Corrientes del tiempo: Capítulo 13

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Aquel maldito importador de mármol se lo estaba poniendo realmente difícil. Llevaba años trabajando con aquella fábrica en concreto, pero la dirección había cambiado de manos y el hijo del dueño estaba resultando ser terco, intransigente y ambicioso en demasía. Beatriz cerró los dedos de su mano derecha sobre el pisapapeles, deseando poder arrojárselo a la cabeza. Estaba considerando el lanzarlo contra la pared, cuando la puerta de su despacho se abrió y su secretaria entró con cierta urgencia. Eso nunca implicaba nada bueno, pues su secretaria era una de las personas más calmadas que conocía. Mientras el hombre seguía discutiendo, tapó parte del auricular. - ¿Ocurre algo? - Señora De la Hera, su hijo se encuentra aquí. Desea verla ahora mismo. - ¿Rubén? - se extrañó, frunciendo el ceño. Su hijo debería estar en el internado, en clase. Miró el calendario que había en su escritorio. Sí, era un lunes no festivo.- ¿Qué hace aquí? - No lo sé, señora De la Hera. Pero no está solo, le acompañan un hombre y una chica. Algo se removió en el interior de Beatriz. Un mal presentimiento comenzó a hormiguear en su estómago, como una bestia que despertaba de su largo letargo. El hombre no podía ser Pascual Cremonte, pues estaba muy ocupado con lo sucedido a su hija, así que sólo le quedaba una opción: Felipe Navarro, su cuñado. Era el único que podía haber provocado aquella visita, pues era la prueba viviente de que había mentido a su hijo durante toda su vida. Colgó el teléfono, sin importarle los negocios. De repente, se sentía exhausta, como si fuera el doble de vieja. - Dame cinco minutos y que pasen, por favor.


Su secretaria asintió con un gesto, antes de desaparecer. Entonces, lejos de las miradas, en la más completa soledad, Beatriz se derrumbó: enterró el rostro entre las manos, temblando, aterrada ante la mera idea de rememorar aquel pasado del cual llevaba doce años huyendo. Con dificultad, pues el miedo atenazaba su estómago e incluso amagaba con paralizarla, se acercó a la puerta del despacho. La pared que daba al resto de la oficina era de cristal, aunque había una larga cortina que los cubría, impidiéndole ver a sus empleados si así lo quería. Apartó varias tiras para poder ver a su hijo... ... Su niño... ... Su pequeño... Y un recuerdo acudió.

 Había sido una experiencia difícil. Le dolía hasta el último centímetro de su cuerpo, era casi como si acabara de recibir una paliza. Sin embargo, nunca antes se había sentido tan dichosa. Ni siquiera podía dejar de sonreír, pese al sudor que perlaba su piel, el mal estado de su pelo y el hecho de que apenas pudiera moverse. Acababa de ser madre. ¡Madre! ¡Era una madre! Era un milagro, un auténtico milagro. - Es un niño muy guapo - insistió la comadrona. Era una mujer de baja estatura, pero de brazos grandes y poderosos, que tenía un rostro afable y sonriente. Le tendió al bebé para alejarse después.- Les dejaré a solas un ratito y luego haré pasar al padre. Agradeció el detalle. Quería unos instantes para ella, para disfrutar de aquella cosita tan bonita que acababa de traer al mundo. Su hijo. Todavía no podía creérselo. El bebé reposaba tranquilamente en sus brazos. Aún no había abierto los ojos, por lo que parecía dormir. Se le veía


tan feliz... Y olía tan sumamente bien. Era el bebé más hermoso del mundo. Tenía la nariz chata, las manos y pies arrugados, y una pelusa castaña recubriéndole la redonda cabeza. - Mi niño - susurró, arrobada.- Siempre cuidaré de ti. Siempre serás mi niño. En aquel momento, la puerta de la habitación del hospital se abrió y Héctor entró dando un traspiés, lo que la hizo reír. Pobre, estaba tan nervioso. Su marido logró caminar, no sin cierta torpeza, hasta la silla que había junto a su cama y la miró con ojos brillantes. - ¿Estás bien, mi amor? - Mejor que nunca - Héctor le retiró el pelo de la cara con suavidad, antes de que ella le mostrara al recién nacido.- Mira, nuestro hijo - sonrió, encantada.- Es un niño. - ¡Un niño! - ¿No crees que es lo más hermoso que has visto nunca? - Lo segundo más hermoso - matizó él.- Porque no dejo de verte a ti - le dio un beso en la mejilla, antes de hacerse con el bebé. Héctor también lo contempló embelesado, meciéndolo con suavidad.- ¿Has pensado ya algún nombre? - Eneas. - ¿Eneas? - Es un buen nombre para un futuro rey, ¿no crees? - sonrió ella, acercándose a su marido para poder acariciarle un brazo.- Además, Eneas fue el mayor héroe griego tras Héctor. Me parece muy adecuado, dadas las circunstancias. - No creo que le guste tu obsesión por la mitología antigua. Pero creo que te agradecerá el que no le hayas puesto el griego original - Héctor le hizo burla, por lo que ella fingió ofenderse durante un momento, aunque acabó riéndose. Su esposo contempló al bebé, concentrado.- Eneas Navarro... Sí, me gusta. Un gran nombre para un niño con un gran destino.

