El sofá mágico

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EL SOFÁ MÁGICO “Els grans fem contes per als nens i les nenes” 2006

Aviparc Centre de dia

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Este cuento ha sido escrito en colaboración por usuarios de Aviparc y el responsable del taller de creación literaria del centro: Teresa Solsona Morte, Josep Sendrós Ibáñez, Concha Martínez González, María Oliva Margall, Carmen Lagos Rueda, Dolores Silvan de Dios, Paquita Pérez Mitjana, Rafaela Naval Cerra, Francisco Alberol Pérez, Bienvenida Campanales Estany, Adoración Serrano Fernández y Pablo Peñarroja Jolonch (animador).

Todos los derechos reservados © Pablo Peñarroja Jolonch, 2006, por el texto © Ediciones Aviparc, 2006, por esta edición


EL SOFÁ MÁGICO

No había sido un buen año para Lola. Desde luego que no. Ya casi nadie la llamaba Lola. Ahora volvía a ser Dolores, como al principio, cuando no conocía a nadie. Sí. Nuestra Lola se había quedado sola. Triste y sola. Esa noche, sentada a la mesa frente a un plato con doce uvas, se dio cuenta que ya nada la ligaba a la ciudad. Había llegado el momento de emprender un viaje. A primera hora del primer día del año, Lola cerró la puerta de su piso en la ciudad y se dirigió a la estación del ferrocarril. Por fin se había decidido. Siempre lo había querido hacer, pero nunca encontró el momento adecuado. Ahora que se había quedado sin trabajo y que su pareja se había ido, nada ni nadie le impedía hacer realidad su sueño. Ahora o nunca, pensó. Ya en el tren, Lola desplegó el mapa. Nuestra Lola, a la que ahora todos llaman Dolores, quería dedicar el resto de su vida a buscar y restaurar muebles viejos y olvidados. Cuánto más antiguos y olvidados mejor. Esa era su vocación desde muy pequeña. Además, le serviría para alejarse de la ciudad. Una vez alguien le explicó que en tiempos de guerra, en los pueblos la gente escondía sus muebles en almacenes abandonados para recuperarlos una vez pasada la tormenta. Pero muchas veces, nadie regresaba por ellos y allí quedaban olvidados. Enterrados en polvo. Desaparecidos en almacenes que ya nadie visitaba. Su plan consistía en recorrer esos pueblos y buscar y buscar. Nuestra Lola visitó muchos lugares: Calella, Villahermosa del Río, Santoña, Puebla de Sanabria, Cortes de Arenoso, Llanes, Fayón, Antas, Albatarrec, Peñarroya, Abenjibre, Belchite, Tordomar, Valverde de Lerena, Avinyó, Medina del Campo y otros que ya no recuerdo. En todos ellos encontró algún mueble olvidado: camas, mesas, sillas, baúles, armarios, cómodas, radios de galena, mecedoras, relojes de cuco. Y a


todos les dedicó tiempo y cuidados hasta devolverles el esplendor de antes. Después los regalaba a la gente del pueblo y seguía su viaje. Se ganó el aprecio de la gente y nunca le faltó comida ni lugar de descanso, pero todavía nadie la llamaba Lola. Allá donde iba, siempre encontraba un mueble viejo y olvidado que necesitaba sus cuidados. Y todos volvían a brillar de nuevo, aunque algunos estaban realmente en las últimas. Al ver los resultados, la gente se quedaba maravillada y muchas personas se interesaron por el trabajo de Lola. A éstas ella les enseñaba el oficio. Y así fue pasando el tiempo. Viajando de pueblo en pueblo. Unas veces en tren, otras en autobús y también a pie. Así fue haciendo realidad su sueño. Haciendo felices a muebles viejos y olvidados y a personas que pensaban que esos objetos ya no servían para nada. Sí, en su viaje, nuestra Lola, ahora Dolores, llevó la felicidad a los lugares por donde pasó. ¿Pero, y ella? ¿Había dejado atrás su tristeza y su soledad? En parte sí. Pero no del todo. En el fondo de su corazón seguía sintiendo un poco de soledad y un poco de tristeza. Así que decidió seguir su viaje. Guardó el mapa. Cogió el primer tren que paró. Viajó toda la noche y se bajó en la estación más pequeña, olvidada y solitaria que vio. Al alejarse el tren, Lola pensó que quizás ya no volvería a pasar ningún otro tren jamás. Aquella estación parecía abandonada. Nadie esperaba a nadie. Al otro lado, el conjunto de casas que tiempo atrás debió ser un bonito pueblo, no era más que un montón de piedras frías. Las puertas y las ventanas estaban rotas. Las calles casi no se distinguían debido a las hierbas y plantas que crecían desordenadas aquí y allá. El bosque parecía querer ocupar el pueblo abandonado y hacerlo desaparecer. Seguro que nadie ha venido por aquí en mucho tiempo, pensó Lola. Pasó la mañana paseando, hasta que se cansó y se sentó bajo una encina a contemplar el paisaje.


