En blanco y negro: Capítulo 10

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Capítulo 10 Cuando abra los ojos, Colbert no estará Tras cerrar el tercer tomo de la mañana, Ariadne exhaló un profundo suspiro y se tumbó en el suelo, dejando el libro a un lado. Se frotó los ojos con ambas manos, mientras intentaba no ponerse a patalear. Desde que quedara exonerada, todas las mañanas acudía a primera hora al subterráneo para consultar la biblioteca y los archivos de los ladrones. - Never know how much I love you - comenzó a canturrear. La verdad era que llevaba desde el día anterior obsesionada con la cancioncita de marras. Vio que la armadura de La bruja novata se inclinaba sobre ella. Podría ser un mero amasijo de metal, pero Ariadne le entendía a la perfección. Estaba preocupada por ella, por lo que se encogió de hombros, haciendo un gesto desdeñoso. - Sigo sin encontrar nada de utilidad, pero acabaré haciéndolo. La verdad era que la situación era desesperante. No dejaba de buscar algún modo de revivir los recuerdos de su infancia, una cura para su tío Felipe y cualquier pista que pudiera ayudar a Tania. Pero no había descubierto nada. ¡Nada! Si la armadura no estuviera ahí, sin dejar de mirarla, se habría puesto a dar patadas al suelo; con cuidado, claro, ya que causar cualquier desperfecto en aquella sala sería un crimen. Se puso en pie para depositar el libro en su estantería. Después, acudió al archivador que había en un rincón, justo al lado de la puerta que conducía a la galería de los Objetos que entraban dentro de la categoría roja y negra y que no habían podido destruir. Lo había consultado un par de veces, aunque sin ningún resultado: La espada de Barba azul había quedado destruida en el incendio donde murió su familia y no había nada que pudiera ayudarla a utilizar el pisapapeles de ámbar de su tío. - Quizás no haya nada que encontrar. Apoyó la yema de los dedos en la pared, cerrando los ojos un instante. Volvía a sentir frío. Sin embargo, no tardó en volverse para encarar al joven que la miraba con una estúpida sonrisa torcida danzando en los labios. - Puede que lo que busco no esté aquí, pero existe. Lo sé. La sonrisa de Colbert se ensanchó. No era buena señal. - Se me olvidaba que sabes cosas - el fantasma se acercó a ella y le acarició el rostro. A pesar de que era traslúcido e intangible, Ariadne pudo sentir la rugosidad de su mano. Cerró los


ojos, entre atónita, melancólica y herida. Estaba tan harta de que con su mera presencia, Colbert trajera el frío, el dolor y aquellos torbellinos de sentimientos contradictorios...- ¿Por qué puedes sentirme, Ariadne? - Porque nos une un vínculo muy fuerte - musitó sin detenerse a pensar. - ¿Ves? Sabes cosas que ni siquiera sabes - se alejó de ella y se sentó de un salto en una de las vitrinas. Estuvo a punto de reñirle, pero entonces recordó que se trataba de un fantasma, por lo que echarle una bronca por poder romper el cristal era una auténtica estupidez. - Eso no tiene sentido. - ¿Acaso tiene sentido que puedas verme?