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Un nombre especial para el niño más especial, el mío. Le había dicho eso mismo a Héctor en el hospital. En aquel entonces, había sido un sueño, el instante más feliz de su vida, no como en aquel momento, que se le antojaba más una pesadilla que cualquier otra cosa. Iba a perder a su hijo por completo. Se sentó de nuevo en su silla, pensando en qué iba a hacer a continuación, cuando su hijo y sus acompañantes entraron en el despacho. La chica era Tania Esparza, la muchacha de la cual Rubén se había enamorado y de la que ella le había alejado. Notó un pinchazo en el corazón. El hombre era Felipe. Más mayor, con el pelo más corto y más furioso de lo que nunca lo había visto, pero sin lugar a dudas era su cuñado. Al final, la verdad la había alcanzado. Junto al miedo, lo peor era la incertidumbre: ¿qué iba a hacer? ¿Cómo iba a reaccionar ante las acusaciones? En principio, optó por mantener la calma e intentar tener el control de la situación. - Supongo que no es una reunión de ámbito escolar - comentó. - ¿Eh? La confusión de su hijo fue evidente. No se esperaba aquella reacción. No obstante, su cuñado seguía estando tranquilo, como si se lo hubiera esperado. Era difícil de creer lo cambiado que estaba. Mantenía su cara de niño, pero su mirada era afilada, sabia y madura, no como cuando era más joven e impulsivo, cuando el corazón se imponía a la lógica, las leyes e incluso a la educación recibida. Pese a aquella madurez adquirida a fuerza de ser rey, Felipe seguía siendo completamente distinto de Héctor. De eso estaba segura, pues leía sus emociones como si siguiera siendo un chiquillo, el hermano pequeño de su marido. Al reparar en ello, notó una punzada en el corazón. Un preludio a un nuevo recuerdo, pues qué distinta había sido su niña de su hijo.


 La enfermera abrió la puerta de la habitación con la espalda, pues tenía las manos ocupadas con su bebé, su niña. Al igual que durante el embarazo anterior, ni Héctor ni ella habían deseado conocer el sexo de la criatura con antelación; por eso, le había hecho mucha ilusión el saber que había tenido una hija, completando así la parejita. Descubrió entonces que la pequeña seguía llorando a pleno pulmón. También podía ver que se agitaba como una culebrilla, pataleando y soltando manotazos con sus manitas diminutas. Sin embargo, la enfermera no dejaba de reír con el bebé, mientras se acercaba a su cama. Al final, se la colocó entre los brazos y su hija dejó de llorar automáticamente, para mirarla con fijeza. Tenía unos enormes ojos del color de la miel. - Anda, mírala - exclamó la enfermera entre risas. - Vaya... Se ha callado - comentó sorprendida. - Esta renacuaja es muy lista - le informó la mujer, que seguía mirando al bebé, como embelesada.- Quería a su mamá y no ha dejado de berrear hasta que ha conseguido lo que quería. Me da a mí que le ha tocado una buena pieza. Rió ante el comentario de la enfermera. La verdad era que razón no le faltaba. La niña había deseado llegar a las cuatro de la mañana, un mes antes de lo previsto. No obstante, el parto había sido mucho más rápido y mucho menos doloroso. No sabía si se debía a que era la segunda o a que no había sido tan grande como Eneas. Eso, por no decir que era muy, muy chiquitita, hasta el punto de que casi había acabado en la incubadora. - Debería llamarte Caperucita - le susurró, divertida.- Porque menudos ojos más grandes tienes, mi amor - casi como si la hubiera entendido, la niña frunció su minúscula carita, amenazando con empezar a llorar de nuevo.- Tranquila, tranquila, que no lo haré. En ese preciso momento, la puerta se abrió.


Para su sorpresa, Héctor entró con abrigo, bufanda y el castaño cabello cubierto de nieve. Parecía a punto de desmoronarse, incluso respiraba agitadamente, pero pudo llegar a su lado y desplomarse en la silla. - ¡Has llegado! - exclamó ella. - Vuelo directo desde Berlín - asintió él, recuperando el aliento.- No me perdería este momento por nada del mundo - le sonrió, antes de pasarse una mano por el pelo.- ¿Ha ido todo bien? - ella asintió como única respuesta, por lo que Héctor se inclinó para besarla. - Ha sido una niña. - ¿Una niña? - el rostro de su esposo se iluminó.- ¿Puedo...? Asintió, tendiéndole a la pequeña. Héctor la cogió con extrema delicadeza, apoyándola en su brazo. Como éste era fuerte, la criatura parecía todavía más pequeña y delicada; de hecho, hubiera jurado que la niña cabía en la palma de la mano de Héctor. - Es diminuta - comentó su marido, impresionado.- Si parece que la voy a romper...- se quedó callado, embelesado.- Y mira qué ojos tan abiertos. Está mirando todo lo que tiene alrededor, curioseando... Será una gran ladrona - Héctor no podía estar más orgulloso.- Cielo, he pensado que como tú elegiste el nombre de Eneas, yo podría elegir el de ella. - ¿Tienes alguno en mente? - Ariadne - alzó la mirada en dirección hacia ella, sonriente.- Es adecuado para una princesa, continúa con la tradición de nombrar a nuestros hijos con nombres sacados de la mitología griega y es griego, como su madre. - Me encanta. Alguien llamó a la puerta antes de que se abriera. Entonces la sonrojada cabeza de Felipe asomó, antes de que entrara con paso vacilante. Era un chaval alto, flaco y desgarbado con el pelo peinado con raya a un lado, lo que le daba más aire de colegial; tenía tal cara de niño que ni siquiera aparentaba los catorce años que tenía. Entre sus brazos dormía plácidamente Eneas, que ya había cumplido los dos años.


- ¿Podemos pasar? - preguntó, emocionado. Durante el nacimiento de Eneas, había estado en el colegio, por lo que ella suponía que le hacía ilusión estar presente en aquel. Por eso, asintió con un gesto. - Gracias por traerla al hospital, hermano. - Bueno, en realidad ha sido Álvaro, yo sólo la he acompañado - Felipe hizo un gesto para quitarle importancia al asunto, aunque en realidad el pobre se había llevado la peor parte: la de cogerle la mano durante las contracciones y consolarla ante la ausencia de Héctor.- ¿No me vais a decir si tengo un sobrino o una sobrina? - Felipe, te presento a tu sobrina, Ariadne. - ¡Qué bonita! ¿Podría cogerla? Mira, los intercambiamos. Héctor, sin embargo, no se desprendió del bebé.

 - ¡Mamá! - la protesta de Rubén la devolvió a la realidad. Pestañeó varias veces, mientras su hijo apretaba los labios, ofendido.- ¡Es que no me lo puedo creer! - Abriendo el viejo baúl de los recuerdos, ¿eh? Felipe se mostró comprensivo, incluso la dureza de su mirada parecía haberse reducido. Estrechó el hombro de su sobrino con evidente cariño, antes de acomodarse en una de las sillas que había frente a ella, al otro lado del escritorio. Beatriz decidió aprovechar aquel gesto para intentar suavizar la conversación que estaba por venir. - Has crecido mucho, ya no eres un chaval delgaducho. - La vida, ya ves. Es difícil no madurar cuando toda tu familia es asesinada - le dedicó una sonrisa irónica.- Anda, mira por dónde. - Directo al grano, por lo que veo.


