el cumple de Vale, sentada en el primer banco de esa iglesia, sentí que podía hacer algo por vos, por nosotros, por tantos chicos que sufren en el colegio, y tantos adultos que tienen ese dolor enquistado dentro.

Me habían invitado a Jujuy a pasar algunos días con mis primos y tíos. Te dije que tenía miedo de que me agarraran ganas de hacer pis muchas veces seguidas y no poder pedir parar en la ruta. Me tranquilizaste y le dijiste a mi tío que por favor pararan cuando me dieran ganas de ir al baño. En el viaje me reí mucho, y se me olvidaban las ganas de hacer pis. Sacaba fotos a cada cosa que se me cruzaba y nos reíamos de nuestras ocurrencias.

Subimos unas ruinas, caminamos por las calles de Tilcara y, por último, fuimos a un camping. Por primera vez comí carne sin asquearme. Me acuerdo de un ataque de llanto al extrañarte. Te llamaron para explicarte, pero hablamos y se me pasó rápido.

Sentía que iba a ser una experiencia hermosa para vos, como lo eran los viajes que hacían tus hermanos con fútbol o gimnasia rítmica. Intercambiábamos mensajitos, parecía que estabas muy bien. Una tarde me llamó tu tía diciendo que había tratado de convencerte de miles de formas, pero que te querías volver. No recuerdo si te trajo tu tío y se volvió al campamento, o si te quedaste hasta el final.

Un año antes de que nacieras nos había agarrado la fiebre del burako. Así como muchas otras cosas, vos aprendías observando silenciosamente a los demás. Como cuando te llevé conmigo a trabajar a San Lorenzo porque no tenía con quién dejarte. En la ruta me preguntaste ¿Qué es eso que están practicando con Miki? Las palabras graves, agudas y esdrújulas, te dije. Te expliqué brevemente, mientras manejaba. ¡Ah! dijiste. A ver, decime palabras, mami. Camión. Aguda, contestaste con tu vocecita sin estridencias. Simpática. Esdrújula. Mariposa. Grave. Auto. Grave. Así llegamos a destino. Tu mundo estuvo siempre poblado de palabras, ahora lo veo muy claro, y bastante menos de números. Ese verano nos pediste que jugásemos al burako sólo con piernas (nada divertido), hasta que, a los pocos días, simplemente exclamaste ¡Ah! y pudimos empezar a armar también escaleras.

Hacía mucho calor y todos estábamos en la pileta jugando al burako. Les pregunté si podía jugar y me dijeron que sí, pero yo puse condiciones. Todos los juegos tenían que ser piernas, no escaleras. Vi en la mirada de mis hermanos una mezcla de bronca y ternura. Terminamos jugando, me divertí mucho.

Era uno de los primeros dientes que se me salían y tenía terror a que apareciera un ratón en mi cama mientras yo dormía. Me imaginaba al tal Pérez como un ser sobrenatural de cuatro patas, pequeño y gris, con espacios entre los dientes. Pensaba que iba a salir en medio de la noche y me iba a tocar la cara. No podía dormir y el único de mis hermanos que me recibía en su cama sin quejas era Ignacio. El no hacía preguntas, sólo me arropaba y me calmaba. A su lado me sentía segura.

En la pieza grande desde donde se ve la higuera dormías con tus dos hermanas. En realidad, en esa época, desde hacía unos ocho años, sabíamos dónde cada uno se acostaba, pero no en cuál cama amanecería. Si alguno tenía pesadillas, si alguno se hacía pis, si alguno estaba nervioso por alguna evaluación al día siguiente. Decíamos: esta noche va a ser más tranquila. Poníamos música, colgábamos atrapasueños, me acostaba un ratito en tu cama, alguna vez me contaste que temías que apareciese un ladrón por la ventana. Cuando te pedí por favor, necesito dormir, encontraste solita la solución: caminabas hasta la cama de tu hermano mayor y, en la oscuridad y sin pedir permiso, te acurrucabas a su lado.

Cumplía siete años y estaba extremadamente feliz, jugando en el pelotero, con el metegol, bailando, hasta que en un momento llegó mi sorpresa, Bob Esponja. Estaba confundida, creía que era Bob, pero algo en mi sospechaba que debajo de ese disfraz había una persona real. Decidí que no era tan importante averiguarlo y me dediqué a disfrutar bailando con él.