Maldita sea, ahí tiene razón. ¡Dios, cómo me jode darle la razón a un fantasma tocapelotas que va de listo y que me destrozó! ¿No podría desaparecer de una vez? - No puedo saber algo que no sé. - Una persona normal no, desde luego - Colbert ladeó la cabeza, mirándola a los ojos con seriedad.- Pero tú no eres una persona normal - volvió a curvar los labios, aunque en aquella ocasión lo hizo con tristeza; de hecho, sus ojos se tiñeron de melancolía.- Por eso estoy aquí, Ariadne. Tengo que decirte algo que debí haberte dicho cuando estaba vivo... De repente, de una forma completamente irracional, Ariadne se vio embriagada por el miedo. Aquel frío, aquel estado de congelación tan solo roto a veces por el dolor, desapareció para dar lugar al temor. Sentía un pavor que nacía en el estómago y se apoderaba de ella. No sabía por qué, tan solo que debía huir de algún modo. - ¡LÁRGATE! ¡DÉJAME SOLA, FUERA, LARGO! - ¿Cómo sabías que estaba aquí? La voz de Kenneth Murray la sobresaltó. Estuvo a punto de dar un respingo, pero logró contenerse a duras penas. Si demostraba que la había asustado, Kenneth se daría cuenta de que no le estaba hablando a él y estaría en un buen lío. Giró sobre sus talones para observar al recién llegado. Llevaba el elegante traje, aquel día de color gris con chaleco abotonado a juego, de forma tan impecable que resultaba hasta molesto; incluso las rayas del planchado en el pantalón eran tan perfectas que parecían hechas con escuadra y cartabón. Ariadne se encontró pensando en que le faltaba el bigote de cepillo para ser la viva imagen de Barty Crouch. - Haces ruido al caminar. ¿De verdad eres un ladrón? Kenneth se sonrojó al instante y Ariadne se sintió culpable, al fin y al cabo el que la había puesto de los nervios era Colbert, no él. Luego recordó que, en cambio, él la había comprado como si fuera una propiedad para tener un título, así que dejó de sentirse mal.


- ¿Qué haces aquí? - preguntaron ambos al mismo tiempo. - Busco la manera de recuperar a mi tío - se encogió de hombros Ariadne, sentándose en la mesa que había pegado a la pared, cerca de las estanterías. Tras estirarse, se ahuecó el pelo un poco, sin dejar de mirar al joven.- Tu turno. - Te buscaba a ti. - ¿Y eso? - Pues... Verás... Esto...- Kenneth sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se puso a limpiarse las gafas. Estaba tan pálido y temblaba tanto, que Ariadne temió que se desmayara ahí mismo.- Creo que ambos debemos asumir nuestro irremediable futuro. Queramos o no, nos vamos a casar. Así que... Bueno... Ya puestos, pues deberíamos conocernos y llevarnos bien.

En estos momentos tengo mucho miedo. Mmm, quizás se agito las manos, lo congelo como en Embrujadas y puedo darme el piro... Por si acaso, discretamente, Ariadne movió los dedos, pero no logró nada. Se sintió algo decepcionada: Colbert había dicho que no era normal, así que se había esperado ser una embrujada o algún tipo de elegida y tener poderes chachi pirulis. Pero no. - Ajá...- fue lo único que logró pronunciar. - Por eso y aprovechando que es viernes, creo que deberíamos tener una cita.

Vale. Ariadne, contrólate. Ya sé que quieres ponerte a gritar y que entonces te convertirías en El grito de Munch... O en Kevin McCallister. Pero no, no es buena idea. A ver si vas a herir sus sentimientos y golpea a Álvaro con un guante para retarle por su honor mancillado. - Esto...

 Tomó aire, se puso las gafas en su sitio y entró en el aula. Llevaba ya cinco días trabajando como profesor de literatura. Además, había sido una semana intensa, pues prácticamente permanecía toda la tarde recluido en el salón de actos, preparando la obra de teatro que iban a representar ante los padres de los alumnos. Aún así, siempre le costaba un triunfo entrar en el aula para comenzar las clases. Curiosamente, sus grupos eran de edades de lo más dispares: desde el primer curso de primaria hasta segundo de bachillerato. Los más jóvenes eran los que mejores se portaban, pero también eran los que más dificultades presentaban: no lograba hacerles entender sus explicaciones y, aunque no hablaban entre ellos, sí que los descubría mirando al infinito aburridos.