- A diferencia de ti, no puedo andarme con recuerdos. Es lo que tiene que te los hayan borrado o alterado, no lo tengo muy claro. La cuestión es que en ti no reconozco a mi cuñada. Por más que lo intento, no te veo como debería verte, Chryssa. - Hacía una vida que nadie me llamaba así - comentó, reclinándose en la silla.- La verdad es que, aunque recordaras, no verías a Chryssa por ningún lado. Chryssa murió hace doce años se detuvo un momento para mirar a su hijo a los ojos; éste parecía un animal enjaulado a punto de explotar.- Al igual que murió Eneas Navarro. - Y no lo lamentas, ¿no? - inquirió Rubén. - En absoluto, yo... - ¡Tú me has mentido toda mi vida! - gritó el muchacho, deteniéndose junto a la mesa.¡Me has mentido en todo! Mi familia no es mi familia, mi edad no es mi edad, mi nombre no es mi nombre...- asestó un puñetazo al escritorio, con rabia.- ¡Maldita sea! ¿Me has dicho alguna cosa que fuera verdad? - Sólo mentí en minucias, detalles insignificantes que, sin embargo, daban autenticidad a una mentira que salvó nuestras vidas - aclaró, cortante.- Rubén - se puso en pie para acercarse a él. Por el camino, su rostro se dulcificó. Entendía el enfado de su hijo, pero también él debía comprender por qué había actuado como lo hizo.- Rubén, soy tu madre y te quiero. No diré que no me haya equivocado, que no me haya visto forzada a hacer cosas, pero siempre he intentado salvarte. Te salvé de un atentado, de asesinos... - ¡Me arrebataste mi destino! Y Beatriz quiso reír, dar rienda suelta a toda esa rabia que, desde hacía demasiado tiempo, había anidado en lo más hondo de su ser. No obstante, lo único que pudo hacer fue perderse en otro recuerdo, en el momento en que dio comienzo el mayor de sus errores...

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Todavía no podía creérselo. ¿Habría pronunciado Héctor esas palabras? No, no podía ser... Todavía parpadeando, incrédula, fijó la vista en su marido. Éste exhaló un profundo suspiro, se pasó una mano por el pelo, antes de ponerse en cuclillas frente a ella. Entonces, le acarició la rodilla y, por primera vez desde que lo conocía, el contacto la dejó fría. - No puedes hablar en serio - musitó. - Chryssa... - ¡No! - apartó de un manotazo la caricia de su esposo. Estaba furiosa. ¿Cómo osaba? Sintiendo que la sangre le hervía, se puso en pie. Apenas podía ordenar sus pensamientos. Su pulso iba tan acelerado, alimentado por la ira que estaba experimentando, que parecía tener un tambor en la cabeza, marcando con sus golpes el ritmo de la guerra.- ¡No me vengas con esas! ¡Ni se te ocurra usar ese tono razonable conmigo! - Estoy siendo razonable. - ¡Y una mierda! - Dios, Chryssa, ¿quieres pararte a pensar en mis argumentos? Apretando los puños, se volvió hacia él. Sentía unas poderosas ganas de pegarle, de arrancarle esa maldita calma a puñetazos. ¿Cómo podía estar planteando aquella cuestión sin que una vergüenza infinita apareciera en su cara? - ¿Qué argumentos? ¡Quieres arrebatarle su destino a mi niño! ¡A nuestro hijo! - ¡No! Sólo quiero que tenga un futuro... - ¡Oh, por favor! ¡Sabes que no es así! Adoras a la niña e ignoras a Eneas, ¡lo sabes bien! Y por eso quieres cambiar la sucesión - entrecerró los ojos, acusadora.- ¡Es todo culpa de tu maldito favoritismo! ¡Es culpa tuya! ¿Qué tiene que hacer nuestro pobre hijo para que le quieras? Las palabras salieron de sus labios como si tuvieran vida propia y se hubieran convertido ellas solas en misiles. La garganta le ardió en cuanto las escuchó. Se sonrojó al ver la expresión


furibunda que apareció en el rostro de su esposo. Héctor tembló. Parecía controlarse a duras penas, mientras ella se cubría los labios. - ¡Estás loca! - siseó; la respiración entrecortada, nunca le había visto tan enfadado.- ¡Eres tú la que tienes preferencias! ¡Y sigues empeñándote en que hago distinciones entre mis hijos! ¡Los quiero por igual! ¡Les daré a ambos todo! ¡Haré todo lo que esté en mis manos para cuidar de ellos, para que sean felices! - ¿Y por eso le quitas el trono a Eneas? - ¡No está capacitado! - ¡Tiene seis años! - ¿Y cuántos idiomas habla? ¡Ninguno! - le recordó con dureza.- No sabe andar sin hacer ruido, apenas tiene equilibrio y no ha logrado llevar a buen puerto ningún ejercicio... - ¡Es sólo un niño! - Ariadne no tiene ni cuatro años y es capaz de robar una cartera. Asimila los lenguajes, no hay quien la escuche si ella quiere, tiene talento con la pintura...- le dedicó una última mirada iracunda, antes de suavizar su gesto.- Chryssa, quiero a los dos. Estoy orgulloso de ambos. Pero Ariadne tiene madera de ladrona y Eneas no, eso es un hecho. No podemos condenarle a sufrir toda su vida. ¡Y sufrirá! ¿Cómo crees que se sentirá cuando no logre lo que los demás consiguen? ¿Y si le detienen? - ¿Cómo se sentirá cuando descubra que su padre, su propio padre, le considera un inútil, no como a su hermana pequeña? ¿De verdad crees que te lo agradecerá? - Prefiero que me odie a mí a que odie su vida. - Debería tener la opción de elegir. Al menos se merece eso. Héctor se quedó en silencio unos segundos, reflexionando. Al final, asintió con un gesto, parecía exhausto.