Todo fue felicidad. Después, para seguir sumando sorpresas, mis hermanas con una amiga de la familia me hicieron un baile de danza rítmica.

Veo Veo, así se llamaba el pelotero.

¿Qué ves? A una personita luminosa con vestidito blanco, sorprendida entre sus hermanos, tíos, abuelos, y los amigos que había podido contactar por teléfono en esos días de vacaciones (cumplir años en enero ha sido siempre una complicación para vos).

Una cosa ¿qué es? Atrás, enormes peloteros con toboganes y túneles ¡Despacio! Los más grandes hacen mover de tal manera las camas elásticas que tenés que agarrarte de los caños para no caerte.

Maravillosa ¿de qué color? Amarillo, como la enorme cabeza cuadrada del Bob Esponja que bailaba con sus manos enguantadas sujetas a las tuyas. El cumpleaños terminó con tus hermanos y Rosarito cantando We Will Rock You mientras hacían el ritmo con golpes de las manos.

Tenía una profesora que me encantaba. No solo por su forma de enseñar y porque me hacía mantener la atención durante toda la clase, sino también porque se maquillaba muy extravagante y cuando hablaba se le armaba una babita al costado de los labios. No podía dejar de mirarla. No veía la hora de que me buscaras del colegio, llegar a casa y pintarme los labios igual que ella para ponerme a dar clases en el pizarrón de tiza que me habías comprado. Esa profesora me entregó una tarde la marioneta Esternocleidomastoideo, y vos me acompañaste a recibirla, porque cada día un alumno se lo llevaba a su casa. Jugamos juntas, me acompañaste a devolverlo y en ese momento la seño te dijo que iba a recibir un diploma de mejor promedio porque mis notas eran excelentes. Recuerdo tu semblante orgulloso y tu mirada de ternura. Yo las miraba a las dos.

Te buscaba del colegio y entrabas corriendo a tu cuarto en el piso de arriba. Te sacabas el uniforme celeste y seleccionabas una pollera acampanada, una blusa “de grande” y algunos tacos que encontrabas en mi placard. Cuando subía a ofrecerte la leche, ya te estabas pintando de rojo los labios, frente al espejo. Me costaba entender esa rutina de muchas tardes, también me preocupaba. Me habías dicho: “a la seño Vivi se le hace un globito de baba aquí”, y te señalaste la comisura de la boca. Pero sólo relacioné tus sesiones de maquillaje con la seño Vivi muchos años después, cuando me lo contaste.

Mi cabeza asomó en la sala llena de instrumentos quirúrgicos y miradas. Podía sentir esa voz que me calmaba ante tanto mundo nuevo. Al fin me pusieron en tu pecho, podía escuchar tu respiración y sentir la piel que me acogió desde aquel primer instante. Era suave, y tus manos me acariciaban, amables y tiernas, mientras recorrías cada rasgo de mi cara. Todos mis sentidos estaban alertas. Me pasaban de persona en persona, me hacían caras raras y yo lloraba.

Te estaba esperando, a pesar del temor, mi alma aguardaba a tu alma. La vida de cada uno de nosotros había hecho un nido para acogerte y, aún sin saberlo claramente, para que nos enseñaras a volar.

Niña de agua

No es que la casa no tuviera techo pero, si algo faltaba, lo tenemos.

Nada me gustaría como saber cierto a qué o a quién tendré que agradecerlo.

No es que los días no estuvieran llenos:

para la ternura siempre hay tiempo.

Ya está el rompecabezas amarrado, fue la pieza que andábamos buscando.

Desde el alba dispuesta hasta la aurora descubres todo y todo te impresiona

Del perro hasta la hormiga laboriosa

La vida a veces luz y a veces sombra.

No viniste del frío ni la lluvia, llegaste del amor y de la luna.

Niña de agua, te crecerán las alas y tu vuelo.

Niña de agua, quizá oscurezca el sol, así lo creo.

Niña de agua, nunca sabrás sumar lo que te quiero.

Manuel / Ana Belén

Victor

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.