Le resultaba frustrante no poder transmitir lo sumamente maravillosa que era la literatura. Y echaba tanto de menos sus libros... Solía pasarse el día perdido entre un laberinto de estanterías infestadas de tomos de todo tipo. Aunque conocía la biblioteca del Consejo como la palma de su mano, todavía seguía encontrando cosas que le sorprendían. La última clase de aquel día era con el grupo al que pertenecía su prometida. Cuando el director le notificó, con aquel gesto petulante tan tonto, que debía dar clase a Ariadne Navarro, pensó que la chica le iba a dar muchos problemas. Se equivocó. Por mucho que su prometida y él no se llevaran bien, la muchacha era la más aplicada de la clase con diferencia. Depositó su maletín sobre el escritorio, escuchando el incesante murmullo del grupito que se juntaba en el fondo izquierda. ¿No se les agotaban las ganas de hablar nunca? Les ignoró para sacar un montoncito de carpetas y fundas de plástico. - Ya he corregido los trabajos para subir nota y, la verdad, estoy muy contento - explicó, mientras le pasaba el montón a Ariadne, que se sentaba justo frente a su mesa.- Señorita Navarro, ¿sería tan amable de repartir los trabajos? - Por supuesto, profesor Murray. - Y de lamerle el culo también, profesor Murray - murmuró Erika Cremonte en un tono nada discreto. Aquella broma hizo que se le subieran los colores, así que se limitó a acomodarse en su silla y buscar en el libro del texto la página en la que se habían quedado. Tras esconderse unos segundos, los suficientes para calmarse, detrás del tomo, volvió a asomar la cabeza. Vio la mano de la señorita Cremonte alzada, así que preguntó: - ¿Le ocurre algo? - Tengo una duda sobre mi trabajo. - Las dudas sobre los trabajos o las notas, después de la clase, ¿de acuerdo? Varios alumnos asintieron, aunque otros estaban ya demasiado distraídos como para prestar atención a alguna de sus palabras. Se resignó y retomó la lección donde la habían dejado la clase anterior. Antes de que pudiera darse cuenta, la hora había finalizado y los alumnos se marchaban charlando entre ellos, a excepción de la señorita Cremonte, que se acercó. Se frotó las manos por debajo de la mesa, mientras se esforzaba en sonreír con amabilidad a la chica. Ésta había depositado su trabajo en el escritorio, colocando las manos a ambos lados, y se había inclinado sobre él. - ¿En qué puedo ayudarla?


- Me ha puesto un siete - él asintió, intentando concentrarse en el manuscrito y no en el gesto de la señorita Cremonte. Cada vez que había leído El libro de la selva, se había imaginado a Kaa, la serpiente, así, pues parecía que aquella chica quería hipnotizarle con sus miradas y sus gestos.- Por lo que, si no le entendí mal, seguiré teniendo un siete en la evaluación. - Un siete no está mal... - Pero yo quiero un sobresaliente. - Bueno...- Kenneth se humedeció los labios, frotándose las manos con un poco más de ímpetu.- Estoy absolutamente convencido que si se esfuerza más en el siguiente trimestre, podrá conseguir el sobresaliente sin dificultad alguna... - Pero es que me he esforzado mucho. La señorita Cremonte empleó un tono lastimero, mientras se sentaba en la mesa con elegancia. Cruzó sus largas piernas, encargándose de que una de ellas le acariciara el brazo. Ni siquiera le preocupó que la falda se le arrebujara entorno al regazo, prácticamente dejando al aire su ropa interior. Kenneth, tragando saliva y sintiendo que el sudor comenzaba a brotarle del cuello, se concentró con decisión en un punto en el infinito. Aún así, no pudo evitar dar un respingo cuando la señorita Cremonte, se acercó todavía más a él, colocando su rostro a una distancia, cuando menos, imprudente. - Si usted lo desea puedo esforzarme ahora mismo... - ¡No! ¡No hace falta, de verdad! - Entonces... ¿Me subirá la nota, profesor Murray?