- En cuanto Eneas tenga dieciséis años, los dos se someterán al examen del Consejo dictaminó con suavidad.- No dependerá de preferencias, políticas o tonterías, sino de la capacidad que tenga cada uno para robar y, sobre todo, para reinar. Ella soltó una carcajada amarga. - ¿Sabes? Tu hermano tiene razón: eres un político lameculos. Has dicho eso para que me quede tranquila y crea que no es tu elección. Y, en realidad, estás absolutamente seguro que Ariadne ganará, así que te saldrás con la tuya. Su esposo no se dignó en decir nada más.

 - No... Yo no te quité la corona, hijo mío - susurró distraídamente. - ¿Qué? - Rubén parpadeó, perplejo. Aquel gesto era casi idéntico al que ella hacía, era una de las pocas cosas en las que se parecían. Entonces tembló, furioso, el tic de sus manos lo había sacado de su padre: a ambos se les agarrotaban de la misma manera al reprimir la ira a duras penas.- ¿Vas a seguir mintiendo? Bueno, qué importa una mentira más, ¿no, mamá? - ¡No vuelvas a alzarme la voz! - exclamó severamente.- Sigo siendo tu madre y no pienso tolerar las faltas de respeto. - No puedo gritar, pero tú puedes mentirme y manipularme. - Me vi obligada a hacerlo - explicó, acompañándose de un ademán.- Rubén... Creé una compleja mentira para mantenerte a salvo, pero la has descubierto. Preferiría que siguieras viviendo en la ignorancia, pero, ya que conoces la verdad, prometo no mentirte más - le miró a los ojos, estirando el brazo para sostenerle la mano.- Ahora puedes tranquilizarte y descubrir toda la verdad o seguir gritándome. - ¿No vas a mentirme más? - la furia del muchacho parecía aplacada. - Te doy mi palabra.


Rubén dio media vuelta, consultándole a Felipe sin pronunciar palabra. Ella, por su parte, exhaló un suspiro, intentando mitigar los pinchazos en el pecho: su propio hijo se fiaba más de su director que de ella, era doloroso y, también, se sentía celosa. ¿Cómo pretendes que se fíe de ti? Al fin y al cabo, Felipe ha sido una constante de su vida, alguien que, adivino, habrá sido franco y claro con él... Claro que confía en él, se lo ha ganado, no como tú, querida. - ¿Qué querías decir antes? - preguntó Rubén con voz tensa. - Es cierto que te oculté tu linaje: hice que olvidaras tu nombre, también tu familia... Pero yo no te arrebaté tu destino - se humedeció los labios, levantándose de su silla; se acomodó en el escritorio, lo más cerca posible de su hijo.- Tú no ibas a reinar. - No lo entiendo... Soy el primogénito. - La política de los ladrones es muy compleja, Rubén. Tu tío puede confirmártelo si así lo deseas - ante su comentario, Felipe asintió con un gesto.- La sangre y la sucesión es importante, sí, pero lo que prima es la capacidad. Por eso, los reyes pueden dictaminar cuál será su heredero. Tienen hasta que el primogénito cumpla dieciséis años para decidir. Si no se hace nada, la línea sucesora sigue como si nada, que es lo más habitual, aunque también hay otras posibilidades. - Pero cuando papá murió yo tenía cuatro... - Seis años - puntualizó Felipe. - Tu padre dictaminó que el heredero se decidiría por El examen del Consejo. - ¿Y eso qué quiere decir? - El Consejo os habría examinado a Ariadne y a ti - explicó Felipe, que contemplaba el infinito, seguramente perdido en sus propios pensamientos.- Os habría sometido a distintas pruebas para ver cuál de los dos sería mejor rey y ese habría sido el elegido...- se le quebró la voz durante un instante. Después, seguramente de regreso a la realidad, clavó la mirada en Beatriz, suspicaz.- Era su manera de nombrar heredera a Ariadne sin mojarse, ¿no?


- Me opuse a la elección de Ariadne - reconoció. Al morir su hija, ésta había dejado un vacío perpetuo en su interior y, en ocasiones como aquella, se llenaba de dolorosa culpa. - ¿Papá creía que era un inútil? - No - se apresuró en responder Felipe. - No lo sé - admitió ella con pesar.- La verdad es que no lo sé... Rubén parecía haber recibido un mazazo en pleno estómago, por lo que Beatriz estuvo a punto de estrecharlo entre sus brazos, acunarlo. Sin embargo, dado que la chica que le gustaba estaba presente, únicamente le rodeó los hombros con cariño. - ¿Se avergonzaba de mí? ¿Me consideraba indigno...? - Tu padre te quería - aclaró Felipe con decisión.- Estaba muy orgulloso de ti. Siempre me contaba cosas sobre ti: se maravillaba de lo divertido que eras, de lo bueno, de lo valiente, de como protegías a tu hermana...- hizo una pausa, acompañándose de un ademán.- Pero era un hombre práctico. Sinceramente, creo que, al menos en parte, pensaría que te estaría haciendo un favor. De pequeño siempre andabas sacrificándote por tu hermana. Ella era la mandona y la de las malas ideas, pero tú siempre te adjudicabas sus crímenes. - Nunca lo habría pensado - comentó la chica Esparza con una risita. - ¿Me liaba siempre? - inquirió Rubén, más tranquilo. - Recuerdo una vez que la castigaron sin postre. No recuerdo por qué... Creo que fue porque a la señorita no se le antojaba comer algo y buena era. La cuestión es que decidió robar el bote de las galletas de la cocina y lo hizo. Cuando tu padre se dio cuenta, fue a castigarla, pero tú, sin dudarlo, dijiste que habías sido el responsable - Felipe rió, agitando la cabeza.- Entonces fue a castigarte, pero Ariadne salió en tu defensa. - ¿Y nos libramos? - Os castigó a los dos, pero nunca lo vi tan orgulloso de algo. Durante el relato de aquella breve anécdota, Beatriz sintió que la culpa la iba a ahogar, que se iba a volver loca. Por eso, soltó a su hijo, cubriéndose inconscientemente los oídos con las