En ese lugar no había personas, pero sí muchos pájaros. Ahora los tenía muy cerca, en las ramas de la encina que la cobijaba con su sombra. Los miró y los saludó. Ninguno de ellos le respondió. Se estaba tan bien bajo el árbol que Lola se quedó dormida. Entonces llegaron las nubes. Una tras otra se fueron acumulando nubes y más nubes. Y los pájaros que antes no la habían saludado, empezaron a trinar con fuerza, quién sabe si queriendo avisarla. Con el primer trueno empezó a llover. Lola, avisada por los pájaros, se despertó y corrió hacia no sabía muy bien donde. Siguiendo a los pájaros se resguardó de la tormenta en la única casa con techo de aquel lugar. Y llovió y llovió. El cielo se oscureció tanto que parecía de noche. Y llovió toda la tarde y toda la noche. El lugar donde se habían resguardado Lola y también los pájaros tenía el aspecto de un viejo almacén. Pero todo estaba tan oscuro que no se veía nada. Lola se recostó en el suelo, mientras los pájaros se recogieron en el altillo que ocupaba la parte superior del local. Y allí pasaron la noche, durmiendo. Al amanecer, el viejo almacén se llenó de luz y los pájaros cantaban. Lola se despertó cegada por la luz del sol que se filtraba por todos los rincones del local. Al fondo, le pareció ver algo. La luz caía sobre ese objeto, haciéndolo visible. Lola se levantó y se adentro en aquel lugar. Ahora lo podía ver claramente; era un viejo y olvidado almacén. Siguió caminando entre el canto de los pájaros, atravesando el local de extremo a extremo, hasta que llegó frente a un objeto que le pareció familiar. La luz del sol caía directamente sobre él. Desde arriba y desde los lados. Iluminándolo como si fuese el protagonista de un espectáculo. Lola se acercó más y bajo unos tablones y rodeado de telarañas descubrió un sofá. Un viejo y olvidado sofá. O lo poco que quedaba de él. Lola pasó semanas intentando restaurar el sofá. Era o había sido un sofá de tres plazas de madera de nogal. La tapicería ya no existía. La madera había sufrido el ataque de la carcoma y de la humedad. Además las patas


estaban desencajadas y la estructura partida por la mitad. Lola hizo su mejor trabajo con aquel sofá. Poco a poco lo fue recuperando. Lo desinfectó, lijó, empastó, consolidó, limpió y barnizó. Y un día, cuando se disponía a encolar una de las patas se dio cuenta que estaba hueca. En su interior encontró un sobre cerrado que parecía contener una carta. Una carta que no pudo ser enviada. Todavía conservaba la dirección de destino. Lola pensó que era su obligación entregar esa carta. Y así lo hizo. La dirección que indicaba el sobre ya no existía, pero si le dieron razón de donde vivía ahora el único descendiente de esa familia. Le abrió la puerta un hombre joven. La carta era para su abuela. Ella ya no estaba. Pero a él le hizo mucha ilusión recibirla y leerla. Agradecido invitó a Lola a cenar. Y se vieron varios días más. Parecía que tenían cosas en común y hablaron y hablaron. Una mañana, Nicolás, que así se llamaba el hombre, le dijo: — ¿Te importa que te llame Lola? — Lo prefiero, sí; ¡no me llames Dolores, llámame Lola! A Nicolás tampoco nada le ataba a la ciudad. Y decidieron seguir juntos el viaje.

FIN


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