¡Santa madre de Dios! Kenneth, escandalizado, volvió a concentrarse en el punto del infinito, intentando no pensar que con aquel tono de voz hasta las palabras más inocentes, sonarían de lo más lujuriosas. ¿Pero en qué antro de perversión había acabado metido? - Creo que me he confundido... La voz del director, Álvaro Torres, les sobresaltó a ambos, por lo que se volvieron al mismo tiempo para ver al hombre recostado en la puerta del aula. Mantenía los fuertes brazos cruzados sobre el pecho, además de la cabeza un poco inclinada, por lo que el dorado cabello le caía hacia un lado de forma graciosa; incluso un par de mechones le cubrían los ojos. - ¡Señor Navarro! - exclamó la señorita Cremonte. - Dígame una cosa, querida, ¿cuándo ha dejado esto de ser un colegio para convertirse en un burdel? - ante la fría pregunta del director, la señorita Cremonte palideció; de hecho, parecía


que estaba a punto de decir algo, aunque Álvaro Torres se le adelantó.- Vigile su lengua, no vaya a ser que se me vaya a soltar la mía. La chica, visiblemente contrariada, recogió sus cosas y abandonó el aula a toda velocidad. En cuanto lo hizo, el director cerró la puerta, recostándose después en ella. Le estaba mirando con fijeza, divertido.

Seguramente te creerás encantador... Sólo con ver a aquel hombre, aquel maldito traidor que había abandonado el camino a seguir para dedicarse a asesinar, Kenneth ya sentía que la rabia bullía en su interior. Pero estuvo a punto de explotar al oírle decir con aquella petulancia de narcisista: - De nada, ¿eh? - No necesitaba tu ayuda - aclaró con frialdad. Cerró el libro de texto y lo guardó en su cartera, dispuesto a salir de ahí cuanto antes. Apenas soportaba hablar con aquel hombre, así que le era todavía más difícil estar a solas en un espacio que se le hacía tan pequeño. - Pues he debido de equivocarme de nuevo - Torres frunció un poco el ceño, llevándose un dedo al mentón.- Mmm, quizás necesite gafas - relajó el entrecejo, arqueando un poco sus rubias cejas.- Porque, claro, lo que yo he visto es que casi te viola una alumna y tú, tan valiente y decidido como siempre, estabas a punto de hacerte un ovillo en una esquina y echarte a llorar. - ¡Eso no es así! - Vale, vale... Entonces, simplemente, te ibas a dejar hacer, ¿no? Aquello fue la gota que colmó el vaso. ¿Cómo aquel hombre podía ser así? ¿Cómo se podía ser tan...? ¡Tan insolente! ¡Y tan narcisista! ¡Y tan encantado de haberse conocido a sí mismo! Álvaro Torres era simple y llanamente inaguantable, por lo que no estaba dispuesto a que se divirtiera a su costa. - Escúchame bien. No he pedido tu ayuda. No la quiero. Jamás la querré. Incluso si estoy en medio del desierto muriendo de deshidratación y tú tienes un vaso de agua, no lo aceptaré. Antes le vendería mi alma al diablo o esperaría la muerte - hizo una pausa, fulminando con la mirada a su interlocutor.- Bien pensado, tú me la darías porque esa es tu naturaleza. Se dirigió hacia la puerta, sonriendo para sí con aire triunfal, por fin había podido callar a ese maldito asesino. Entonces la abrió, saboreando la victoria... O casi, puesto que escuchó: - Estos ingleses... Qué intensos sois.




A pesar de todo, siguió con la rutina como si nada. Generalmente, la rutina le resultaba como un veneno que actuaba a largo plazo, que la iba apagando poco a poco; muchas veces, de hecho, se preguntaba qué hubiera sido de ella de no ser ladrona al tener que vivir siguiendo las mismas reglas, al hacer las mismas cosas un día y otro y otro... En aquella ocasión, sin embargo, agradeció el poder sumirse en la monotonía, en las cosas que hacían las personas normales, porque le impidieron pensar en lo sucedido. << Pero tú no eres una persona normal>>. Aquellas míseras palabras la aterraban. Lo peor del caso era que no sabía a qué venía aquel temor tan visceral. Era una cobarde, una gallina, y ni siquiera sabía por qué. Como no estaba de humor, se mantuvo ajena a todos en el ensayo. Le resultaba muy fácil el alejarse de todos, quizás porque nunca había llegado a estar realmente con nadie. Aquella vez no fue distinta: sus dos amigos estaban ocupados interpretando sus papeles, además entendían perfectamente las señales y la dejaban sola cuando ella así lo deseaba. Sólo había una persona que no había desistido y que cada día, cada momento, le había estado persiguiendo incansablemente. Había. En el pasado. Deker ya no le perseguía, no le molestaba, no le tomaba el pelo o la irritaba. Ya no hacía nada de lo que solía hacer, limitándose a estar, simplemente estar. No discutían, no hablaban, no se sentaban juntos en clase... De hecho, en aquella ocasión estaban cada uno en un extremo de la sala... Y eso que trabajaban juntos en la dichosa obra de teatro. - ¿Por qué estás sola? La voz femenina la sobresaltó. Estaba harta de los dichosos fantasmas, que a ese paso le iban a provocar un infarto. ¿No podían avisarla? Quizás pedir cita o algo por el estilo. Agitó la cabeza, ¿para qué perder el tiempo pensando semejantes tonterías? Acabó por suspirar, encogiéndose de hombros, mientras miraba de refilón al fantasma de la chica rubia. Era la primera vez que hablaba con ella. - Lo prefiero así - susurró. - Sólo las personas que estamos solas creemos que queremos estarlo.