manos para sorpresa de los presentes. Cerró los ojos con fuerza, notando aquella familiar sensación de tener una soga al cuello. - ¡Calla! ¡Felipe, cállate de una vez! - Pero...- su cuñado parecía confuso. - ¡No vuelvas a mencionarla! ¡No hables de ella! - se llevó una mano al pecho, era como si lo tuviera en carne viva y estuvieran vertiendo sal sobre él.- ¡No puedo soportarlo! Ni siquiera merezco oír el nombre de mi niña... - Pero, Chryssa... - Mamá... - ¿Es qué no lo entendéis? ¡Está todo relacionado! - soltó, vehemente.- Ariadne...- el mero nombre le ardía en la garganta, hacía doce años que no lo pronunciaba, no desde aquella fatídica noche.- Ariadne está muerta por mi culpa, por eso he hecho todo lo que he hecho, Rubén. Por un desesperado y vano intento de redención. No permitió que añadieran nada, pues de sus labios brotó la historia de la peor noche de su vida, aquella en la que firmó la sentencia de muerte de su hija.

 La noche era cerrada, jamás había visto un cielo tan negro. Hacía un rato que la tormenta había escampado, poco después de que Eneas se quedara dormido de una vez. Asustado por los terribles rayos y truenos, el niño había acudido a su cama, donde se había refugiado entre Héctor y ella. Llevaba un rato observándoles, sintiéndose completa. Era curioso, era la primera vez que se sentía en paz tras el parto de Ariadne. Pese a que había sido rápido y poco doloroso, había sufrido complicaciones varias horas después, por lo que había terminado perdiendo el útero... Y, junto a él, el equilibrio. Sin embargo, aquella noche parecía haberlo recuperado de nuevo al ver a sus dos hombres dormir juntos, abrazados.


Tengo un marido maravilloso, dos hijos fantásticos... Todo va bien. Entonces, casi como si el universo quisiera reírse de ella, el cielo se tornó escarlata. La lluvia de proyectiles comenzó. Los cristales de las fragmentadas ventadas cubrieron el suelo, las cortinas se prendieron al igual que los muebles. En apenas un segundo se había desatado el infierno. Antes de que pudiera reaccionar, Héctor tenía a Eneas entre los brazos y la instaba a abandonar la habitación. El pasillo era un caos. El servicio corría de un lado a otro, gritando, mientras las paredes se deshacían y caían cascotes del techo. Durante un segundo, todo pareció detenerse en el tiempo. Era surrealista hasta el punto de que no parecía real. No obstante, el grito asustado de su hijo la hizo reaccionar. - ¡Vamos! - le urgió a su esposo.- ¡Tenemos que salir de aquí! Se dirigió hacia el frente, directa a una de las entradas de los pasadizos. Héctor la siguió, pero la detuvo, agarrándola de un brazo. - Tenemos que regresar - le dijo. - ¡No! Hemos de salvarnos. Somos los reyes del clan y Eneas es el heredero. - ¡Ariadne sigue en su habitación! - ¡No vas a llevar a mi hijo al peligro! Héctor la miró con sorpresa, aunque no tardó en reaccionar, le entregó al niño. Le apretó un momento el hombro, a modo de despedida. - Escúchame. Vete, poneos a salvo. Busca a Rodolfo Benavente, sálvale también, que te acompañe en tu huida - ella frunció el ceño, no entendía nada.- Si muere, su familia se dedicará a cazarnos. Tienes que salvarle. Yo, mientras, iré a por Ariadne. - ¡No me dejes sola! ¡No me abandones! - ¡No puedo dejar a nuestra hija ahí sola! ¡Morirá! - ¡Ariadne ya está perdida! ¡No puedo perderte a ti también! ¡Ven con nosotros!


Pero Héctor negó con la cabeza. La besó por última vez tan apasionadamente que la dejó sin resuello. Y se marchó. Chryssa sintió que el corazón se le rompía, ¿cómo podía dejarla sola? ¿Qué haría si le sucedía algo? Fue entonces cuando ocurrió. Ya no quedaba cristal en la ventana. La flecha entró fácilmente, junto a las otras mil que parecieron llover de repente. Cruzaron aire y espacio. Pero sólo una se clavó donde no debía. Sólo una atravesó el pecho de Héctor. Chryssa sintió que se moría en ese preciso momento. Y se quedó quieta. Para su posterior vergüenza y rabia, se quedó ahí, paralizada, aferrando a Eneas, quien no dejaba de gritar llamando a Héctor. El tiempo pareció congelarse, pese a que la destrucción continuaba imparable, rodeándola. Y Héctor seguía tirado en el suelo. Muerto. Le habían asesinado. Estaba muerto. Ni siquiera era capaz de creérselo. Era como si la sangre hubiera abandonado su cuerpo, sumiéndola en aquel estado de estúpido letargo, sin que ni siquiera el sentido de supervivencia pudiera inyectarle la adrenalina necesaria para continuar. - ¡Señora! ¿Qué hace? ¡Tiene que escapar! La gobernanta había aparecido, frente a ella, de algún modo que su mente había sido incapaz de procesar. Llevaba a su propio hijo cogido de las manos. Tenía la misma edad que Ariadne, aunque era más alto, casi de la misma altura de Eneas, bajo para la suya. Cuando quiso reaccionar, cayó una nueva lluvia de flechas envueltas en llamas. Por suerte o por desgracia, los recién llegados sirvieron de parapeto. Ante sus ojos, de nuevo, personas inocentes murieron. Sin embargo, algo cambió en aquella ocasión: no podía morir porque ya lo había hecho junto a Héctor, por lo que se vio embriagada por una fuerza nueva. Todo le dolía