Estupendo. Primero me acosa el fantasma graciosillo y ahora la fantasma filósofa barata. ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Un psicópata? ¿Un tuno? ¿David Bisbal? - Me alegro de que en vida te gustaran las galletas de la fortuna, pero, ¿sabes qué? Que no tengo tiempo, ni ganas, ni paciencia... Ni estoy de humor como para soportar tus clichés - cerró el cuaderno en el que había estado garabateando para entretenerse y se puso en pie, echándose la


mochila al hombro.- Ya, si eso, la próxima vez te traigo comida china y a ver si pasas al otro lado o desapareces o lo que quiera que hagáis los fantasmas. Salió del salón de actos, resoplando porque aquella chica le seguía. Apareció delante de ella, estirando sus huesudos brazos para intentar agarrarla, pero sus dedos atravesaron a Ariadne. - Tienes que ayudarme, por favor. Eres la única que puede ayudarme. - Lamento comunicarte que, entonces, estás jodida - Ariadne cerró los ojos, suspirando.Mira, puedo verte, pero no puedo ayudarte - le sonrió lacónicamente.- Nunca, jamás, he podido ayudar a nadie, ¿entiendes? Aléjate de mí. Créeme, decirte que te marches es lo mejor que puedo hacer por ti. Todo aquel al que he intentado salvar, ha acabado en el peor de los infiernos. Aceleró el paso para dejar atrás al fantasma de la chica rubia. Estaba tan ocupada vigilando que el espíritu no la siguiera, que estuvo a punto de chocar con Álvaro, aunque logró esquivarle a tiempo. - ¿Tú no deberías estar en el ensayo? - No estaba de humor. Álvaro la miró con genuina preocupación y Ariadne estuvo tentada de contarle la verdad: que veía fantasmas, que sentía que algo no funcionaba bien en ella, que estaba helada... Abrió la boca para decirle todo aquello, pero, al final, se contuvo. ¿Y si la tomaba por loca? O, peor, ¿y si creía que era un monstruo de la naturaleza? ¿Y si él también se iba? - ¿Ha pasado algo? - le preguntó el hombre. - Mi prometido me ha propuesto una cita. - ¡Guau, diversión sin fin! - exclamó Álvaro, burlón. Movió la cabeza de un lado a otro, antes de fruncir un poco el ceño, pensativo; después, le dedicó una sonrisa.- ¿Quieres que vayamos a cenar y luego al cine como buenos tío y sobrina que somos? Así te podría servir de excusa. - Ya me había adelantado - admitió ella. Detrás de Álvaro pudo ver a Colbert. Había aparecido de repente. Con él, volvió el frío, volvió todo y, por fin, Ariadne comprendió lo que sucedía. ¡Claro, eso tenía que ser! Por eso se sentía tan apática, tan gélida, porque Colbert era un fantasma que se estaba alimentando de ella. ¡Tenía que ser algo así! - ¿Y? ¿Vamos o no? - preguntó Álvaro. - Eh... Sí, sí, vale, pero he de hacer una cosa... ¿Nos encontramos ahí? Tras quedar con Álvaro, miró fijamente a Colbert, indicándole que le siguiera. En silencio fueron hasta su habitación, que cerró a cal y canto. No quería que le molestaran. Se dejó caer en su cama, acompañándose de un prolongado suspiro.