tanto que ya no podía empeorar, no tenía nada que perder y mucho que ganar: a su hijo, a Eneas que seguía gritando y llorando entre sus brazos. Alguien había destrozado a su familia por un maldito cargo, por un maldito apellido, que los convertía en los reyes de un clan estúpido. Supo con abrumante claridad que tanto Chryssa Vardalos como Eneas Navarro serían objetivos de por vida. Pues que acabaran con ellos cuanto antes. Con una frialdad inusitada, presionó un nervio del cuello de Eneas, sumiéndolo en un sueño profundo. Por un lado, no quería que viera lo que estaba a punto de ser; por otro, no iba a ser más que una molestia. Depositó a su hijo en el suelo, lo más alejado posible de los ventanales. Después, regresó a donde descansaban los tres cadáveres y se agachó. Todavía estaban calientes, el rigor mortis no se había apropiado de los cuerpos, así que pudo soltar a uno de los gemelos de la mano de su madre. Se sorprendió a sí misma al ver que no se le revolvían las tripas, que no sentía nada. Ni siquiera lo hizo cuando arrastró los otros dos cuerpos y los colocó junto a Héctor. Entonces se le aceleró el corazón. Se agachó junto al fardo que, hacía apenas cinco minutos, había sido su marido. Ya no estaba ahí, sólo era un cuerpo vacío. Alargó la mano, dispuesta a acariciarlo, pero, sencillamente, no fue capaz de hacerlo. No podría soportar el tacto frío de su marido. Además, una parte de ella sabía que, si lo tocaba, no olvidaría esa sensación jamás y no quería que la piel muerta de Héctor perviviera más que las caricias que le regalaba en la intimidad. - Adiós, mi amor - murmuró, notando cómo las lágrimas caían por sus mejillas. Se quitó la alianza, intercambiándola con la de la difunta gobernanta. Después, hizo lo mismo con la camiseta de los pijamas de los niños. Dudaba mucho que pudieran hacer pruebas, pero era mejor prevenir que curar. Cuando todo estuvo listo, se encargó de que los tres cuerpos ardieran, usando para ello el anillo de plata que sí había conservado. Ese anillo era un Objeto que


ampliaba cualquier cosa: la fuerza de una persona, su velocidad... o la de las llamas a la hora de devorar un cadáver. Observó el espectáculo un instante, luego se quitó el Objeto y lo tiró junto a los cuerpos carbonizados. Ya no le iba a hacer falta. Chryssa Vardalos, la ladrona, había muerto.

 - Después de eso - siguió contando con un hilo de voz, perdida entre los recuerdos, los sentimientos y la terrible culpa que llevaba acosándola doce años. Los demás permanecían en silencio, seguramente impresionados, por lo que pudo seguir hablando.- fui a la cámara donde se guardaban los Objetos. Me hice con el zoótropo y huí con mi hijo. >>Usé el zoótropo para borrar sus recuerdos. Nos creé nuevas identidades. Aproveché que eras bajo para tu edad, Rubén, para quitarte un par de años y hacer más difícil que pudieran relacionarte con Eneas Navarro. Detuvo la historia un momento. De repente, se encontraba muy cansada. Apartándose el pelo de la cara, reorganizó sus ideas y reunió todas las fuerzas que le quedaban, pues aún faltaba una parte de la historia, la peor. - Mi intención era vivir una vida nueva, continuar como si nada... Si he de ser sincera, ni siquiera reparé en ti, Felipe. Pero, seguramente como castigo por mi comportamiento hacia ti y, sobre todo hacia mi hija, el destino pareció castigarme. Días después, estaba comiendo algo con Rubén en un bar cualquiera de Madrid, cuando vi la noticia por televisión. Fue algo raro, hasta... Hasta que dijeron que no había ni rastro de la niña. - No se han encontrado evidencias de que Aurora Zamora muriera en el incendio - citó Felipe con voz trémula.- Lo recuerdo - debió de notar la sorpresa de los más jóvenes, porque añadió.- Héctor era increíblemente paranoico con la seguridad. El palacio, por si acaso, estaba a


nombre de la familia Zamora, que se la inventó por si algo sucedía, para que la familia Navarro no se viera comprometida. - Por eso mismo, la policía no iba a poder encontrar a Ariadne - dijo Beatriz, agitando la cabeza.- No sabían nada de ella, aunque yo sí. Averigüé que se la llevaron y supe que no sería para nada bueno, pues habían ocultado tal hecho. - Experimentaron con ella - murmuró Felipe. - Lo sé...

 Al colgar el teléfono, sonrió con satisfacción. Había logrado concertar una cita con Pascual Cremonte, un rico empresario que, además de poseer amigos muy influyentes, parecía detestar a los Conscius tanto como ella. En el terreno monetario no andaba nada mal, su constructora iba viento en popa y cada vez conseguía contratos más jugosos, pero eso no importaba. No, no podía importar cuando Ariadne seguía oculta en algún sitio en poder de una organización ultra secreta que había atentado contra su familia. ¿Para qué narices les interesaba una niña tan pequeña? ¿De qué les podía servir Ariadne? Quizás necesitaban a una ladrona a la que moldear... La verdad era que no le importaban los motivos, sólo recuperarlas. Llevaba ya un año viajando de un lado a otro, removiendo hasta la última piedra para dar con algo que pudiera ayudarla: una pista, una persona, lo que fuera. - ¡Mamá! ¿Puedo ir a jugar ya? - Termínate ya el desayuno, Rubén. Su hijo apretó los labios, visiblemente descontento, antes de encarar el bol de cereales como si fuera una condena indefinida. Sonrió. Era agradable tener a Rubén en casa. Dentro de poco tendrían que ir a Ourense, a visitar a Débora Viles, para que renovara los encantamientos de