- Tengo buenos recuerdos de esta habitación - comentó el joven. - Espero que facilite las cosas - Ariadne volvió a suspirar, retirándose detrás de las orejas el mechón que se le escapaba de una de las coletas.- Me dijiste que sigues aquí porque me tienes que decir algo. Bien... Soy toda oídos. Colbert dejó de sonreír con aire distraído para mirarla fijamente. Entonces se arrodilló frente a ella, colocando la mano en la pierna de Ariadne, que pudo sentir su frío tacto. - ¿Recuerdas cómo me conociste? - Claro... Fue al poco de empezar a vivir en el pueblo, después de que mi tío me salvara del atentado que acabó con mi familia - respondió, encogiéndose de hombros; era de las pocas cosas de las que se acordaba perfectamente de aquella época. Colbert pareció de pronto muy triste. - Esa no fue la vez que nos conocimos. - ¿Cómo? - Yo te salvé - admitió con suficiencia. Su mirada pareció alejarse, casi retroceder en el tiempo.- Sabes que hay algo que no está bien en tus recuerdos. Crees que el atentado ocurrió cuando tenías seis, pero descubriste que fue antes. Y fue antes. Tenías cuatro años cuando tu familia murió. Yo estuve ahí. Vi los cadáveres de tu familia, excepto a ti. Tú no estabas por ningún lado y eso que te busqué y te busqué... Pero no estabas. - Claro, porque mi tío me salvó... - No. No fue así, Ariadne - le acarició el pelo.- Fui yo quien te salvó. Pero dos años más tarde. Estuvimos buscándote dos años y, al final, te encontré. Te encontré y te salvé. - Pero... ¿Por qué no lo recuerdo? - Eso no es importante. - ¡¿Qué no es importante?! - bramó Ariadne.- ¿Me dices que mis recuerdos son falsos y eso no es importante? ¿Por qué no recuerdo? ¿Qué pasó en realidad? ¿Dónde me encontraste? ¿Qué ocurrió durante esos dos años? - Shhh, calla un momento - susurró Colbert, colocándole los dedos sobre los labios.- Eso puedes averiguarlo tú misma. Lo que tengo que decirte es más importante - volvió a acariciarle el pelo.- Desde que me llevaron a vivir a la mansión de tu familia, tú fuiste lo más importante para mí. Eras muy pequeña, pero eras la única que me quería. Por eso me prometí que pasara lo que pasara, te protegería y te haría feliz. Por eso hice todo lo que hice, Ariadne. - Otra vez no... - Quizás no lo creas, quizás no compartamos los medios o quizás me equivoqué. No lo sé. Pero yo sólo quería estar contigo, sólo quería hacerte feliz - le sonrió con sinceridad.- Por eso


no entendía lo que pasó, pero... Luego vino el juicio y logré comprender que lo que tú hiciste, también lo hiciste por amor - hizo una pausa.- Sólo quería decirte que siempre te querré y que los pecados que cometí, que cometimos, en el pasado fueron todos por tu bien. Despierta a tu tío, Ariadne, Felipe tiene todas las respuestas y su cura está a tu alcance. - ¿Pero cuál es? Pero Colbert no respondió, tan solo se inclinó sobre ella para besarla apasionadamente, antes de desvanecerse en el aire. Ariadne supo al instante que, por fin, Colbert se había ido para siempre, que ya no volvería a verlo más. Se sintió aliviada, se sintió liberada. Había tenido que escuchar las últimas palabras de Colbert para comprender que ambos dos estaban envueltos en una espiral enfermiza de amor y de dolor. Nunca había habido nada que fuera bueno entre ambos. Por eso, no entendía por qué seguía siéndose tan helada. ¿Por qué volvía a no sentir nada, a estar vacía? ¿Por qué? Colbert ya no estaba, ya no quedaba más que el recuerdo de su primer amor, ya no le amaba... Entonces, ¿por qué estaba tan hueca? ¿Por qué no era la de siempre? ¿Por qué no había nada en ella? Se miró en el espejo de cuerpo entero que tenía en un rincón de la habitación. Se soltó el pelo, que le había crecido ya un poco desde que Deker se lo cortara, se lo ahuecó con los dedos. Después, se cambió el uniforme por unos ajustados pantalones rojos y una camiseta negra, de esas cuyo escote le caía desde un hombro hasta varios centímetros por debajo del otro, que se ciñó con un cinturón con tachuelas; completó su indumentaria con un par de altas botas negras. Volvió a mirarse en el espejo para maquillarse los ojos con perfilador, rimel y sombra negra. Se revolvió un poco más el pelo con los dedos, antes de coger su bolso y dirigirse hacia el garaje que estaba escondido en la parte de atrás del internado. Condujo hasta la discoteca del pueblo. No sentía nada.