protección. Al pensar en la bruja, sintió una oleada de gratitud infinita, pues le había ayudado a poner a salvo a Rubén de todo mal. Al descubrir que Ariadne estaba viva, se había jurado a sí misma encontrarla, aunque para ello tuviera que bajar al mismísimo infierno. Si no hubiera sido por ella, Ariadne no estaría en manos de un grupo de locos. Si hubiera hecho caso a Héctor e ido a buscarla, todo sería diferente o, si no, al menos no habría abandonado a su hija de cuatro años. La mayoría de los días, Beatriz se consideraba un monstruo por haberlo hecho. Para compensar sus actos con Ariadne, se había dejado la piel para proteger a Rubén. Tras borrarle la memoria, había contratado a Débora Viles para que, primero, creara una red de complejos hechizos de protección en torno a Rubén y, después, manipulara a tres ladrones. Como debía viajar demasiado, era evidente que no podía haberse cargo de Rubén, por eso decidió internarlo en el Gustavo Adolfo Bécquer, ya que su antiguo cuñado trabajaba en él. También lo hacían otros dos hombres de confianza: Gerardo, la mano derecha de su marido, y Raimundo Gurrea que, según Héctor, era una de las mejores personas que había conocido. Si Rubén estaría seguro sería en ese colegio, protegido por esos tres ladrones tan capaces. Además, de saber que el príncipe de los ladrones estaba vivo, ¿quién iba a buscarlo en la base del actual rey, si es que se daba la casualidad de que la conocía? Por eso, contrató a Débora Viles para manipular la percepción de los tres ladrones. En realidad, era un hechizo bastante fácil: no alteraba sus recuerdos, sino que eran incapaces de reconocer tanto a Rubén como a ella, no los relacionarían jamás con las personas que habían sido. - ¡MAMÁAAAAAAAAAAAAA! Beatriz regresó a la realidad. Mientras cavilaba y recordaba, Rubén la debía de haber desobedecido e ir al jardín, pues no había rastro de él en la cocina, aunque su voz sonaba cercaba. Asustada ante el horror patente en el grito de su hijo, abandonó la casa.


Encontró a Rubén tirado en el suelo, pálido como la tiza, temblando, su mirada ausente y un pavor descomunal tiñendo cada rasgo de su rostro. Guiada por el instinto maternal, no vio nada más que a su hijo asustado, así que acudió a consolarle. Le estaba estrechando entre sus brazos, cuando sus ojos repararon en algo que no debería estar en su jardín. Un bulto. Un bulto sucio, cubierto de sangre. De algún modo supo lo que era. Soltó a Rubén para dejarse caer contra aquel amasijo deforme de carne. El largo pelo castaño claro, los ojos miel... Era su niña. Estaba irreconocible, pero era su niña. La cara alargada en una mueca antinatural, un ojo más grande que otro, aunque igual de vacíos, los dedos deformados en una postura extraña y terminados en garras, le faltaba una pierna, la otra estaba doblada en un ángulo desagradable y acababa en un pie de seis dedos... Pero, sobre todo, estaba muerta. La visión la espantó tanto que tuvo que apartarse de un salto, antes de vomitar. Hasta entonces se había sentido fría, muerta, pero en aquel momento una rabia sin límites nació en su interior, acompañada de una culpa que sería eterna.

 - Mamá... La frágil voz de Rubén la devolvió a la realidad, al doloroso presente que no la protegía de los recuerdos ni de los errores. Fue entonces cuando Beatriz se percató de que estaba llorando. Con toda la discreción que era capaz de lucir en un momento así, se enjuagó las lágrimas. - Lo que te conté era verdad, Rubén - dijo con un hilo de voz, pues reunir algo más le era completamente imposible debido a lo compungida que se sentía.- Desde ese momento consagré mi vida a vengar a tu hermana. Luego... Bueno, luego todo se complicó un poco más. Y lo siento, si mis acciones te provocaron males, lo siento. Pero no podía hacer otra cosa - sostuvo la mano de


su hijo con fuerza.- ¿Lo comprendes? Tenía, no... Tengo que redimirme, porque mi hija está muerta sólo por mi culpa. Porque la abandoné. - No, mamá... Beatriz agitó la cabeza, furiosa consigo misma. - La dejé tirada en un castillo en llamas y tenía cuatro años... - Mamá - la interrumpió Rubén vigorosamente.- Pudiste hacer eso, pero no es culpa tuya que Ariadne muriera... Porque Ariadne no está muerta. Las palabras de Rubén la golpearon como una maza. Incrédula, perdida, pestañeó, sin saber qué pensar. ¿Había escuchado bien? No, no podía ser. Ella había abrazado el cadáver de su hija, le había dado sepultura... No. Imposible. ¿Cómo podía estar viva? ¡No tenía lógica alguna! - ¿Qué dices? - siseó, frunciendo el ceño. - Chryssa...- en aquella ocasión fue Felipe quien habló. Con un leve gesto, le indicó a Rubén que se apartara y se situó frente a ella, cogiéndole de las manos. Hasta el momento la había mirado con dureza, tenso, pero en aquel momento lo hacía con ternura.- No sé qué ocurrió exactamente en tu jardín, pero esa cosa de la que nos has hablado no es Ariadne. - Pero... Era ella. Créeme, conocería a mi hija en cualquier circunstancia. Felipe le indicó que aguardara con un ademán y sacó su teléfono móvil. Tras unos instantes, en los que navegó por los menús del aparato, se lo tendió. En la pantalla había una fotografía. Era de una chica de unos quince años. El pelo largo de color castaño claro, ojos color miel, guapa, elegante, con una sonrisa radiante. Había más. Esa misma chica con el pelo sobre los hombros, vestida de uniforme, con otro tipo de ropa, con un vestido de noche... No, no era una simple chica. Era Ariadne. Era su hija.


- Oh, Dios mío...- musitó, notando un nudo en la garganta.- Es ella. T-tiene los mismos ojos que cuando era pequeña... Y la nariz... Dios, Felipe, tiene mi nariz, pero... Se parece a ti, más que a su padre, se parece a ti. Pero... Yo... - Colbert... ¿Te acuerdas de él? - le preguntó su cuñado. - El chico asesino, sí, le dimos cobijo. - Él sí buscó a Ariadne. Ariadne, por su parte, os buscó a vosotros y os encontró... O eso cree ella. Cuando Colbert fue a sacarla del palacio, Rodolfo Benavente se le adelantó. La salvó... Y ella pagó un precio terrible. Durante dos años, dos largos años que nos costó encontrarla y rescatarla, estuvo experimentando con ella. - ¿Qué? Pero... ¿Está bien? - Raimundo Gurrea le borró esos dos años cuando le propuse quedarme con el internado. Pobre Raimundo - Felipe negó con la cabeza, visiblemente abatido.- Como el zoótropo había desaparecido y no conocíamos la existencia de otro Objeto que sirviera para borrar la memoria, hizo magia... Y perdió su memoria como precio - Beatriz sintió que se ahogaba todavía más, el pulso se le había acelerado y el mundo parecía dar vueltas. Frente a ella, hecho todo un hombre, Felipe se acariciaba la barbilla con aire pensativo. - ¿Por qué Rodolfo le hizo creer a la señora De la Hera que Ariadne estaba muerta, pero no a ti? - inquirió la chica rubia, frunciendo el ceño.- Si deseaba quedarse con Ariadne, debería haberos engañado también al profesor Antúnez y a ti, ¿no? - Rodolfo estaba convencido de que nadie rescataría a Ariadne - respondió Felipe con decisión.- Piensa que tardamos dos años en poder hacerlo y lo hicimos por sorpresa. No... Su intención era otra muy diferente. Beatriz notó la mirada de Felipe sobre ella. - Quería manipularte - dijo entonces, pasándose una mano por el pelo.- A juzgar por lo que sabemos ahora, quería tenerte controlada a través de los Cremonte y usarte si era menester.


Cosa que, si no me equivoco, hizo, ¿verdad? - ladeó la cabeza, muy seguro.- Fuiste tú quien nos robó las Damas y la máquina de escribir - no era una pregunta, sino una afirmación. - No sabía que eran para Rodolfo Benavente. Supe de su conexión con Pascual el día que usó la máquina de escribir para entreteneros - se mordió el labio con rabia.- Confiaba en Pascual. Por supuesto, sabía que no era un gran hombre, pero creía que era fiel a mí y a mi causa. Había tenido un hijo antes de Erika y los Conscius lo secuestraron - agitó la cabeza.- Confirmé la información. Vi el odio en sus ojos. Cuando me pidió que robara eso, me dijo que era para conseguir el poder necesario para encontrarlos y destruirlos. - Pero, mamá, ¿qué son los Conscius? - Nadie lo sabe muy bien - respondió, esforzándose por reorganizar sus ideas. No podía más que pensar en Ariadne, pero sabía que debían compartir toda la información posible.- En un mundo de secretos, son el mejor guardado. Llevo investigándolos doce años y sólo tengo alguna información que otra. - ¿Cómo cual? - insistió su hijo. - Llevan años, muchos años, secuestrando niños. Bebés, pre-adolescentes... No sé qué hacen con ellos, pero los niños desaparecen. Actúan en las sombras, ni siquiera Mikage sabe algo concreto sobre ellos. Manejamos la teoría que podía ser una facción secreta de los asesinos, que actúa a sus espaldas, pero Mikage no cree demasiado en esa teoría. También sé que no sólo exterminaron a nuestra familia. Hay otras. Ladrones, asesinos, Benavente, personas normales...hizo una pausa. Lo que tenía que añadir era difícil, sobre todo delante de Rubén, pero sabía que no podía guardar ese secreto.- Hay otra cosa. Conocí a un asesino que tenía... lazos con ellos. - ¿No acabó bien? - Fue unas semanas después de encontrar el cadáver de... Bueno, lo que creía que era el cadáver de Ariadne - se auto-corrigió, era raro pensar en su hija estando viva.- Estaba furiosa. Antes de enterrar a mi pequeña, usé un hechizo de rastreo y me llevó hasta él. La verdad es que no sé ni qué ocurrió exactamente... Antes de que pudiera reaccionar, le había matado.


- Joder, Chryssa. Felipe se puso en pie, pasándose ambas manos por la cabeza, mientras ella no podía dejar de mirar a Rubén. Para su sorpresa, su hijo no parecía eso, asombrado. ¿Se lo habría contado Pascual para manipularlo? No le extrañaría nada. - Yo tengo una pregunta. La chica rubia volvió a hablar, consiguiendo que todos la miraran con atención. Pareció algo violenta al recibirla, pero pronunció con claridad: - ¿Por qué creías que los Conscius mataron a tu familia? Se puso en pie para poder agacharse junto a su mesa. Siempre llevaba una cadena de plata en torno al cuello y, a modo de colgante, una llave. Usó ésta última para abrir un cajón, de donde sacó una hoja de papel manuscrita. - Recibí una carta unos días después del atentado. No sé quién o cómo, pero... Creo que es sincera. Leedla si queréis. A ella no le hacía falta, pues se la sabía de memoria.

A su excelentísima majestad, No deduzca por el comienzo de mi carta que soy uno de sus súbditos, alteza, pues no es el caso. No soy un ladrón, no soy un asesino, no soy nada. Pero sé cosas. A estas alturas me estará tomando por loco, me imagino, pero mi conciencia me impele a hacer esto porque, quizás, mis conocimientos puedan ayudarla. Muy poca gente conoce de la existencia de un reducido grupo de individuos que actúan al margen de muchas cosas, hasta de los límites de lo humano, pero ese grupo existe y se hacen llamar Conscius. Si le hablo de esos depravados, majestad, es porque estoy absolutamente convencido de que fueron ellos quienes destruyeron su vida, como también hicieron con la mía.


Le aconsejo, entonces, que agache la cabeza. Escóndase en lo profundo del mundo si es necesario, pero desaparezca. Los Conscius son tan poderosos como terribles, lo que les convierte en el peor enemigo imaginable. Ese es mi consejo y ese es el motivo por el que casi no envío la carta. Pero conozco el amor que se profesa a un hijo y sé que no descansará hasta tener a su pequeña a su lado. Por eso he decidido compartir tal nombre con voz, quizás, con ayuda de sus amigos y sus Objetos, logre hacerles frente y recuperar a su hija. De verdad, le deseo lo mejor. Aunque hágame caso y tenga cuidado, nadie sabe quién puede pertenecer a ese funesto grupo, se lo digo porque lo sé muy bien.

Con mis mejores deseos, R. M.

- ¿R. M.? - inquirió Felipe con el ceño fruncido.- ¿Quién será R. M.? Anda que no habrá personas con esas iniciales en el mundo entero... Como sabía que ya no había nada más que contar, que si quedaba algo que discutir, podían hacerlo en un coche, llenó los pulmones de aire y, con toda la calma que fue capaz, pidió de corazón: - ¿Podemos irnos ya? Quiero ver a mi hija, explicarle lo que pasó... Los tres compartieron una mirada extraña, casi tensa, antes de que Felipe se volviera hacia ella. Su cara era un auténtico poema. - Me temo que, de momento, eso va a ser algo complicado.


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