 Álvaro se maldijo a sí mismo mientras salía a toda prisa de su coche. Llegaba tarde a su cita con Ariadne por culpa del papeleo y no estaba seguro de que la chica fuera de las que aceptara con elegancia la tardanza. En multitud de citas había llegado tarde y tan solo había conseguido que le gritaran, incluso le pegaran, antes de dejarle solo.


Entró en el restaurante y se le cayó el alma a los pies.

La voy a matar. La asesinaré sin compasión. En una de las mesas, esperando, se encontraba Kenneth Murray que le miraba tan atónito como debía estar él. ¿Pero qué había en la cabeza de Ariadne para montarle semejante trampa? Además, ¿por qué? Últimamente se llevaban bien, la animadversión que ambos sentían por Kenneth les había unido un poquito más. Se sentó frente al hombre que parecía de lo más violento y le dedicó una sonrisa cansada, mientras cogía uno de los sobres de colines que había en una pequeña cesta. - ¿Qué haces aquí? - preguntó Kenneth. - Ariadne nos ha tendido una emboscada. Aquello debió de sentarle como un puñetazo en el estómago, pues se quedó lívido y se puso en pie, visiblemente contrariado. Álvaro alargó la mano para retenerle, sujetándole de un brazo y, de paso, obligándole a tomar asiento de nuevo. Entonces, se quitó la chaqueta para depositarla sobre el respaldo de la silla. - Cenemos, anda. - ¿Por qué? - Porque el risotto de este lugar es cojonudo - le guiñó un ojo, antes de morder la barrita de pan. Al ver que Kenneth seguía mostrándose ceñudo, suspiró, ¿no podía simplemente disfrutar del momento? Se echó hacia atrás en la silla, pasándose los dedos por su rubio cabello.- Creo que tenemos que hablar seriamente, ¿y qué mejor lugar que este, que es neutral? - ¿Hablar? ¿De qué? - ¿Por qué estás en el Bécquer? Las cejas de Kenneth se relajaron para dar lugar a la estupefacción absoluta, lo que hizo que Álvaro sonriera. Había dado en el clavo. A pesar de que estaba seguro de que su abuela le influía demasiado, que decía más sobre él que el propio Kenneth, también lo estaba de que éste ni había rechistado por algún motivo. - Estoy buscando algo. - ¿Eres un huérfano con el que experimentaron? - al notar la confusión de su interlocutor, suspiró.- Se me olvidaba que no ves la tele... Déjalo. ¿Qué estás buscando? - Es algo personal. - ¿No me lo vas a contar? - Creo que voy a elegir la ensalada César. Álvaro asintió con un gesto, decidiendo abandonar el tema por el momento. Sin embargo, mientras se llevaba la copa con agua a los labios, no dejó de mirar a Kenneth Murray por encima


del cristal. HabĂ­a llegado el momento de investigarlo, necesitaba saber si era peligroso o no, pues trabajaba y vivĂ­a en el mismo edificio que Tania y Ariadne. No iba a permitir que nadie les hiciera daĂąo.


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